El parque y la cordillera: Italpark de Mariano Favier y Lagunas de Milton Läufer
El parque y la cordillera: Italpark de Mariano Favier y Lagunas de Milton Läufer
Quizás sea un desvarío, cuando no una impostura, el ejercicio retórico de justificar la homogenización de un corpus de textos bajo el rótulo “literatura argentina” en esta coyuntura trans- donde las fronteras entre géneros, soportes, subjetividades y nacionalidades se difuminan. Suspendemos, de momento, ese ejercicio laborioso para proponer un objetivo más humilde: abordar dos novelas -Lagunas, de Milton Läufer, e Italpark, de Mariano Favier- que más allá de lo anecdótico -ser la primera novela de dos autores de nacionalidad argentina y haber sido publicadas recientemente (2015 y 2016)- comparten el hecho de interpelar las relaciones entre lenguaje, escritura y memoria a partir de acercamientos diferentes que resultan solidarios.
Era fácil cambiar el pasado, cambiar una ficción por otra
Milton Läufer, Lagunas
En uno de sus poemas titulado “El arte de narrar” Saer postula la escritura como una actividad que almacena “recuerdos falsos/para memorias verdaderas” [1]. La antítesis que subyace a la definición enunciada por el santafesino ofrece una línea pertinente para adentrarse en la lectura de Italpark, la primera novela de Mariano Favier (Marciana, 2016). Vale la pena aclararlo: mal camino emprende el lector desprevenido que acometa la tarea en clave de reminiscencia y nostalgia ochentosa. La novela no cede a esta tendencia, más bien se le resiste; evita la mirada complaciente de una recreación o crónica que busque en la vuelta al Italpark iluminar con sus luces de colores la apatía vigente en complicidad con el recuerdo de los que lo visitaron y el anhelo retrospectivo de los que no. El malhadado parque de juegos deviene espacio mítico en torno al cual se articula el entramado de voces y textualidades con el que la novela se construye a partir de las tensiones que, de nuevo Saer, “horadan los ojos del que lee/buscando, ávidos, en el revés del tejido férreo,/lo que ya ha visto y que ya no está”. Lejos de una voluntad testimonial, los relatos retrospectivos de visitantes y empleados del parque así como los “documentos” (reglamentos, listas de objetos perdidos o libros de quejas) no actúan como una acumulación estática de memorias. La novela construye un dispositivo dinámico que pivotea entre el presente y el pasado, entre los testimonios ficcionales y los recuerdos, propios o socialmente heredados, del lector. Como acertadamente sostiene Hernán Vanoli en la contratapa, la novela propone, en la línea de experiencias del arte contemporáneo, pensar el archivo “no como un mero depósito sino una arena donde las voces, los objetos y la memoria continúen sus batallas iluminados por el presente”.
