La innovación en la teoría literaria
La innovación en la teoría literaria
Mucho se ha dicho y se seguirá diciendo sobre la categoría de lo “nuevo” y su importancia en la dinámica de la modernidad y del capitalismo. Sabemos que las ciencias y las humanidades se han ocupado de esta exigencia de distintas formas, ya sea lanzándose desesperadamente a su búsqueda o poniendo todo tipo de reparos. Si pensamos en los estudios literarios en particular, el siglo XX ha sido rico en innovaciones y vanguardias, y la misma postulación de una “teoría literaria” fue presentada bajo esta categoría. El academicismo norteamericano nos da algunos ejemplos obvios al hablar explícitamente de New Criticism, pero sin duda tanto el famoso manifiesto “El arte como artificio” de Viktor Shklovski como la crítica acérrima a las modalidades estancadas de la crítica que presenta Barthes en Crítica y Verdad pueden alinearse dentro de este movimiento general.
También sabemos que la bestia negra contra la que muchos de estos innovadores se enfentaban era la estética romántica (y/o su banalización) junto con otras derivaciones de la filosofía idealista muy propias del siglo XIX. Todos nos hemos cansado de leer textos de los ‘50, ‘60 o ‘70 cuestionando el biografismo, el historicismo ingenuo o la concepción del artista-genio, así como a la filología clásica y su insistencia en la búsqueda del significado literal. Incluso autores alejados de la tradición oficial del formalismo-estructuralismo-deconstrucción, como Gadamer o Frye, se alzan contra estas mismas posiciones.
Hoy en día repetir cualquiera de estos enunciados resulta tedioso y reconstruir su valor polémico requiere una dosis de imaginación. Y sin embargo parecieran ser lo más nuevo que tenemos. O al menos lo último que puede enunciarse de forma más o menos orgánica dentro de lo que aun nos animaríamos a denominar “teoría literaria”. No es raro que esto suceda, siendo que es justamente alrededor de estos enunciados sobre la muerte del autor y la inmanencia de la estructuración del significante literario que pudo crearse algo como una teoría literaria que tuviera su razón de ser independientemente de la historia, la filología o la crítica periodística. Su permanencia más allá de estos lineamientos todavía está por demostrarse.
Pero si bien este problema no nos es ajeno, no es el objetivo de este artículo encararlo de forma frontal. Preferimos por esta vez hacer de cuenta (¿no lo hacemos todos los días acaso?) que algo como la teoría literaria sigue existiendo en sentido pleno y que no necesita una redefinición inmediata sólo porque Barthes fue atropellado por un camión en 1980. Preguntémonos más bien si es posible y deseable la innovación en esta disciplina, y bajo qué forma podríamos esperar reencontrarnos felizmente con ella.
Es difícil pensar que una potencial innovación en la teoría literaria pueda emerger de forma totalmente independiente a su supuesto objeto, es decir, la literatura. El ejemplo de los formalistas y futuristas tiene un aire paradigmático difícil de rebatir. Pero las vanguardias clásicas no se renuevan, y no podemos esperar ese tipo de rupturas dialécticas en el futuro más cercano, ni encontrarlas en el pasado inmediato.
¿Debemos asumir entonces que si la literatura que leían Barthes y Derrida no es muy distinta de la actual no hay necesidad alguna de que cambiemos la forma en que la pensamos? Esto es discutible. Para empezar, muchos podrían objetar que la literatura sí ha cambiado y que autores de culto para estos escritores, como Brecht, Robbe-Grillet o Maurice Blanchot huelen a viejo, y que aunque carezcamos de grandes etiquetas como “Romanticismo” para definir el presente, la literatura está en movimiento y ese movimiento no puede ser completamente abarcado por las estructuras del mayo francés, incluso si estas bajan a la calle. Los formalismos dependen en cierta medida de una literatura modernista (dicho en el sentido más amplio posible), y gran parte de su apuesta consistió en aplicar las herramientas diseñadas para pensar esta literatura a autores tradicionales, como Racine o Cervantes. No puedo pretender saber qué es la “literatura del siglo XXI”, pero las señales indican en direcciones alejadas del modernismo a la Henry James o Jorge Luis Borges.
