Revista Luthor, nro. 58 (mayo 2024) ISSN: 18573-3272
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Las cosas que perdimos en la
literatura
Representación e identificación literaria y democrática
a partir de algunos párrafos de Mariana Enríquez
Mariano Vilar
La literatura y la democracia han sido pensadas como una serie de disposiciones
formales pero también como entidades que justifican su existencia mediante su
horizonte teleológico. La representación ha sido históricamente un componente central
de ese horizonte, pero el sentido de esa palabra se modifica todo el tiempo. ¿Qué
representación nos puede ofrecer la literatura y la democracia argentina hoy?
* * *
Sentido común
El primer cuento de Un lugar soleado para gente sombría (2024) de
Mariana Enríquez se titula “Mis muertos tristes”, y está narrado desde el
punto de vista de una mujer adulta que vive en un barrio asolado por la
inseguridad. Se refiere a esta situación de la siguiente forma:
Mis vecinos hacen reuniones de «seguridad». No consiguen mucho. En el
barrio hubo algunas invasiones a casas, robos violentos, le pegaron a una
anciana. Es horrible lo que pasa. Pero ellos son todavía más horribles. En
las reuniones gritan que pagan sus impuestos (es parcialmente cierto: la
mitad evade lo que puede, como todo argentino de clase media), que se
compraron armas y hacen cursos para usarlas, y describen las maneras en
que piensan que la policía debe actuar: siempre proponen el asesinato, el
insulto, el ejemplo medieval o el ojo por ojo o cosas por el estilo. [...] Todas
las reuniones terminan con el recuerdo de los buenos abuelos de los
vecinos, esos inmigrantes europeos que vinieron con una mano atrás y
otra adelante, que llegaron para trabajar honestamente, que eran pobres
pero dignos. Otro mito. Los inmigrantes de aquella época eran, en muchos
casos, pobres y ladronzuelos, otros eran anarquistas perseguidos por la
policía, en gran parte se convirtieron en comerciantes deshonestos que
preferían ganar dinero antes que plantearse cualquier tipo de
responsabilidad ética. Pero ya no discuto, si alguna vez discutí. Estoy
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resignada a ese sentido común que comparten. El sentido común es una
mentira, pero discutir una mentira creíble es una empresa de titanes.
Este tipo de reflexiones, digamos, sociológicas, no son raras en los textos
de Enríquez, así como tampoco lo son las narradoras de clase media que
sienten la necesidad de expresarlas. Pero en ningún otro cuento
aparecen desarrolladas con este nivel de detalle. Podría argumentarse
que es una necesidad de la trama, que para funcionar depende de la mala
conciencia de clase de los vecinos (que le negarán su ayuda a un joven
en peligro por asumir que tiene la intención de asaltarlos), o incluso que
hay aquí una suerte de distancia irónica: que tanto exceso de
apreciaciones tan convencionales como bienpensantes no puede ser
leído literalmente.
Pero, ¿distancia irónica respecto de qué? En principio, entre la autora,
Enríquez, y la protagonista. La aparición de enunciados que tienen una
“pretensión de verdad” que no se limita al mundo ficcional es común en
la literatura. Un ejemplo clásico es el de la primera frase de Ana Karenina:
“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia
infeliz lo es a su manera”, pero podríamos citar miles. Sea como fuere,
por más formación crítico-teórica que uno tenga, resulta inevitable
preguntarse, al leer el párrafo de Enríquez citado (y otros que podríamos
traer del mismo cuento), si estamos frente a una exposición cuasi
pedagógica de la autora que, con la tenue máscara de la narradora,
simplemente está queriendo comunicarse con su público para decirles:
miren, yo pienso como ustedes.
En términos ideológicos, no hay mucho que analizar. El párrafo es un
dechado de lugares comunes. La narradora se expide sobre todo: ¿las
reuniones? Inefectivas; ¿los crímenes? Horribles pero no tanto como la
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reacción que suscitan; ¿los argentinos de clase media? Evasores, etc. La
observación final es un canto a la impotencia del progresismo en la era
Milei: “Pero ya no discuto, si alguna vez discutí. Estoy resignada a ese
sentido común que comparten. El sentido común es una mentira, pero
discutir una mentira creíble es una empresa de titanes”.