La cuidada edición plasma estos contrastes en el arte de tapa que, como un vinilo doble, exige ser desplegada. La fría dominante cromática del verde, en sí resultante de la mezcla del único color primario frío -el azul- con uno cálido -el amarillo-, junto con la desolación y abandono resultan disonantes respecto a la promesa del cartel que da la bienvenida a la “ciudad de la alegría” al igual que los aviones militares que sobrevuelan la escena en segundo plano, una insinuación ominosa que se concreta en la última sección de la novela y cuyo tono ya estaba definido desde la primera oración: “Durante dos años interpreté a un ser de ultratumba en el Laberinto del terror” [9]. El lector desprevenido postulado más arriba podrá señalar que el Italpark “no era así”, que el cartel del “Pulpo” parece estar sobre “El tren fantasma”, que el parque nunca tuvo una “Vuelta al mundo”… como tampoco tuvo el “Non Human Vision”, el “Crazy Wall” o el “Ugly Tom” que aparecen en la novela junto con atracciones “reales” como el “Laberinto del terror” o el “Paracaídas”. De nuevo: la novela no busca documentar el ascenso y caída del parque como excusa para encomiar los años ochenta. Utiliza dispositivos documentales para operar no sobre el Italpark “histórico” sino sobre el imaginario social, las memorias falsas para recuerdos verdaderos, que lo sobrevivieron. De esta forma, se distancia de una suerte de pathos nostálgico rechazando tanto la construcción autoficcional (o narrativa del yo) como la elaborada a partir de la mirada infantil y que conforma una de las tendencias recientes más explotada (cfr. Super 8, Ready Player One, Stranger Things, Tales from the loop o la última temporada de South Park). Esta distancia se puede apreciar en el momento en que uno de los operarios del parque desconoce al cantante y bajista de Los abuelos de la nada: “Le pregunté a un chico quiénes eran y me contestó, entre burlón y escéptico: ‘Miguel y Cachorro’. Me pareció un buen nombre para un dúo de humoristas o de títeres” [80]. La novela no adopta, como cabría esperar, el punto de vista del chico ochentoso que saludaba y pedía autógrafos a sus ídolos rockeros sino la del operario que además de no conocerlos, los degrada. El punto no es recurrir a la memoria o a google para recordar o confirmar si Los abuelos tocaron en el Italpark sino el hecho de que la construcción literaria que yuxtapone esos dos íconos resulte creíble.
La novela se organiza a partir de dos series de capítulos. La primera está compuesta por el testimonio de Giménez, un empleado de mantenimiento del parque durante su última década en funcionamiento que decide escribir un libro [126], mientras que la segunda presenta una selección de documentos y testimonios de visitantes o compañeros del protagonista que suman información o amplían su relato a partir de un punto de vista alternativo. Complementarias y a la vez independientes, ambas series se suceden intercaladas -la primera numerada con números arábigos, la segunda con números romanos- y confluyen en un relato final a cargo de un narrador objetivo. Giménez asume la tarea de “mantener viva la magia” [14], tarea que excede el fallido mantenimiento de los juegos y se complementa con la elaboración de historias para sorprender a los visitantes [13-14] o la representación de monstruos en el Laberinto de terror [9]. Este exceso de celo continúa, se mantiene, aun después del cierre del parque -“Lo que yo hice fue tratar de que el parque sobreviviera, y la forma que se me ocurrió fue a través del trabajo con las piezas. Reciclé partes inservibles de varios juegos, las reconstruí y reconvertí” [33]- aunque finalmente deviene infructuoso y Giménez, cansado, abandona la tarea y se desprende de los juegos reconstruidos. Esta dinámica exhibe el valor de la memoria en la construcción de identidad (individual y social). El trabajo de mantenimiento en el parque contamina la vida personal de Giménez; además de planificar su festejo de casamiento en el parque [123], tras la debacle recicla partes de juegos para construirle una cama a su hijo [183]. En línea con este anclaje material de la memoria podría entenderse el gesto final de tirar el algodón de azúcar en un cesto al abandonar el parque Thays [187] y, sobre todo, la composición de una memoria material donde el “espíritu del parque” [33] desaparecido, el relato, perdure en el objeto-libro -aunque en su paso por el Italpark todas sus historias eran orales y se le reprocha que “nunca tiene palabras” [155]-. El libro en cuestión sería la culminación de un proceso de materialización de esa memoria/identidad de un personaje que en el inicio se ubica en un cierto anonimato -son otros los que lo nombran, el primero que lo hace es Balbastro [53]- y una cierta inmaterialidad -“interpreté a un ser de ultratumba” [9]-. Un recorrido similar al del fantasma de Gustavo Reyes, una suerte de memoria residual que persiste en un permanente estado de búsqueda (de la madre, de la materialidad) e incertidumbre -al punto que una de sus intervenciones está formada solo por preguntas [94-95]-. Este personaje inmaterial subsiste en un arco temporal que precede y excede la existencia del parque. Su atemporalidad, que parece indicar que el futuro y el pasado sólo existen en el presente, se expresa en el desorden cronológico de su relato y podría sintetizarse en su última intervención “Yo vuelvo a ser Gustavito Reyes […] la recibiré desde el espejo y daré un salto triunfal hacia ella, hacia el reencuentro. Como alguna vez, ya he olvidado cuando, volveré a estar dentro tuyo, mamá” [198].
