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Figuraciones del yo en la era del
individualismo autoritario
Notas sobre El niño resentido, de César González (2023)
Victoria García
Apenas estamos empezando a dimensionar los efectos de la pandemia de COVID-19 en
la conformación de nuevas subjetividades sociales, políticas y culturales. Giorgio
Agamben y Jacques Ranciére plantearon perspectivas contrapuestas sobre el rol del
Estado. Las discusiones sobre el tema en la Argentina reflejaron modificaciones en las
formas de producción, circulación y consumo de la literatura que ya venían
percibiéndose en las últimas décadas.
* * *
En Marx [la clase oprimida] aparece como la última clase esclavizada, como la
clase vengadora que lleva a su fin la obra de la liberación en nombre de tantas
generaciones de vencidos. [… De la socialdemocracia] la clase desaprendió lo
mismo el odio que la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen de
los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.
(Walter Benjamin, “Sobre el concepto de historia”)
Hace ya años, en 2008, Alberto Giordano acuñó la fórmula “giro
autobiográfico” para capturar lo que vislumbraba como una tendencia
significativa de la literatura argentina del siglo XXI, de la que formaba
parte tanto la proliferación de “escrituras del yocomo la configuración
de nuevas condiciones de recepción y de legitimación para estas
narrativas. El “giro” formulado por Giordano, sin pretenderse como una
descripción objetiva de un estado de cosas literario, asumía un valor
performativo, que se dejaba ver en la forma autobiográfica y
autoirónica que el crítico adoptaba en su ensayo para pergeñar la
fórmula. Desde entonces, y como si se hubiese tratado de una profecía
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autocumplida, la autobiografía y sus variantes: autoficción, testimonio,
confesión, diario, escritura íntima, no dejaron de expandirse en las
modulaciones de la narrativa y en los objetos de la crítica local.
La escritura de César González puede entenderse como una inflexión
singular de ese derrotero. Desde su primer libro, La venganza del cordero
atado, poemario aparecido en 2010, González hace de su vida una
materia programática de su obra, y de la construcción de su figura
autorial una dimensión relevante de los modos en que su obra circula. El
niño resentido, novela autobiográfica publicada en 2023, es el avatar más
reciente de esa apuesta. La novela puede pensarse como el corolario de
un proceso de producción de autorialidad que parece haber resultado
exitoso, al menos si se considera el interés que ha suscitado la figura de
González en los medios de comunicación, en la industria editorial y en la
crítica académica. Como señala Mariano Véliz en relación con el cine,
González, sin dejar de ocupar una posición periférica en el campo
cultural, ha llegado a adquirir niveles destacables de circulación y
visibilización” (2019, p. 160).
No se trata, sin embargo, de un itinerario lineal, exento de problemas.
González despliega su escritura auto(r)biográfica
1
atravesado, por un
1
El neologismo es una adaptación del que utilizan Toro et al (2015) para la autoficción.
En el contexto argentino, Jerónimo Ledesma lo emplea en relación con Borges (Ledesma
2015), no azarosamente, pues se trata de un caso paradigmático desde el punto de vista
de la construcción de la autorialidad como dimensión constitutiva de un proyecto
literario (Louis 2013). El desplazamiento de lo auto- a lo autorial que introduce el
neologismo busca subrayar el vínculo entre la proliferación de escrituras
autobiográficas en las últimas décadas y las transformaciones de la función autor en la
cultura contemporánea. Como lo señala Topuzian, esta se define ahora “en el contexto
ampliado de un mercado literario cada vez más global y generalizado, lo cual cambia de
cabo a rabo el rol de la imagen de autor entre las condiciones de producción, circulación
y recepción del discurso literario” (2014, p. 27).
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lado, por las tensiones que históricamente ha conllevado la construcción
de una voz propia para los sectores subalternos ‒las que Gayatri Spivak
abordaba en su muy citado ensayo (2011 [1988])‒, pero también por
otras más nuevas, derivadas de un statu quo que componen la
hegemonía global del neoliberalismo y el dominio de Internet y de las
redes sociales como espacios privilegiados de la producción de
subjetividades.
