Teorizar los setenta

Reseña de Diego Peller. Pasiones teóricas. Crítica y literatura en los setenta. Buenos Aires, Santiago Arcos, 2016.

por Marcelo Topuzian

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¿Qué le queda por leer todavía hoy, a un crítico literario, en un territorio cartografiado previamente –de manera en apariencia completa– por la historia de las ideas y del campo intelectual? ¿Qué puede hacer un investigador formado en teoría literaria con un campo recubierto de punta a punta por un consenso historicista, sociológico y culturalista bien establecido? El hipotético crítico e investigador puede suscribir todos y cada uno de los habituales sofismas de ese consenso –y, a lo sumo, aportarle alguna ilustración literaria, basada en su modesta experticia científica con la textualidad y la escritura–, o bien, como Diego Peller en este libro, someterlos a un examen detenido, riguroso y desapasionado –aunque hecho en nombre, valga el spoiler, de la pasión–, para preguntarse si en los años setenta pasó algo –si hubo acontecimiento– desde el punto de vista de la teoría literaria y, al fin y al cabo, qué fue lo que realmente sucedió.

Pasiones teóricas no es solo un libro más sobre los setenta. Ni siquiera es solo un libro sobre la crítica y la teoría literarias en los setenta. Es, además y sobre todo, un libro sobre los libros sobre los setenta. En primer lugar, Diego Peller describe con detalle y precisión las líneas maestras y dominantes de la investigación cultural acerca del período en su estado actual, de las que el libro proporciona un mapa acabado y accesible. En ese trazado, pone en evidencia una serie de oposiciones binarias, clasificatorias y poco analizadas, típicas del desarrollismo cultural socialdemócrata en su pretensión axiomática: “modernización/revolución; cientificistas/populistas; defensores de la autonomía/ impulsores de una renuncia a la especificidad” (320), según los términos de la descripción del propio Peller. Luego, explicita sus condiciones más generales de posibilidad, pero no por abstracción de los rasgos temáticos generales comunes a cada polo opositivo –las características más triviales de ‘la época’–, sino a partir de una cuidadosa exposición de la lógica argumentativa responsable de la distribución de esos opuestos que parecían irreconciliables –ejemplo privilegiado y polémico: Walsh y Masotta. Finalmente, un cuidadoso análisis de estas condiciones de posibilidad de los consensos históricos sobre los setenta revela que son también las de su imposibilidad, y que los echan a perder, según una práctica deconstructiva consuetudinaria.

De esta manera, el libro desenmascara muchas ingenuidades –involuntarias o no– de la crítica literaria y cultural acerca del período, especialmente a propósito de las relaciones entre política y literatura. Donde la doxa agrupa y clasifica, Peller diferencia y teoriza, y así reivindica la pertinencia de la deconstrucción tanto para el análisis político como para el literario, pues lo que acaba con el consenso establecido sobre el período es un desvío, un malentendido, una mezcla o double bind originario que, como tal, es ya constitutivo del objeto que se estudia, y no resultado de la introducción de factores interpretativos externos o ajenos. Por todo esto, se puede afirmar que el volumen que aquí reseñamos concluye toda una etapa de la investigación acerca de un momento considerado fundante para y por los estudios literarios argentinos, y por eso se constituye también como singular alegoría de la crítica y la teoría.

Pasiones teóricas presenta una historia efectual de la crítica literaria argentina en los setenta, que parte del dictum hermenéutico de que no hay acceso al pasado más que a través de sus efectos sobre su posteridad. Así, el libro va de los sucesivos “ajustes de cuenta” de la crítica argentina con David Viñas y la revista Contorno, y de las discusiones de, con y sobre Oscar Masotta, a una pormenorizada revisión de las maneras en que las revistas Los Libros y Literal se han convertido en objetos de investigación para la crítica argentina; y, finalmente, de forma ya completamente explícita, a las “vueltas de los setenta” en las décadas posteriores. Pero, en el marco de esta operación, aquel dictum hermenéutico deja de ser mera ocasión para la crítica de la crítica y se convierte realmente en práctica radical –es decir, en operación– de “lectura atenta” (247) de sus materiales –como la que (pr)opuso característicamente, a las humanidades tradicionales, la teoría literaria. Frente a los grandes dispositivos historizantes de la actual hegemonía metodológica, Peller hace del detalle y de la anécdota un uso iluminador que, en cada caso, abre toda una nueva perspectiva de lectura –es ejemplar, en este sentido, su interpretación de la participación de Beatriz Sarlo en una emisión del programa de televisión 6, 7, 8, en una nota al pie que casi cierra el volumen.

