Entrevista a Fabián Ludueña Romandini
Entrevista a Fabián Ludueña Romandini
Café Savoy, Buenos Aires, temprana noche de invierno de 2018.
— La política estaba muy presente ya en los dos primeros volúmenes de La comunidad de los espectros, tanto en Antropotecnia (2010), de la mano del estudio sobre la definición de lo humano y la posibilidad de su fin, como en Principios de Espectrología (2016), a lo largo de una historia crítica de la metafísica occidental. Sin embargo, en este tercer volumen, Arcana Imperii. Tratado metafísico-político (2018), esa cuestión es abordada de modo más directo y sobre la base de un diagnóstico muy urgente: que el mundo atraviesa una mutación de gran escala ante la que las formas modernas de entender la política se han vuelto completamente obsoletas. ¿Qué camino ha conducido a este diagnóstico y de qué modo se inscribe Arcana Imperii en el proyecto general de La comunidad de los espectros?
— Todos los libros tienen como punto de partida una especie de extrañamiento frente a la mutación epocal que se da en el tiempo presente. Esa mutación me interesa incluso desde el libro que estaba fuera del proyecto de La comunidad, que es mi primer trabajo, dedicado a Ficino y atravesado por una inquietud profunda sobre la filosofía de la historia y sobre la apocalíptica que se desarrolla desde el siglo XII al siglo XVI. En general se presenta la apocalíptica como una declinación de la política, una resignación o defección, pero me parece, al contrario, que es un motor político fundamental; la historia muestra que así lo ha sido. Las revoluciones, por ejemplo, no están disociadas de un impulso apocalíptico y milenarista. Todo el proyecto de La comunidad nace, por lo tanto, de un descreimiento profundo de las formas tradicionales de la historiografía tal como se empezó a practicar desde el siglo XIX y hasta la actualidad, así como del historicismo desprovisto de metafísica y de filosofía de la historia. La historiografía del Renacimiento ha abordado mayoritariamente las profecías con una distancia descreída y con cierta condescendencia ante un supuesto fracaso: se anunciaban apocalipsis desde el siglo XII en adelante, casi in crescendo, que nunca se cumplieron, dicen muchos historiadores, y a partir de ahí se preguntan por qué podían surgir semejantes alucinaciones colectivas. Mi idea es contraria a eso porque quienes razonan así no entienden efectivamente cómo funcionan los profetas de la historia. Los profetas no dan nunca un diagnóstico como el que esperaría un positivista. Quienes hacen profecías no están en pleno conocimiento de aquello mismo que profetizan de manera enigmática y oracular. Por lo tanto las profecías están completamente abiertas. A partir de ahí uno podría decir que todas esas profecías medievales y renacentistas se cumplieron efectivamente, porque lo que tuvo lugar fue el fin del mundo, el fin del mundo medieval, que era lo que esas profecías estaban señalando. Muy lejos de pensar que esas profecías estaban equivocadas yo diría que estaban completamente acertadas, solamente que su lectura se torna posible si la devolvemos al núcleo oracular, enigmático y desplazado que toda profecía tiene. El fin del mundo tuvo efectivamente lugar. Incluso los actores que fueron señalados como partícipes necesarios de ese final cumplieron roles decisivos, por ejemplo la Iglesia, los papas, determinadas casas monárquicas, etc. Efectivamente, hoy en día cuesta tomar dimensión de que el tránsito del feudalismo al capitalismo fue apocalíptico: una civilización entera colapsó. Y colapsó no de un día para el otro, sino en un tránsito que fue a la vez escalonado y lento pero implacable y contundente.
Es la misma situación en la que nos encontramos hoy. No me considero, por supuesto, un profeta de la historia. Quienes nos dedicamos a la filosofía no tenemos la misma relación con la profecía. Simplemente, como decían los antiguos, lo que puede y debe hacer un filósofo, sin tener la habilidad profética de ver los tiempos en la larga duración, es ver lo que se acerca —lo que está más inmediato— de un modo que no le es posible a quienes están involucrados directamente en la vida política y cotidiana. La filosofía es, por empezar, una práctica de distanciamiento con el tiempo histórico. Pero no se trata de tomar una distancia crítica, como suele decirse, porque es oscuro qué quiere decir ahí la palabra “crítica” cuando se la usa sin demasiada precisión. Antes que preocuparse por la crítica, lo que importa es una distancia que permita vislumbrar lo que se acerca, independientemente de la actitud que se vaya a tomar.