Por otro lado, aun si quisiéramos pensar en el modernismo o en las vanguardias históricas no tendríamos por qué inclinarnos frente a las mencionadas escuelas y asumir que sus respectivos objetos han quedado agotados y muertos. Es decir que el núcleo de nuestra pregunta sigue intacto: ¿es justificable la necesidad de lo nuevo?. Si elegimos tomar a las ciencias naturales como referencia, pareciera que sólo tiene sentido cambiar el paradigma cuando hay suficientes observaciones que lo contradigan. Pareciera que la emergencia del fenómeno debería anteceder a la idea que busque explicarlo. Pero también sabemos que las cosas no siempre se dan de esa forma, especialmente en las humanidades.
Si bien la relación entre literatura y novedad es vacilante, el presente nos ofrece una amplia gama de novedades que no le son del todo ajenas, siendo quizás la más patente la textualidad digital en la que todos nos movemos y en la que este texto está siendo producido y leído. Pedirle a la teoría literaria herramientas para pensar este desplazamiento de la ubicuidad del significante no es necesariamente un mal punto de partida. El mayor reparo que tenemos frente a este tipo de consideraciones es justamente el fetichismo propio de la novedad capitalista, que hace que estas novedades brillantes y luminosas se conviertan en objetos cuasi-venerables, como el rizoma desterritorializado de Deleuze. Hace pocos años Josefina Ludmer acuñó el concepto de literatura post-autónoma en un intento de pensar cambios en la percepción de lo literario y de relacionarlos de alguna forma con los blogs, Twitter y Facebook, es decir, con la realidad, y no ya con el campo autónomo y cerrado de la literatura. El ensayo tiene su interés y ciertamente reconoce que la post-autonomía es más una forma de leer que una característica de los textos, aunque cuando intenta decirnos en qué consistiría esta otra forma, nos arroja hacia las vaguedades de la suspensión del juicio y de “la ambivalencia”. [1]
Deconstruir la autonomización del arte no es una empresa realmente novedosa, pero es una constante que observaremos en otros enfoques aparte del de Ludmer (por ejemplo en el Nuevo Historicismo) en tanto gran parte de las teorías de mayor circulación apuntan a repensar relaciones entre literatura y vida.
Existe otro tipo de novedades con las que la teoría literaria puede trabajar y que pasan por la aparición de nuevos conceptos en disciplinas aledañas, como la historia o la antropología. Ni hace falta decir que esto ha sucedido desde el comienzo y la mayoría de los ejemplos son obvios. En un caso ideal, una idea o teoría que alcanza algún grado de efectividad o desarrollo en otra disciplina puede funcionar como un estímulo para pensar la literatura y organizar un conocimiento a su alrededor, sin que por eso el fenómeno literario quede enteramente subsumido en la disciplina creadora del concepto. La lingüística saussureana propulsó una considerable cantidad de conceptos de notable practicidad para analizar la literatura, sin que por eso la literatura pasara a ser analizada desde una perspectiva estrictamente lingüística. El psicoanálisis freudiano en cambio, por lo general, repercutió en el análisis literario de forma menos productiva, en tanto muchas de las producciones críticas realizadas bajo esa perspectiva siguen siendo meras prácticas de psicoanálisis hechas sobre los textos y por lo tanto, incapaces de percibir los mecanismos específicos de la literatura.