La teoría literaria no es –no puede ser en este libro– un simple objeto de investigación historiográfica, o bien un mero marco. Es un axioma de Pasiones teóricas que la crítica se constituye teóricamente como operación radical de lectura, y es capaz de hacerlo solo cuando con ello conmueve su propia instancia de enunciación –y, por lo tanto, cualquier ideal, implícito o explícito, que permita suponer que es condición necesaria del ejercicio de la crítica algún tipo de sujeto ilustrado, absuelto, distanciado y autoconsistente en última instancia, capaz de operar como anclaje. La proposición materialista que otorga primacía al objeto en la práctica crítica se convierte así en doctrina consecuente de la investigación. La historia social y cultural acerca del período hizo, de la teoría y del teoricismo de los setenta, o bien la quintaesencia de lo ahistórico, una vana pretensión de autonomía frente al vendaval de la historia, o bien un mero subterfugio utilizado como táctica de autodiferenciación y posicionamiento en el interior del campo cultural. Sin embargo, este enfoque –conjunción local característica de modernismo e Ilustración–, se revela él mismo en este libro como una práctica deshistorizada e inefectual, a la que Pasiones teóricas le discute, en el capítulo III, hasta sus operaciones de periodización –especialmente aquella que, en nombre de una supuestamente deficiente autonomía del campo cultural, postulada como axioma, cifra las escansiones correspondientes en los hechos de la historia política (1955, 1966, 1976).

El principal aporte metodológico de Pasiones teóricas es, entonces, “poner entre paréntesis las ideas” –especialmente lo que por ellas se entiende desde la perspectiva aséptica de la historia intelectual y cultural– y “detenerse en la enunciación misma, en su retórica, en su dramaticidad o performatividad”, en el “gesto” o en la “figura de discurso” (159). ¿Qué gesto y qué figura? Lo veremos a continuación. Pero antes, hay que anotar que –dicho todo lo anterior– Pasiones teóricas también nos obliga a interrogarnos sobre la evidencia aparente del teoricismo como rasgo principal de la representaciones de la crítica literaria argentina desde los años setenta –sobre todo, a partir de la influyente revista Literal, uno de los presuntos orígenes de la investigación en teoría literaria en Argentina y sin dudas el centro de la propuesta de este libro como modo de entender su historia. El pretendido teoricismo, lejos de coincidir con una vocación cientificista y modernizante –sostenida pero trunca– por la autonomización de la crítica (a partir del recurso al rigor conceptual y metodológico, capaz de interrogar las condiciones y procesos de conformación de sus objetos y de su propia trasmisión) en un contexto histórico-político que la habría vuelto cada vez más imposible, es en realidad, según Peller, la marca “plebeya” de la inseguridad de su condición en la práctica de intelectuales cuyo contexto objetivo de realización resulta, por razones diversas, más o menos improbable. Pero esto no es para Peller solo una constatación sociológica –vinculada, por ejemplo, con el origen de clase y el autodidactismo, o con la posición periférica de estos intelectuales teoricistas en el campo cultural vernáculo, redoblada por lo periférico de este mismo campo respecto de sus fuentes privilegiadamente francesas–, sino que constituye un modo específicamente argentino de pensar la teoría, a partir de una reflexión sobre la noción de uso que terminará de dar sus frutos en la enseñanza universitaria de Josefina Ludmer durante los años ochenta y, por supuesto, en su libro sobre el género gauchesco (245-246). Se trata, más precisamente, de afirmar productivamente la carencia y penuria intelectuales e institucionales a partir de la mezcla indiferenciada de registros conceptuales y discursivos, privilegiadamente los de lo culto y lo popular, y lo científico y lo político. En este movimiento basará también la propia Ludmer su aproximación teórica a las operaciones de lectura, dejando hasta hoy una impronta imborrable sobre los estudios literarios argentinos.

La difícil institucionalización académica de la teoría literaria –su permanente implicación en polémicas, disputas, ajustes de cuenta, más o menos personales, aun en los tiempos de su supuesta consagración local, durante los años ochenta y los primeros noventa– no solo obliga a reactualizar –más o menos apologéticamente– las tesis de Paul de Man sobre la resistencia intrínseca de y a la teoría, sino a interrogarse específicamente sobre los perfiles vernáculos de la disciplina, con la dificultad agregada de que esta interrogación se ejerce sobre materiales que incluyen más revistas literarias que libros, tesis y tratados, y más individualidades carismáticas que grupos o programas de investigación.