Podríamos hacer de esta observación una poética del realismo literario
argentino del siglo XXI. El mensaje es: hay una verdad, que además es
enunciable, y sin embargo, es impotente. He aquí entonces la descripción
de su impotencia. Lo más sintómatico de ese titanismo de la doxa es que
no explican sus causas (y eso en un cuento en el que todo está
notablemente sobreexplicado). El sentido común (ideológico, en el
sentido de falsa conciencia) ganó. La comunicación literaria puede
sortearlo, pero no realizar la tarea titánica de modificarlo. La ideología es
una mentira creíble, la literatura no.
Representación
La historia de la representación de la realidad en la literatura ha sido
contada muchísimas veces, aunque nunca de forma tan atrapante como
en Mímesis de Erich Auerbach ([1946] 1996). Lo que pasó luego de su
último capítulo, dedicado al modernismo de Virginia Woolf, también ha
sido fuente de muchas especulaciones y textos. Saltar al siglo XXI es
reconocer, al menos, tres enormes diferencias:
1) Los movimientos anti-miméticos de las vanguardias y su relación
dialéctica con la industria cultural.
2) La complejización de la sociedad de clases en pos de un mayor
énfasis en el individuo y sus pertenencias identificatorias.
3) Los cambios profundos en el ecosistema de medios entre fines
del siglo XIX y el presente.
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Un marxista tradicional podría atar estos tres fenómenos a una
modificación en la estructura del capital, así como un teórico de medios
en la estela de McLuhan podría derivar las primeras dos de la última, y
un culturalista acérrimo defender la primacía de la segunda. No es la
intención de este texto derivar algunas de las características de la estética
de Enríquez de los conflictos y la evolución específicos de la clase media
Argentina, tarea que por otro lado ya realizó Miguel Vedda en Cazadores
de ocasos (2021), pero sin lugar a dudas tenemos que incorporarlas en la
mezcla.
Dos de los tres factores globales que acabo de enunciar, sin embargo, no
afectan solo la representación literaria, sino que son frecuentemente
citados en relación con la crisis de representación política (y hasta
podríamos incluir el primero según algunas concepciones de la industria
cultural). El relato de Enríquez que citamos fue escrito antes de la victoria
de Javier Milei en 2023, pero el progresismo vernáculo (del que yo formo
parte) puede leerlo hoy como una tematización explícita de esta
situación. El lector o la lectora puede decir, no solo, que al igual que la
narradora-protagonista no se siente representado/a por los valores
actuales de su clase social (algo que a fin de cuentas existe ya en el
realismo decimonónico) sino que además vive en un sistema
democrático que ya no es representativo de nada más que de ese sentido
común que detesta, y que tampoco “la política” tiene la fuerza titánica
que se necesitaría para modificarlo.
Una visión optimista diría que la literatura tiene la capacidad de
incorporar y procesar todo: la industria cultural y su devenir (tan
explícitamente mencionada en las referencias a películas de terror en
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muchos cuentos de Enríquez), el auge, caída y recuperación selectiva de
las vanguardias, la tensión dialéctica con los cambios permanentes en el
ecosistema mediático, y la descomposición de las corporaciones
colectivas que alguna vez estructuraron los individuos en colectivos más
o menos reconocibles. Una más pesimista pondría el acento sobre las
fisuras que se dibujan en los cimientos del edificio. ¿No puede ser acaso
que la representación literaria (y no solo su autorrepresentación) tenga
límites objetivos que van más allá de la voluntad individual de autores,
críticos y docentes, y que dependiera de condiciones objetivas de
enunciación que ya no existen? La palabra del autor como auctoritas, el
libro como símbolo por excelencia del mundo, el ideologema de “dar voz
a los que no tienen voz”, el diálogo íntimo entre la Gran Tradición y los
desafíos del presente, entre otros tópicos similares, no resisten muy bien
el orden discursivo contemporáneo. La opción sencilla es justamente
adaptarse: la literatura como un entretenimiento de nicho para
lectores/as de nicho. No hace mucho escuché en un streaming a unos
jóvenes veinteañeros defender el valor de la lectura en comparación con
ver Tik Toks en un Iphone porque es posible leer un libro en el transporte
público sin temor a que te lo roben.
Alejandro Galliano dijo Nos hicieron neoliberales y no saben cómo
gobernarnos(2019). Podríamos preguntarnos qué pasa si cambiamos
el verbo gobernar por representar. La representación literaria del sujeto
neoliberal es un tema discutidísimo en infinidad de libros, papers y
congresos, y quizás la primera crítica que le haría al párrafo de Mariana
Enríquez con el que empecé este artículo es que, al contrario, parece una
representación demasiado fácil.
