Narratario, lector implícito y acceso al mundo ficcional
Narratario, lector implícito y acceso al mundo ficcional
Todo eso está en el libro de algún modo. Para vivirlo hay que leerlo, eso está claro. Pero está dentro ya antes. Me gustaría saber de qué modo.
– M. Ende, La historia interminable
Todos conocemos la sensación de extrañeza frente a un texto que no fue escrito para nosotros, la sensación de estar llegando irremediablemente tarde a la fiesta de una narración en la que no conocemos a nadie, en la que ni siquiera nos suenan las canciones que deberían hacernos bailar. Entramos a la lectura por esa puerta, puede que con un diccionario a mano, o con la incertidumbre frente a una descripción náutica en un relato de aventuras que fuimos sacando de a poco, por contexto. O enfrentados con textos en dialectos que no son el propio, repletos de referencias culturales que corresponden a otros lugares, a otro tiempo, destinadas a escaparse irremediablemente si no está el salvavidas de la nota al pie.
Desde la estética de la recepción, Wolfgang Iser, con su concepto de “lector implícito”, por su parte, y Hans R. Jauss, con el de “horizonte de expectativas”, por la suya, trabajaron ampliamente este problema. En una línea contraria al inmanentismo que proponen algunos acercamientos estructuralistas y post-estructuralistas, que suponen al texto como un ente autónomo, un artefacto independiente de sus circunstancias históricas de producción, Iser y Jauss se preguntan, justamente, por cómo funciona el texto cuando funciona, es decir, cuando alguien efectivamente lo lee. En la perspectiva de Wolfgang Iser,
The concept of the implied reader is therefore a textual structure anticipating the presence of a recipient, without necessarily defining him: this concept prestructures the role to be assumed by each recipient, and this holds true even when texts deliberately appear to ignore their possible recipient or actively exclude him. Thus the concept of the implied reader designates a network of response-inviting structures, which impel the reader to grasp the text.
No matter who or what he may be, the real reader is offered a particular role to play, and it is this role that constitutes the concept of the implied reader. There are two basic, interrelated aspects to this concept: the reader’s role as a textual structure, and the reader’s role as a structured act. (...) It is the way in which this world is constructed that brings about the perspective intended by the author. Since the world of the text is bound to have variable degrees of unfamiliarity for its readers (...), they must be placed in a position which enables them to actualize the new view. This position, however, cannot be present in the text itself, as it is the vantage point for visualizing the world represented and so cannot be part of that world. (Iser, 1978: 34-35)
No hay texto que, como artefacto de lenguaje, no presuponga una instancia de lectura. Dicha instancia, sin embargo sólo puede configurarse en base a presupuestos y códigos culturales de un grupo específico en que el artífice participa o que, por lo menos, conoce. Podría decirse que el lector implícito representa lo que podría llamarse un “grado cero de la recepción”, es decir, el ancla que echa el texto hacia otras series de lo real, el tipo de relaciones con una cultura lectora específica que presupone.
Hans R. Jauss (1970), por su parte, repone otros fenómenos, inherentes a la recepción de un texto, pero con un anclaje sociocultural más definido y uno textual, si se quiere, algo más laxo: qué es lo que ocurre, al leer, en el diálogo entre el horizonte de expectativas en el que un texto fue producido, y lo que el colectivo de lectores lleva a su encuentro. Podríamos decir, tomándonos algunas libertades, que lo que Jauss propone parece matizar un poco el concepto de lector implícito de Iser: hay una instancia requerida por el texto, pero algo (o todo) de esa instancia puede perderse en la niebla de los tiempos y del espacio, cuando se pierden los códigos culturales a los que el texto responde.
Hoy en día es difícil encontrar quien esgrima argumentos serios contra la idea de que existe, en la configuración de un texto ficcional, una idea de lector, un enunciatario capaz de recuperar lo que el texto propone. Fuera de alguna crítica muy ingenua, sería raro que nadie identifique ese lugar con el de un lector perteneciente al mundo real [1]: en alguna medida, el lector implícito, como el narrador, es una instancia interior al texto, y pertenece a un plano que participa en alguna medida de la naturaleza de lo ficcional.
