A 20 años de Buffy, The Vampire Slayer

Notas sobre las series televisivas como un texto-código de la cultura

por Ariel Gómez Ponce

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En tiempos recientes, la efusiva ebullición de las series televisivas nos impulsa a problematizar qué esconden estas narraciones audiovisuales que han copado las pantallas en las últimas décadas. Y aunque, como bien sabemos, ellas guardan una larga tradición que se remonta al folletín del siglo XIX (Gómez Ponce, 2017), parecería que la década de los 90 se instaura como el magma de una medialidad que, en los años siguientes, será masiva. Incluso podemos arriesgar la hipótesis de que, al volver nuestra mirada hacia grandes éxitos televisivos de aquel periodo, emergerán respuestas (o, al menos, nuevos interrogantes) para entender qué nos atrae tanto de las series que pueblan nuestra actualidad.

Vale señalar que el 2017 se caracterizó por ser un ciclo que ha rememorado los veinte años de clásicos seriales, tales como The Nanny, X-Files, Louis & Clark, La Femme Nikita o el relato infantojuvenil The Power Rangers. Incluso la cadena HBO, referente hoy ineludible a la hora de pensar la maquinaria estética de la serialidad, cumple veinticinco años de su primera emisión. Hablamos, en todos los casos, de productos audiovisuales que circularon internacionalmente, dejando sus huellas en la memoria de la cultura de masas. Por ello, el objetivo de este trabajo radica en trazar, a través de relatos que pueden pensarse como paradigmáticos, un apunte provisorio orientado a reflexionar sobre las operaciones de memoria que comportan las series televisivas. En otras palabras, se trata de arrojar luz sobre cómo estas operaciones dinamizan parcelas estéticas provenientes del siglo XX al tiempo que producen nuevos modelos culturales en los medios masivos de comunicación.

En función de ello, recuperaremos reflexiones de la semiótica —ciencia de la producción y circulación de los sentidos— centrándonos en el pensamiento del semiólogo ruso Yuri Lotman (1922-1993). Nos referimos a una teoría que prioriza los textos del arte como aquellos que tienen mayor información, organizan modelos de la realidad y dinamizan la memoria cultural. Noción teórico-metodológica central, el texto se construye por una multiplicidad de organizaciones semióticas diferentes: lenguajes que forman parte de un poliglotismo proveniente de la literatura, la pintura, el teatro, el cine y la televisión (Lotman, 2000 [1980]). En líneas generales, la preocupación de Lotman (1990) radica en estudiar de qué manera los textos brindan sentidos a partir de los cuales podemos reconstruir parcial o totalmente una cultura. De ahí que, a través de todas las textualidades, resulte plausible estudiar el papel extraordinario que tienen los códigos del arte para sintetizar aquello que el sistema dice sobre su propia identidad social. En tal sentido, las series de TV, como texto cultural, parecen privilegiarse como grandes condensadores de sentidos, puesto que en ellas se hallan lógicas de sumo interés.

Quisiéramos llamar la atención sobre una serie que, por la entonces reciente cadena Warner Bros., emitía su primer episodio el de 10 de marzo de 1997: Buffy, The Vampire Slayer. Protagonizada por Sarah Michelle Gellar y producida por el hoy reconocido Joss Whedon (The Avengers), la narración centra su historia en una joven cazadora de vampiros que, además de salvar al mundo y custodiarlo de la peste monstruosa que azota la Costa Oeste de los Estados Unidos, debe convivir con las problemáticas que agobian a una adolescente que anhela una vida “normal”. En los bordes del fantasy y el gótico, pero también de la comedia juvenil, Buffy marcó un hito por ser una de las series de mayor rating durante las siete temporadas emitidas hasta 2003. Hablamos de un éxito que incluso hizo mella en Argentina, ya que fue emitida incansablemente por los canales locales y supuso, en nuestras coordenadas regionales, “una de la ficciones más ambiciosas de su período, logrando revertir muchos estereotipos que al día de hoy siguen enquistados” (Fernández Cruz, 2017).