Una perspectiva que se presenta como innovadora y que también trae conceptos de otras áreas es la ludología o teoría del juego, que aparece desarrollada de forma bastante sistemática por Jean-Marie Schaffer en su libro ¿Por qué la ficción?, donde no se limita a teorizar sino que además propone algunas herramientas de clasificación, con la idea de determinar el grado de inmersión subjetiva en los distintos fenómenos literarios (teatro, novela, etc.). Al igual que otras de las teorías que mencionamos, esta perspectiva tiene la potencial ventaja de apartarse de un concepto estanco de “lo literario” al incluirlo en una serie de experiencias de distinto alcance, como los juegos de rol o los videojuegos. Posiblemente lo más dificultoso de llevar su análisis a la práctica es conciliar una teoría general acerca de la interacción entre subjetividad y juego con modos de análisis específicos (y no solamente clasificaciones) que puedan iluminar aspectos concretos de una o varias obras. La mayor parte de nosotros ha jugado/leído algún ejemplar de la serie Elige tu propia aventura, en donde las características y reglas del juego eran bastante claras. Pero ¿cómo se juega a Madame Bovary o a Los pichiciegos?. Si no encontramos respuestas a este tipo de preguntas, quedaremos limitados a reconocer su carácter jugable sin poder articular un análisis acerca de su jugabilidad.
Existe una forma de transposición más blanda y algo más frecuente hoy en día que no consiste en trasladar herramientas de análisis sino simplemente conceptos ya formados y deslizarlos dentro del análisis ideológico de una obra. Sucede por ejemplo con la biopolítica y sus derivados, muy en boga en ciertas áreas de la arqueología de inspiración foucaultiana, que puede ser invocada como matriz para analizar el funcionamiento de un personaje o institución dentro de un relato. Si bien esto es más que natural e inobjetable, difícilmente podríamos considerar que por este camino vayamos a encontrar una auténtica renovación de nuestras perspectivas teóricas.
No son estas las únicas posibilidades. Ciertamente es posible innovar sin depender de cambios perceptibles a primera vista en el objeto ni en las disciplinas aledañas. ¿No hay un espacio para la pura creación en la teoría? Cuando N. Frye decidió organizar sus cuatro mega-géneros (romance, tragedia, ironía y comedia) según el ciclo de las cuatro estaciones no estaba siguiendo ninguno de estos caminos.
Aunque quizás por eso es que a nadie le importa hoy semejante categorización. Sin duda es posible tomar una serie de imágenes y relacionarlas metafóricamente con alguna característica del fenómeno literario. Podríamos tomar la concepción budista tibetana de los seis infiernos (el hambre, el infierno ardiente, el mundo de los semidioses guerreros, etc.) y considerar que representa la mejor matriz para analizar la novela decimonónica con el objetivo de comparar textos en base a la presencia de uno de los infiernos por sobre los demás, luego de haberlos vinculado con estrategias discursivas varias. Estoy casi seguro que se podría escribir un libro siguiendo ese modelo, y casi igual de seguro de que no produciría ningún avance teórico al que podamos aferrarnos. Si bien todo conocimiento implica una dosis de metaforización, lanzarse a buscar analogías por placer parece conducir demasiado rápidamente a la poesía, y en muchos casos, a la mala poesía, o lo que es peor, mala prosa poética, de la misma forma que ciertas transpolaciones que antes comentamos pueden hacer de la teoría literaria mal psicoanálisis o mala historiografía.
Hay una última perspectiva que deberíamos considerar y que no se ajusta exactamente a los modelos que a grandes rasgos hemos estado describiendo: el análisis del imaginario y/o de la imaginación en sí misma. En nuestro ámbito local Daniel Link y la ya mencionada Josefina Ludmer siguen este camino. La idea de analizar la imaginación en su funcionamiento mismo no es nueva, pero está más vinculada a la fenomenología (como en Lo imaginario de Jean Paul Sartre) que a los estudios literarios en sí mismos, y es difícil pensar que esto pueda cambiar en el futuro inmediato. Pero ciertamente es posible (y no exageradamente difícil) establecer vínculos entre obras concretas e “imaginarios” históricamente determinados. A primera vista podría parecer que esto no es mucho mejor que la utilización de las categorías clásicas de segmentación de la historia literaria, en tanto no parece haber a priori gran diferencia entre hablar de “romanticismo” e “imaginación romántica”. Sin embargo, precisamente uno de los atractivos de este enfoque es que permite barajar de nuevo las clasificaciones y reinventarlas de formas originales (pero no por eso arbitrarias), en tanto la plasticidad del concepto de “imaginario” es considerable, así como la forma en que puede relacionárselo con una obra concreta. Por supuesto, esta flexibilidad puede terminar por ser demasiado vaga como para resultar productiva si queda atrapada en un impresionismo superficial, pero el extremo opuesto (definir un grupo finito de imaginarios y utilizarlos para definir un catálogo de obras) parece sacrificar todo el atractivo de la cuestión.