Digo “en alguna medida” porque implica una participación de los lectores reales, y su marco de referencia es el de lo aceptado como real en un contexto específico: el lector implícito es, también, una regla de juego, el sitio en el que la narración prevé que uno debe posicionarse para poder ingresar al mundo ficcional.
Un uso descuidado de la terminología puede utilizar el término de narratario y el de lector implícito, para la narración literaria, como sinónimos. ¿No se trata, después de todo, de la construcción de un enunciatario en el texto? ¿De esa instancia que debería servir de puente entre el exterior y el mundo que el texto proporciona? Gerard Genette, en su definición, ya marcaba una distancia, sin embargo, entre ese lugar del “lector virtual” y el del narratario:
Como el narrador, el narratario es uno de los elementos de la situación narrativa, y se sitúa necesariamente en el mismo nivel diegético: es decir, que a priori no se confunde más con el lector (ni siquiera virtual) de lo que se confunde el narrador con el autor (Genette, 1989: 312-313)
El mismo Wolfgang Iser planteó, al definir el concepto de lector implícito, que éste es, en realidad, un rol asignado por el texto, y que resulta de una suerte de acorde entre los puntos de vista sobre el mundo que el texto construye: el del narrador, el de los personajes, y el del lector ficcional, que podríamos identificar, mutatis mutandis, con la figura del narratario.
Lo que aquí me interesa es discurrir, brevemente, sobre lo que ocurre cuando esa figura de narratario, el lector (o receptor) ficcional que el texto construye, provoca cortocircuitos deliberados con la figura del lector implícito. Es decir, preguntar qué pasa cuando ese “punto de encuentro de perspectivas” que Iser plantea como un súper-lugar desde donde tal lector implícito reconstruye el mundo del texto, demuestra ser, más bien, otro punto de vista diferente de ellos, y abre el espacio a un nivel de indeterminación, capaz incluso de desdoblar posibles lectores implícitos diversos, es decir, de formular más de un rol posible para el lector que aborda el texto. [2]
Para analizar el pequeño problema que nos ocupa, de todas maneras, es conveniente poner en pausa las disquisiciones teóricas y observar qué ocurre en casos concretos. Empecemos, entonces, por los más sencillos, aquellos en los que el punto de vista del lector implícito claramente se superpone con el del narratario.
Tomemos por caso la novela Muerte en el Nilo, de Agatha Christie. En términos formales, se trata de un relato estructurado con recursos muy habituales para el género, y que la misma Christie utilizó muy a menudo: un relato narrado desde el predominio de un narrador casi cinematográfico en tercera persona, con una ascética focalización extradiegética que rara vez se rompe. [3] Citemos un ejemplo:
A la mañana siguiente, Simon Doyle se acercó a Hércules Poirot cuando éste abandonaba el hotel para dirigirse a la ciudad.
—Buenos días, señor Poirot.
—Buenos días, señor Doyle.
—¿Va usted a la ciudad? ¿Me permite que vaya con usted?
—Ciertamente. Me encantará.
Los dos hombres, andando al mismo paso, atravesaron la verja y penetraron en la fresca sombra de los jardines. Entonces, Simon se quitó la pipa de la boca y habló:
—Tengo entendido que mi mujer celebró anoche una larga conferencia con usted.
—En efecto...
Simon Doyle arrugó el entrecejo. Pertenecía a esa especie de hombres de acción a quienes les resulta difícil traducir sus pensamientos en palabras y les cuesta ímprobos esfuerzos expresarse con claridad. (Agatha Christie, Muerte en el Nilo, cap. 6)
El narrador es entonces extremadamente convencional, se sitúa claramente fuera del relato, y coloca a su narratario también allí. Narrador y narratario claramente flotan en otro barco y no pertenecen (no podrían pertenecer) al mundo ficcional en el que transcurre la trama de asesinatos.