La publicación de El niño resentido tuvo lugar en septiembre de 2023, poco
después del primer triunfo electoral de Javier Milei ‒que motivó una
intervención de González desde el cine, en el documental Al borde,
realizado junto a Alejandro Bercovich (2023)‒. Ezequiel Adamovsky ha
caracterizado como “individualismo autoritario” el tipo de subjetividad
que explicaría el crecimiento de ultraderechistas como la que encarna
Milei en la Argentina. En la era del individualismo autoritario, “El orden
se percibe como frágil. […] Los recursos se acaban, la explotación se
intensifica, no hay lugar para que cada cual circule sin molestarse”. El
individuo, entonces, “se siente amenazado por la sociedad y enarbola su
derecho a defender el ilusorio espacio vital que le habían prometido.
Violentamente, si hace falta” (Adamovsky 2023, p. 113).
2
González disputa un lugar para su obra y su figura de autor lidiando con
los dilemas que plantea esta configuración cultural. Él mismo reconoce
que la mediatización de su imagen en los últimos años, por un lado, ha
2
La conceptualización de Adamovsky es una de las diversas aproximaciones a las
transformaciones de las subjetividades en el marco de la revolución tecnológica y la
crisis del capitalismo neoliberal posterior a 2008. Otros autores han propuesto
formulaciones alternativas: “autoritarismo social (Ipar), “subjetividad
antidemocrática” (Ipar y Catanzaro), “era del individuo tirano” (Said), “época de las
pasiones tristes” (Dubet), entre otras.
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propiciado condiciones materiales económicas y tecnológicas para la
inscripción social de su voz, y, por el otro, ha impuesto limitaciones
diversas desde el punto de vista de las significaciones que se asigna a su
vida y su obra en el contexto mediático.
3
¿Cómo concebir en este marco, frente a la tiranía del yo mediatizado y a
la hegemonía del individualismo neoliberal devenido autoritario,
modulaciones contestatarias de la subjetividad, ancladas en la seducción
que puede ejercer la primera persona? El niño resentido ofrece una
posible respuesta a esa pregunta. Se trata del fruto quizás el más
acabado hasta ahora de un proceso de autofiguración que González
puso en marcha desde su misma irrupción en el campo cultural.
Hacerse un nombre
Este proceso ha consistido, en buena medida, en la edificación de un
nombre de autor. Si en El niño resentido firma con el que había sido su
nombre de nacimiento, no fue así en sus primeros libros. Como es sabido,
La venganza del cordero atado y su segundo poemario, Crónica de una
libertad condicional (2011), fueron publicados bajo el seudónimo de
Camilo Blajaquis, inspirado en Camilo Cienfuegos y en Domingo
3
En el epílogo de Crónica de una libertad condicional, a cargo del colectivo ¿Todo piola?,
del que participó González, señala: “Con los medios abrí otras puertas, que incluso
pueden servir si un día me quedo sin laburo […]. La exposición pública […] es una forma
de defenderme(2011, p. 169). Pero, a la vez, reconoce el desgaste y la alienación que
implica la demanda mediática: “Después me arrepiento, como me pasa ahora con todas
las notas que di. ¿Para qué? […] Es muy loco que tenga 50 solicitudes por día en el
facebook” (p. 168). Advierte, además, la imagen estereotipada que tienden a reproducir
los medios: “en todas las entrevistas salí con el gorrito. […] Terminé siendo un
estereotipo” (p. 168), “¡Todos me preguntaron lo mismo! Y en todos lados terminé
diciendo lo mismo. […] Porque funciona” (p. 171).
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Blajaquis, militante peronista que retrató Rodolfo Walsh en ¿Quién mató
a Rosendo?
Menos comentado ha sido el hecho de que el prologuista del primer libro
de González, Luis Mattini, también firma con seudónimo o nom de guèrre,
uno que ha pasado a ocupar definitivamente el lugar de su nombre real.
