Representación de mundos en la historiografía y la ficción
Representación de mundos en la historiografía y la ficción
El lazo profundo que permite comprender a la vez a Balzac y a Michelet es, en el uno y el otro, la construcción de un universo autárquico, que fabrica sus dimensiones y sus límites ordenando su Tiempo, su Espacio, su población, su colección de objetos y sus mitos.
Roland Barthes, El grado cero de la escritura (2005: 37)
Una tradición crítica muy arraigada ha vuelto fácil imaginar un lautréamoniano “encuentro fortuito” entre Poe, Baudelaire y el decadente protagonista de À rebours, de Huysmans, en una calle parisina de finales del siglo xix, a despecho de la aberración que esto supondría en términos cronológicos e incluso ontológicos. En cambio, la simple idea de que sólo cuatro años separasen un texto como Los crímenes de la calle Morgue (1841) de la publicación del Facundo (1845), de Sarmiento, probablemente entrañe para muchos un raro –aunque, por supuesto, no necesario– efecto de crossover. Las historias de la literatura nos ofrecen innumerables ejemplos de esta suerte de impulso a una totalidad más o menos armónica, tanto en su configuración lógica como en su efecto estético; un impulso atribuible, con implicaciones diversas, tanto a la perspectiva del crítico-historiador como a la de su receptor. Podríamos distinguir así, con un grado de naturalización variable, múltiples formas de expansión y de compresión espacio-temporal, modos diversos de atribuir ciertos márgenes de acción y de albedrío a las entidades que pueblan el universo así configurado, criterios de habilitación o de denegación de desplazamientos o incluso de saltos ontológicos por parte de dichas entidades, maneras de concebir, en fin, la relación entre la literatura y un mundo que a la vez la contiene y se opone a ella, entre otros muchos procedimientos constructivos.
Lo que está en juego aquí es, en resumen, aquello que Barthes expresó en términos de una yuxtaposición de dos grandes continentes: “Por un lado el mundo con su profusión de hechos políticos, sociales, económicos, ideológicos; por otro lado la obra, en apariencia solitaria, siempre ambigua porque se presta a la vez a multitud de significados” (1992: 174). A modo de hipótesis, me interesaría sugerir que es la singular conclusividad atribuida a los mundos de la historia, su tendencia a construirse y a ser percibidos conforme una “Stimmung” –por así decirlo– relativamente reconocible, lo que forzaría a los elementos que los componen a desplazarse en su propio marco, e incluso a torsionarse, en aras de la conservación de ese componente aglutinante. En este sentido, me concentraré en la función heurístico-estética que algunos autores han reconocido en cierto “elemento atmosférico” (la denominación puede variar, conservándose cierto núcleo semántico) en la construcción y en la legitimación de lo que cada uno llamó “discurso historiográfico”, exhibiendo en ello aparentes correspondencias terminológicas al tiempo que confiriendo visos de universalidad a su muy situada posición al respecto. Esto último, además, me permitirá idealmente sopesar la relevancia de dicha terminología a propósito del estudio específico de la historia literaria.
