La escritura dislocadora en Fuera de lugar de Martín Kohan
La escritura dislocadora en Fuera de lugar de Martín Kohan
"Es siempre por medio de lo técnico, como se encuentran las verdaderas aperturas.
La imaginación técnica es el instinto que trabaja fuera de las leyes”
Francis Bacon
Suele decirse de ciertos individuos que “saben darse su lugar”, o que “mantienen el lugar que les corresponde” y, a veces, que no dicen ni hacen nada “fuera de lugar”. El lugar, en este sentido, sería una suerte de ubicación de acuerdo a norma, un límite que, de respetarse, posibilitaría “ser o actuar como alguien ubicado”. La idea de lugar implica la imposibilidad de que dos elementos se encuentren en el mismo sitio, ya que si uno ocupa un determinado espacio, ese sitio queda excluido para otro. Esta distribución sustancialista supone una legalidad pre-existente, un deber ser, una idealidad que regiría las ubicaciones no solo de los cuerpos, sino también de los significados en relación con el sitio que ocupan en un sistema.
El lugar, por otra parte, implica una organización binaria de las localizaciones. Pueden ser propias o impropias para quienes las ocupan, y determinan desde esa centralidad, cómo y por quiénes deben o no ser ocupadas. Lo propio de un elemento o cuerpo ubicado es estar en su lugar, por eso “desubicado” es aquél que se coloca, o actúa, de modo impropio ya que desborda el emplazamiento que debe ocupar, o le está destinado, y sobrepasa los límites asignados. La cuestión, como en las disputas territoriales en torno a fronteras litigiosas, se convierte en un tema de lindes y deslindes. Una tarea de topografía y de derecho, es decir, de saber y de poder.
Mirada desde esta perspectiva, la última novela de Martín Kohan, Fuera de lugar (2016) [1], hace de la dislocación, del desubique, de la impropiedad, un principio constructivo que saca de quicio las leyes del policial (clásico y negro), la lógica del relato y la de las acciones de los personajes. En la escritura, se desactiva la sintaxis de una trama que debería tornar coherente y simbolizable lo que propiamente no lo es, para construir un discurso narrativo que se desvía y diseña una intriga en la que nada está en el lugar que debería ocupar, porque nada ocurre donde debería ocurrir sino, de hecho, en el lugar menos pensado (o imaginado).
La estrategia básica de este disloque, que pone todo en el lugar inesperado, radica en que lo más importante nunca se cuenta o no se cuenta del todo, o aparece de modo desplazado. La novela se construye a partir de la elipsis, la reticencia, y la alusión, pero también, de la proliferación de detalles, que es otra forma de escamoteo. Hay hechos, suceden cosas, los personajes actúan, o no, pero no se llega a saber con exactitud qué vincula unos sucesos con otros. Aquello que permitiría articular el relato de los hechos está cifrado en los pliegues de una escritura que en su flujo arrastra todo y lo descoloca.
Esta política narrativa buscar erosionar los lugares comunes del género policial, y juega a establecer variantes y nuevas combinaciones para seguir el itinerario que traza el dictum que legisla “menos es más” y, por eso, permite el exceso en el detalle que hace que más y más sea menos. En la práctica, es decir, en la escritura, esta estética de la elipsis y del fragmento organiza un juego en el que ni lo que se dice, ni lo que se hace, ni lo que sucede permite prever el desarrollo de la historia, porque los sucesos desbaratan las hipótesis de lectura, y los personajes no muestran de modo claro qué los lleva a hacer lo que finalmente hacen.
Los significantes están afectados por la estructura perversa del desvío, trabajan para el goce del otro, como las fotos pornográficas de los nenes desnudos. El narrador percibe los hechos pero se entretiene narrando otra cosa o los narra de manera disimulada, como si le fueran indiferentes. De esta manera, no se abre ninguna pregunta sobre el carácter ético de lo que sucede, lo siniestro se vuelve familiar en el mundo posible de la novela, pero no en el de los efectos de lectura que abre. La novela no sanciona que “todo está permitido”.
El mapa ambivalente que traza la escritura yuxtapone con ironía series y tradiciones literarias, teorías, lecturas, y perversiones, y hasta parece guiñarle un ojo a ciertos faits divers periodísticos (la muerte de cuarto cerrado de Nisman, el femicidio de “El Remanso”, los abusos de los sacerdotes, la pornografía en Internet), borroneando las fronteras entre unas y otros, para dar lugar a un entramado en el que se entrecruzan de manera polivalente programas conflictuales y proximidades contractuales. Así, la cartografía de la novela, “Precordillera”-“Litoral”, “Conurbano”-“La frontera”, configura trayectorias que difuminan la ubicación exacta de cada lugar, para delimitar precisamente los contornos de un mundo clausurado que se resiste a la ley del símbolo, y en el que no hay chance de descubrir algo que se parezca a la verdad. Aquí, un puro razonador como Dupin estaría fuera de lugar. De esta manera, el cuerpo de la novela, su trama, se sostiene en un vacío inquietante que emerge de manera oscura y evanescente localizado en la exterioridad del relato, y sin nombre.