Este recurso, claro, es especialmente útil para estructurar un relato que se plantea alrededor de un enigma: pedirle al rol del lector implícito que siga de cerca al narratario, para llevar a éste de la mano hacia una proliferación de información desconcertante e inconexa que pareciera tener por finalidad llevarlo fuera de la pista, permite crear, precisamente, el elemento clave del género: el suspenso.
Un caso liminar lo representa otra novela de la misma autora, El asesinato de Roger Ackroyd, en donde se utiliza este recurso desde una segunda persona (otro recurso que, sin este bemol, Agatha Christie usó mucho), para transformar sobre el final el texto en un relato enmarcado, y al narrador en un asesino que intenta ocultar su crimen. Lo que nos lleva directo desde la convergencia devenida transparencia entre narratario y lector implícito hacia otro tipo de problemas, los que se dan cuando esa instancia de recepción se encarna en personajes que aportan, también, reacciones explícitas sobre lo que se está narrando.
Los casos de relato enmarcado pueden representar en términos prácticos una mera reduplicación de lo que vimos anteriormente en Muerte en el Nilo (es decir, el lector implícito está invitado a superponerse con el punto de vista del narratario, sólo que en este caso deviene un personaje concreto, con lo que se genera una segunda virtualidad con otro plano de narrador y narratario), pero en ocasiones implica un desplazamiento, cuya intensidad depende de la distancia entre el horizonte que el texto prevé para su lector implícito, y el del personaje a quien está destinado el discurso.
El primer caso es el que configura a Sarrasine, aquella novela corta que debe más su popularidad a Barthes que a su lugar, digamos, no especialmente preponderante en la obra de Honoré de Balzac. En parte, si el rastreo de códigos que realiza Barthes funciona tan bien es, precisamente, porque los del lector implícito y los del narratario (ficcionalmente, la narrataria) de la historia de Sarrasine y Zambinella son compartidos por ambos. El narrador dosifica la información, pero no hay, en principio, una pérdida, remisiones a códigos compartidos que incluyan al narratario y excluyan al lector implícito. El hecho de que la conversación que enmarca el relato se dé entre personajes cuya relación es, al parecer, reciente, contribuye a este efecto: lo que se repone y oculta para la casi desconocida marquesa es lo que hace falta reponer para una prolija configuración del punto de vista del lector implícito.
De alguna manera, este tipo de relato enmarcado implica una mayor voluntad de control sobre el margen interpretativo librado al rol del lector implícito: al pedirle una identificación con un narratario presente, se lo constriñe a compartir la reacción del personaje que ocupa este lugar. Así por ejemplo ocurre con los comentarios afirmativos con los que el auditorio de Sócrates puntúa la exposición de la alegoría de la caverna en la República de Platón, o con la afirmación al final de cada relato ejemplar del Libro del Conde Lucanor que indica que el conde hizo lo que Patronio sugería con su relato “et fallose ende bien”.
Distinto es el caso cuando, en el relato enmarcado, narrador y narratario comparten códigos que dejan fuera al lector. [4] Este caso es habitual en relatos que configuran en su lector implícito una distancia, una extrañeza respecto del mundo en el que está entrando. Es habitual, por ejemplo, en anécdotas y relatos enmarcados dentro del transcurso de la saga de Harry Potter [5], donde a menudo la información se presenta narrada para un otro que sí pertenece al mundo de los magos y puede decodificarla, y sólo después de una explicación, que se suple con posterioridad, se hace accesible.
Un nivel más allá, se encuentra el relato en el que esa diferencia entre narratario y lector implícito nunca se suple en un marco explicativo: el narrador da con toda naturalidad por sentados códigos y elementos constitutivos de su mundo que el lector implícito no puede conocer de ninguna manera. Es lo que, por ejemplo, ocurre con el conocido relato “Cefalea”, de Julio Cortázar: rápidamente el narrador [6] da por sentado que el narratario pertenece a su mundo, en el que “mancuspia” no es un término que merezca ser definido y los códigos de la homeopatía son fácilmente recuperables.