Veamos un ejemplo. En su prólogo de 1962 a su Teoría de la novela, Lukács renegó de su vieja concepción del siglo XIX bajo la forma de dos grandes bloques articulados en torno al año 1848, atribuyendo sus desaciertos al “método sintético” tan en boga a principios del siglo XX. Este método consistía en “elaborar generalizaciones a partir de unas pocas características –en general detectadas intuitivamente– de una escuela, un período, etc., y luego proceder por deducción al análisis del fenómeno individual” (2010: 7). Si revisamos algunos de los artículos de Lukács producidos en ese período (“¿Narrar o describir’” o “La fisonomía intelectual de las figuras artísticas”, por ejemplo), comprobaremos cómo cada una de las dos mitades del siglo tiende a presentársenos, efectivamente, como un índice de redes léxicas y onomásticas, como un conjunto de estereotipos realzados por rasgos de “color local”, revelándose ambas como verdaderos regímenes de posibles donde se fundamenta y a la vez se verosimiliza su propia dinámica como mundos relativamente autónomos y autoconclusivos (y por eso, en gran medida, mutuamente inconmensurables). [1]
Este conjunto de valoraciones podría extenderse, ahora en una clave más bien sincrónica, a configuraciones cronotópicas que parecerían comprendidas las unas en las otras. Cuando aludimos al “París del Segundo Imperio” benjaminiano –por citar cualquier caso– es muy probable que la inclusión de ese mundo en la categoría “segunda mitad del siglo XIX” no se actualice en nuestra imaginación más que como un puro saber, que vendría a ocupar esa “zona de penumbra” (según diría un Thomas Pavel [1986]) en que se difuminaría el mundo altamente saturado y cohesivo de la ciudad baudelairiana. [2] Puesto que, así como “el salón” o “el passage” no implican una mera especificación de “la ciudad moderna”, la alusión a las dos “mitades” del siglo evoca algo más que un supuesto primer momento en el análysis (valga la remisión etimológica) del propio “siglo”. Cada una de dichas configuraciones podría concebirse como un mundo relativamente cerrado, y es sólo desde la óptica comportada por cada una de las mismas que tomarían forma, para éstas, las restantes. Y así como el “siglo XIX” no puede considerarse resultado de la llana sumatoria de aquellas hipotéticas “sub-configuraciones”, el propio siglo llega a cobrar apariencias muy diversas según la configuración que lo presente como un estrato más general (o más particular) en relación consigo misma.
Incluso en trabajos académicos consagrados sorprende el grado en que la apariencia de una ciudad como París (por ejemplo) cambia radicalmente según se trate de acentuar la faceta “Belle Époque” o la “decadentista”, sin que en ello pese la superposición ontológica de las mismas o el rigor del propio historiador. En un clásico como La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, de Mario Praz (1933), vemos así cómo un personaje real como el conde de Montesquiou acaba viéndose absorbido en un mundo común donde las figuras históricas se cruzan con los grandes personajes de la literatura francesa finisecular, conectados en virtud de de mágicas simpatías, de misteriosas “reencarnaciones” y de vagas correspondencias. De este modo, el autor llega a referirse, con toda naturalidad, a las “tantas y tan variadas cosas, raras y extrañas” de las que tuvieron necesidad, “en aquel siglo”, “los Gautier, los Goncourt, los Des Esseintes, los Dorian Gray, los Lorrain”. En cierto sentido, Praz no tendría nada que envidiarle al Alan Moore de The League of Extraordinary Gentlemen, con la diferencia de que, en su caso, evidentemente no ha resignado sus horizontes de objetividad.
Así pues, ese error que Lukács atribuyó a las “ciencias del espíritu” del 900 tal vez constituya, en última instancia, un horizonte inevitable de la praxis crítico-historiográfica. Ingresemos expresiones tales como “the Sixties” o “the Eighties” en el buscador de un sitio como TV Tropes y comprobaremos hasta qué punto estas visiones totalizantes han impactado, y todavía lo hacen, en nuestra forma naturalizada de concebir tales o cuales unidades históricas. Más que a los modos de tramado puestos en juego, este problema nos remite al aspecto más claramente “paradigmático”, más “estético” e incluso más “plástico” de la praxis historiográfica, evitando así distraernos en la distinción entre las historias más obviamente “narrativas” y aquellas en que predomina un enfoque “sincronicista”, al tiempo que aprovechando para cuestionar el concepto, sugerido por Umberto Eco, de que la finitud de toda enciclopedia se encontraría marcada por el límite lógico del universo del discurso (si por “enciclopedia” entendemos estrictamente esa fuente imaginaria de la que se nutren tanto el crítico-historiador, en relación con sus fuentes historiográficas, como su lector, en relación con el texto del propio historiador) (cfr. Eco 1993: 97). [3]
En este punto nos topamos con el tan mentado problema de la “completitud” de los mundos de la historia, entre la expectativa de su compromiso con cierta realidad objetiva (concebida como infinita e inagotable) y las ineludibles limitaciones de su aprehensión discursiva. Para teóricos como Lubomír Doležel (1999) o el ya citado Pavel, la incompletitud sería un rasgo característico, si no esencial, de los mundos de la ficción. Este rasgo referiría, en principio, no al “efecto estético” de tal o cual texto (que bien puede hallarse estéticamente completo), sino al status lógico de las entidades que lo pueblan. Pero es –dirá R. Ronen (1994)– el orden retórico de este problema, más que el lógico, el que interesa fundamentalmente a la teoría literaria (112). Precisamente, Ronen se halla entre aquellos autores que han arremetido contra la noción de una “incompletitud” de las entidades ficcionales, invocando en su caso un procedimiento llamado “definitization”. Dicho procedimiento,
as a semantic textual feature, manifests how a fictional object, constructed through a limited set of properties, is ‘completed’ [en virtud de] a frame of reference supplying a definitizing context (Ronen 1988: 513).