Y si lo que se narra es apenas la punta de un iceberg, y el lector de narraciones policiales ve comprometido su placer porque le faltan piezas al rompecabezas, la lectura se convierte en una cuestión de goce (se lee en la tensión del cuerpo). Así, en la fricción incómoda que propone la escritura entre dicho y no dicho, el iceberg se va derritiendo hasta no dejar en la superficie, ni debajo de ella, otra cosa que agua. Y el agua, ya se sabe, se escapa entre los dedos, o hace de cualquier hueco su lugar, hasta que lo desborda, cuando menos se espera, y se dirige a otra parte, porque es inaprensible. Nunca se sabrá qué sabe la novela en su pensatividad, tan escondedora como los personajes de Guido o Elena, de Cardozo o Correa. Sin embargo, nada impide las conjeturas que su mutismo locuaz reclama. El lector debe tomar decisiones o inferir situaciones que los personajes no siempre pueden, en su ignorancia parcial de los hechos.
Cuestiones de hecho y de derecho. Todo comienza con un contrato, como todo, pero, en este caso, el contrato tiene la marca de la perversión. El pacto configura lugares y roles, crea sujetos con derecho al goce y no-sujetos abusados, seres cuyos cuerpos adquieren valor de nada porque están ahí como si no estuvieran. También, delimita un territorio, y organiza un mapa dentro de él. En la precordillera, al norte de la Patagonia, se escriben los términos del primer convenio de partes: hay un instituto de menores expósitos, y dentro de él unos chicos en situación de abandono e inocencia, casi animalitos. Hay un cura que los puede sacar de allí para luego traerlos sin dar explicaciones (Magallán). Hay un fotógrafo de eventos sociales que decide hacer una changuita y fotografiar chicos desnudos (Murano). Hay un conocedor del mercado y de las apetencias perversas del consumo en el Este, que es hábil para los negocios (Nitti). Hay también quienes piensan en todo, menos en aquello en que deberían pensar porque ya se dieron la respuesta de antemano al suscribir el contrato que los hace cómplices de un abuso que no reconocen (Lalo y Marisa). Ellos dos, en cumplimiento de los roles abstractos que les dio el contrato han determinado que lo aberrante es manosear a un nene y es lícito, y hasta artístico, sacarles fotos desnudos para vender a los consumidores rusos, que han descubierto el mercado de la pornografía infantil.
El relato de Marisa y Lalo dictamina que la mirada es inocente. En ese territorio sensorial, todos los personajes se hacen los distraídos miran para otra parte, no miran, o miran pero ven otra cosa. Trabajan con seriedad y método, sin dudas, para lograr el goce de los compradores. Mientras tanto los chicos exponen el cuerpo, juegan desnudos, se ríen inquietos, guardan silencio o se hacen pis encima, aterrorizados por la violencia de los adultos. Pero, esto último no se dice, debe suponerlo el lector.
Entre la clausura asfixiante que organiza el contrato entre las partes y su ilusoria exterioridad, se crea el espacio para un negocio marginal que transgrede fronteras y construye pasajes (Oeste-Este: Chile-Argentina-Rusia). Este negocio supone transacciones en el contexto de un mundo unipolar que abre nuevas posibilidades de consumo y de enriquecimiento: “[…] gustos hay para todos. Y existe gente que prefiere mil veces ver antes que hacer […] había compradores en el Este dispuestos a pagar más que bien por fotos en las que aparecieran nenitos” (2016:21-22). Se establece, así, un límite indecidible entre el arte de fotografiar nenes desnudos, distraídos en sus juegos infantiles, y las demandas del mercado de la pornografía que siempre requiere algo nuevo. En la fotografía, los cuerpos no se tocan, pero se miran, se encuadran, y sobre todo se cristalizan en poses ambiguas, para habilitar la experiencia táctil de un voyeurismo que devora esos cuerpos inermes y los coloniza con la mirada.
A pesar de las teorías de Marisa (que sabía de fotografía y niños porque leía), esas imágenes dan testimonio de que algo monstruoso ha ocurrido o, si se prefiere, ha sido: la violación de la inocencia. Con esa violencia a la que nadie le pone palabras comienza la historia, es decir, la expulsión del paraíso. Entre la presencia distraída de los cuerpos desnudos que juegan, mostrando y ocultando, ajenos, eso que se desea ver, y la mirada que goza con las fantasías que se proyectan en esos juegos, se instala un lenguaje que marca los cuerpos, los captura, los retiene en un gesto, y les hace decir lo que ellos ignoran que dicen. Por eso, los deja mudos. La cámara mira con ojos de Gorgona y convierte en abyección la transparente desnudez de esos cuerpos infantiles.