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En Panamá, Diego Labra (cuya valoración del cuento de Enríquez es
mucho más alta que la mía) concluye un artículo sobre “Un lugar soleado
para gente sombría” con una descripción que resuena bastante
fuertemente para la generación de millennials que nacimos en los albores
de la democracia actual:
La Argentina es una casa embrujada atormentada por los espectros del
pasado, claro, pero aún más por los de un futuro prometido que nunca
termina de llegar. La proverbial condena al éxito que pesa sobre nuestro
país como una maldición gitana que se pasa involuntariamente de padre a
hijo, de madre a hija. No cumplí cuarenta y ya estoy hastiado de este stop-
and-go infernal, de que la mitad de mi vida haya transcurrido en décadas
perdidas. Una película de terror donde el protagonista se despierta
aliviado para luego descubrir que solo está adentro de aún otra pesadilla
más. Como al chico que hostiga a los vecinos desde más allá de la tumba
al final de “Mis muertos tristes”, hoy más que nunca nos consume el rencor
que genera no poder poseer todo eso que crecimos escuchando nos
merecemos. (Labra, 2024)
Dejando de lado la generosidad excesiva respecto de nuestros últimos
cuarenta años como argentinos (yo diría que mucho más que la mitad de
mi vida pasó en décadas perdidas, y que más que un stop-and-go vivimos
una decadencia larga con una breve excepción), me parece acertado
buscar en estos textos, más que el testimonio de las sombras del pasado
(tan explícito en Nuestra parte de noche), el terror del potencial irrealizado.
Mi hipótesis es que este terror no solo se relaciona con la tematización
de los fantasmas en Enríquez, sino que también es parte del problema
general de la autorrepresentación en la literatura frente a una realidad
que la paraliza.
Construcción e identificación
En Heterocosmica, Lubomír Doležel presenta una teoría sistemática y
ordenada de los mundos posibles ficcionales, y deliberadamente busca
contraponerla al estructuralismo (o al menos a su lectura del
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estructuralismo) y a las teorías miméticas de la ficción. Estas últimas son
acusadas de cometer una “falacia mimética” que consiste en vincular
construcciones teóricas (el campesinado español del siglo XVII) y
emparejarlos con individuales ficcionales (Sancho Panza). En palabras del
mismo Doležel:
La práctica de la mimesis universalista se manifiesta especialmente
dudosa si nos damos cuenta de que el intérprete realiza una operación
dual. En primer lugar, emplea un sistema interpretativo (ideológico,
psicológico, sociológico, etc.) seleccionado para convertir la realidad en
categorías abstractas; en segundo lugar, combina los particulares
ficcionales para que sean interpretados con estas categorías. Puesto que
la misma persona realiza tanto la categorización de la realidad como la
combinación de los particulares ficcionales, no nos debería sorprender el
hecho de que las interpretaciones universalistas sean siempre afortunadas
(Doležel, 1999, p. 23).
Esta crítica, que tiene sentido en el sistema descriptivo dolezeliano
(basado en la separación radical entre mundos posibles ficcionales y
mundo de referencia o actual world y en la defensa de la capacidad de la
ficción literaria para producir individuos ficcionales), omite un aspecto
central que atraviesa tanto la literatura como la crítica: la creación de
entidades colectivas. Llevándolo al máximo, la creación de un “pueblo”.
Aquello que le pedía Lukács al realismo socialista y que él encontraba en
la literatura de la autocrítica burguesa del siglo XIX y extrañaba en el
realismo socialista.
Frente a esto, la literatura contemporánea plantea más bien la necesidad
(o importancia) de visibilizar lo activamente invisibilizado. Esto puede
manifestarse de varias formas, aunque la más común tiene que ver con
el sufrimiento de minorías o grupos sociales oprimidos. Es algo que suele
decirse, por ejemplo, en relación con Las malas de Camila Sosa Villada.
Hoy por hoy encontramos más fácilmente obras que tienen chances de
ser citadas en el futuro (porque algunas ya lo están siendo en el presente)
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como testimoniales del crecimiento y la consolidación de los
movimientos feministas. La innegable visibilización del antifeminismo
que puso en escena la victoria de Javier Milei (e incluso las candidaturas
de Sergio Massa y Agustín Rossi) tiene el doble efecto de revalidar esta
necesidad de visibilización y evidenciar su marginalización, que se vuelve
una marca identitaria en sí. Al final de Las malas celebramos la
colectividad en un funeral.