Las divergencias entre esta postura y la que los otros autores sostienen al respecto podrían ser más superficiales de lo que parecen. Cabe sospechar, en efecto, que parte de aquéllas radicaría en desfases terminológicos, antes que en la eventual incompatibilidad de sus respectivos esquemas conceptuales. Que Pavel o Doležel adhieran al concepto de “incompletitud” no marcaría, per se, una diferencia sustancial en este aspecto: también ellos han insistido en concebir esa “deficiencia” lógica como una potencia estética. [4] Y sin embargo, se ha argumentado igualmente que,
siendo que (…) [la actividad mental] se ve imposibilitada para engendrar todos y cada uno de los atributos del mundo que construye, entonces la incompletitud no es que sea una característica exclusiva de los mundos ficcionales, sino que lo es de cualquier mundo posible (Ródenas de Moya 1994: 1334).
Será preciso tener en cuenta, en este punto, las expectativas diversas que cabe albergar a propósito de, respectivamente, los mundos ficcionales concebidos como tales y el mundo empírico, la existencia del cual daré, a efectos prácticos, por supuesta. [5]
El problema se profundiza al expandirse los alcances del concepto de “mundo ficcional” (o, al menos, de la grilla crítica a éste asociada) en relación con los mundos del llamado “discurso historiográfico”, tal como lo han figurado los debates de las últimas décadas en torno a los límites entre ficción e historiografía; límites sobre los que Doležel, por ejemplo, no dejó de llamar la atención. Y es que, si bien “both fiction and historiography construct possible worlds”, unos y otros exhibirían diferencias fundamentales en cuanto a sus modos de construcción, a sus funciones y a sus propiedades estructurales y semánticas:
The possible-worlds framework enables us to reassert the status of historiography as an activity of noesis: its possible worlds are models of the actual past. Fiction making is an activity of poiesis: fictional worlds are imaginary possible alternatives to the actual world (2010: viii).
En contrapartida, ha llegado a pensarse que el trabajo de un Cronista Ideal (bendecido, o maldecido, por los poderes del Funes borgeano) acabaría por confundirse con la historia misma. La necesidad del olvido (o de cierto olvido) en el discurso historiográfico ha sido largamente discutida: baste remitirnos, con Noé Jitrik (para aproximarnos ya al terreno de la literatura), a esa
dialéctica de memoria/olvido que, precisamente, el documento viene a denunciar: lo que se sabe se sabe deficientemente porque está atravesado de olvidos y el documento […] viene a recordar no sólo lo que ha sido olvidado sino que el olvido es el constituyente principal del discurso histórico común (1995: 73, 74).
Pero es que incluso en el caso de ese Cronista –según sugirió Arthur Danto– la crónica sería incompleta, ya que su permanente contemporaneidad con los hechos relatados la privaría de la posibilidad de formular “oraciones narrativas”, caracterizadas por referirse “a dos acontecimientos, al menos, separados temporalmente, aunque sólo describen” el primero de ellos (Danto 1989: 99).