Por lo tanto, todos los libros partieron de la misma idea, de que estamos ante un cambio epocal similar al que ocurrió con el colapso del mundo medieval y el nacimiento del capitalismo. El capitalismo está mutando; me parece que ya hemos abandonado los rasgos definitorios del capitalismo como tal. Estamos entrando en un régimen de producción nuevo del que todavía cuesta explicar sus rasgos de funcionamiento, pero estamos ya en ese proceso de abandono del capitalismo tal como fue constituido en sus inicios. Estamos entrando en un nuevo período de acumulación originaria. Hay pocas mutaciones metafísicas de un orden semejante al de hoy: si nos atenemos a la Historia encontramos casos semejantes en el pasaje del mundo antiguo al medieval, luego del mundo medieval al capitalismo, y luego ahora, del capitalismo hacia algo que todavía es difícil nombrar. Cada una de esas mutaciones es más aguda y profunda que la anterior.
— ¿Cuáles son los elementos característicos de esta nueva mutación epocal?
— El presente cambio opera sobre dos planos, uno de mutaciones políticas y otro de mutaciones metafísicas, que si bien se pueden distinguir analíticamente, en la práctica están totalmente imbricados. Las mutaciones políticas tienen que ver con algunos problemas que hoy se plantean ineludibles, como la emergencia de la inteligencia artificial, o el problema de la singularidad, que abarca la inteligencia artificial y otras zonas de pertinencia. Por primera vez, el desafío con el que nos topamos es que el ser humano, el Homo sapiens —o como se quiera llamarlo, son términos relativos— va a poder, o al menos lo proyecta, construir su propio relevo en el mundo de la Historia. Se trata de una mutación inédita que trae implicada una paradoja, pues, si se llega a producir, seremos una especie que buscó voluntariamente su propia extinción. De todas maneras, me parece que la filosofía no ha hecho otra cosa desde que nació: buscar la superación de la forma-hombre. Desde Grecia hasta Nietzsche podría decirse que el proyecto ha sido ese. Los filósofos han contribuido efectivamente a esa meta. Ahora esa meta se torna posible, ya no es solamente una hipótesis: es un horizonte muy cercano.
Por supuesto las mutaciones en otros campos, como la ciencia genética, también me parecen fundamentales, así como las transformaciones en la cibernética y, en definitiva, el cambio radical de toda la política occidental. Todas las nociones políticas fundamentales de Occidente fueron creadas en Grecia y Roma, con posteriores modelaciones históricas que les han dado nuevos ropajes, las han complejizado y otorgado nuevos sentidos, pero la gramática básica es grecorromana, a excepción de la idea de revolución, que sí es una novedad moderna; es la novedad que permite el capitalismo. Pero junto con el eclipse del capitalismo está el ocaso de la revolución, que es el vocabulario político más propio de los modernos. El ocaso de la revolución como categoría política está en la base de Arcana Imperii, que nace de estas preocupaciones políticas pragmáticas y de las preocupaciones metafísicas asociadas.
No es posible pensar la inteligencia artificial sin entender la metafísica que la subyace, tal como se manifiesta en el problema de lo discreto versus lo continuo. El triunfo actual de lo discreto en la metafísica, la matemática y la física me parece que marca un cambio epocal decisivo. Heidegger se preocupaba por señalar el problema que para la metafísica suponía el olvido del Ser, diagnóstico que me parece admirable pero que no comparto en los términos en que lo formula. Me parece más sintomático de la transformación de la metafísica este cambio en la relación entre lo continuo y lo discreto, porque implica el abandono de la noción de número. Sería posible mostrar que la metafísica occidental nace de una profunda solidaridad entre la noción de Ser, la noción de número y la noción de hombre. Esa triangulación hoy en día está desecha, esa solidaridad no existe más. El triunfo de lo discreto supone el abandono de la noción tradicional de número y de toda la metafísica que lo sustenta, cuyos conceptos son puestos en entredicho, así como la política que la acompaña, así como el hombre que debía sostener todos esos reinos juntos.