Póster e imagen promocional de la serie Buffy, The Vampire Slayer, y fotografía promocional de la protagonista Sarah Michelle Gellar junto al creador Joss Whedon. The WB, Mutant Enemy Productions. 1997-2003.

A ello debemos añadir la heterogénea cantidad de productos consecuentes que se desprenden de la narrativa original: desde el exitoso spin-off Angel (1999-2004) hasta formas transmediales como videojuegos, cómics, figuras de acción, juegos de mesa, una profusa cantidad de fanfiction, y además una revista que concentra investigaciones sobre la serie a partir de las más diversas perspectivas teóricas [1]. De modo que, ¿qué podríamos agregar en torno a este texto serial sobre el cual se han escrito ríos de tinta? ¿Qué es posible problematizar en Buffy, cuando cuenta con más de 200 libros de análisis avalados por prestigiosas universidades (Badman, 2014) y más de 12000 publicaciones, según contabilizan los registros de Google Académico?

Aun a riesgo de revisar lugares comunes abordados previamente por la crítica, nuestra hipótesis de lectura sostendrá que Buffy, luego de 20 años de su emisión, funciona como un “faro serial” que moviliza información y permite entender ciertas sensibilidades sociales, puesto que guarda en su interior quiebres de sentido de alto interés analítico para reflexionar sobre la actualidad televisiva. Dicho de otro modo, nos referimos a pensarla como un punto intermedio que recupera un caudal de lógicas narrativas del cine y la TV del siglo XX, al tiempo que sirve de paradigma para las producciones futuras. Se trata de leer la serie, en términos de Yuri Lotman, como un texto-código: una operatoria textual que conserva y actualiza bloques informacionales, garantizando cierta identidad de lo que entendemos por una “serie”, pero habilitando también cambios e innovaciones en relación a fenómenos pretéritos. Detengámonos, seguidamente, a introducir esta categoría.

Nuestra perspectiva admite la dinámica de la memoria como un mecanismo complejo de la cultura, rechazando categóricamente la historia de las sociedades como un proceso estático. Según Yuri Lotman (1996[1985]: 160), los textos están encargados de movilizar este dinamismo, determinando “paradigmas de memoria-olvido”: su contexto de aparición, los códigos culturales que permitieron leerlas y la prioridad que la cultura les dio a ciertas textualidades ponen de manifiesto un trabajo vital de la memoria. El semiólogo ruso reconoce, entonces, que la memoria es un principio activo: una operación necesaria para fijar estratos que garanticen la identidad cultural, lógica sujeta al “relevo del ‘olvido’ y la ‘recordación’ culturales” (1996[1985]: 159).

En este contexto, Lotman propone la categoría de “texto-código”: metatexto que funciona como un “eslabón intermedio” entre lo que se dijo y lo que se dirá (1996[1981]: 95). Referimos a obras literarias, pinturas, filmes y, claro está, series que funcionan como “faros”: cristalizan información y trazan una topografía en continuum, registrando lo producido hasta el momento de su aparición, pero dando la posibilidad de crear también nuevos sentidos para momentos venideros. Bajo esta metáfora lumínica, Lotman señala que hay una imposibilidad de olvido, en tanto ciertos textos son “alumbrados” por la luz de la memoria, mientras que otros, lejos de desaparecer, pasan a “existir en potencia” hasta que vuelven a ser recuperados por los sistemas (1996[1985]: 160). Y, aun a riesgo de simplificar, es posible ejemplificar cómo esta lógica opera a través de “clásicos” que funcionan como grandes relatos que resumen los códigos culturales de su tiempo: el Don Quijote de la Mancha (1615) de Cervantes (suerte de repositorio de los códigos caballerescos y, al mismo tiempo, de una crítica a este género), obras como Crimen y Castigo (1866) o Los demonios (1871) de Fiódor Dostoievsky (conglomerados que fijan un repertorio de códigos éticos y morales a principios del siglo XX), o Drácula (1897), de Bram Stoker, referente obligado no solo para comprender la crítica al capitalismo emergente en el periodo victoriano, sino también la aparición de textos actuales tales como Buffy, que ponen en jaque los códigos que tensionan la frontera entre lo humano y lo monstruoso.