Sin necesidad de llegar a ese punto, podemos al menos compartir la idea –expresada por Northrop Frye en un ensayo de 1960– de que, “when a historian’s scheme gets to a certain point of comprehensiveness it becomes mythical in shape, and so approaches the poetic in its structure” (citado por White, 1985: 82). Consideremos, si no, los grandes debates que surgirían años más tarde en torno a la modernidad, el modernismo (que el propio Danto concibió como una auténtica “totalidad cultural” [2006: 87]) y la posmodernidad. Y sin embargo, el ideal de que “lo histórico es lo opuesto de lo mítico” funciona, para Frye, sólo en la medida en que se sostenga la contraposición entre la falacia poética en que habrían incurrido autores como Hegel, Marx, Nietzsche o Spengler, por un lado, y un trabajo de tipo inductivo, por el otro. De ahí la idea de que el historiador no trabaja desde una forma unificadora, como el poeta, sino hacia ella. Frente a esta distinción (que Ricoeur consideró el “colmo de la ironía” en la recuperación whiteana de Frye [2004: 271], y que Doležel apoyó implícitamente al distinguir la historiografía como actividad noética de la ficción como actividad poiética), White respondió notando cómo el ideal invocado por Frye, imperante desde los antiguos griegos, presupondría una oposición entre mito e historia “tan problemática como venerable” (White, 2004: 83).
En la propia teoría de White, el concepto más cercano a estas formulaciones probablemente sea el de “campo histórico”, a cuya prefiguración correspondería, a grandes rasgos, la instancia que busco abordar. Según White, el historiador debe prefigurar ese campo, constituirlo como objeto de percepción mental, antes de volcar sobre él cierto aparato conceptual. El mismo Doležel explicaba cómo, para White, “the narration of the past is preceded by a hidden ‘precognitive and precritical’ figuration”, acto poético (o más bien poiético) en que el historiador “both creates his object of analysis and predetermines the modality of the conceptual strategies he will use to explain it” (Doležel 2010: 20, 21). Retomando nuestro primer ejemplo, resultan iluminadoras las reflexiones que White volcó en su artículo “El siglo XIX como cronotopo” (1987), donde contrasta aquel concepto bajtiniano con nociones tales como las de “período” o “cosmovisión”. Lejos de ser solo invenciones de la imaginación del escritor, dice White,
los cronotopos son ejemplos de estructuras de prácticas socialmente determinantes que ponen límites no solo a lo que es posible que suceda dentro de sus fronteras reales sino también a lo que los agentes que actúan dentro de sus coacciones pueden percibir e incluso imaginar (2011: 419).
[6]
La noción de “imaginación constructiva” en Collingwood constituye, sin duda, uno de los antecedentes más poderosos de esta forma de comprender la dimensión “mítica” de la escritura historiográfica. En su extenso ensayo titulado Idea de la historia, Collingwood había sostenido que “la imagen que el historiador se hace de su tema […] aparece como una red construida imaginativamente entre ciertos puntos fijos que le han proporcionado las afirmaciones de sus autoridades” (Colingwood, 1946: 279). Bajo ciertas condiciones de “cuidado” y de “abundancia”, la imaginación a priori del historiador –“y nunca […] la mera fantasía arbitraria”– permitiría a éste inferir de aquellos puntos una imagen de conjunto a someter a constante verificación. El ideal, según Collingwood, no es otro que el de “una imagen coherente y continua” (Ibíd.: 282), capaz incluso de cuestionar los propios testimonios históricos que han contribuido a darle forma al catalizar la imaginación historiográfica. [7] Para el autor, sin embargo, semejante sustrato imaginario serviría al historiador más bien como punto de partida en cuanto a la recolección de nuevos documentos, idealmente capaces de aportar la información necesaria para colmar, aunque sea parcialmente, aquellos “vacíos” (percibidos, puede suponerse, en función de aquellos esquemas narrativos arquetípicos de los que el historiador se ha visto imbuido) que el propio historiador ha encontrado en su camino.
El examen de esta cuadrícula a propósito de las historias de la literatura no sólo propicia el concurso de una perspectiva histórica que estas discusiones muchas veces tienden a soslayar en beneficio de términos más o menos deshistorizados tales como el historiador, la ficción o el discurso historiográfico. También nos ofrece visiones en cuanto al grado en que “lo atmosférico” (como he dado en denominar aquella disposición imaginaria) comportaría una profunda dimensión histórica, tomándose distancia de la concepción de ese elemento como mecanismo inherente a la mente humana (sin tampoco descartar que lo sea), y a la vez exponiéndolo como parte de algo así como una enciclopedia de carácter pre-discursivo. La concepción específica de esta dimensión por tales o cuales autores bien podría discutirse, pero se verifica como enunciado objetivo desde el instante mismo en que aparece planteada como problema: en tal caso, nuestro centro de atención no hará más que desplazarse hacia los marcos de enunciación de sus propias teorizaciones. Se impone, en este sentido, un examen más detenido de las mediaciones en concurso si no deseamos caer en una llana “falacia referencial” (cfr. Pavel, 1986: 118), pero tampoco perder de vista la brecha entre el discurso historiográfico y el de la ficción que se expone abiertamente como tal.