Esa preocupación ya estaba en el primero de los libros. La comunidad I busca dar una respuesta a la antropología filosófica desde una concepción que intenta mostrar su insuficiencia y su desactivación en su reemplazo por la noción de antropotecnia. El segundo volumen intenta mostrar el agotamiento de la metafísica, que se transforma hoy, en sus versiones subsistentes, en materialismo, entendido en sus múltiples variaciones, que son numerosas y tienen rasgos muchas veces incompatibles entre sí. No obstante, impera hoy un materialismo generalizado que supone el agotamiento, la salida de juego, de una dimensión que me interesa rescatar, que es la de lo invisible. De ahí nace el proyecto de la espectrología. El espectro es solamente una de las categorías que me interesan, la que elegí como central y agrupadora, pero una que me permite señalar de manera contundente el problema al que quiero apuntar: ¿qué pasa hoy con la filosofía que ha renunciado a hacerse cargo de lo invisible? Considero lo invisible como la dimensión determinante de cualquier forma de pensamiento político, metafísico, cosmológico, etc. El segundo volumen intenta establecer ese problema, religitimar un pensamiento de aquello que podríamos llamar lo invisible o lo no visible, en este caso bajo la figura del espectro, que no tiene un significado metafórico, sino que intenta hacerse cargo de la noción en su sentido originario, es decir como una supervivencia de lo que ha muerto. No me interesa pensar la espectrología de manera metafórica, es decir sobreponiéndola a una especie de ciencia de las imágenes, en el sentido en que las imágenes cinematográfica son un espectro, o el comunismo es un espectro, que son figuras legítimas pero no metafísicas, vale decir, no conceptuales. Me interesaba hacer ese desplazamiento fundamental de la metáfora a un sentido más literal.
Y el tercer volumen intenta responder a la cuestión política de una manera explícita, pero mostrando que la política tal como ha sido practicada hasta ahora ya no puede tener lugar. El diagnóstico que podemos hacer sobre eso no es nuevo. Uno de los desafíos era pensar desde cuándo se puede pensar ese fin del hombre. Elegí hacerlo a partir de la Primera Guerra Mundial, un momento de clivaje decisivo. Podríamos decir nuevamente que los profetas que anuncian esos momentos no siempre son plenamente conscientes de todo lo que están anunciando. Karl Kraus, a quien me refiero al inicio, es claramente un profeta, e intenta colocarse como un apocalíptico, rol que le es negado cuando se lo analiza y se toman sus escritos, donde se omite señalar que su papel no es el de un crítico de la sociedad, el de alguien que intenta cuestionar el periodismo de su tiempo, que no es alguien que intenta renovar la literatura. Todas esas cosas son ciertas, pero insuficientes. Su condición es la del primer gran profeta del nuevo tiempo. Él lo sabía y lo buscó explícitamente. Pero también hay otros que se encargaron de señalar o construir esas mismas mutaciones, por ejemplo Alan Turing, en el caso de la inteligencia artificial, resulta insoslayable. Por supuesto él también era un profeta además de un matemático, un especialista en cibernética, etc. Su costado profético animaba toda su empresa matemática, pero las consecuencias solo se pueden ver hoy, cosa que ocurre con toda profecía, nunca son inmediatas y toma tiempo que puedan tornarse visibles.
Eso nos enfrenta también al final de la ciencia tal como se había concebido hasta ese momento, es decir el final de la ciencia griega. La ciencia griega no termina con la modernidad, como muchas veces se suele señalar. Pienso que no, que la ciencia moderna es una enorme sofisticación de la ciencia griega. Pero esa episteme griega termina tanto con la mecánica cuántica como con la teoría de la información, la cibernética y la matemática del algoritmo. Todos son elementos que, me parece importante señalarlo, no son completamente novedosos; la noción de algoritmo, justamente, tiene varios siglos. Pero su paso al centro de la escena es completamente reciente. Lo mismo, la división entre continuo y discreto es algo que los griegos manejaban completamente. La paradoja de Aquiles y la tortuga es perfectamente legible en esa clave. El atomismo antiguo confrontado con las teorías aristotélicas de la sustancia también pueden leerse en esa duplicidad. Pero solamente hoy se ha alterado, de manera me parece definitiva, el balance de esos polos. El discreto pretende ser no solamente el polo dominante, sino el único polo posible. El discreto es una noción que me interesa mucho porque afecta todos los campos, la política, la metafísica, la matemática, la ciencia en su totalidad, las formas de relación, la sexualidad, la manera misma en que comprendemos el mundo en que vivimos. Por lo tanto la primera fase que todos los trabajos tienen es esa, tratar de hacer un diagnóstico que logre dar cuenta de las raíces por las cuales el mundo en que estamos viviendo ha sido gestado.
— ¿Sería posible, más allá de esa tarea de diagnóstico, asignar un objetivo general de la labor de la espectrología?
— La espectrología es un horizonte de perspectiva, no es la disciplina de trabajo: es el horizonte de lo invisible, el de las entidades que escapan al materialismo, el de la subjetividad, el de la afectividad, etc; es un horizonte de problemas. En cambio la disyuntología es el saber específico para teorizar eso. Desde la disyuntología intento pensar sobre nuevas bases lo que la metafísica concibió bajo el nombre de Ser. De allí nace la cuestión, por ejemplo, del Outside, o la de la extinción, que también fueron puntos de partida para pensar estos problemas.