En lugar de fotografiar “la verdad de un gesto, el brillo de una mirada, el atisbo de un sentimiento, o el tesoro de la autenticidad” (28), se ejerce un arte del olvido, que cepilla a contrapelo el kitsch de la expresividad burguesa, y capta en la película el resto fuera de lugar, un sentido que está más allá del cuadro: “una ausencia, un olvido, una nada. Porque el hecho es que, entre tanto, los nenes la tenían perfectamente al aire” (28). Del mismo opera la escritura en la novela, que desaprende con ironía las leyes del policial negro siempre tan hablador, juega con sus lugares comunes, y se obsesiona en detalles que quiere y no quiere presentar como banales, describiéndolos con fingida indiferencia, o con indiferencia histérica.
En este sentido, M. Kohan cierra la serie de la conciencia moderna culposa que se inicia con Crimen y castigo (1866) de Fedor Dostoievski, en la que el protagonista paga su crimen para demostrar que no todo está permitido, y se continúa en clave de cinismo posmoderno en Crímenes y pecados (1989) de W. Allen, secuela fílmicas de la novela rusa, que con ironía muestra que el ojo de Dios se ha quedado ciego, y los premios y los castigos parecen obedecer a una ley absurda, mientras el éxito es el mejor remedio contra la culpa y la responsabilidad. Edipo en lugar de sacarse los ojos, vende los derechos de la historia a Hollywood, con los dividendos abre una cuenta en las islas Caimán y vive de rentas, y de jet en jet, hasta el resto de sus días.
Se podría pensar que la historia de los personajes adultos está marcada por el grado de conciencia que demuestran tener frente a lo que sucede (el abuso infantil). Los únicos que pagan con la vida son aquellos que saben que han traspasado un límite y se sienten acorralados y fuera de lugar (Cardozo), o están dispuestos a enfrentar el riesgo de buscar la explicación que dé sentido a los hechos y ponen el cuerpo en ello (Marcelo). El resto sufre los avatares del cambio de los tiempos y los imprevistos que ocasiona el uso de Internet y las imágenes digitales, hacen algún viaje con la marca de la huida, y toman decisiones sobre la vida de los otros que no los afectan, pero no más que eso. Fuera de lugar es una novela que usa la forma del policial negro para llevar a cabo una reflexión que pone en evidencia el cinismo ideológico de un presente que ha perdido todas las ilusiones, y proclama que todo está permitido si nadie se entera y produce dinero. “Ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así lo hacen”, escribe Sloterdijk (1983) y anticipa el final de la novela.
La clave de las fotos y del relato está en la “y”, en la yuxtaposición de lo contradictorio. Lo importante es captar en la pose (distraída) de los cuerpos, el pudor impúdico del no pero sí, el sí pero no. El encuadre abre sentidos ambiguos a partir de la distribución de los cuerpos (de los nenes morochitos y del nene blanquito) y sus acciones o inacciones. Sin embargo, lo que brilla es lo que está fuera de marco: la abyección que no se nombra. Por eso, la contingencia referencial o el aura del aquí y ahora desaparecen, o en todo caso se diluyen en el punto de fuga que configura la indeterminación de las imágenes. Las fotografías crean un cuerpo pornográfico, hecho de órganos sin cuerpo, a partir de los efectos de sentido que producen las interacciones de los nenes y sus inevitables fricciones: “Dejarlos jugar y tomarles fotos, eso era todo” (26).
Pero, eso no es todo. Las tomas fotográficas calculan un marco que en la recepción signada por el consumo pornográfico, cristalizan un único sentido centrado en la exquisitez de un detalle, el pene de los chicos, o, cuando aparece, el falo violento de Correa. Así, cuando se mira la fotografía, no es la mudez abierta de la imagen lo que se ve, sino una figura doble: la perversión y el abuso. Por eso las fotos de los nenes desnudos, distraídos, ciegos a la mirada devoradora, proponen un problema de lugar que ningún personaje asume. En las imágenes hay algo que se escenifica que les es ajeno, que se materializa como excesivo, que los convierte en hoja en blanco donde se escribe con violencia el lenguaje de una historia que apenas se narra: “Algunos nenitos se rieron un poco a veces; para Marisa fue de nervios o de miedo […] Unas pocas veces, al principio sobre todo, algunos rompían a llorar, no supieron si por enojo o por susto” (53).