Por difícil que pudiera resultar sostener tal cosa, alguien podría argumentar que el lector implícito del cuento conoce las implicaciones de los términos homeopáticos que pueblan el relato: parece claro, sin embargo, que el texto estructura como posible (y más probable) un rol de lectura en el que ese marco se escapa [7]. Pero las mancuspias son incontestables: la especie ficcional se da por sentada, y eso fuerza al relato a construirse desde la extrañeza y la falta.
En esta distancia entre narratario y lector implícito, entonces, se produce un efecto de fuera de foco, en el que el mundo resulta doblemente inquietante: por extraño y amenazador, pero sobre todo por inaccesible. El espacio vacío de la mancuspia no descrita implica la existencia en el mundo ficcional de elementos que no se corresponden con el nuestro, a la vez que la imposibilidad de acceder a ellos. [8]
Desde el punto de vista de la escritura, en Apostillas a El Nombre de la Rosa, Umberto Eco se preguntó por el problema técnico de esa distancia: la dificultad estilística de mantener el verosímil de una situación de enunciación ficcional en la que un narrador medieval se siente compelido a explicar cosas que son necesarias para que una instancia de lectura del siglo XX no especializada (el rol que configuró para su lector implícito) [9] pueda contar con la información necesaria para reconstruir lo necesario del mundo ficcional de una abadía medieval:
Si en una historia contemporánea un personaje dice que el Vaticano no aprobaría su divorcio, no es necesario explicar qué es el Vaticano y por qué no aprueba el divorcio. En una novela histórica, en cambio, hay que proceder de otro modo, porque también se narra para que los contemporáneos comprendamos mejor lo que sucedió, y en qué sentido lo que sucedió también nos atañe a nosotros.
El peligro que entonces se plantea es el del salgarismo. Los personajes de Salgari huyen a la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab. Ahora eso se ha transformado en un topos, entrañable como los vicios de las personas que hemos amado; pero no debería hacerse.
Aunque volví a escribir centenares de páginas para evitar ese tipo de traspié, no recuerdo haberme dado cuenta nunca de cómo resolvía el problema. Me di cuenta sólo después de dos años, y precisamente mientras buscaba una explicación para el hecho de que también leyesen el libro personas a las que, sin duda, no podían gustarles los libros tan «cultos». El estilo narrativo de Adso se basa en una figura de pensamiento llamada «preterición». (...) Se declara que no se quiere hablar de algo que todos conocen muy bien, y al hacer esa declaración ya se está hablando de ello.
Algo parecido, desde el análisis del fantasy, entrevió Farah Mendlesohn, al describir las formas de introducir al lector (trabaja, de hecho, con el concepto de lector implícito) a partir de cómo se motiva narrativamente la descripción del mundo ficcional cuando se trata de un relato que se sitúa muy lejos del marco de referencia, en las categorías que ella llama “portal-quest” e “immersive fantasy” [10], en donde la trama transcurre en un mundo que responde a otro marco de referencia.
Se encuentra, allí, con dos posibilidades. O bien acompañamos el descubrimiento del mundo junto con un personaje o un grupo que es extranjero como nosotros, como en The lion, the witch and the wardrobe, de las Crónicas de Narnia de Lewis, lo que nos lleva normalmente al primero de los casos que analizábamos en este artículo: independientemente del narrador y de la focalización, el efecto siempre será que el narratario pertenezca a este marco de referencia, y el lector implícito lo acompañe o lo abarque. O bien, en lo que llamó fantasy inmersivo, el mundo ya está cuando nosotros llegamos a él, no hay concesiones explicativas a un narratario extraño y las que hay deben estar motivadas de otro modo. No hace falta llegar al caso de “Cefalea”, textos que fluyen con naturalidad están construidos desde esa perspectiva: descubrimos el mundo en el que se encuentra Westeros en los intersticios de lo que los focalizadores dan por sentado, en indicios, en diálogo. El narratario de A song of ice and fire, de G.R.R. Martin, no pertenece a este mundo, el lector es invitado a un rol de lector implícito que implica varias incertidumbres que no lo son para el común de los personajes, y a concluir no sin cierta sorpresa que las estaciones duran años, o que la religión politeísta que es el culto oficial del Trono de Hierro tiene una diosa madre, y preceptos de vida ascética.