La propuesta de Peller, en este sentido, es magistral: desde el principio, “de lo que se trataba no era instituir un discurso crítico impersonal, objetivo” –es decir, de aquello que el programa culturalista ilustrado y modernizador imagina como ‘teoría’– “sino de instaurar un sujeto crítico que cubriera el vacío de esa carencia institucional”; situar “al sujeto de la enunciación en el lugar del objeto del enunciado”. “No las ideas, o la ideología: el sujeto”(166): en esto consiste el teoricismo constitutivo de la crítica literaria argentina, y en él se cifra aquello que en Argentina podría entenderse, todavía hoy, como teoría literaria. Pero seguimos sin explicar concretamente cómo, es decir, sin definir el gesto y la figura de la teoría argentina.

La respuesta es la pasión. “Más allá de un programa, de una voluntad renovadora de las herramientas teóricas, de un juego de posiciones dentro del campo intelectual, el gesto auto insiste (…) con la fuerza de una pasión” (167). Peller teoriza esta pasión del sujeto crítico a partir de Alain Badiou y una categoría mediadora fundamental: la “pasión de lo real” (119n, 186n, 230-231). “Que esta pasión de lo real haya desplegado su intensidad”, afirma Peller, “tanto en el terreno político como en los terrenos artístico, teórico, filosófico, desarticula la matriz interpretativa montada justamente sobre la supuesta tensión entre vanguardia estética y radicalización política” característica del paradigma explicativo del período propio del consenso historicista, desarrollista y modernizador. La pasión de lo real es la lógica que se da “tanto en las vanguardias estéticas y teóricas de la Argentina de los 70, como en las organizaciones políticas más radicales, como así también en las incipientes instituciones psicoanalíticas” (231), y que obliga a la sistemática puesta en cuestión de cualquier supuesta convicción acerca de la realidad, de cualquier ideología y de cualquier semblante, en una operación recursiva de autodepuración y autodistancimiento.

De este modo, el libro de Diego Peller interviene también –a falta de frentes de combate– en las discusiones sobre el giro testimonialista y autobiográfico en los relatos más recientes acerca de los años setenta (314-315), y a partir de eso repone las relaciones entre crítica literaria y psicoanálisis, opacadas por el predominio interpretativo reciente del par literatura/política, en la centralidad que tuvieron en el período. La noción fundamental es la del arriba mencionado “gesto auto”. Peller sostiene que la teoría opera “como un dispositivo de distanciamiento –crítico– del sujeto con respecto a sí mismo” (313). Sin coincidir con los temas de la intimidad –o con la intimidad como tema–, que se suelen hoy contraponer epocalmente a la política y a la ciencia ‘públicas’ que habrían sido, a su vez, los términos de la oposición constitutiva de los setenta según el consenso historiográfico dominante–, la teoría es, sin embargo, “una operación retórica y gestual por la cual un sujeto gira sobre sí, reconfigurándose y autoafirmándose en ese repliegue” (315). El sujeto crítico no sobrevive incólume –según la pretensión ilustrada y moderna– a la pasión teórica, dado que ella “es siempre, necesariamente, una puesta en cuestión del sujeto” (324). La pasión de lo real se revela así –en la radicalización del ‘gesto auto’– como una pasión sin objeto, sin obra y sin programa, sin posicionamiento estratégico posible en ningún campo cultural o intelectual –incluso el de las disputas internas al incipiente campo lacaniano, en el caso de Literal (263). Intensidad, exceso y goce no son solo las marcas del estilo literario de un Lamborghini –hoy aceptablemente canonizado–, que se podría oponer –como se hace usualmente– a los tecnicismos del vocabulario psicoanalítico o de la semiología: la apuesta teórica de Literal en su conjunto está embargada por aquellos cuando se intenta pensarla como interrogación sistemática y consecuente de la instancia misma desde la que se enuncia, una interrogación que es, a la vez, una autoafirmación (120).