Puede que en el cuento “Las cosas que perdimos en el fuego” de
Enríquez esté la posibilidad de una forma de representación de lo
invisibilizado que no se queda en la lamentación ni en la celebración de
lo marginal que es su contracara. Justamente, la paradoja esencial del
cuento, el que las mujeres se hagan a sí mismas lo que el patriarcado en
su versión más extrema les inflige como castigo (quemarlas vivas),
demuestra que solo se tiene realmente lo que se está dispuesto a
destruir. Las narradoras de Un lugar soleado para gente sombría en
cambio parecen más preocupadas por conservar.
1
¿Pero qué representa, en la literatura, la actual “década perdida” que
atravesamos todavía en la Argentina? ¿Qué versos libres expresarán la
inflación permanente como los poetas de “tendencia materialista” en los
90 representaron la desindustrialización y el sepultamiento de la lucha
armada de los setenta? Y más importante aún, ¿quién puede componer
un pueblo que admita y subsuma la otredad?
1
Esta tendencia a la conservación y preservación de lo monstruoso-fantasmagórico
tiene ecos en otros cuentos, como en “Metamorfosis” donde se trata de conservar un
mioma, o en “Julie”, de preservar la posibilidad del sexo entre vivos y muertos.
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Este último problema de nuevo resuena con las marcas políticas de
nuestra época, que más allá del feminismo y otras luchas sociales, es
mucho más identificatoria que representativa. Se ha dicho hasta el
hartazgo. Las personas quieren sentirse identificadas con sus líderes. La
identificación es emocional, la representatividad trabajosamente
intelectual. Muchas (no todas, pero ciertamente la de “Mis muertos
tristes”) de las narradoras de Enríquez parecen jugar en ese mismo
terreno: ante la imposibilidad de representar ese pueblo cuyo sentido
común me asquea, busco generar una identificación, una comunidad de
lectores que digan “yo pienso lo mismo”.
La voz del otro, la de esos constructores del titánico sentido común, en
cambio, está cada vez más lejos. La identificación es una relación de dos
mientras que la representación es simbólica y tiene como mínimo tres
posiciones.
La impotencia
¿Qué pasó con las descripciones naturalistas decimonónicas cuando la
fotografía empezó a popularizarse? ¿O con los grandes relatos heroicos
en la ficción literaria desde que el CGI hace cualquier ensoñación
financiable? Los/as autores/as escriben contra la mímesis técnica, o
escriben pensando en su adaptabilidad, decía Friedrich Kittler (2010).
Me confieso un lector asiduo de Twitter, y confieso también que lo
primero que pensé cuando leí el párrafo del cuento de Enríquez con el
que se inicia este artículo es que parecía una sucesión de malos tweets
de cualquier señora progre (“mis vecinos son fachos, pero qué se puede
hacer, yo en cambio la verdad sobre los inmigrantes, etc.”). El tipo
de cosas que todos pensamos pero que muchos evitamos escribir en esa
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plataforma porque nos resulta soporífero, carente de estilo y quizás,
incluso, muy poco “basado”. Aunque estoy lejos de hacer una apología
de este último concepto (que por momentos parece indefinible por su
amplitud y por otros parece solo una excusa para ser conservador), al
menos en algunas ocasiones he reconocido en él una dimensión de
verdad que exhibe, como el martillo nietzscheano, el sonido hueco que
hacen algunos de los ideologemas del buenismo. El relato de la
impotencia que dice: el mundo es estructuralmente malo, no tenemos
una alternativa a su funcionamiento que podamos tomarnos en serio
nosotros mismos, solo podemos tratar de mejorarlo superficialmente… y
los malvados ni siquiera nos dejan hacer eso.
Decir que la institución literaria compite hoy con “la calle virtual” (Twitter)
en la creación y reproducción de sentidos sociales es inflar demasiado la
literatura.
2
Ahí está el algoritmo del “sentido común” titánico al que los
enunciados de la narradora de Mariana Enríquez sobre las causas de la
inseguridad no pueden hacerle ratio.