Por ello, una premisa orientará el siguiente recorrido de nuestro trabajo: la serie en cuestión interviene como punto medio de una lectura televisiva del orden social y, al mismo tiempo, un gran confeccionador de nuevos relatos, incansablemente reelaborados por las serialidades de la última década. En otras palabras, nos arriesgamos a decir que la producción de Whedon condensa sentidos que marcan cierto antes y después en el formato serie. Ello nos interpela a navegar por algunos acontecimientos narrativos que caracterizaron a Buffy, en un intento por comprender los efectos sociales que conjuró este exitoso texto y que iluminaron otros más actuales. Y sin pretender agotar el alcance de este tema tan complejo, proponemos un itinerario reflexivo, recortando un rasgo que sintetizaría un amplio caudal de otras informaciones pertinentes: su lectura de la monstruosidad.

Lo primero a señalar es que la serie pone en escena numerosos lugares comunes de lo monstruoso, trabajados principalmente en sus primeras tres temporadas. Para ello, la narrativa se sirve tanto de aquellos clásicos (hombres-lobo, zombies, demonios) como también de innovaciones que amplían elocuentemente la galería de personajes siniestros. Vale recordar, en tal sentido, el aclamado décimo episodio de la cuarta temporada, “Hush”, caracterizado por unos silenciosos sujetos llamados “gentleman”. Se trata de un capítulo donde Whedon crea su propio cuento de terror, basándose en el estilo admonitorio de los relatos de los hermanos Grimm, pero mediante una secuencia visual carente de sonido y lenguaje, productividad estética característica de este productor que bien puede ponerse en diálogo con otro episodio que parece exhibir la lógica contraria: el episodio musical “Once more, with feeling” (T06E07). Es por ello que, al tiempo que dinamiza la memoria de lo monstruoso, Buffy resulta creativa al jugar permanentemente con los estereotipos del terror. Incluso, esto último responde a algo presente en su misma protagonista: la rubia porrista, aquella que tradicionalmente está en peligro y debe ser salvada por el héroe, deviene imprevisiblemente heroína que se ve obligada a salvar el mundo. En tal sentido, el antecedente mnémico más inmediato de la serie es el filme que acuña su acta de nacimiento: Buffy, The Vampire Slayer (1992), dirigida por Fran Rubel Kuzui y escrita por el mismo Joss Whedon. Entrelazando el horror y la comedia, la película sirve no solo como precuela de la historia serial (es decir, le da continuidad a la trama de la protagonista), sino que además forma parte de esta emergencia de parodias en los 90 que ponen en jaque los sentidos del terror mediante las vías de la parodia y la deconstrucción de estereotipos sociales.