El objetivo de la cámara sirve a dos amos: uno está adelante (los cuerpos desnudos), el otro detrás (Murano). El arte del fotógrafo piensa en la distribución de unos cuerpos infantiles intocados dentro del espacio imaginario que construye la toma. En esa heterotopía la imagen está habitada por contradicciones que no puede controlar la técnica ni el propósito del artista: lo intencional y lo no intencional, lo sabido y lo no sabido, lo expresado y lo inexpresado, lo presente y lo pasado, lo impersonal y lo personal (Rancière, 2008). La imagen está siempre fuera de lugar, des-localizada, abierta. Sin embargo, su modo de circulación, y las determinaciones de la recepción fijan un sentido que las transforma en otra cosa y contamina las condiciones de producción que se subordinan al efecto buscado.
La irrupción de Santiago Correa en la escena fotográfica hiere definitivamente los juegos de sentido con el autoritarismo monológico de su falo, que se convierte en el centro que organiza los cuerpos y los contamina con aquello que debería estar afuera: “una cosa nueva afloró, o la misma, pero aumentada: la casa, la luz, el nenito, existían, por y para Correa […] imperaba el enrojecimiento extremo de un crecimiento descomunal”. (49-50). A partir de ese instante, el contemplador y lo contemplado se identifican. El goce pasa a formar parte de la imagen. La foto se transforma en el testimonio de un abuso aberrante. El silencio de los nenes es la metonimia del horror que atraviesa sus cuerpos anonadados.
El espacio se organiza con un claroscuro que reproduce el binarismo de la cámara digital, que ha reemplazado, con la llegada de Guido, el sistema analógico. Los cuerpos oscuritos, activos, curiosos de los nenes, y el cuerpo enajenado, ausente, blanquito de Guido tensionan los sentidos, pero este juego de contrastes se subsume en otro mayor que domina la escena: la figura enorme de Correa, la monstruosidad de su presencia sexuada, y la pequeñez de los niñitos. Uno eyacula en el paroxismo del goce y el otro replica la escena haciéndose pis encima de miedo. Este hecho articula la secuencia que es su secuela en el Litoral cuando Correa riegue las plantas con la manguera, y Guido se haga pis en la cama, en medio de una crisis cuyo sentido permanece oculto para su madre y hermano.
En las fotografías, que articulan los cuatro puntos cardinales del relato, aparece cifrada la historia de un abuso que nunca se narra como tal, porque la novela se organiza para que parezca que allí no ha pasado nada. Marisa se esmera en limpiar el tapizado del sillón y borrar las huellas, en la casa alquilada. Elena le da instrucciones en el oído a Marcelo cuando este emprende el viaje para vender sus dulces, y un año después llama a Nelly para preguntarle si el nene ha vuelto a hablar: nada queda escrito. Murano, Nitti, Lalo y Marisa hacen mutis por el foro. Cardozo se mata y Correa se va de viaje. Como Penélope, la forma teje y desteje el secreto de la historia.
Sin embargo, lo elidido no desaparece del todo. El narrador simula apenas registrar lo que sucede, identificado con la perspectiva de los personajes, pero su ironía delata otra cosa, y el exceso de los comentarios fuera de lugar sobre Guido, o sobre lo que hace Correa cuando está en presencia de los chicos, desnaturaliza lo descrito, y desplaza al lector, que se siente descolocado, la violencia reprimida en el relato. La voz narradora parece distraída, pero esa distracción no es tal. Sabe que para algunos personajes no habrá “vez siguiente” (79), y que estamos en tiempo de un estado en repliegue que se suicida (58). Por eso, deja caer algunas frases que parecen comentarios fuera de lugar, como miguitas en el camino, para que el lector no se pierda del todo en el bosque y advierta los sentidos dobles de todo lo que enuncia. Son trazas de la historia que no se cuenta y por eso su función es contradictoria. Abren el camino a la sorpresa y a la conjetura, aunque no a la verdad final, que es la imposible utopía de todo relato policial.
¿Qué es un cadáver? Un espacio liminar entre la vida y la muerte. Un resto de lo que fue vida humana. Carnalidad-ahí. Cosa. Imagen abierta a la pensatividad. Desde la perspectiva del género policial, fundado por Poe, es el cuerpo de un delito, una prueba habladora. En este sentido, se convierte en huella, en signo de interrogación, en mudez que abre la investigación del crimen con la forma del relato. En la escena delictiva del policial clásico, junto al cuerpo muerto están los indicios que remiten a la firma del autor, y el resorte de la historia que va a narrarse, la de la pesquisa. La función canónica de este tipo de textos es reconstruir el crimen explicando quién fue, qué pasó, por qué, cómo, cuándo y dónde. El policial negro, por su parte, propone la condición material del cuerpo, su carácter opaco, como metáfora de una realidad que no sigue las leyes de la racionalidad. Es el signo de lo que nunca se descifrará del todo porque hay una red de complicidades, intereses, azares, cabos sueltos, que siembran el relato de los hechos de lagunas e hipótesis improbables. El mundo posible de la novela de Kohan, por su parte, es, como la realidad, un sistema caótico, basta que un elemento se desubique para que todo mute. Por eso las interpretaciones posibles son incompletas, fragmentarias, y no pueden constituir nunca una estructura coherente, una totalidad cerrada.