En los mejores cuentos de Las cosas que perdimos en el fuego como “El
chico sucio” o “Bajo el agua negra” las narradoras de Enríquez atraviesan
el proceso de identificarse compasivamente con los desfavorecidos para
luego retroceder asqueadas y horrorizadas. Este movimiento fue
analizado por Miguel Vedda en Cazadores de ocasos, quien señala que:
Lo que este [el horror del cuento] somete a examen es en realidad la
conciencia de la narradora, que encarna una expresión contemporánea
2
El libro de Hernán Vanoli, El amor por la literatura en tiempos de algoritmos (2019)
contiene muchísimas observaciones e hipótesis respecto de este problema, la mayoría
de las cuales se acoplan bien con las reflexiones de este artículo.
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muy típica de la identidad de clase media. Es una consciencia que se piensa
libertad de los prejuicios y de todas las cajas cognitivas del buen sentido
convencional de los sectores medios; que se cree cercana a las clases
populares, aun en sus versiones menos simpáticas y delicadas. Pero que
en el fondo las contemplaba con una mezcla de espanto y fascinación
parecida a aquella con que el doctor Marcelo [en “Las puertas del cielo”]
miraba a los monstruos cortazarianos. (Vedda, 2021, p. 256)
Este instinto de autopreservación y esta tensión interna a las personajes
entre sus buenos deseos y el reconocimiento de su privilegio de clase
(ellas podrían ahorrarse todo esto, podrían simplemente sumarse al
sentido común y alejarse de los pobres y desear su desaparición o
muerte) ponen en escena cierta verdad. Son esos momentos (que
también, aunque un poco más trabajosamente, podemos encontrar en
Nuestra parte de noche) en los que la realidad está allá afuera y emerge
en su horror verdaderamente titánico. El discurso de clase se vuelve
ideológico porque no puede captar esa plenitud monstruosa, solo puede
temerle. Pero, como también señala Vedda, es un temor que involucra
fascinación, lo contrario del repudio que tiene la narradora de “Mis
muertos tristes respecto de su entorno social, que es solo
condescendencia. Retomando a Auerbach, podemos decir que el
realismo aparece verdaderamente en escena cuando el pueblo aparece
representado sin condescendencia.
Forma o contenido
Los 40 años de democracia argentina cumplidos en 2023 motivaron todo
tipo de discursos, opiniones y análisis. Luego de la victoria de La Libertad
Avanza (LLA), la mayoría de esos discursos enfatizó críticamente sus
límites y obstáculos. La campaña opositora a Milei, de hecho, insistió
muchas veces en el oxímoron de que votarlo era un voto “contra la
democracia”.
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Pero si un oxímoron se sostiene es porque contiene algo de cierto. Al
momento en el que se está escribiendo este artículo (abril 2024), la
cuestión de si puede tildarse al gobierno de LLA de antidemocrático no
está saldada, y es posible que tampoco lo esté en el futuro. La
interpretación más obvia de esta afirmación es que es un eco de las que
han existido contra otros gobiernos democráticos en el pasado presente.
El “republicanismo” liberal acusaba a Cristina Kirchner de ser
antidemocrática casi a diario, y uno de los eslóganes más repetidos en
las marchas contra Mauricio Macri era “Macri, basura, vos sos la
dictadura”.
Una interpretación más compleja apela al sentido de la democracia, a la
dualidad que arrastra a desde su definición entre ser una forma de
gobierno caracterizada por los mecanismos formales de la
representación (elecciones transparentes periódicas, juego de los tres
poderes, etc.) o una forma de gobierno que tiene como finalidad
impostergable el servir al pueblo, en mejorar su vida. Gobierno “del”
pueblo (mediante el sistema de representación) pero también para el
pueblo (mediante políticas progresivas). Es en ese sentido que algunos
argumentan, por ejemplo, que si el gobierno de LLA genera aumentos
siderales de la pobreza como consecuencia de sus políticas económicas,
puede acusárselo de “antidemocrático” incluso si respeta las
formalidades institucionales. Es la tensión permanente entre
democrático/antidemocrático y popular/antipopular (y recordemos la
obviedad que demos significa “popular”, que viene de populus en latín).
La literatura como institución (que abarca su enseñanza y su crítica)
también puede definirse en base a sus juegos y libertades formales o por
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su teleología, como en el tan citado verso horaciano sobre el docere y
delectare en su “arte poética”. “Hacer visible lo invisible” está entre esos
mandatos, así como también la “anticipación” (más habitualmente
asociada con la ciencia ficción, aunque no solamente). La posibilidad de
pedirle a la literatura que construya una imagen positiva, universalmente
deseable, de un pueblo, parece algo que solo podía hacer un Lukács
todavía esperanzado por las potencialidades de la Unión Soviética. Más
difícil aún es pedírselo a la crítica contemporánea.
