Algunas consideraciones sobre los mundos líricos
Algunas consideraciones sobre los mundos líricos
Si la impronta del giro lingüístico entorpeció el acceso a la dimensión de contenido de la narrativa, esto devino particularmente marcado en lo que a lírica se refiere. Preguntarse por el problema de la creación de mundos, sobre todo para las piezas breves, es algo que difícilmente ocurre sin un salto: de las consideraciones formales e intertextuales, de análisis de elementos métricos, rimáticos y léxicos, se puede como mucho pasar a la temática, que es un nivel de contenido supuesto, pero en términos estrictamente abstractos. A lo sumo, dadas las condiciones de lejanía del objeto y la necesidad de reponer elementos de representación para comprender lo que se está leyendo, pueden llegar a aparecer consideraciones históricas sobre el valor de una palabra, o el alcance de una canción. Lo importante, analizando lírica, parece ser siempre cómo se dice, pero jamás qué se dice.
De manera análoga, los estudios que se preocupan por la inmersión y la creación de mundos no se ocupan habitualmente del texto lírico: la canción y el poema parecen ser otro asunto, extraño a estas disquisiciones.
La experiencia de recepción de la lírica, sin embargo, es eminentemente mixta, más o menos en la misma medida que la de la narración en prosa lo es. Es evidente que la dimensión formal del verso está en un primerísimo plano, que rara vez toma en textos en prosa [1]. Pero si tomamos el verso lírico narrativo, es claro que se activan fenómenos de creación de mundo e inmersión, y que la existencia de versiones varía no sólo elementos formales, sino también (y en algunos casos sobre todo) elementos narrativos.
Esto es muy evidente y está estudiado para el caso de la lírica tradicional: si tomamos el caso del romancero o de las baladas anglosajonas, lo que permite que podamos identificar piezas muy distintas como versiones, cuando tanto la letra como la música difieren, es precisamente la base narrativa. Tómese por caso, para dar un ejemplo cercano, las múltiples versiones de Las señas del esposo, o inclusive, la balada John Riley.
Estaba la Catalina
Sentada bajo un laurel
Mirando la frescura
De las aguas al caer
De pronto paso un soldado
Y lo hizo detener
"Detengase usted soldado
Que una pregunta le quiero hacer"
"Usted ha visto a mi marido
En la guerra alguna vez?"
"Yo no he visto a su marido
Ni tampoco se quien es"
"Mi marido es alto y rubio
Y buenmozo como usted
Y en la punta de su espada
Lleva escrito San Andres"
Por los datos que me ha dado
Su marido muerto es
Y me ha dejado dicho
Que me case con usted.
Eso sí que no lo hago
Eso sí que no lo haré
He esperado siete años
Y otros siete esperaré
Si a los catorce años no viene
A un convento yo me iré
Y a mis dos hijas mujeres
Conmigo las llevaré
Y a mis dos hijos varones
a la patria entregaré
Calla, calla, Catalina
Calla, calla de una vez
Estás hablando con tu marido
Que no supiste reconocer.
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-Caballero de lejas tierras,
llegáos acá y paréis,
hinquedes la lanza en tierra,
vuestro caballo arrendéis.
Preguntaros he por nuevas
si mi esposo conocéis.
-Vuestro marido, señora,
decid ¿de qué señas es?
-Mi marido es mozo y blanco,
gentil hombre y bien cortés,
muy gran jugador de tablas
y también del ajedrez,
En el pomo de su espada
armas trae de un marqués,
y un ropón de brocado
y de carmesí al envés;
cabe el fierro de la lanza
trae un pendón portugués,
que ganó en unas justas
a un valiente francés.
-Por esas señas, señora,
tu marido muerto es;
En Valencia le mataron,
en casa de un ginovés,
sobre el juego de las tablas
lo matara un milanés.
Muchas damas lo lloraban,
caballeros con arnés,
sobre todo lo lloraba
la hija del ginovés;
todos dicen a una voz
que su enamorada es;
si habéis de tomar amores,
por otro a mí no dejéis.
-No me lo mandéis, señor,
señor, no me lo mandéis,
que antes que eso hiciese,
señor, monja me veréis.
-No os metáis monja, señora,
pues que hacerlo no podéis,
que vuestro marido amado
delante de vos lo tenéis.
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A fair young maid all in her garden,
A strange young man comes passing by
Saying fair maid, will you marry me
And this answer was her reply
No kind sir, I cannot marry thee
For I’ve a love who sails all on the sea
He’s been gone for seven years
But still no man will I marry
Well what if he’s in some battle slain
Or drowned in the deep salt sea
Or what if he’s found another love
And he and his love both married be?
If he’s in some battle slain
I will die, when the moon doth wane
And if he’s drowned in the deep salt sea
I’ll be true to his memory
And if he’s found another love
And he and his love both married be
Then I wish them health and happiness
Where they now dwell across the sea
He picked her up all in his arms
And kisses gave her one two and three
Saying weep no more my own true love
I am your long lost John Riley.