El paralelismo no es anodino: Mattini, dirigente histórico del ERP (Ejército
Revolucionario del Pueblo), nacido como Juan Arnol Kremer Balugano, es
(fue) para el proletariado lo que César González personificaría para el
“lumpenproletariado”. Así, entre comillas, porque parte del problema
reside en que las conceptualizaciones clásicas del marxismo, tradición
político-cultural con la que González dialoga, no resultan del todo
satisfactorias para pensar la sociedad contemporánea y, sobre todo, para
componer la autorrepresentación de sí que persigue.
“La figura del ‘pibe chorro’ vino a reemplazar al guerrillero como
fantasma de la sociedad”, escribe en uno de los ensayos de El fetichismo
de la marginalidad (2021, p. 42), libro central en la construcción de su
figura de autor y de su programa estético. González-Blajaquis vino a
reemplazar a Kremer-Mattini. La clandestinidad como condición de
enunciación que motiva el seudónimo, impuesta en la época del ERP por
el cercenamiento de los mecanismos de participación y representación
ligados a la institucionalidad democrática, resurge ahora como modo de
circulación socio-cultural de las voces de los “pibes chorros”. Para ellos la
política contemporánea, aun bajo el régimen de la democracia formal,
tampoco ofrece demasiadas alternativas de representación, porque si “la
derecha […] propone como solución asesinar a esos pibes o bajar la edad
de imputabilidad”, la izquierda “los considera lumpen-proletarios en un
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sentido despectivo, es decir, saboteadores de la conciencia de clase,
traidores a la clase trabajadora, negándoles a esos pibes su fuerza
subjetiva” (p. 64).
En la reedición de 2020 de La venganza del cordero atado, no será ya
Mattini quien prologue el libro, sino el mismo González, quien ya ha
dejado atrás su seudónimo, y Marcelo Figueras. La sustitución del
prologuista alógrafo puede comprenderse, en parte, como corolario del
malentendido que involucra el diálogo intergeneracional entre un
representante del proletariado y uno del “lumpenproletariado” que no
se deja encasillar bajo ese rótulo. Así, mientras Mattini vaticinaba para
Blajaquis-González un camino de redención a través del arte, que
implicaba “hacer del odio acumulado, amor a crear” (González 2010, p.
5), González se ocupará de distanciarse de esa concepción en el derrotero
ulterior de su obra. En “La potencia del odio”, otro de los ensayos de El
fetichismo de la marginalidad, llama a “reivindicar un odio distinto al de la
derecha, encausarlo hacia la destrucción de la desigualdad material en el
mundo” (González 2021, p. 39).
Pero la sustitución de Mattini por Figueras deriva también del hecho de
que, para 2020, el autor de La venganza… puede reivindicarse como
escritor y artista, y ya no solo como legatario de una tradición de
izquierdas que encarnaron, de distintas maneras, el ERP, Camilo
Cienfuegos y Domingo Blajaquis. En efecto, para entonces ha publicado
otros dos poemarios Crónica de una libertad condicional y Retórica al
suspiro de queja (2015) y realizado varios largometrajes.
4
Figueras emite,
4
Diagnóstico esperanza (2013), ¿Qué puede un cuerpo? (2014), Exomologesis (2016), Lluvia
de jaulas (2019) y Atenas (2019).
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entonces, su acreditación de par y padrino literario para lo que puede
admitir ya el estatuto de obra, e instala una posible imagen para el autor
que la sostiene: “logró lo que pocos, reapropiarse de su destino aun
jugando contra cartas marcadas […]. César seguirá siendo siempre el tipo
a quien la vida le hizo mil zancadillas y, aun así, consagró su vida a
producir belleza” (González 2020, p. 20). El cambio en la figura del
prologuista no altera en lo sustantivo la imagen de redención a través del
arte que ya figuraba en Mattini. En esta nueva versión del prefacio,
González queda colocado en el lugar paradójico de haber tomado a cargo
su destino, para permanecer por siempre destinado a ser lo mismo: el
“pibe chorro” que devino artista.