Puede ser entonces que la participación de la institución literaria en la
“batalla cultural” (que puede ser un bait de Milei y sus twitteros sin por
eso dejar de ser un problema real) tenga que ser entonces negativa. Se
trataría entonces de mostrar que esto que nos encontramos en el mundo
no es un pueblo feliz, que esto no es democracia. En marzo de 2022
Marcelo Topuzian escribía estas palabras llenas de ecos del futuro:
¿Qué le pasa a la literatura cuando la imaginación de un bienestar que sea
general resulta tan radicalmente impugnada? Se refugia en mundos
privados que definen de manera puramente negativa ese bienestar,
excluyendo cualquier instancia de generalidad para pensar lo social, o bien
se diluye alegremente entre un conjunto de medios y discursos
cambiantes y proliferantes en los que la generalidad resulta inaccesible
como resultado de su velocidad, su cantidad y su diversidad. Y se regodea
en ello. Corresponde al lector en este caso, al de este artículo identificar
estas actitudes con esta o aquella obra particular.
¿Tiene la literatura todavía algo que decir y, sobre todo, que hacer ante
los retos impuestos a la ciudadanía por el debilitamiento de las funciones
tradicionales de legitimación de lo público por parte del Estado?
(Topuzian, 2022)
Estas son las últimas palabras del artículo, con lo que tenemos que seguir
buscando posibles respuestas. El último párrafo del cuento de Enríquez
que tomé como excusa para desarrollar estas ideas dice:
Todos ellos, mis muertos tristes, son mi responsabilidad. Le pregunté a mi
madre [muerta] si alguna vez Matías [otro fantasma] me dejará
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apaciguarlo, y ella hizo algo insólito: me sacó la lengua. Mi madre tiene
puesto un vestido azul muy bonito, con estampado de anclas; parece una
marinera vieja y experimentada. Le devolví el saludo sacándole la lengua
también y nos reímos las dos, y me pregunté si voy a envejecer con ella
en esta casa, madre e hija de la misma edad, subiendo y bajando la
escalera, sentadas en la cocina, las anclas de su vestido, las manchas de
café en mi camisa blanca, afuera un futuro de chicos muertos y una ciudad
que ya no sabe qué hacer.
Dejemos de lado las últimas oraciones. El gesto de la lengua afuera, y su
respuesta igualmente burlona, es el único detalle no solemne de este
cuento y como tal el único esperanzador: la literatura, esa vieja bien
vestida que todavía se pasea como un fantasma quejumbroso pero
experimentado, mantiene su capacidad de reír en el momento más
inesperado, de salir del juego de la autocompasión permanente.
Podría terminar este ensayo así, pero no me resulta muy satisfactorio
hacerlo, ya que estas celebraciones del espíritu disruptivo de lo literario
son también una forma conservadora de preservar su capital simbólico y
de hacer pasar sus bondades formales por un horizonte teleológico.
Además, al enunciado cómico de la narradora le siguen en el párrafo más
lamentaciones sobre la impiadosa banalidad del mal contemporáneo.
Como si dijera: mientras al menos una lectora/escritora viva en esta casa,
hay una esperanza para lo literario, pero no para la democracia. La
lengua afuera es entonces el gesto de impotencia de un fantasma que no
puede ya asustar a nadie.
Referencias bibliográficas
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literatura occidental (I. Villanueva y E. Ímaz, Trads.). México: Fondo
de Cultura Económica.
Doležel, L. (1999). Heterocósmica: Ficción y mundos posibles (F. Rodríguez,
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https://panamarevista.com/todos-somos-neoliberales/
Kittler, F. A. (2010). Optical media: Berlin lectures 1999 (A. Enns, Trad.).
Cambridge: Polity.
Labra, D. (2024). Historias de fantasmas. Panamá Revista.
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Topuzian, M. (2022, marzo 20). Cuando la literatura ayudó a crear el
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http://theconversation.com/cuando-la-literatura-ayudo-a-crear-el-
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Vanoli, H. (2019). El amor por la literatura en tiempos de algoritmos: 11
hipótesis para discutir con escritores, editores, lectores, gestores y
demás militantes. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Vedda, M. (2021). Cazadores de ocasos: La literatura de horror en los tiempos
del neoliberalismo. Buenos Aires: Cuarenta Ríos.