Sin embargo, a veces, el cadáver puede ser solo la materialización de un deseo: poner punto final a la propia vida. Esa decisión interrumpe la cadena lógica y visible de hechos, dejando en descubierto la existencia de algo secreto que se desconocía. Eso secreto produce escozor, inquieta, resulta exorbitante. En Fuera de lugar, el cadáver de Alfredo Cardozo articula para el lector la historia de las fotos de los nenes desnudos, con la historia de las imágenes pornográficas en Internet que obsesionan a Correa, los dulces que prepara Elena y el inquietante viaje de Marcelo hacia la frontera. Para éste último, sobrino del muerto, el suicidio y los almanaques que la muerte resignifica trazan una conexión inesperada entre el conurbano bonaerense y el litoral, al mismo tiempo que el inicio de una investigación des-ubicada, que termina de un modo imprevisible e innecesario, y construyendo un final impensable. Como en La muerte y la brújula de J.L. Borges lo que determina el fin del investigador es un error de lectura.
Este final sorpresivo descoloca al lector quien ignora que hay una corriente secreta, una historia no contada, que necesita de la muerte para revelarse, porque una muerte violenta siempre abre un signo de interrogación hacia el tiempo que la precede. La clave del entramado que entreteje las historias visibles y las secretas no encuentra, en esta novela, signada por la estética del desvío, su lugar. Está en otra parte: en el archivo de la tradición literaria (Poe, Borges, Piglia, Saer…), sin el cual no es posible lo nuevo. En efecto, Ricardo Piglia propone en un ensayo (1986) la existencia de una forma narrativa que explica la estructura tanto del relato clásico como del moderno. Dictamina que “Un cuento siempre cuenta dos historias” (85), y demuestra esta idea, y sus variaciones, en Poe, Quiroga, Chejov, Hemingway y Borges, entre otros. Desde esa perspectiva, se hace evidente el pacto escrito que ha materializado M. Kohan con el Este, a través del uso de la matriz que Chejov, cuya estética está signada por la elipsis y la reticencia, nunca desarrolló, o solo narró de manera hiperbreve, como idea posible.
La historia de Alfredo Cardozo da carnadura, engorda, una anécdota que el narrador ruso registra en su cuaderno de notas y Piglia rescata para convertir en piedra de toque de sus tesis: “Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida” (1986:85) Esta historia, en su carácter paradójico, condensa la forma clásica del cuento porque al romper la coherencia narrativa previsible (jugar-perder-suicidarse), y reemplazarla por una que la distorsiona (jugar-ganar-suicidarse), logra un final sorprendente en el que se desvinculan la lógica de la historia del juego y la del suicidio. Como señalan Deleuze y Guattari (1980) un cuento clásico siempre lleva a preguntar, qué pasará, en cambio, una nouvelle hace que el lector piense qué pasó. La tesis de Piglia, que explica cómo se logra un final imprevisible, se fusiona con la de Deleuze y Guattari, en Fuera de lugar, dando lugar a una lógica bifronte. [2] El final inimaginable, el asesinato de Marcelo, arrastra consigo la pregunta por la historia que lo justifica: ¿qué pasó? En realidad, Piglia plantea una tesis que produce un desvío en el corpus que la sustenta, los relatos fundamentales de A. Chejov no son cuentos clásicos sino nouvelles, y la novela corta tiene la forma del secreto. ¿Por qué no pensar entonces que el escritor ruso no estaba anunciando la forma canónica del cuento sino la de la nouvelle? Y quien dice novela corta, se estira un poco y dice novela.
Ahora bien, en la anécdota de Chejov que cita Piglia, el hiato entre la primera historia (la del juego) y la segunda (la del suicidio) es la prueba de que siempre hay dos relatos: uno evidente y el otro secreto, pero no se trata de pensar en superficie y profundidad porque todo es flujo, escritura. Cada una de estas historias trabaja con una articulación causal diferente y por eso los mismos hechos son usados de modo diverso según se trate de una o de otra. Lo curioso es que Martín Kohan no escribe ni un cuento ni una nouvelle, lo que prueba que las tesis ingeniosas pueden engendrar embarazos ectópicos. Y aquí interviene el bisturí de Hemingway.