Por ello, diremos en relación a la serie que, aunque cada uno de sus episodios pone en escena una nueva figura monstruosa, por detrás parecen estar concentrándose otros sentidos que se vinculan estrechamente con el contexto de los 90. Porque, a nuestro entender, la serie exhibe la monstruosidad como una metáfora de la adolescencia, fuertemente marcada en esta “Boca del Infierno” [Hellmouth] que la protagonista debe custodiar y que (nada azarosamente) se emplaza en la escuela secundaria. Devienen explicativos ciertos recorridos por los episodios que abordan, por ejemplo, la transformación en hombre-lobo como una suerte de transición entre la adolescencia y la adultez (T03E04); el devenir demonio de jóvenes deportistas que parecen movilizados por esteroides (T02E20); la violencia de género, bajo la máscara de un Dr. Jekyll / Mr. Hyde que golpea a su pareja (T03E04); y la misma inclusión del lesbianismo por parte de la mejor amiga de Buffy, hecho que casualmente se introduce en el episodio “Hush”, como algo que, en el contexto de décadas pretéritas, sucede pero debe mantenerse silenciado. En todos los casos, se trata de problemáticas adolescentes que se trabajan como metáforas y en las cuales el monstruo interviene para dar cuenta de aquello que el mismo Josh Whedon (1999) define como “los horrores de la escuela secundaria”: un entorno hostil del cual, según entiende el creador, nadie sale sin heridas. Así, a diferencia de otros clásicos de su época como Beverly Hills 90210 (1990-2000) o Dawson’s Creek (1998-2003), el territorio adolescente es abordado en Buffy mediante las estrategias de la parodia, sin perder de vista el enclave gótico que la centraliza y apropiándose de la monstruosidad como una frontera productiva para pensar la juventud como alteridad.

Vale destacar este aspecto que, en tiempos recientes, aparece asiduamente como estrategia narrativa, si pensamos en éxitos actuales como la serie TeenWoolf (2011-2017), que relata el periodo de la pubertad como un devenir monstruoso, pero indagando más bien en el modo mediante el cual los personajes viven la frontera de lo humano. Diríamos, entonces, que en en cierto modo Buffy comienza a habituarnos como espectadores a un modelo de monstruo que puede asumirse como constituyente de los productos de consumo masivo de comienzos de este siglo. De lo que se trata, en otras palabras, es de acordar que la serie en cuestión sienta ciertas bases para una cultura que dilucida los límites humano/monstruo en relatos de mercado, orientados a un público juvenil. Buffy opera reactualizando, a lo largo de siete temporadas, aquellas figuras que otrora fueran fuente de terror, para dar lugar a formas ficcionales que ingresan en el orden de lo cotidiano. Ello debe pensarse a la luz de un relato emitido en un contexto de mercado donde el auge serial recién comenzaba a cobrar vida, siendo Buffy un texto cultural de gran rating con relativamente poca competencia a nivel mundial, al menos durante sus primeros años de emisión (Cascajosa Virino, 2006). Como bien sostiene el estudioso Luigi Volta, Buffy aplica una normalización mediante un monstruoso reducido y controlado, por lo que “los motivos sobrenaturales son absolutamente postizos y funcionales a los elementos no sobrenaturales y cotidianos que, en realidad, dominan” (2009: 155).

Sin embargo, debe mencionarse que la serie centraliza especialmente una expresión de monstruosidad que vale la pena problematizar, en tanto se encuentra presente en el mismo título del seriado: el vampirismo. En anteriores investigaciones (Gómez Ponce, 2015) nos hemos interrogado cómo explicar, desde su acumulación de proyecciones, esta figura que recorre la cultura desde tiempos inmemoriales y no parece agotarse jamás. Hipotetizamos, entonces, que el vampiro ofrecía una memoria que puede delimitarse cronológicamente en cuatro etapas que entrañan un crescendo ficcional, estrechamente relacionado a diferentes contextos sociohistóricos: i) un periodo de gestación (su germen en mitos y leyendas orales, pero también en figuras históricas como Vlad Tepes y Erzsébet Báthory), ii) un periodo romántico (su asentamiento en la literatura del romanticismo y su proyección hacia el gótico, de la mano de obras como El vampiro (1819) de John Polidori, Carmilla (1872) de Sheridan Le Fanu y el clásico ineludible de Bram Stoker), iii) un periodo neogótico (producciones en cine de terror y erótico, aparejadas a la llamada Revolución Sexual), y iv) un periodo contemporáneo (cuando la reproducción del vampiro se vuelve masiva, generando un repertorio de seres no-vivos que circulan acaudaladamente por el cine, la literatura, los videojuegos y la televisión).