En este último aspecto, podríamos tomar como referencia la concepción auerbachiana en relación con el impacto del “biologicismo” y del “historicismo” decimonónicos sobre la imaginación literaria y la historiográfica. Tomando como referencia el “realismo ambiental” y el “historicismo ambiental” por excelencia asociados a Balzac y Michelet, Auerbach expresó la idea de que una coyuntura histórica se aparezca como una “atmósfera total que empapa todos los espacios vitales particulares” (1966: 450). Siguiendo una línea muy parecida, Jauss no dudaría en remontarse al periechon griego, marcando una afinidad entre este concepto (traducible como “lo que rodea”) y la noción de “medio” en su versión decimonónica. Es así, dice Jauss, como “la explicación que da Comte del medio ambiente como armonía entre los seres vivos y su correspondiente entorno es análoga a la unidad fisiognómica de carácter y medio social en las novelas de Balzac” (1995: 128).
Recordemos cómo, para White, los años 1848-51 habrían comportado un desplazamiento prácticamente universal de las concepciones “románticas” y “cómicas” de la historia en beneficio de una perspectiva irónica, restablecida ahora “as the dominant mode of thought and expression” (1975: 220). A esa auténtica “fecha-fetiche” remitió igualmente Barthes –autor, por otro lado, del precursor ensayo “Le discours de l’histoire” (1967)– el nacimiento de una “tragicidad de la Literatura”, encarnada en la búsqueda de una Literatura imposible cuyo horizonte cabría rastrear en los estratos más microscópicos de la escritura: “allí, una Historia áspera en su mostrarse, pero segura y coherente, el triunfo de un orden; aquí, un arte que para escapar a su mala conciencia, intensifica la convención e intenta destruirla con violencia” (2005: 44, 64). El mismo pasaje de “El grado cero de la escritura” citado como epígrafe de este artículo muestra una notable afinidad con las propuestas anteriores. También se reitera en Barthes la consideración de la figura de Flaubert en el espacio de una ruptura radical con el pasado. Pero es precisamente en esta instancia donde se vuelve más nítida una posible diferencia con Auerbach, cuya posición desarrollaré brevemente a título ilustrativo.
La afirmación auerbachiana de que la generación de Flaubert habría practicado una “violenta reacción” contra la tendencia romántica a “ver por todas partes fuerzas secretas demoníacas e intensificar la expresión de las mismas hasta lo melodramático” (1966: 454) pareciera relativizar, en efecto, las proyecciones históricas que los otros autores atribuyen a cierta elaboración de “lo atmosférico” en relación tanto con el terreno de la literatura institucionalizada como en el de la historiografía, para en cambio concentrarlas en un período relativamente breve de la literatura decimonónica. Y si bien es cierto que Auerbach señalaba precisamente el engarzarse “exacta y profundamente [los episodios corrientes] en una determinada época histórico-contemporánea” como uno de aquellos elementos de continuidad todavía discernibles entre la escritura de Flaubert y la de Balzac o Stendhal (1966: 457), no se trataría, necesariamente, de esa noción de “atmósfera” que Auerbach mismo, y más tarde Barthes, distinguieron tanto en Balzac como en Michelet. El concepto pareciera ser aquí, más bien, el contrario, sobre todo teniendo en cuenta que ya antes se había encargado el autor de contrastar los patrones de composición de los mundos balzacianos con los procedimientos cosmopoiéticos del propio Stendhal.