Italpark exhibe la inestabilidad de la memoria en el contraste entre lo que se experimenta en el presente de la narración y la imagen retrospectiva que se recupera o se (re)construye, un proceso revela la imbricación de la memoria y la identidad así como la proyección social de la memoria individual. Uno de los personajes, Gonzalo Arraiga, se radica en Monte Hermoso donde contrata a Paolo el rockero para publicitar el boliche que regenteará durante la temporada estival: “mandamos a hacer unos afiches de nuestra estrella. Un laburito sencillo encargado a una gráfica que trabaja mucho para el intendente. Aparece Paolo al lado de Susana Giménez. La foto no es tan vieja, pero en el afiche salió algo pixelada, y parece como de hace veinte años” [198]. Cuando conoce en persona al artista reflexiona:
Dicen que las cámaras de la televisión engordan, pero más que gordo Paolo se veía otro. Te juro: parecía otra persona […] Entonces pensé que bien podía ser un doble. Un doble contratado para hacer los papeles en la costa veraniega, mientras el auténtico Paolo asistía a eventos más exclusivos o descansaba en algún lugar del país. También podía ser que el auténtico no supiera que había imitadores que lucraban con su carrera, que todo fuera una estafa. Me pregunté si el verdadero Paolo sabría que en ese momento un imitador se aprovechaba de su trayectoria. Hasta que al final me convencí de que Paolo, el verdadero, probablemente debía estar muerto desde hacía varios años […] y que este doble debía de ser alguna clase de fan que, de alguna manera, lograba revivirlo con su número. Y disfruté más viéndolo así [200]
Los verbos de este párrafo dan cuenta, semántica y morfológicamente, de la imposibilidad de aprehender un sentido -es o no es Paolo- en función de esa inestabilidad de la memoria antes mencionada. Arriaga no sólo es incapaz de resolver el contraste entre lo que ve y lo que recuerda, tampoco puede apoyarse en registros documentales -imágenes-: la foto parece más antigua de lo que es, dicen que la cámara engorda. Quizás no sea accidental que esta incertidumbre visual se desarrolle en Monte Hermoso, única localidad de la costa bonaerense donde puede verse al sol salir y ponerse en el océano.
El contrapunto es el ardid publicitario perpetrado por Balbastro, uno de los encargados del parque, que anuncia la presencia de Sting en el Italpark sin aclarar que no se trata del bajista de The Police sino de “Radjov Vareshko Sting, cantante rumano que oficiaba de doble del artista inglés [e] imitaba sus gestos y su voz a la perfección” [79]. Los recuerdos falsos para memorias verdaderas que antes se construían a partir de la imagen aquí lo hacen a partir del sonido, Radjov era locutor en programa radiofónico en la que simulaba entrevistar a los músicos cuyas canciones sonaban en la radio. “Más que como locutor, Radjov se destacaba como imitador de esos músicos, a los que fingía entrevistar” [79]. Quizás tampoco sea accidental que el encargado del plan se llame “Balbastro” [2] , personaje fantasmático, del que se afirma que “su ausencia debe haber dejado tanta incertidumbre como su llegada. Y es que cuando lo conocimos nos pareció que se trataba de una broma, una provocación, hasta una amenaza” [13].