Cabe agregar, sin embargo, que, en esta figuración del devenir de la teoría literaria en los años setenta como pasión de lo real, un camino resulta obturado, de una manera que resultará absolutamente determinante para el porvenir ulterior de la disciplina en el ámbito local, y que no es simplemente el del ‘proyecto incompleto’ de la modernización de la crítica según las interpretaciones del historicismo literario desarrollista. El propio Badiou distingue una orientación sustractiva de la puramente destructiva de esta pasión (El siglo, 78-81), y formula incluso una conocida teoría del sujeto como militante del acontecimiento de verdad; pero nada de esto encontrará Peller en la historia de la teoría literaria argentina. La pasión teórica de lo real continuará siendo más del orden reiterativo e insistente de la “pulsión”, del “deseo”, de la “obsesión” y del “fantasma”, que del “campo discursivo-institucional” o del “corpus de obras” (11-12), o bien –podemos agregar aquí– de la afirmación de un procedimiento genérico de verdad. En este punto, cabe preguntarse si este exceso destructivo es absolutamente consustancial a cualquier formalismo –como propone Peller–, o si no se trata de un rasgo meramente coyuntural del formalismo materialista de la teoría tal como la entendió Literal, especialmente si se lo juzga desde la perspectiva culturalista del “uso reformista, moderado y ecléctico de la teoría” como simple marco, que se generalizaría en los años ochenta (20). Porque ¿de qué hablamos hoy cuando hablamos de formalismo? Peller no cae en los errores habituales de identificarlo exclusivamente con el lingüisticismo estructuralista –que terminará siendo objeto de crítica por parte de varios participantes del proyecto de la revista– y de oponerlo al sociologismo y al historicismo culturales –de hecho, Pasiones teóricas muestra con claridad que esta oposición no es ella misma sino una hipótesis culturalista. Formalistas son, también, tanto las teorías de la escritura y el texto (y, en última instancia, su concepción cuasi-trascendental de la textualidad en tanto archi-marca), como la concepción lacaniana del significante y lo simbólico de los años sesenta —aquello que, con su preciso y riguroso vocabulario, Peller denomina, en general, “pasión de y por la letra en su dimensión de verdad real-material” (229)—, que no cabe oponer del mismo modo a cualquier reivindicación sociologista. El exceso textual se constituye ontológicamente como un medio presente-ausente de la operación teórica de lectura. Pero ¿no termina esta modalidad de intervención civilizando o desgastando lo excesivo del exceso al hacerlo corresponderse con un medio cuasi-trascendental infinitamente actualizable? ¿Se puede sostener consecuentemente una pasión de lo real sin una apelación a un acontecimiento de verdad y a una noción de fidelidad subjetiva, para completar el razonamiento de Badiou, que interrumpan la infinitud aparente de ese medio? O, más prosaicamente, el ‘gesto auto’ de implicación subjetiva en la crítica y la pasión de lo real, ¿operan como un medio o condición de la teoría generalizadamente accesible o, por el contrario, se dan solo en ocasiones singulares cuyas consecuencias lógicas, en tanto acontecer, habría luego que extraer? Y, en este sentido, ¿hay un desarrollo interno, un despliegue o devenir de ese acontecimiento, o se pretende reiterarlo, siempre igual a sí mismo, cada vez que ‘hay’ teoría? Estas cuestiones no pueden ser indiferentes para un análisis cuyo enfoque depende de erigir como “la pregunta clave (…) ¿qué sujeto debe advenir?”, y no solo ¿cómo ciertas ideas motivan a actuar a un sujeto preexistente –típicamente, el hombre–?, según la hipótesis del consenso socio-culturalista.