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Si la relación resulta evidente, no es por los elementos formales: la letra es distinta, y los artificios usados son del stock común para los géneros populares del romancero y la balada. Ni siquiera se trata de una unidad temática: las pruebas de amor son un tema recurrente en la lírica tradicional, pero nunca pensaríamos que el Romance del Conde Niño, que posee el motivo del malentendido (la canción de la sirena / la canción del conde) y el eje temático de las pruebas de amor más allá de la posibilidad de la muerte (la muchacha muere si lo matan a él) es una versión de Las señas del esposo.
Lo que salta a la vista en las diversas versiones para que podamos identificarlas como tales es que la historia narrada es básicamente la misma: la muchacha que se encuentra con su marido, tras muchos años de no verlo, y habla con él sin reconocerlo sobre la posibilidad de tomar esposo nuevamente. Y las variantes son especialmente evidentes en ese plano también: qué se supone que pudo haber matado al esposo en el relato engañoso, qué propone ella hacer con sus hijos (su aparición o no, también: en algunas versiones no se habla de ellos). Tanto los elementos variables como los invariables son demasiado específicos para reducirse a una temática, a “la representación de las relaciones maritales” o a “la prueba de fidelidad marital”.
Para cualquiera que tenga alguna relación con las formas de difusión en comunidades orales, nada de esto es una novedad: la idea de lo que se considera “idéntico” es muy distinta [2], y no tiene tanto sentido hacer tanto pie en palabras o giros específicos del texto de una canción que circula oralmente como si hiciéramos un análisis de los recursos de rima interna en un poema reciente. La fidelidad de la versión es sobre todo una fidelidad basada en generar reconociblemente la misma historia. Es una fidelidad narrativa, basada en un efecto de inmersión más que en uno auditivo.
En comunidades mixtas y eminentemente tecnológicas, como la nuestra, esto puede todavía verse en algunos contextos particulares y específicos. Las rondas infantiles, que tienen pequeñas variantes de colegio en colegio, o las canciones religiosas que varían de templo en templo o de parroquia en parroquia porque suelen difundirse en gran medida oralmente, y los cancioneros escritos suelen volcar versiones acordadas a partir de la memoria colectiva. [3]
La idea de que existe una base narrativa para la canción ya la desarrollé en un artículo anterior en esta misma revista [4] por lo cual no me explayaré mucho más sobre ella. Basten estas palabras preliminares, y la remisión a aquel viejo artículo. En esta ocasión, prefiero concentrarme sobre dos cuestiones directamente relacionadas. La primera es el carácter de ficcionalización de toda construcción lírica, y la segunda es la dependencia genérica de esa ficcionalización.
Uno de los últimos refugios del biografismo a ultranza continúa siendo el de los estudios sobre lírica. Sintomático de ello son los trabajos de los prologadores y reseñadores de ediciones: mucho más a menudo de lo que ocurre con los prólogos a ediciones de dramaturgos o de narradores, o con las reseñas a comics o films de autor, los prólogos a libros de poemas y las reseñas de discos suponen que es información relevante contarnos que el compositor tuvo un accidente de infancia, o darnos el nombre de la persona que los hizo darse de cabeza contra el suelo del desengaño amoroso. ¿Cuántas veces tendremos que leer cómo es que David Bowie terminó con pupilas asimétricas en reseñas a sus discos? ¿Qué hace relevante que cualquier colección de poemas de Giacomo Leopardi, por ejemplo, nos informe sin excepción que el poeta amó a una tal Fanny Targioni-Tozzetti, que no lo quiso? [5]
Por supuesto, hay narradores y directores que se preocuparon por imbricar de manera evidente su biografía y su trabajo (Hemingway es un caso particularmente notorio), pero cuando esto no sucede, difícilmente esa línea se traza tan fácil: es improbable que un prólogo a cualquier antología narrativa de Julio Cortázar nos hable de su acromegalia, o que una reseña sobre un trabajo de Neil Gaiman nos mencione que se crió en el seno de una familia de scientologistas practicantes.
No tengo intenciones de intervenir aquí, con este artículo, en la vieja disputa sobre la pertinencia o no del uso de herramientas biografistas para el estudio de una obra. Probablemente, como en todas las discusiones que se prolongan en el tiempo, habría que buscar la coherencia en el medio: sostener que la escritura está divorciada por completo de la experiencia del animal humano que la lleva a cabo como actividad (y es, por lo tanto, una forma elaborada de la psicosis) es tan poco serio como derivar la perspectiva de un poeta frente al mundo de la posición de la ventana frente a la cual solía sentarse. [6]
Más bien, pretendo llamar la atención sobre cuánto más dispuestos parecemos estar a suponer que la lírica refiere a la realidad histórico-biográfica concreta. Inclusive, que debería hacerlo: hay una línea común que une al escándalo de descubrir que Clara Beter era un seudónimo, con el que cubrió el descubrimiento de que las figuras públicas de Milli Vanilli no eran sino un caso corpóreo de la sinonimia. En ambos casos, el “engaño” (si suponemos que lo hubo en algún o ambos casos) tuvo como objeto, en primer lugar, apuntar a la suposición de una relación entre la firma o el rostro visible y el producto cultural (poesía o música). Aun cuando la industria de la música pop hace mucho que se alimenta de este tipo de “falsificaciones”: todos hacemos las compras al son de canciones de amor preadolescente interpretadas por muchachos y muchachas con lindas facciones, compuestas por señores de arriba de cuarenta y editadas con una tonelada de post-producción y Auto-Tune que las convierte en imposibles de reproducir en vivo si no es con lip-sync. Y cuando en el ámbito de la poesía la creación de seudónimos o heterónomos dista muchísimo de ser una práctica novedosa.