Imagen, sonido, lenguaje. El lugar del lenguaje en estas operaciones es introducido por Arriaga. Este ex concejal, ex inspector, ex propietario de un lavadero en San Martín devenido empresario de la noche en Monte Hermoso exhibe en su escritorio, entre papeles y la computadora, las Obras Completas de Sor Juana. Uno de sus testimonios muta en un análisis del soneto “Si los riesgos del mar considerara” a partir del cual concluye que
Esta época, pibe, no es muy dada al subjuntivo, el modo del deseo, de la imaginación, de salir a conquistar el mundo. No es casual que se use cada vez menos. Ojo, en otros países de Latinoamérica se usa todavía, pero acá no. Y eso nos está llevando a la decadencia, a la mediocridad, a vivir pensando boludeces. Por ejemplo, esta cultura berreta de la nostalgia. ‘En la boca del viejo todo lo bueno fue y todo lo malo es’, dice Gracián. Es la visión del tango. Tiempos viejos y compadres. ¿Qué es lo que extrañan? ¿Cagarse de hambre? ¿Los conventillos? [61]
Como si de Sor Juana y Gracián saltara a Spinetta y parafraseara su “Cantata de puentes amarillos” para atacar el imaginario del tango, la opción parecería ser el futuro: “El futuro en cambio es una flecha […] el que no se arroja está acabado” [ibíd.]. Opción que resulta un tanto paradójica si se tiene en cuenta que, por un lado, surge del contraste entre el soneto de Sor Juana y las “porquerías surrealistas y pretenciosas” que tuvo que escuchar en una lectura de poesía en la Biblioteca Nacional [ibid] y, por otro, el plan de acción para su nuevo, arrojado, emprendimiento veraniego son “noches temáticas. Los jueves recordamos los ochenta. Los viernes, recordamos los noventa” [63]. El futuro y el pasado sólo existen en el presente.
Es difícil acordarse del orden en que pasó todo
Mariano Favier, Italpark
El arrojo, el escape, es el disparador que organiza la novela de Läufer. Un sujeto sin nombre abandona la ciudad y con la excusa de cuidar los gatos de unos amigos viajeros se instala en su casa, ubicada en algún lugar de la cordillera, que tampoco se nombra, donde interactuará con otros “escapados” en una coyuntura distópica (cuando no apocalíptica) de escalada de atentados terroristas que podría emparentarse con High-Rise (1975), de Ballard, o Derrumbe (2008) de Ricardo Menéndez Salmón. La novela se desarrolla a partir de la articulación de una línea progresiva -la narración de las peripecias del protagonista, la trama- en contraste con una serie de intervenciones retrospectivas, rememoraciones. La línea progresiva se despliega en dieciséis capítulos numerados interrumpidos por capítulos retrospectivos cuya aparición en el texto parecería aleatoria antes que causal en tanto la rememoración no es suscitada por acontecimientos de la trama ni siguen tampoco una progresión temporal sino que instalan una lógica recursiva que repite y reelabora. Estos capítulos, que no están numerados, comparten un mismo título, “En el tren”, y un mismo comienzo, “Va a dar clases a la universidad, al igual que otros dos días por semana. Viaja en el tren del sur, el tren de las ocho y veinte”. Cada uno de ellos exhibe una tensión análoga a la que se aprecia en la novela a partir del contraste entre la progresión y la recursividad. A “en el tren” subyace tanto un sentido estático como dinámico -el protagonista está en el tren, el tren está en movimiento-, “Ningún otro medio de transporte tiene la fluidez tranquila de un tren […] Desea que el tren no se detenga nunca, que siga andando cada vez más lejos, que ya no haya que pensar más en todo lo que afuera se queda quieto”, reflexiona el protagonista. En forma similar, esas dos primeras oraciones instalan una noción de rutina -que la repetición a lo largo del texto acentúa- al tiempo que el “va a dar” detenta también el valor aspectual de una perífrasis ingresiva, algo que aún no sucedió pero es inminente, que está por comenzar. Esto es solidario con el contraste entre la narración siempre en pasado de la trama y la variedad y alternancia de tiempos verbales que la lógica recursiva instala en estos capítulos: “El futuro y el pasado sólo existen en el presente […] Todo es un poco confuso. No es que las cosas se repitan porque pasa el tiempo, el tiempo pasa porque las cosas se repiten”. Es que el objeto de las reflexiones en el tren es la naturaleza del tiempo y la memoria como construcción mediada por el lenguaje, responder a la pregunta que vuelve una y otra vez: “¿qué es recordar?”. Las “lagunas” del título refieren a la memoria antes que a la geografía cordillerana.