El distanciamiento relativo de lacanismo y teoría literaria después de la aventura conjunta de Literal se constituye en interesante caso testigo, aunque se extienda más allá del período estudiado por Peller –pero no de los efectos de las líneas maestras que él describe. Creo que sería pertinente confrontar contrastivamente la exitosa institucionalización y profesionalización del psicoanálisis lacaniano en Argentina, con sus prácticas socialmente reconocidas, sus grupos de pertenencia, sus polémicas internas, su ingreso en la universidad, sus encuentros colectivos periódicos, su relativa autonomía respecto de las vicisitudes políticas más inmediatas y, sobre todo, sus incontables fracturas internas (Peller se refiere a esto en las pp. 267-269), con el recorrido de la teoría literaria desde la ‘universidad de las catacumbas’ hasta su ingreso en los planes de estudio de las carreras de Letras y su incorporación plena al trabajo de la crítica y la investigación académicas en el país. Más allá de las polémicas respecto de las condiciones y los compromisos que implicó este proceso en lo concerniente al psicoanálisis, creo que difícilmente podría acusarse al lacanismo de ceder en sus pretensiones teóricas. Y Peller registra el carácter de acontecimiento de la introducción del psicoanálisis lacaniano en Argentina, cuando señala que su “momento revulsivo (...) tuvo la duración de un relámpago, de un parpadeo” (267), pero, podemos agregar, un parpadeo del que muchos extrajeron la lógica misma de su actividad. Es mi impresión que la teoría literaria, al menos tal como se la practicó en la universidad durante los años ochenta –bajo una fuerte impronta deconstructiva y, por esto, a distancia creciente del formalismo estructuralista con que se empezó a identificar, no del todo apropiadamente, al lacanismo–, siguió atada a la pasión de lo real en su aspecto destructivo, pero esto no se reflejó en el despliegue de un procedimiento teórico, ni siquiera en la fractura o la multiplicación de las depuraciones internas entre grupos rivales, sino que, ya lejos del contexto más propiamente ‘acontecimental’, pero también del despliegue de la lógica del acontecimiento, se revirtió en un conjunto meramente actitudinal de autofiguraciones e identificaciones puramente imaginarias –un modo muy diferente de entender la equivalencia de teoría y ficción que Peller aplica a Literal (179), pero sin dudas su heredero. Por un lado, esto redundó en la dificultad para conformar programas y grupos de investigación específica y completamente dedicados a la teoría literaria sostenidos en el tiempo –sobre todo en Buenos Aires: afortunadamente las cosas fueron distintas en algunos importantes centros del resto del país–, y, por otro, extremó la dependencia del campo disciplinar respecto de un puñado de notabilísimas individualidades, formadas precisamente en los años sesenta y setenta, cuya autoridad no habría por qué no llamar carismática, subproducto de la implicación radical de la posición de enunciación en el gesto autoafirmativo del sujeto de la teoría pero ya sin soporte en un acontecimiento teórico real o en sus consecuencias. Se podrá intentar disculpar –y tal vez, enmascarar– estos deméritos incluyendo la teoría literaria local en la rancia ‘tradición nacional del ensayismo’ y haciéndola asomarse esporádicamente en encuestas, entrevistas y prólogos ; sin embargo, quizás valdría la pena analizar más en detalle las razones de esta singularísima ‘ausencia de obra’ teórica, en sentido amplio, en un contexto, como el de los años ochenta, de paso de un radicalismo –el de la autoimplicación política integral– a otro –el del republicanismo del austral, la obediencia debida y el punto final. Si en los años setenta tuvo realmente lugar un acontecimiento teórico, ¿le hicieron justicia las derivas teoricistas de los años 80, dando testimonio efectivo de la constitución de un sujeto teórico? ¿Podrían, en este sentido, compararse los efectos, en el ámbito local que cada uno deja atrás, del exilio español de Masotta en los setenta y la emigración norteamericana de Ludmer a principios de los noventa? Está claro que esta es, por supuesto, otra historia; pero algunas hipótesis al respecto se dejan vislumbrar en la sección que el libro de Diego Peller dedica a la revista Babel.

Pasiones teóricas es, finalmente, un triunfo a la vez metodológico, estilístico, epistemológico y existencial. Peller no da por sentado el conocimiento previo de la materia de que se ocupa y es amable con un lector que puede encontrar –especialmente en las notas al pie– una fuente de información completa y confiable sobre los hechos y las actitudes, las afinidades y los conflictos, las personalidades y las nociones que hoy colorean nuestros acercamientos al período estudiado. Y al mismo tiempo, no se deja amedrentar por su cantidad, su estatura o su leyenda, y se atreve a cuestionar interpretaciones en apariencia consumadas, no sin haber sido por esto objeto de algún ataque excesivamente belicoso, un testimonio más de lo todavía irresuelto y aún conmovedor de muchos de los conflictos de la época que analiza. Al mismo tiempo, lejos de la reproducción de cualquier manierismo, del name-dropping y de la relativa irresponsabilidad terminológica y conceptual que embarga a algunos usos académicos vernáculos de la teoría, la escritura de este libro, gracias a su contención y rigor, a su erudición y a su capacidad para seleccionar lo realmente pertinente, se entrega plenamente al objeto que postula, que no es la incipiente teoría literaria vernácula en lo que tiene –en los setenta– de historiable –que es mucho y de todos modos así está desplegado en el libro–, sino precisamente el modo en que la literatura, como distancia radical y división interna del sujeto, interrumpe como un real, al mismo tiempo que se la estudia, los cursos de los relatos críticos en que se pretende dar cuenta de ella. Haber vuelto resueltamente inteligible como objeto bien delimitado de investigación académica sostenida, sistemática y concluyente lo que, de otro modo, a los críticos formados en teoría literaria, se nos aparece, más que como una verdadera ética profesional, más bien como una más o menos vaga expectativa o mandato actitudinales, y hacerlo sin ceder en ninguna de las responsabilidades a que aquella vocación de inteligibilidad obliga, es, finalmente, también la proeza existencial de Diego Peller en Pasiones teóricas.