El secreto de la novela Fuera de lugar es que tiene la forma de un iceberg que se derrite justo cuando el lector intenta conocer la parte oculta. En su escritura la historia que explica las muertes, y en buena medida la configuración de los personajes, brilla por su ausencia, porque lo que sucede se narra de modo elíptico, desviado, y fragmentario, o no se narra. Es un relato sádico que invita a armar un rompecabezas, sabiendo desde el vamos hay piezas que nunca se van a encontrar. En compensación, lo interesante de esta novela, más inclinada a la complejidad y más abarcativa en la construcción de mundos posibles que el cuento, es que trae un bonus track: desarrolla más de una historia visible, y por lo tanto, más de una historia secreta. No son parte de la misma lógica el ¿suicidio? de Cardozo que el asesinato ¿encargado? por Elena, pero están articulados.
Estos diferentes relatos (los narrados y los silenciados), se interconectan a través de una serie de hechos-objetos- observaciones, aparentemente, inconexos: unos almanaques, un error interpretativo, una cámara digital, Internet, la pesca, la preparación de dulces, el río barroso, la dislocación del itinerario lógico que repite Guido con la inclusión fuera de lugar de la estación “Liniers”, etc. Aquello que aparentemente es un detalle menor, o un comentario distractor, es siempre el indicio de otra historia. Claro que todo depende de quién interpreta, o “pesca”. Por ejemplo, la actitud de Guido genera alarma en Elena y Correa en un sentido muy distinto del que tiene para Marcelo y Nelly, que apenas sospechan a qué obedece; la escritura acumula marcas que remiten a la historia secreta que explica, en parte, la muerte del tío de Marcelo Díaz, pero se olvida de dar algunos detalles para que cierre del todo. De Cardozo se escribe aquí y allá que está “agobiado por deudas terribles; se hace referencia a que tiene “El agua al cuello, la soga al cuello”, (subrayo); se menciona que “No era una mala persona”, pero la gente “en situaciones extremas, se dispone a hacer cosas extremas […] Llega a aceptar cosas que, sin el factor desesperación, descartaría de plano” (59), y más adelante que su ex novia determina que era “un monstruo” (148). Sin embargo, la duda sobre quién era o qué hizo persiste.
En el doble relato (elidido-narrado) en torno a las fotos, Cardoso por desesperación acepta que su sobrinito de cinco años, tal vez autista, pose desnudo junto a un hombre, Correa, que no lo manosea, ni lo viola, pero eyacula en su presencia. Antes de ese hecho, éste le regala un calendario con la foto de El remanso, su hostería en el litoral. Más tarde, Cardozo presencia la toma de fotografías en las que interviene Guido, su sobrino, desde afuera de la escena, a través de una ventana, y al finalizar el trabajo, viaja de regreso a su ciudad con buen dinero. A su familia le dice que viajó a Tandil. Sin embargo, es evidente, que ese dinero ganado gracias a la pornografía no alcanza para pagar sus múltiples deudas. Esto último se puede conjeturar porque va a un casino en Ciudadela, apuesta una enorme cantidad de dinero, y lejos de perderlo, como sería previsible, gana (143). Entonces, paga a sus acreedores, según constata su sobrino (145), le cuenta a su ex novia lo que ha hecho, y le pide que no lo cuente a nadie. Esta, horrorizada, lo deja, y Cardozo envenena al gato, luego se suicida. De esta manera, y si estas hipótesis son correctas, Kohan complejiza la fórmula de Chejov: un hombre desesperado por la acumulación de deudas hace una transacción terrible para obtener dinero; como no le alcanza para pagar las deudas, va al casino, gana, paga a todos y luego, sintiéndose acorralado, se mata. ¿Es un acto de conciencia, un autocastigo, o tiene miedo de que se haga pública la aberración cometida con un ser inerme que es hijo de su hermana? Nunca se sabrá con certeza. Pero, esta falta da pie a un segundo relato fuera de lugar que tiene como protagonista a su sobrino.
Las versiones que recoge Marcelo sobre su tío contrastan con la suya propia, “Mi tío era un pobre tipo: un infeliz, un desgraciado” (153), y no le permiten armar una historia definitiva que explique la lógica de su suicidio. El hiato entre la opinión más general sobre el tipo de persona que era Cardozo, y los indicios que brinda Emilia, su exnovia, a lo que se suma el hallazgo de los calendarios hacen que Marcelo se aferre a lo único que le marca un lugar concreto, consistente y, como Lönnrot en “La muerte y la brújula” que no acepta la explicación de Treviranus porque es posible pero no interesante, inicia un recorrido fuera de lugar, siguiendo una hipótesis errónea, que lo vuelve personaje de una historia secreta y escrita por otro. Este viaje genera a su vez otro relato que tiene como deus ex machina a Elena y sus dulces paradójicos. En este punto, la novela se hace aún más reticente e imprevisible.