En su interacción social el protagonista elige asumir el personaje de un neurólogo abocado a
una investigación que mostraba cómo la memoria archivaba los acontecimientos utilizando algoritmos que no eran tanto racionales, epistémicos, como se había creído hasta hacía poco, sino más bien afectivos. […] No tenía seguridad alguna sobre ni una sola palabra de las que decía.
–Nuestra memoria –dijo, ya ebrio de alcohol y de sí mismo– es finalmente un modo de representar el pasado en virtud de lo que amamos.
De esto se desprende la negación de una concepción de memoria definida como una sucesión ordenada de acontecimientos en la mente en tanto que es imposible “dar con esos eventos: no sólo por la urdiembre irregular de la materia del recuerdo, sino también por la ductilidad del pasado para recrearse sobre la base de las consideraciones de los nuevos y sucesivos presentes”. La sucesión es aleatoria y variable. En ese sentido es que el personaje repite una y otra vez que no puede confiar en sus recuerdos y duda, se pregunta en esos viajes en tren si “¿Sabía ya todo lo que sucedería en el lago y la montaña? ¿Es absurdo recordar lo que sucederá?” porque “Al final, ¿cuán diferente es soñar, reordenar al azar fragmentos incongruentes, a recordar?”. El futuro y el pasado no solo existen en el presente sino que es “fácil cambiar el pasado, cambiar una ficción por otra”. Se entendería aquí “ficción” en sus dos acepciones, “invención” y “obra literaria”; la narración que conforma la trama desarrollada progresiva, aristotélicamente, en capítulos numerados sería un intento de ordenar el caos aleatorio de la memoria afectiva volcada en esos capítulos “En el tren”. La convivencia de estas dos líneas, esos dos conjuntos de capítulos, dan cuenta de que el intento se ve frustrado debido al tiempo y el lenguaje.
El tiempo, entendido como repetición, puede, independientemente de la voluntad, diluir o fijar las ficciones de la memoria: “Cuando era chico, rompió un jarrón […] acusó a su amigo Ignacio y hoy ya no tiene ninguna certeza de si fue Ignacio quien lo rompió. Lo atemoriza ver cómo las propias mentiras sólo necesitan repetirse por un tiempo para volverse realidades” y vuelve sobre esto varias páginas después:
No era cierto, como había creído alguna vez, aquello de que las mentiras se hacían más difíciles de sostener con el tiempo; más bien, lo contrario era verdad: al comienzo le exigían mucha energía, pero a medida que una mentira se repetía más real se tornaba. De hecho, no era diferente a lo que había representado en su vida real antes de llegar a las montañas: una serie de ficciones que se trocaban en convicciones, para al final ser parte de lo que lo constituía.
La dinámica, sin embargo, es aún más compleja ya que “los recuerdos invierten el curso del tiempo” y el protagonista llega a considerar el absurdo de recordar lo que sucederá o dudar si realmente su padre estaría muerto. Y aunque en un momento parecería sostener la posibilidad de recurrir a documentos o registros externos al lamentar “que no hay ninguna grabación de esa voz, que de hecho ya no sabe con certeza cómo era esa voz” tampoco estos objetos, al estar filtrados por el recuerdo, resultan efectivos: “¿Quién era su padre de todas las imágenes que guardaba?”.