Aunque no ahondaremos en el tema aquí, es perfectamente posible vincular el análisis del imaginario con el de la ideología, otro área que ha presentado cierto desarrollo a partir de los textos de Zizek y del enfoque neo-historicista. En este mismo número presentamos un artículo (“Sentido, Interpelación y Estructura del Sentimiento”) vinculado a esta problemática desde una perspectiva ligada a la estética de la recepción.
Quisiera terminar este recorrido superficial sugiriendo que mucho más debe estar sucediendo en este momento sin que nosotros lo sepamos. Pero quizás sería un exceso de optimismo. Y es que no hace falta demasiada atención para percibir que todas las propuestas que hemos vagamente delineado parecen arrimarse más hacia la disolución que a una reconstrucción del horizonte “clásico” de la teoría literaria. “Imaginario”, “ideología” o “jugabilidad” son conceptos que deliberadamente trascienden cualquier postulado sobre la “literaturidad” y que atentan contra la definición específica de un “fenómeno literario” esencialmente diferenciado de otros fenómenos que lo rodean. En ese sentido es más fácil hablar de post-teoría literaria que de post-literatura, aunque preferiríamos no aferrarnos a un constructo tan poco útil y tan manchado por una dialéctica vacía.
Tampoco es para ponerse a llorar, por supuesto. Ahora más que nunca necesitamos algunos principios para orientarnos en el pensamiento, es decir, necesitamos desarrollar una cartografía lo suficientemente amplia y precisa como para poder encarar esa masa amorfa y tentacular de la teoría literaria del siglo XX de acuerdo a nuestros intereses, antes de arrojarnos ciegamente a buscar un escape tangencial a las aporías a las que está sujeta su continuidad. Apenas hace falta aclarar que sostener la necesidad o conveniencia de lo nuevo es, casi automáticamente, caer en el dominio de la moda. Y si hay algo tan insidioso como frecuente en el área de los estudios literarios es la innovación estrictamente superficial, el concepto-maquillaje que hace que una obviedad pueda ser presentada como novedosa solo porque deja caer un par de neologismos en los lugares indicados.
Para evitar esto debemos trascender el análisis puramente ideológico de las corrientes que nos precedieron y revitalizar el interés por lo aspectos más metodológicos que nos ofrece el pasado, un ángulo a menudo rechazado o insuficientemente estudiado. Si vamos a pretender una casa nueva, no podemos dejar la cocina para el final. Si queremos que nuestras investigaciones aporten resultados racionales y pasibles de ser compartidos, nuestra capacidad para operar a nivel teórico debe estar acompañada por una autoconciencia de nuestros métodos y de su capacidad para generar enunciados significativos. De otra forma, vamos a seguir construyendo en la terraza sin averiguar cuántos pisos toleran los cimientos.
[1] El texto de Ludmer se encuentra disponible en http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/v17/ludmer.htm). Claudio Iglesias y Damián Selci escribieron en El nº 30 de El interpretador una excelente y destructora crítica sobre este texto (y otros) de donde tomé algunas de las ideas brevemente enunciadas aquí: http://www.elinterpretador.net/30ClaudioIglesiasYDamianSelci-EstadoDeLaCritica-DespuesDeLosMuertosVivos.html)