Lo primero que habría que apuntar es que, aun enmarcada en este último periodo, Buffy recupera ciertos rasgos del vampirismo que atraviesan toda su historia cultural. Ello puede verse en la reactivación de ciertos lugares comunes de esta monstruosidad, tales como el sesgo seductor y el narcisismo, algo visible en estos vampiros como Angel o Spike, preferidos de los espectadores de aquel entonces. Incluso, el mitema de la juventud eterna es algo reiterado asiduamente y entrelazado con la transición adolescente: tal como afirma uno de los groupies humanos que desea convertirse en vampiro, en esta transformación yace lo que “todo chico americano quiere: permanecer joven y permanecer bello” (T02E07) [2]. Pero importa señalar que, como casi todos los textos de este periodo vampírico contemporáneo, la serie problematiza una distinción central entre lo humano y lo monstruoso, frontera que se mantuvo firme hasta hace al menos un siglo y que comenzó a volverse lábil, discutiendo el mismo espacio de lo conocido y lo real, de lo “bueno” y lo “malo”. Según sintetiza Rupert Giles (Anthony Stewart Head), figura paternal y encargado de entrenar a la joven cazadora, “en mi experiencia, hay dos tipos de monstruos. Los primeros pueden ser redimidos o, lo que es más importante, quieren serlo. Los segundos están vacíos de humanidad, y no pueden responder a la razón… o al amor” (T03E04). Buffy escenifica constantemente esta fricción.

Interesan de manera especial estos vampiros que, aun no desprendidos por completo de su humanidad, aparecen como sujetos fragmentados y de doble identidad, siendo el caso más paradigmático Angel (David Boreanaz), el objeto del amor de nuestra cazadora que, por su empatía con los espectadores, luego tendrá su propia serialidad. El personaje es importante porque parece evocar esos monstruos que deben expiar sus culpas y que están atormentados por un sesgo humano, remanente al que nos introdujo un filme clásico del vampirismo como Interview with the Vampire (1994), basado en la exitosa novela homónima de Anne Rice publicada en 1976. En la medida en que posee un alma (castigo emprendido por una comunidad gitana que sanciona los crímenes del sanguinario vampiro), Angel pone de manifiesto una suerte de mensaje moral que atraviesa la serie por completo: el precio de los actos y de manipular el orden de las cosas y las fuerzas sobrenaturales (algo que será explorado fuertemente en las temporadas finales, luego de que la protagonista sea revivida por sus amigos y ella no encuentre su lugar en el mundo).

Buffy centraliza así un mitema que podríamos definir como “el monstruo redimido”, motivo que parece llegar a su máximo exponente en la reciente True Blood (2008-2014), donde los vampiros no solo buscan convivir con los humanos, sino que además pelean por derechos civiles y legales en el marco del sur de los Estados Unidos. Y aunque estos casos parecen producto de una normalización mítica que los vuelve reducidos, los vampiros de estas ficciones televisivas exhiben cómo humanos y monstruos podrían emplazarse dentro de una misma dimensionalidad cultural que, en su interior, guarda una fuerte valoración ética en torno al tratamiento del Otro: la forma en que procesamos y asimilamos las alteridades sociales que se enmascaran bajo la monstruosidad. Sin intención de extremar la afirmación, nos referimos a una serie que cristaliza, en un relato masivo, cierta información cultural que circula en torno a la fragmentación y discusión del mitema vampírico. Dicho de otro modo, si la década de los 90 pone en escena este interrogante en torno a la figura de un monstruo enamorado (y ello puede atenderse en el sinnúmero de filmes que problematizan este discurso), la serie en cuestión lo plasma por las vías de la industria televisiva, educando a los espectadores sobre nuevas formas de entender las figuras de una alteridad radical.