Pero, con su nombre de autor ahora asumido, González asume también
el papel de autoridad sobre su propia obra, cuya validación ya no
dependerá solo de gestos de pares o padres político-intelectuales o
literarios. En el prefacio que él mismo escribe para la reedición del libro,
formula un programa estético que no solo se proyecta hacia adelante,
sino que procura legitimar y dar sentido retroactivamente a la obra de la
que se erige como autor. La dimensión autobiográfica de su proyecto
estético es aquí deliberada:
La ecuación que hice fue simple: si hay tantos escritores que pueden
aprovechar la experiencia vivida para producir sus obras,
inspirándose en sus biografías y donde quizás la ausencia vivida, en
muchos casos, es en términos sentimentales, ¿cómo no hacerlo
quienes tuvieron todas las ausencias juntas, materiales e
inmateriales, afectivas y alimentarias, decretadas por la sociedad
antes de la concepción misma? Ausencias impuestas, no elegidas. Si
una experiencia de leve adversidad motiva a tantos burgueses a
dedicarse al arte, ¿cómo es, entonces, que aquellas personas que
tuvieron una vida donde la adversidad es la norma, no se atreven no
solo a dedicarse al arte sino siquiera a levantar la mirada? (González
2020, p. 8)
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González defiende el uso de materiales de la propia vida para la creación
literaria y denuncia un doble estándar que atraviesa las valoraciones
sociales de la escritura autobiográfica. Sus consideraciones en torno a los
escritores de extracción burguesa que exploran aspectos de su vida
íntima en sus obras y, sobre todo, a la validez que se le adjudica a esa
opción estética remiten, intencionadamente o no, al interés que
concitaron textos como Wasabi de Alan Pauls (1994) o Derrumbe de Daniel
Guebel (2007) en el contexto de la formulación inicial del “giro
autobiográfico” (Giordano 2008, p. 8). La perspectiva que defiende
González se aleja de las acepciones clásicas de la autobiografía para
acercarse, más bien, a otra vertiente de las “escrituras del yo”: la de la
narrativa testimonial. Pero si sus impulsores una vez más: Walsh se
pretendían como depositarios y transmisores de experiencias de sujetos
subalternos percibidos como otros, González, en cambio, se atribuye él
mismo la posibilidad de tomar la palabra para contar su historia, en
nombre propio.
5
En “El combate por la representación”, incluido en El fetichismo, reafirma:
“Mientras no se tomen las herramientas de la expresión para relatar la
propia historia […], los que tienen la palabra seguirán explicándonos el
mundo, sus problemas y soluciones. Narrar la propia experiencia está
claro que no alcanza, pero es un primer paso” (González 2021, p. 85).
Un cuarto propio
5
No es posible detenernos aquí en las prolíficas discusiones que suscitó la narrativa
testimonial como modo de articular la voz de los sectores subalternos desde la
perspectiva del intelectual solidario”. Como ejemplo canónico de esta aproximación
crítica, puede verse Beverley y Achugar (2002 [1992]).
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Un autor necesita un nombre y también, como lo postuló Virginia Woolf,
un cuarto propio. El niño resentido parece mostrar que ese espacio de
autonomía puede surgir como efecto y carácter de la escritura: como
posición subjetiva irreductible a ‒aunque atravesada por‒ una serie de
condiciones materiales que preexisten. González, de hecho, sigue
viviendo en el barrio Carlos Gardel, la villa del oeste del conurbano
bonaerense en que transcurre la historia narrada en la novela. Aunque el
narrador no tiene nombre, y la decisión de hacerlo permanecer anónimo
parece haber sido deliberada, la conexión con el autor resulta manifiesta
para cualquiera que conozca por otros medios su historia de vida, y se
reafirma en diversos indicios textuales y paratextuales.