En Fuera de lugar hay dos muertes. La policía es la voz de las soluciones económicas, por eso dictamina ante la primera “suicidio” (125) y, ante la segunda, “ajuste de cuentas” (220). Esta simplicidad cómoda vuelve ambiguas ambas afirmaciones, porque lo que podría ser certero en la primera no alcanza del todo como respuesta por su aparente falta de lógica; y, en la segunda, se presta a doble interpretación, según se asigne sentido de la expresión que se usa. Dictaminar “ajuste de cuentas”, ante un acto de violencia, significa que se trata de cuentas pendientes entre el asesino y el asesinado, en las que el resto no tiene nada que ver, está afuera. De modo que en un caso y el otro (suicidio/ajuste de cuentas) no se trata sino de actos privados. Y esta es una de las cuestiones centrales de la novela: lo privado como ámbito fuera de lugar para el accionar de la ley, que es cuestión pública. De modo que en la lógica narrativa de Fuera de lugar hay crimen, pero no castigo. En este sentido, es una novela ambiguamente realista. En efecto, si se trata de armar relatos que otorguen sentido a la muerte, la narración es pródiga en ambivalencias. Nelly, la hermana de Cardozo, encuentra un vínculo entre el endeudamiento y la depresión, que explica el suicidio (176), y se conforma con un final convencional. Marcelo, el sobrino del muerto, no se conforma, quiere saber, cubrir la fisura, llenar el vacío: “había llegado a convencerse de que la única reparación que podía procurarse para la tragedia del suicidio de su tío era encontrar la explicación de por qué había pasado lo que había pasado.” (173-174) Pero, ninguna de estas narraciones alcanza, porque hay algo que queda siempre afuera.
Debido a la búsqueda de sentido que lo guía, en “El Remanso” el relato adquiere una pretensión hermenéutica: Marcelo busca la verdad de los hechos. Pero la verdad es imposible, sentencia irónicamente la novela, y lleva a un laberinto sin salida. La historia se vuelve kafkiana, alguien quiere saber y alguien, que maneja los hilos de lo posible, quiere que no se sepa. Por eso, con la llegada de Guido se dispara la historia secreta, que, como Red Scharlach, ha comenzado a urdir Elena a partir de los indicios que lo ofrece Correa, su marido. Los signos de esa historia están dispersos en la escritura aquí y allá. El narrador los ofrece, reticente, disimulador, y a veces cínico, al establecer una polémica interna entre el sentido de lo que dicen los personajes y lo que el texto sugiere con ironía: “Hay gente que no deja huella, hay personas con facilidad para ser imperceptibles.”(164); “Qué feo es que la gente se mate.” (159).
Todo relato policial supone dos lecturas, la ingenua que devora la historia que se narra y se sorprende con el final, y la crítica que pone la mirada en cómo está construida la ilusión que genera, esto es, la trampa en la que caen al mismo tiempo los personajes y quien lee. El narrador nunca da señales que permitan inferir lo que sucederá en la frontera, pero actúa como si el lector ya lo supiera. Por eso, abundan los sobreentendidos, la narración es abierta, pensativa. Correa, el dueño de “El Remanso”, viaja, pesca, sonsaca desde la orilla y repite el gesto de las fotos de la precordillera cuando riega el jardín. Elena navega en la Web, mira TV por cable, hace dulces, y puede matar conejos sin inmutarse. Es gente común, por eso escondedora. La relación entre Santiago y Elena se parece a la de Ulises y Penélope, mientras él viaja y la engaña, ella se queda en casa, prepara dulces y, aunque la novela no lo diga, teje una red secreta que como Internet no tiene ni principio ni final. Hay algo que ella no sabe de él, o sabrá más tarde cuando Correa comience a no dormir. Hay algo que no se sabe si él sabe, o no sabe, de ella, porque cuando ella tome la decisión de escribir el final de la historia, él se irá de viaje abruptamente. Uno huye como un conejo, la otra mata un conejo, y ese hecho recuerda que, antes de matarse, Cardozo había envenenado a un gato y su novia se había ido. La novela toma la forma de un laberinto de espejos u-tópicos.
