entonces, su acreditación de par y padrino literario para lo que puede
admitir ya el estatuto de obra, e instala una posible imagen para el autor
que la sostiene: “logró lo que pocos, reapropiarse de su destino aun
jugando contra cartas marcadas […]. César seguirá siendo siempre el tipo
a quien la vida le hizo mil zancadillas y, aun así, consagró su vida a
producir belleza” (González 2020, p. 20). El cambio en la figura del
prologuista no altera en lo sustantivo la imagen de redención a través del
arte que ya figuraba en Mattini. En esta nueva versión del prefacio,
González queda colocado en el lugar paradójico de haber tomado a cargo
su destino, para permanecer por siempre destinado a ser lo mismo: el
“pibe chorro” que devino artista.
Pero, con su nombre de autor ahora asumido, González asume también
el papel de autoridad sobre su propia obra, cuya validación ya no
dependerá solo de gestos de pares o padres político-intelectuales o
literarios. En el prefacio que él mismo escribe para la reedición del libro,
formula un programa estético que no solo se proyecta hacia adelante,
sino que procura legitimar y dar sentido retroactivamente a la obra de la
que se erige como autor. La dimensión autobiográfica de su proyecto
estético es aquí deliberada:
La ecuación que hice fue simple: si hay tantos escritores que pueden
aprovechar la experiencia vivida para producir sus obras,
inspirándose en sus biografías y donde quizás la ausencia vivida, en
muchos casos, es en términos sentimentales, ¿cómo no hacerlo
quienes tuvieron todas las ausencias juntas, materiales e
inmateriales, afectivas y alimentarias, decretadas por la sociedad
antes de la concepción misma? Ausencias impuestas, no elegidas. Si
una experiencia de leve adversidad motiva a tantos burgueses a
dedicarse al arte, ¿cómo es, entonces, que aquellas personas que
tuvieron una vida donde la adversidad es la norma, no se atreven no
solo a dedicarse al arte sino siquiera a levantar la mirada? (González
2020, p. 8)