La villa, dice el narrador:
es un ambiente que conspira contra la escritura y toda forma de
interioridad. Acá adentro es difícil encontrar el silencio adecuado para
una mínima concentración. Es imposible abstraerse del ruido
histérico que sucede alrededor. A metros de la puerta de mi casa han
caído pibes baleados y apuñalados, chocan autos y patrulleros luego
de severas persecuciones. La sangre, el caos la violencia policial y el
aura de jóvenes destruidos respiran en mis ventanas mientras
escribo esto. Me los cruzo todos los días a cualquier hora, haciendo
sonar sus motos, paseándose brillantes y soberbios. Muchos de ellos
van cayendo muertos; a otros, con suerte, se los llevan presos
(González 2023, p. 12, nuestro subrayado).
El pasaje corresponde a “Una isla”, el segundo de los 71 capítulos que
componen la novela. Por su ubicación inicial en el libro, el capítulo puede
entenderse en los términos clásicos de Genette (2001) como un umbral
entre el afuera y el adentro del texto, y entre el afuera y el adentro de la
villa en que se desarrolla la historia. En el fragmento parece resonar, de
hecho, otro umbral literario, un prólogo canónico de la literatura
argentina, que González conoce bien: “La violencia me ha salpicado las
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paredes, en las ventanas hay agujeros de balas, he visto un coche
agujereado y adentro un hombre con los sesos al aire”, escribía Walsh en
el comienzo de Operación masacre (1964, p. 10). Otra violencia dibuja el
contorno de escritura de González y otra es la mirada que despliega
frente a ella, pues como autor no cuenta la vida y la muerte de otros,
como hacía Walsh, sino su propia supervivencia a una violencia de la que
fue parte.
González está acá adentro, en la villa, y sin embargo escribe, mira hacia
su interior. Si en las escrituras íntimas que pululan en el siglo XXI, mucho
más allá del marco libresco, la mirada hacia puede derivar en banalidad
y narcisismo improductivo, en El niño resentido quedarse adentro, en la
villa y en la escritura, aparece como un acto disruptivo, de afirmación
subjetiva. La historia de vida del niño que protagoniza la novela se
encuentra atravesada por un clivaje entre el interior y el exterior de la
villa que es, también, una disyunción identitaria entre nosotros y los otros.
El sentido de los deícticos: acá/allá, nosotros/los otros, invierte el punto de
vista clásico que coloca al villero en el lugar del otro, y se relaciona con él
oscilando entre la fascinación y el rechazo: “Los de afuera quedan
obnubilados ante lo que ven y lo que escuchan. Lo que al extranjero le
fascina al nativo le resulta rutinario” (González 2023, p. 12).
El resentimiento en disputa
El mismo año en que se publicó La venganza del cordero atado, González
fue entrevistado por Ana Cacopardo en el programa televisivo Historias
debidas, de la emisora estatal Encuentro. La entrevista, todavía accesible
en el sitio web del canal, tiende a fijar, en el flujo ahistórico de la
discursividad virtual, una representación canónica de su vida y obra.
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González afirma allí, sobre su propio derrotero: “En la cárcel entró un
pibe chorro y tendría que haber salido un pibe chorro, porque eso
necesita la sociedad. Y en cambio salió un poeta, alguien que no está
resentido, alguien que no tiene odio y que quiere generar algo para las
generaciones que se vienen”.
6
En esta autofiguración mediática, ratifica
el itinerario biográfico lineal y un poco simplificado que se reitera en
diversas miradas de su producción artística: del “pibe chorro” al artista,
del resentimiento a la sublimación creadora a través del arte.