Marcelo Díaz va a un lugar siguiendo la huella de un almanaque que remite a una historia que no ha ocurrido en “El Remanso”, para mostrar las fotos de un hombre que nunca estuvo allí (160) y nadie, excepto Correa, conoce. Pero, Correa que lo conoce dice no haberlo conocido, y la “loca del pueblo”, que no lo ha conocido, sostiene que lo conoce igual que Enzo, el Ranita. Todos mienten. La verdad no tiene su lugar allí como tampoco en la novela. El silencio, la simulación y la violencia estructuran una trama en la que los personajes han normalizado la monstruosidad. El desvío es el espacio insondable, secreto en el que se tejen todas las historias porque nadie puede saber qué ha pasado, quién es el otro o qué piensa sino de modo conjetural, oblicuo, incompleto.
Elena se convierte en la figura central del secreto que organiza la maquinaria narrativa de la segunda parte de la novela, ella está en la cocina del complot. A través de este personaje, entran en escena las figuras delincuenciales de Los Ranitas, mensajeros de la muerte, y los oscuros personajes que ponen punto final al viaje donde los dulces revelan su doble condición, sugiriendo la existencia de otras transacciones que tienen por escenario la frontera. Elena urde la trama secreta desde la sombra porque ella, que parece saberlo todo, “no podía sino apiadarse ante ciertas formas de la desesperación” (81). Santiago Correa, su marido, es débil y está desesperado (como lo estuvo Cardozo), no por lo que ha hecho sino por la posible difusión de sus actos. En el mundo posible de la novela el horror sólo es tal si se nombra, si ocupa un lugar en lo público. La historia se escribe para preservar lo único importante: el silencio.
La escritura está atravesada por el tiempo. En ella, se inscribe la forma con la que la Historia hace visibles sus contradicciones en cada coyuntura. La escritura de Martín Kohan está entretejida con el cinismo del presente, y su forma es la del disimulo, es decir, hacer una cosa y decir otra, naturalizar lo aberrante para borrar sus huellas, mirar para otro lado, callarse, o hacerse el distraído. Los personajes de Fuera de lugar normalizan el abuso, la mentira, y la violencia porque cada uno está concentrado en hacer su negocio. Firman un pacto en el que lo que no tiene nombre o no se reconoce como hecho, no existe, y lo demás está bien siempre y cuando no se sepa. Para que todo cierre, es necesario dejar siempre algo afuera, sin lugar. Rige la ley de la inmunidad.
La falta estructura el relato de dos maneras: en el mundo de los personajes como lo negado; en el tejido textual como lo apenas dicho que pliega y despliega sentidos y sinsentidos. La forma de la narración se configura por el desplazamiento, la sustracción y el borramiento de fronteras. La definen tres figuras de la ambivalencia: la metonimia, la reticencia y la metalepsis. El orden estético obedece a la ley del desplazamiento, la dispersión de indicios contradictorios y la difuminación de fronteras. Algo siempre está ausente, es evitado o soslayado, y por eso aparece en el cuerpo de la novela y en la construcción de los personajes a modo de síntoma de lo ab-yecto.
La escritura disimula algo para hacer notoria su presencia dislocadora. Por eso, al final no hay un significado fijo, tranquilizador, una verdad cerrada, sino perturbaciones del sentido y relatos: escenas, frases, palabras, gestos erráticos, incompletos, reversibles, o equívocos. En este mundo, donde lo importante está fuera de lugar, no rige la lógica del uno a uno, sino la de las jugadas dobles, contradictorias, que afectan la lectura, descolocándola. El relato se inicia allí donde termina la posibilidad de la palabra, de lo simbolizable, para que todo lo imaginable se diluya ante la duda. Lo que no se escribe, no necesita ser borrado, y solo da lugar a las interpretaciones: “En el fondo no se sabe lo que les pasa a los otros. A nadie. Nunca”. (61)
Deleuze, G y F. Guattari (1980). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre-Textos, 1994.
Kohan, Martín (2016). Fuera de lugar, Barcelona, Anagrama.
Piglia, Ricardo (1986). Crítica y Ficción, Buenos Aires, Siglo XX.
Rancière, Jacques (2008). El espectador emancipado, Buenos Aires, El zorzal, 2010.
Sloterdijk, Peter (1983). Crítica a la razón cínica, Madrid, Ediciones Siruela, 2003.
[1] A partir de este punto, en todos los casos en los que se cite la novela solo se consignará el número de página.
[2] El cuento clásico está organizado en función del efecto final sorpresivo, por ello el final cierra el relato, y todos los elementos que organizan la sintaxis narrativa desde el comienzo le están subordinados. La nouvelle en cambio, tiene la forma del secreto, hay algo que nunca se termina de contar, y que nos remite a una instancia desconocida del pasado que no se conoce y lleva al lector a preguntar no qué pasará al final, como en el cuento, sino ¿qué pasó en el pasado que explica lo que se está narrando? Sin embargo, ese secreto nunca se revela, por eso Deleuze & Guattari hablan de la forma del secreto, no hay secreto por revelar.