Esta falta de efectividad de los documentos aparece también en la trama. La pareja del protagonista refiere la crónica de una malaventurada expedición a las montañas de la zona en 1549. Tras el desafortunado encuentro con una tribu matriarcal solo uno de los diez exploradores consigue volver portando el diario del capellán de la expedición que el sobreviviente intentó completar. De ese único registro de la expedición, “no es posible colegir ninguna información de valor. No provee datos sobre la muerte de [el capellán] Salvá y esta laguna sólo parece hacerlo más digno del castigo que lo esperó a su retorno, porque en la larga expedición el alimento escaseaba y era razonable conjeturar cómo sobrevivió”. El diario, sin embargo, sí aporta un punto de interés, el brebaje que modifica la naturaleza de la articulación del lenguaje y la memoria:
uno de los miembros de la expedición comenzó a mostrar un comportamiento irregular. No deliraba, no padecía problemas motrices, pero sin embargo su discurso exhibía una innegable alteración. Se encontraba describiendo su casa natal en Setúbal, cuando su interlocutor notó que las oraciones comenzaron a volverse infinitas, las subordinadas parían nuevas subordinadas con más y más coordinantes y al cabo de un minuto era imposible saber de qué hablaba. […] se disculpó y añadió que los recuerdos eran muy vívidos, que ése era el motivo de su prolongado discurso. Todos creyeron que había sido un incidente aislado; el resto de la noche probaría que estaban equivocados. Cada vez que comenzaba a hablar, el resultado era el mismo, los detalles se apilaban uno sobre otro, adjetivo sobre adjetivo, subordinada sobre subordinada, construyendo una muralla más allá de la cual se escondía el sentido mismo de por qué había empezado a hablar […] El problema, dijo, es que estaba todo al alcance de la mano. La memoria, de golpe, no era más una red imperfecta con la cual se retenían sólo fragmentos del pasado, sino que ahora cualquier cosa que mentara se hacía presente. “Puedo verlo”, afirmaba, “como os veo a vosotros aquí, ahora; puedo voltear mi mirada y mi alcoba de Setúbal está completa, puedo mirar por mi ventana; puedo olerla”
Ni los registros documentales ni los brebajes mágicos pueden superar la barrera que el lenguaje impone a la comunicación de una memoria sin lagunas. La convivencia de las dos líneas señaladas en la novela parece mostrar que la fragmentariedad de la memoria es lingüística antes que neurológica, afectiva antes que racional, aleatoria antes que ordenada, volátil antes que perdurable. En informática, la memoria volátil opera con datos y valores mutables asignados durante la ejecución de una aplicación y, por lo tanto, desaparecen cuando esta deja de ejecutarse mientras que la no volátil perdura más allá de la ejecución del programa, retiene datos no necesariamente mutables mediante una forma de almacenamiento que no requiere energía.
En este punto es necesario agregar el detalle de que Lagunas es una obra de literatura digital [3], aunque parte de la novela, originalmente tesis de un master de Escritura Creativa en Español en la NYU, fue escrita en forma “tradicional” (¿analógica?) un algoritmo combinatorio genera los capítulos “En el tren”. En otro lugar sosteníamos que el cruce de la tecnología y la praxis artística cambia la forma en que se produce, circula y consume el arte. Lagunas se distribuye desde el website del autor, tras solicitarla se genera una copia única que el lector descarga de un link que recibe por correo. No hay “copias” de la novela sino “versiones”, cada una de las cuales es única. La introducción del elemento digital no es autocomplaciente ni celebratoria. No es un mero experimento de e-lit, un juego informático con palabras, sino que es funcional a los planteos del texto en relación a la escritura y la memoria. A nivel referencial, los personajes no ceden a la tecnofilia sino que mantienen una prudente distancia. Más allá de la declaración de uno de ellos que sostiene que “Las personas ya casi ni recuerdan las cosas, sólo los patrones para buscarlas en google”, la presencia de dispositivos tecnológicos es escasa salvo las impresoras 3D que alimentan el horizonte ominoso de atentados al transformar insumos e imprimir materia con el objetivo de destruir -en contraste, podríamos agregar, con la impresión de textos, orientada a perdurar-.