Por ello, Buffy pone en funcionamiento no solo una gestación de series vampíricas dirigidas a un público más juvenil, sino también una figura monstruosa desde una imagen más cercana a la humanidad, en tanto podría afirmarse que inaugura un mitema romántico que será incansablemente releído en los años venideros. Porque, a la manera de una Bella y Bestia contemporánea o un Romeo y Julieta gótico, podemos suponer que uno de los rasgos más llamativos de esta serialidad radica en esta suerte de oxímoron que centraliza el texto y que enfatiza, además, la imposibilidad amorosa de la adolescencia como un lugar común de la cultura occidental: el vampiro enamorado de quien debe darle caza. Tal como afirma Giles, “un vampiro enamorado de una Cazadora: es casi poético” (T01E04). De allí en más, mientras The Vampire Diaries (2009-2016) recupera intensamente el discurso amoroso como su eje central, otras series como The Lair (2007) ofrecen el romance humano-vampiro en el marco de una comunidad homosexual. En función de ello, para el espectador que consumió la clásica serie de los 90, resulta inevitable volver su mirada hacia las condiciones de posibilidad amoroso-monstruosa que conjuró Buffy.

Imagen promocional del romance entre Buffy (Sarah Michelle Gellar) y Angel (David Boreanaz).
Buffy, The Vampire Slayer [serie de televisión]. Joss Whedon [creador].
The WB, Mutant Enemy Productions. 1997-2003.

Sin embargo, ello pone constantemente de manifiesto un interrogante que vale destacar: ¿cómo es posible, para esta joven destinada a cazadora, salir con un “chico normal” y, por ende, llevar una “vida normal” (T04E11)? En el centro de la disputa del horror y la adolescencia, la pregunta por la “anormalidad” se esmera por emerger, trazando una cartografía que se ha vuelto recurrente en las ficciones más actuales. De lo que se trata es de movilizar un conglomerado de preocupaciones en torno a aquello que el orden social determina como el canon, excluyendo una gama de sujetos-otros. Si, por un lado, encontramos estas narrativas que lo abordan desde la monstruosidad, más acá en el tiempo otros relatos promoverán mensajes más directos. Pensemos, por ejemplo, en casos como Glee (2009-2015) que, desde otro género artístico, escenifica estos sujetos misfits (inadaptados, en lengua inglesa) que, hoy en día, resultan tan habituales y asiduos.

Se particulariza, finalmente, otro rasgo que pone de manifiesto cómo la serie en cuestión trabaja la memoria del vampiro a través de su contraparte: el cazador. Se trata de la recuperación de una larga tradición mitológica en torno al sistema dual de la épica arcaica (Meletinski, 2002). En otras palabras, el epos de la defensa del cosmos contra las fuerzas del caos, y de protectores como los chamanes o los héroes-culturales que, desde Gilgamesh y Perseo hasta Beowulf, intervienen y funcionan como mediadores entre lo humano y lo demoníaco. Y aunque las mitologías eslavas y balcánicas plantean sus propias figuras del cazador de vampiros, será la literatura gótica y otro texto-código del vampirismo, el Drácula de Stoker, aquel que cristalice esta aparición a través del clásico personaje de Abraham Van Helsing.

Buffy se enmarca en este continuum, aunque a la vez introduce algunos cambios de importancia como, por ejemplo, la recuperación de otra casta de cazadores que, propios de la animación del siglo XX, parecen ser los introductores de esta lógica llamada “the evil of the week” (un nuevo malo a vencer en cada episodio). Hablamos de Scooby Doo, dibujo animado cuyo nombre toma Buffy para definir al grupo de amigos que protagoniza la narrativa: The Scooby Gang, guiño intertextual que no solo le permite inscribirse en la memoria pop del siglo XX, sino además asomar este mensaje asiduo sobre el valor de la amistad y la imposibilidad de lograr los cometidos por cuenta propia. Años después, series como Supernatural (2005- ) o Grimm (2011-2017) colaborarán fuertemente en la construcción de esta memoria, retratando sus tramas a partir de episodios aislados que muestran un nuevo villano a vencer, como también incluyendo el conjunto heroico que debe darse con el cometido.