Como entrevió Iser, se trata efectivamente de un problema de construcción de mundo ficcional. Podemos agregar: uno que no se agota en elementos narratológicos, ni en los problemas de accesibilidad al mundo ficcional que rastrea Lubomír Doležel: no se trata de qué tan fiable sea el narrador, no se agota en los problemas que presenta la figura del narratario, pero participa de todo ello. La accesibilidad al mundo ficcional que se construye no es (o por lo menos, no siempre resulta) un fluir desde un narrador a un lector implícito, en donde todos los problemas que pudiéramos observar provienen de la saturación con la que se describe el escenario y del filtro del narrador: existe antes otro obstáculo, muy visible en los textos que se plantean una inmersión directa a un mundo ficcional, y es el de la diferencia entre el rol que se nos ofrece como lectores y el del narratario del relato. O, usando una metáfora escénica, en ocasiones el asiento que se nos ofrece como espectadores partícipes de una historia no es una primera fila al centro, sino que está en un lateral del teatro, desde donde hay que reconstruir parte del decorado y de la acción, que aparece representada para un otro que no somos nosotros. El hecho de que ese sea el único asiento del teatro, y de que los espectadores de la primera fila al centro sean tan ficcionales como la acción sobre el escenario, no le resta lateralidad a esa perspectiva.
Doležel, L. (1998). Heterocosmica. Baltimore: John Hopkins University Press.
Eco, U. (1983). Apostillas a El nombre de la rosa. Barcelona: Editorial Lumen.
Genette, G. (1989). Figuras III. Barcelona: Editoral Lumen.
Iser, W. (1978). The act of reading: a theory of aesthetic response. Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Jauss, H. R. (1970). “Littérature médiévale et théorie des genres”. Poétique, 1, 79–101.
Jauss, H. R. (1982). Aesthetic experience and literary hermeneutics. Minneapolis: University of Minnesota Press.
Mendlesohn, F. (2008). Rhetorics of fantasy. Middletown, Conn.: Wesleyan University Press.
[1] Iser toma especial cuidado de separar lector ficcional, lector informado y lector promedio, todos conceptos con una tradición crítica previa, de su concepto de lector implícito. Optaré por usar “narratario” en lugar de “lector ficcional”, que tal vez nos restringe a pensar que lo que leemos como texto es ficcionalmente también texto escrito, lo que no siempre es el caso.
[2] Es lo que ocurre cuando un texto presenta al lector, por ejemplo, la posibilidad de optar entre dos o más líneas de interpretación, ese rasgo frecuente que Todorov identificó alguna vez con la matriz del género fantástico.
[3] Para mostrarnos alguna vez el punto de vista de Poirot, o al comienzo para presentarnos algún personaje desde la perspectiva de otro que luego no formará parte de la trama.
[4] Cuyo lugar en ocasiones está representado intradiegéticamente en un personaje que comparte su desconcierto.
[5] Los discursos sobre la Cámara Secreta antes de que Hermione y Ron repongan la información faltante, por ejemplo.
[6] O los narradores, difícil decidirlo con un narrador en primera persona del plural.
[7] Contrástese, por ejemplo, con otro relato posterior del mismo autor, “Apocalipsis de Solentiname”, en donde no cabe duda de que el rol del lector implícito requiere conocer, en alguna medida, la existencia y el accionar del terrorismo de estado en América Latina.
[8] Se podría decir que genera un efecto parecido al de la omisión en la descripción de elementos nombrados en textos sagrados.
[9] Sobre la preocupación de Eco por hacer accesible su novela a lectores contemporáneos, también puede consultarse el artículo de Gustavo Riva
[10] Lo que di en llamar “Pararrealista” en un artículo previo. De hecho, ella nota los problemas que la segunda de esas categorías, el fantasy inmersivo, presenta para la teoría a la hora de separarlo de la ciencia ficción, con la que claramente comparte los recursos formales