Con todo, la composición siempre implica una distancia, aun cuando anecdóticamente se cante a partir de una situación puntual. Así como todos los poemas y todas las canciones que tienen letra generan, a su manera, por lo menos los rudimentos de un mundo que las contiene (puede que más incompleto o ambiguo que el de la narración, pero mundo al fin), eso implica una reelaboración ficcional de la experiencia. Y es relevante analizar la ficción que genera en tanto tal.
Una tendencia habitual, en este caso, es reducir lo ficcional a tópicas y estudios léxicos. No es que este tipo de trabajo sea inútil, y de hecho puede arrojar luz sobre muchos fenómenos, en particular los que implican el rastreo de correlaciones e intertextualidad. Así, en el caso del romance de Las señas del esposo (y en todas las numerosas versiones orales en las que se manifiesta, hasta en juegos de palmadas [7] ) bien puede rastrearse una relación con una tradición mucho más antigua, que puede remitir a Homero: la mujer fiel que espera al marido que ha partido a la guerra, y no lo reconoce al volver. Pero implican dejar de lado la actualización que implica cada pieza puntual, y eso a menudo implica dejar de ver singularidades.
Esto, por supuesto, puede ser un poco más difícil de ver en una pieza como aquella, en la que realmente el núcleo es una escena muy genérica y difundida, y su existencia en variantes hace útil el análisis del mundo ficcional en sí como una tópica. Ahora, esto no ocurre con todas las tópicas, léxicos y géneros. Si nos movemos al retrato de la fealdad en el tango y la milonga, y nos enfrentamos frente a la versión de Tita Merello de “Se dice de mí” [8] y la comparamos con lo que ocurre en “Esta noche me emborracho”, de Discépolo, la pauta genérico-léxica y tópica no alcanza. [9] Es necesario ver que en la letra de Discépolo hay una estructura narrativa muy fuerte, mientras que “Se dice de mí” implica, desde la generalización, la configuración de un mundo mucho más estático, por ejemplo. [10] O que se hace relevante la focalización, y que en ambos casos, que es muy evidente que se trata de letras ficcionales, hablar de “yo-lírico” podría prestar a confusiones.
Si observamos las pautas genéricas sólo en términos de tópica y de léxico, dos canciones que hablan sobre peces, agua, burbujas y pulpos podrían ser equiparadas. Ahora, el hecho de que una de ellas sea una pieza de rock y la otra una bachata, restringe de maneras diversas el mundo genérico: hay una cierta libertad temática en los mundos a los que puede tener el rock, que está líricamente mucho menos codificado que la bachata, género fundamentalmente romántico. Así, la posibilidad de que “Burbujas de amor” de Juan Luis Guerra [11] refiera a cualquier otra cosa que no sea una relación heterosexual implicaría un forzamiento, y un olvido voluntario del mundo genérico de la bachata. No tenemos, sin embargo, problemas para leer literalmente como una ficción submarina “Escafandra”, de Peligrosos Gorriones. [12]
Estas consideraciones generales, muy brevemente expuestas aquí, no son, no pueden pretender ser, sino un punto de partida, un recordatorio prudencial sobre lo que hermana a los textos narrativos con los textos líricos: así como es útil preguntarse a menudo por el hecho de que una narración en prosa es un hecho de lenguaje, y tiene características formales que se derivan de ello, el texto lírico también necesita de una ficción que lo soporte, sea o no narrativo. Y eso hace que no podamos omitir hacerle a la poesía y la canción, también, las preguntas que le hacemos a la ficción como tal.
[1] “Rara vez” no es “nunca”: baste pensar en el Finnegan’s Wake de Joyce o en el Livro do Desassossego de Pessoa.
[2] Cf. Ong, 1987
[3] En algunos colegios, la Farolera termina “ay niña bendita, me arrodillo en vos”, en otros “ánima bendita”, en algunas parroquias en “Den gloria a Dios” Pedro responde “soy un pescador”, en otras “soy un pecador”, por poner ejemplos que están a mano para la experiencia de muchos porteños.
[5] O pensemos en lo muy difícil que es encontrar cualquier material que sea un estudio sobre un movimiento musical basado en la canción del siglo XX que no sea una colección de obviedades y curiosidades de corte estrictamente histórico o biográfico.
[6] Y con esto volvemos a los lugares comunes del biografismo leopardiano.
[8] La letra original de Ivo Pelay, que estaba compuesta para un intérprete masculino, fue muy modificada
[10] Un análisis de esta cuestión (el mundo estático de la descripción descontextualizada vs. el mundo dinámico de la situación narrada) fue el eje del ya mentado artículo anterior “En los trenes de piedra” http://revistaluthor.com.ar/spip.php?article33