De este modo, podríamos percibir en la visión auerbachiana de la escritura de Flaubert la voluntad (tal vez un tanto condicionada por la autopercepción de Flaubert mismo en su Correspondence) de adjudicar a éste una gestualidad cosmopoiética identificable con el movimiento hacia una “forma unificante” (cfr. White 1985: 83), y por ello mismo más cercano al ideal tradicional del historiador que a la imaginación del poeta tal como la concibió Frye. Así, no se habría tratado para Flaubert más que de “dejarse llenar” por los objetos de la realidad, olvidado el escritor de su propia subjetividad, dejando a la expresión verbal “surgir y ordenarse” por sí misma conforme la dinámica misma del proceso constructivo (Auerbach: 458). Y sin embargo, resulta difícil ver aquí algo más que un ideal –posiblemente afín a la utopía ruskiniana del “ojo inocente” o, con mayor inmediatez, a las aspiraciones de la pintura impresionista– con respecto al cual el crítico alemán no tomó quizás suficiente distancia a la hora de valorar los méritos de la obra del escritor normando, sobre todo en relación con las ambiciones que atribuye a su creador.
Puede reconocerse aquí, efectivamente, una especie de sublimación de “lo atmosférico” hacia el nivel del estilo flaubertiano. Esto último, dicho sea de paso, no necesariamente impide que aquella fuerza estilística pueda ofrecer eventualmente al lector de Flaubert un efecto de cohesión cósmica (en cuyo caso, después de todo, no se trata ya del potencial heurístico de “lo atmosférico” a los ojos del historiador). Del mismo modo, se sostiene la posibilidad de que Flaubert mismo partiese de generalizaciones cósmico-epocales equiparables a las de un Balzac, perspectiva más verosímil que la de una llana recolección de datos objetivos incluso cuando su funcionamiento llegase a atribuirse al estrato de la “mot juste”. Al fin y al cabo, ¿con qué grado de seguridad podría afirmarse que no hay, en Flaubert, una elaboración “atmosférica” de los mundos de la ficción? ¿Es legítimo pensar que, de existir ese factor cohesivo, no se trataría más que del producto casi accidental de un trabajo minucioso sobre los objetos? Más bien podría decirse que Auerbach se ha dejado engañar, en este punto, por ese mismo ideal que habría movido a los historiadores desde la Grecia antigua según White: es decir, por esa oposición entre lo histórico y lo mítico de la que Auebach mismo, en su propia tarea como crítico-historiador, no pudo por completo escapar.
Al invocar estas concepciones no he intentado, ante todo, más que rescatarlas en su “inercia imaginaria”, la cual les habría permitido persistir como exigencia estética y a la vez como un recurso heurístico más o menos inconsciente por parte del historiador, incluso habiéndose perdido ya la creencia efectiva en una entidad que aglutinaría objetivamente las entidades del universo empírico (trátese de la vieja cadena del ser, de las taxonomías positivistas o de la structure of feeling de un Raymond Williams). Podemos decir que, a lo largo de los últimos cien años, han surgido nuevos estímulos y formas alternativas de elaborar ese componente atmosférico. No puede desdeñarse el impacto que el cine, uno de los máximos símbolos de la industria cultural, ha ejercido sobre nuestros modos de aprehender el “espíritu” de tales o cuales configuraciones cronotópicas. En este sentido, no haría falta citar la apelación a recursos técnicos específicos capaces de favorecer la inmersión del espectador, tales como el empleo de cierta banda sonora o la elaboración plástica de la imagen, incluyendo los juegos de cámara o el uso de cierta paleta de colores a través de cierto mood lighting: retomando el caso del siglo xix, desde la parda y tenebrosa Londres victoriana (entre el “realismo” dickensiano y la estética del steampunk) hasta el eterno dorado de la Viena finisecular.
En una entrevista ofrecida en 2008, Doležel afirmó:
Escribir una historia de los mundos ficcionales de la literatura es más que una tarea enorme. […] Pero hay una tarea que puede hacerse incluso en este mundo imperfecto: enseñar a los estudiantes de literatura las bases de la semántica de los mundos ficcionales y animarlos a trabajar dentro de este marco (Lomeña Cantos, 2011).
El escepticismo expresado por el teórico checo en cuanto a la perspectiva de una historia semejante tal vez no deba sorprendernos, considerando la inviabilidad práctica, si no conceptual, atribuida a tal empresa. De hecho, su misma posibilidad pareciera no haber tenido, siquiera como horizonte, una difusión considerable entre los estudiosos vinculados a la sub-disciplina en cuestión, si es que puede admitirse ya tal denominación a propósito de un campo de discusión que ciertamente se ha consolidado en los últimos años (mostrándose, al mismo tiempo, cada vez más desprendido de una “prehistoria” en gran medida arraigada en el pensamiento analítico), pero que reclamaría aún –para comenzar– un mayor consenso en materia terminológica con vistas a ese objetivo historiográfico último.