El niño resentido introduce, sin embargo, un posible desvío de esa imagen
cristalizada. No se trata solo, así, de construir un “cuarto propio” para la
escritura, que permita superar, en el plano simbólico, la violencia y la
precariedad de la vida del “pibe chorro”. No se trata, tampoco, de que la
escritura y el arte pacifiquen el resentimiento al que esa precarización de
la vida puede engendrar. Allí radica la operación que González, apoyado
en una figura autorial que ha forjado desde la publicación de su primer
libro, realiza sobre su autobiografía, la que no ha dejado de evocar en
diversas intervenciones en el entorno mediático. La operación reside en
reapropiarse de su historia para narrarla ahora bajo una nueva impronta
que, en lo literario, remite a la tradición del malditismo ‒como lo indican
dos de las inspiraciones evidentes del libro: El niño criminal de Jean Genet
y El niño proletario de Osvaldo Lamborghini‒ y, en lo político-ideológico,
conecta con la perspectiva del odio plebeyo y de clase, pregnante en
ciertas vertientes del marxismo como lo sugiere la cita benjaminiana
que funge de epígrafe de este ensayo. Como lo señalamos más arriba,
esta perspectiva se retoma, antes que en la novela, en El fetichismo de la
6
https://encuentro.gob.ar/programas/serie/8062/1005?temporada=3
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marginalidad. “El odio le da sentido a muchas vidas, organiza agendas,
rutinas, existencias enteras”, afirma en el ya citado “La potencia del odio”
(González 2021, p. 35). La vida de El niño resentido, en efecto, está
organizada por el odio. Un odio a la vez difuso y preciso, dirigido hacia
sus condiciones de existencia, hacia quienes ocupan una posición
superior en la pirámide social, hacia la desigualdad estructural que lo
coloca en el estrato más bajo de la pirámide.
7
Si, en la novela, el delito se presenta como la puesta en acto de ese
resentimiento, y si, hacia el final del relato, el protagonista abandona su
vida delictiva: ¿implica esto que también dejará de lado su ethos
resentido, como lo sugieren, fuera del libro, los comentaristas de
González y hasta él mismo, al definirse como “un poeta […] que no tiene
odio”? La novela no ofrece una respuesta lineal a esa pregunta. Elude la
reducción moralizante, que llevaría a resignificar la figura del niño
resentido bajo el prisma narrativo e ideológico del joven o adulto
arrepentido. No hay, de hecho, mayor distancia entre el yo narrador y el
yo narrado en el relato que compone González a contrapelo de las
narraciones distanciadas, autoparódicas y/o metaficcionales, frecuentes
en las escrituras autobiográficas contemporáneas.
8
El resentimiento
7
Citamos solo algunos pasajes en los que el odio aparece como estructura de
sentimiento del narrador de la novela: “Odiábamos la lluvia. Y odiábamos la obligatoria
vida pública de la isla, donde no existía la intimidad, la calma contemplativa; un espacio
común de privaciones y conexiones clandestinas a todo tipo de servicios” (González
2023, p. 11); “Odiaba mi pobreza, odiaba nuestra casa tan miserable, odiaba a Culacha,
odiaba la pasividad de mi madre, pero ante todo odiaba la cocaína” (p. 50);
“Lentamente, en mi interior crecía el odio hacia todo ser humano que no compartiera
nuestras paupérrimas condiciones de vida. No tenían que ser millonarios como el
patrón de mi abuela, que tuvieran una casa de material, un auto y una familia normal
alcanzaba para provocarme una envidia lasciva. ¿Y yo cuándo tendré algo?” (p. 55).
8
En la narratología clásica y, en particular, en la propuesta de Dorrit Cohn (1978), se
distingue entre narraciones en primera persona consonantes y disonantes, según el
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permanece ahí, latente; un odio en potencia cuyos corolarios estéticos y
políticos correrán, en lo que siga, por cuenta de las y los lectores del libro.
El efecto puede resultar interesante, si se considera que González
despliega la voz del niño resentido en un contexto en que la canalización
del rencor social parece ser potestad exclusiva de las derechas
autoritarias. González no lo da por sentado y asume el riesgo de la
disputa. Como decía Mark Fisher (2021), el desafío reside en reconducir
hacia una “ira politizante” las afecciones y desafecciones privatizadas de
las subjetividades configuradas sobre las ruinas del capitalismo
neoliberal. Tal parece ser la apuesta de González, la singular vuelta que
propone al giro auto(r)biográfico de la literatura argentina actual.
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