Lagunas actualiza y potencia interrogantes en torno a la relación entre tecnología y escritura superando perspectivas limitadas que, en consonancia con planteos deudores de la lectura que Derrida hace de Platón, temen la instalación de un adormecimiento de la memoria [cfr. Glazier 2002, Siemens & Schreibman 2013] o desconfían del carácter literario de estas nuevas formas por su (falta de) materialidad y perdurabilidad [cfr. Chejfec 2015]. El texto de Läufer se inscribe en debates -creemos- más productivos que, por ejemplo, abordan la manera en que las tecnologías, a través del lenguaje y la escritura, modelan la experiencia y configuran nuevas formas de memoria. Entre ellos, Florian Brody considera en “The médium is the memory” la manera en que la tecnología y las nuevas formas modulan el tiempo y el espacio al definir, como la imprenta en su momento, diferentes estrategias de almacenamiento y recuperación de información:
Time is as much a human convention as it is a condition of existence. Every "user" of time perceives it on an individual level that is in turn informed by social and cultural conditioning. The way we define the concepts of past, present, and future (and even the unidirectionality of time) are reflected in all media and, furthermore, are actually enforced by the way we use media. It is precisely because time and space are the cornerstones by which we define our environments that they are central categories within any discourse about media. If, following McLuhan, the medium is the message, and if the message is inextricably bound to space and time, what we are truly dealing with is not message so much as memory: the technology, the message, and the memory ultimately conflate. True multimediality is therefore not defined by the concoction of different media types but by the integration of spatial, temporal, and interactional media [139]
Son consideraciones que, como Lagunas, se colocan en el horizonte de lo digital y no la simple digitalización aunque no pierden de vista que el actual es un momento de transición donde la entidad de las nuevas formas aún se define por su novedad. En algún momento la literatura digital será, simplemente, literatura.
Al margen de la diferencia de formatos, ambas novelas se abordan críticamente la relación entre escritura y memoria. Y allí reside su “actualidad”. La memoria es el principio sobre el que se construye la identidad, individual (Läufer) o social (Favier), y es la identidad la noción que sustenta una obra. En esta época de “relatos” y “posverdades”, estas novelas invitan a descreer de ficciones monológicas pretendidamente objetivas y a estar atentos a los peligros de los posibles usos del pasado y, en particular, la trivialización de la memoria devenida nostalgia en la inteligencia de que el enemigo siempre está al acecho, detrás de impresoras 3D o en una base militar del conurbano.
Brody, Florian (2001). "The Medium Is The Memory" en Lunenfeld, Peter (ed.). The Digital Dialectic. New Essays on New Media. Cambridge, The MIT Press.
Chejfec, Sergio (2015). Últimas noticias de la escritura. Buenos Aires, Entropía.
Favier, Mariano (2016). Italpark. Buenos Aires, Marciana.
Glazier, Loss Pequeño (2002). Digital poetics: The makin of E-poetries. Tuscaloosa, The University of Alabama Press.
Läufer, Milton (2014). Lagunas. Edición del autor disponible en el website del autor.
Siemens, Ray & Schreibman, Susan (2013). A companion to Digital Literary Studies. Oxford, Blackwell.
[1] Llamamos libros
al sedimento oscuro de una explosión
que cegó, en la mañana del mundo,
los ojos y la mente y encaminó la mano
rápida, pura, y a almacenar
recuerdos falsos
para memorias verdaderas.
Construcción
irrisoria, que horadan los ojos del que lee
buscando, ávidos, en el revés del tejido férreo,
lo que ya han visto y que no está.
Porque estas horas
de decepción, que alimenta la rosa
del porvenir donde la vieja rosa marchita
persevera, no quedarán
tampoco entre sus pétalos,
flor de niebla, olvido hecho de recuerdos retrógrados,
risa real de lo narrado
que a la rosa gentil de las jardines del tiempo
disemina
y devora.
En Saer, J. J. (1988). El arte de narrar. Santa Fe: Universidad Nacional del Litoral. Pg. 75.
[2] A quien se le escape la referencia, googlear “El monitor argentino”.