Comprender la mutua afinidad de nociones como las de “atmósfera”, “falacia poética” y “campo histórico”, por ejemplo, o reconocer las diferentes elaboraciones del concepto de “incompletitud” más allá de la engañosa recurrencia del término, son operaciones que podrían considerarse un paso mínimo, aunque necesario, en pos de aquel objetivo. Hasta qué punto nos acercaría semejante aproximación a esa Historia de la Escritura que Barthes imaginó, pero que no pudo nunca llevar a cabo, o en qué grado la misma reclamaría herramientas conceptuales más allá del andamiaje que la teoría elaboró y sometió a discusión en las últimas décadas del siglo pasado, constituyen interrogantes que, con vistas al desarrollo futuro de este campo de investigación, no nos es posible ignorar.
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[1] Es en este sentido que, en su ensayo “Joyce or Proust?”, Jameson marcó un parentesco entre “what Lukács might have called an ‘aspiration to totality’” y la imaginación coleridgiana, la cual “seeks to draw all the elements of our reading into the form of a ‘concrete universal,’ and to translate the many local acts of sentence perception into a meaningful and somehow unified process which we can characterize with a theoretical formula or matheme” (2007: 171).
[2] En palabras de Ingarden, podría hablarse de un continuum que abarcaría desde aquellas entidades del texto que se nos “aparecen con mayor plasticidad y distinción, [que] se hacen más vivas y concretas, y [con las que] el lector parece poder relacionarse directamente” (Ingarden 1989: 44), por un lado, y aquellas cosas que captamos “de un modo meramente signitivo, perdiendo así el contacto casi inmediato con el mundo representado” (Ibíd.: 42). Esta inmediatez podría igualmente entenderse en términos de “inmersión ficcional” (cfr. Ryan 2000, Schaeffer 2002).
[3] “Estético” es, precisamente, el vocablo que Hayden White, en su archicitada Metahistoria (1973), empleó para caracterizar el momento del “emplotment”.
[4] Dirá, de este modo, Doležel (1988: 486): “Empty domains are constituents of the fictional world’s structure no less than ‘filled domains”. También Eco hablaba en su caso de “frame”, considerando este término “a mitad de camino entre una representación semémica muy ‘enciclopédica’, expresada desde la perspectiva de la gramática de los casos, y un ejemplo de hipercodificación” (1993: 114).
[5] En palabras de Sartre, y sin por ello comprometernos por completo con el marco conceptual del que proviene la cita, podríamos decir que en el mundo empírico “siempre, en cada instante, hay infinitamente más que no podemos ver; para agotar las riquezas de mi percepción actual, sería necesario un tiempo infinito” (2005: 19).
[6] Una vez más se hace presente la figura del frame, según la definición recuperada por Eco: de ahí la posibilidad de comprender los casos citados –la París decimonónica, los pasajes, el siglo xix como tal– como “situaciones estereotipadas”, como “representaciones sobre el mundo que nos permiten realizar actos cognitivos fundamentales como percepciones, comprensión lingüística y acciones” (1993: 114): valoración que bien puede aplicarse a los seres que objetivamente habitaron esos mundos, pero sobre todo, en este caso, a la tarea del historiador que a un tiempo explora y configura los mismos. Reubicada de este modo a medio camino entre el entorno como milieu, por un lado, y el metafísico Zeitgeist hegeliano, por el otro, la entidad “siglo xix” revela todo un espectro de potencialidades críticas.
[7] Además de la inspiración kantiana, se discierne aquí –más puntualmente– un estrato en cierto grado análogo al Vorurteil gadameriano, sin por ello dejar de atenderse a la observación de Habermas en cuanto a que “el prejuicio de Gadamer a favor del derecho de los prejuicios acreditados por tradición pone en cuestión la fuerza de la reflexión, fuerza que […] se acredita en su capacidad de poder también recusar la pretensión de las tradiciones” (Habermas, 1988: 255).