política, la psicología, la filosofía, etc. Así pues, no me resulta extraña la
experiencia de compartir aún hoy lecturas (Rancière, Jameson, Eagleton,
Schaeffer, etc.) con los y las colegas que se dedican a la literatura. A esta
conducta le puedo encontrar varias explicaciones de índole personal (el
placer que genera desentrañar la dificultad, una curiosidad incompatible
con una formación especializada, la necesidad de entender ciertos
fenómenos del presente, etc.), pero existe también —por suerte— una
razón disciplinar. Enseño e investigo en el campo de los estudios del
discurso, espacio epistemológico cuyo estatuto es interdisciplinar.
Simplificando bastante la cuestión, esto se debe a que, por un lado,
analizar discursos supone articularlos de forma dialéctica con otras
dimensiones de “lo social”, lo cual le exige al investigador manejar tanto
saberes lingüísticos como de otro orden, según su área de investigación,
saberes que llegado el caso pueden pertenecer al campo de lo literario.
Por poner solo un ejemplo: participé en investigaciones que tenían como
objeto la relación entre lenguaje, discurso e ideología que me obligaron
a familiarizarme con otras perspectivas sobre lo ideológico ajenas a las
que constituyeron la tradición francófona del análisis del discurso, como
las de Ricœur, Gramsci, Geertz o Žižek, perspectivas que forman parte del
cuerpo bibliográfico de los que se dedican a los estudios literarios.
Aunque no tiene los mismos fundamentos teóricos y procedimentales,
esta operación articulatoria no es totalmente ajena a la que tiene lugar
en ciertos trabajos de crítica literaria. Por otro lado, existe una dimensión
no ya inherente sino instrumental de lo interdisciplinar, que algunos
prefieren denominar transdisciplinar. El análisis del discurso puede
incorporarse como herramientas dentro de las investigaciones que se
desarrollan en el marco de otras disciplinas. Cabría subrayar que estas