A la izquierda: imagen promocional del reconocido dibujo animado, Scooby-Doo, Where Are You .
A la derecha: imagen promocional del Scooby Gang de Buffy, The Vampire Slayer.

A ello debe añadirse otro rasgo definitorio: Buffy no sólo es una mujer, sino una mujer adolescente. Dicho de otra manera, la pregunta por la heroicidad y el destino heroico toma la forma de un interrogante sobre la asunción de las responsabilidades de la adultez, que no pierde de vista la apropiación de ciertos códigos tradicionales de lo masculino (esta superfuerza que, regularmente, pertenece a los héroes épicos clásicos). Hablamos de una fuerte problematización de una mujer que se desenvuelve en un ámbito que, en principio, resulta exclusivo del orden masculino. Ello se sintetiza en una figura que ha cobrado auge también en el siglo XX: la femme fatale en su versión “guerrera poderosa” que domina artes marciales, maneja armas de alto calibre y tiene licencia para matar. Buffy viene a retomar este modelo de feminidad que se inscribe en un mundo altamente agresivo, discutiendo así “la creencia de un conjunto de afirmaciones (tanto sociales como sociobiológicas) que indican que está más aceptado socialmente el acto de violencia por medio del cuerpo masculino que del femenino” (Tung, 2004: 102).

Nuevamente, opera aquí un punto intermedio de ficciones de TV “femeninas” que hunden sus raíces en clásicos como las espías de Charlie’s Angels (1976-1981) o The Bionic Woman (NCB, 1976-1978) hasta llegar a casos como las espías de Alias (2001-2006) o Covert Affairs (2010-2015). No obstante, junto con Buffy, estas protagonistas se determinan como construcciones contradictorias: exhiben lo femenino desde un lugar disidente, pero parecen no escapar a modelos tradicionales cuyos signos característicos son el atractivo físico y la heterosexualidad, lógica visible en el modo en que la serie parece no desprenderse de ciertos estereotipos canónicos tales como la girl-next-door o la porrista. Se trata, por lo demás, de una protagonista que, aun encargada de defender el mundo, no pierde el estilo y la preferencia por la moda.

Toda esta complejidad es captada mediante un viaje heroico que hace al devenir-mujer y que provee sustrato al arco narrativo de la serie, organizando así sus temporadas: mientras las primeras tres responden a su estadía en la escuela y la cuarta en la universidad, las últimas tres arrostran el crecimiento y la adultez. En otras palabras, el trayecto heroico es, efectivamente, un proceso de maduración del sujeto femenino. Se trata de una operatoria presente en otros seriados, tales como Sabrina, The Teenage Witch (1993-2003) o Charmed (1998-2006), donde lo sobrenatural aparece como amortiguador del crecimiento femenino, apropiación muy similar a la que emprenden True Blood o The Vampire Diaries con su escenificación de la maduración sexual de las protagonistas. Ello expone un aspecto de sumo interés para problematizar en futuras investigaciones: por qué el terreno del horror aparece como un lugar privilegiado para metaforizar un rito de iniciación de lo femenino.

Habrá que esperar varias décadas para observar no solo cómo cobra densidad mediática la figura del vampiro y su cazador (y basta, entonces, recordar el explosivo caudal inaugurado por la saga Twilight de Stephenie Meyer en el 2008), sino además cómo se modifica el orden mismo de la serialidad. Aparejado a las crecientes producciones cinematográficas de cadenas como HBO o FOX, a la transmedialidad que brindan los soportes “inteligentes” (televisores y celulares que permiten la recepción en todo momento y lugar) y al fenómeno Netflix (que, mediante la publicación de bloques completos de temporadas, se encuentra poniendo en cuestión el concepto mismo del folletín que caracterizó tradicionalmente a la serie como fenómeno “por entrega”), la “generación on-demand” (Martel, 2014) expresa nuevas particularidades que hacen de la industria del contenido televisivo un escenario dinámico y difícil de captar. Y vale añadir que toda esta complejidad aparece reflejada en un consumidor que semanalmente tiene a su disposición decenas de nuevas series, constructoras y de-constructoras de todas las variedades genéricas que la literatura ha canonizado durante siglos.

A veinte años del estreno, el casting original de Buffy, The Vampire Slayer junto a su creador, Josh Whedon.
Entertainment Weekly, marzo de 2017.

A modo de reflexión final, recordamos que hemos abordado solo algunos rasgos que Buffy escenificó en un periodo en el cual nuestra percepción del tiempo serial era otra y, por ende, otro su impacto. El encuentro semanal con los protagonistas durante siete años, las relaciones de intimidad que permitían formar y el modo en que el espectador se interiorizaba con sus problemáticas, ponen de manifiesto otras lógicas de aquello que la crítica llama la “biblioteca televisiva” (Wilcox, 2005: 10). En cierto modo, la serie recuperó, cristalizó y promovió un amplio caudal de motivos, al tiempo que ha sido parte de esta educación serial que hoy nos atraviesa. En tal sentido, Buffy irrumpió en la cultura contemporánea como una amalgama de fragmentos mnémicos de la cultura narrativa y ficcional que dan clara cuenta de su extensión como texto-código. Allí, conceptos clave como la monstruosidad, la adolescencia, el valor de la amistad y la responsabilidad, el discurso amoroso, lo heroico, el orden femenino y la pregunta por lo humano toman forma mediante un texto serial producido en una bisagra temporal y en un momento de auge del lenguaje televisivo.

Y a pesar de que estas conjeturas se mantienen en el terreno de la hipótesis, hemos retomado argumentos con el objeto de explicar cómo Buffy opera parcelas de la memoria contemporánea. Esta sugerencia nos impulsa a seguir problematizando cómo otras series de aquel periodo funcionan como faros para nuestra contemporaneidad. El impacto cultural de la serie y la impronta que ha dejado en el modo en que otros textos de consumo masivo problematizan esos códigos y esas temáticas, pone de manifiesto la capacidad creativa de esta memoria sintetizada por los productos culturales, como bien lo asume la semiótica-cultural. Las operaciones de ordenamiento y conservación de conglomerados de sentidos demuestran que la memoria, lejos de ser un depósito pasivo, es un mecanismo complejo de creación que mueve diacrónica y sincrónicamente informaciones pertinentes. Y las series televisivas, aquellas que hunden sus raíces en la literatura folletinesca pero que se extienden a los dominios del streaming más reciente, suponen ejemplos concretos para atender a esta dinámica. Por ello, no debemos ofrecer lecturas concluyentes de un texto como Buffy, The Vampire Slayer, sino más bien estudiarla como una frontera lábil y porosa que afirma determinados valores que circularon durante el siglo XX, al tiempo que produce nuevos códigos para la lectura de los objetos televisivos. La puerta, como aquella Boca del Infierno que semanalmente ponía en marcha las aventuras de Buffy, debe entonces permanecer abierta e inconclusa, invitándonos a futuras indagaciones: a volver a pensar, a la luz de nuevos tiempos y nuevos rasgos televisivos, los efectos de la historia de la cazavampiros sobre la cartografía de la memoria cultural.

Bibliografía

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Notas

[1Se trata de Slayeage: The Online International Journal of Buffy Studies, publicación que sale anualmente desde el año 2002 y que, en la actualidad, lleva 14 números y más de 200 artículos publicados. A ello debe añadirse la revista especializada para estudiantes de grado, Watcher Junior, y los 7 congresos internacionales realizados hasta el momento, las Slayage Conference. Al respecto, ver http://www.whedonstudies.tv/slayage-the-journal-of-whedon-studies.html

[2Las traducciones de los diálogos de los episodios son nuestras.