De diversa forma han ido apareciendo en mis trabajos una serie de conceptos que en libros sucesivos van a ir ganando mayor peso y que apuntan, como propuesta específica, a lograr una post-metafísica. Eso es bastante evidente en Principios de Espectrología, que tiene una primera parte, una pale-ontología —concepto que prefiero al de arqueología—, una revisión de la historia de la ontología, pero donde la segunda parte está destinada a pensar una serie de elementos para una nueva cosmología, una nueva concepción del mundo en que vivimos. Lo mismo pasa en Arcana Imperii, donde conviven esos dos registros.
Por cierto, me apresuro a decirlo, es un proyecto destinado a fracasar. Va a fracasar porque este momento, aunque sumamente interesante, no es un momento de esplendor, sino de transición. Por lo tanto no hay ningún sistema metafísico, post-metafísico o especulativo, como lo queramos llamar, que pueda ser efectivamente la filosofía del tiempo que estamos viviendo o empezando a vivir, tarea que solo será posible cuando los tiempos estén más maduros. Todo lo que hoy se escribe, empezando por mi propio caso, son intentos de acercarse a entender la mutación, de construir hasta donde sea posible un nuevo vocabulario adecuado a ella, pero sin estar destinado a ser el vocabulario de la nueva época. Basta pensar, para hacer una comparación que ha sido señalada también por otros, en la magnitud de las obras que se escribieron entre 1900 y 1918 y en la filosofía, física y literatura entre 2000 y 2018. La comparación es más que suficiente para ver el resultado ampliamente desfavorable para lo que se está escribiendo hoy, y no se trata de una incapacidad de las personas, sino que es producto del tiempo histórico. Esto no es una invitación a bajar los brazos: todo lo contrario, hay que asumir que estamos viviendo una época histórica que probablemente no nos permitirá un despliegue triunfal, pero de todos modos resulta importante hacer el esfuerzo. Las épocas de transición donde la filosofía no es especialmente brillante me parecen muy interesantes, porque en ellas se gestan los conceptos y las herramientas que van a usarse en las épocas de florecimiento. Eso implica pensar en el largo plazo. No se puede trabajar con ninguna materia filosófica, científica ni de ninguna especie, aspirando a una resolución personal de los problemas. Lo importante es pensar en el largo plazo y en la contribución a lo que no se sabe que vendrá. Hay que operar un poco a ciegas. Es la única forma de estar bien orientados, desconociendo la meta, incluso voluntariamente. Asumiendo esa necesidad.
— Esa necesidad de abismarse a lo desconocido, ¿puede vincularse a la apertura al Outside? Y junto a esto, ¿en qué se diferencia el Outside de la simple incertidumbre o del desconocimiento?
— Incertidumbre no significa que hacemos cualquier cosa. Esto no es un pensamiento de lo indeterminado o de lo cualquier cosa. La noción de Outside fue pensada para desafiar el primado del Ser en su asociación con el hombre, y de ahí su vínculo con la noción de extinción. La noción de extinción permite correr al hombre de la escena como justificación o meta de la reflexión filosófica. Si el hombre no existiera, ¿cómo podría explicarse el mundo? Se trata de la paradoja de pensar, a partir del hombre, un mundo sin el hombre. ¿Es posible resolver esa paradoja? ¿Es posible salir de los marcos en que el hombre piensa su mundo, salir de los límites del lenguaje, de los límites de la sociedad? Pienso que sí. Pienso que es posible la noción de extinción en un sentido radical: se puede pensar un mundo donde el hombre no está como categoría central, donde está ausente. Se trata de algo más que un experimento mental: es una amenaza política cierta. Por una u otra razón, en un plazo breve, si la política se empeña en producir el trastorno del ecosistema terrestre, podemos tener una catástrofe inminente. Pero si no, al más largo plazo, al larguísimo plazo, la vida sobre la Tierra no va a ser más posible: el sol va a tocar su final, la vida cósmica va a prescindir de nosotros. En ese sentido no es posible pensar filosofías a corto plazo, o al menos eso intento. Es necesario pensar con toda la radicalidad de sus consecuencias que Gea, nuestro ecosistema terrestre, va a desaparecer por completo. Eso tiene repercusiones sobre las formas en que actuamos políticamente hoy en día. Hay gente que lo tiene en cuenta, no los filósofos precisamente, pero sí quienes trabajan en tecnología espacial, en informática, en cosmología, quienes piensan políticamente que es necesaria la evacuación del planeta Tierra, proyecto hoy en curso. No es una cuestión de prognosis, sino que hay una elite que planea el abandono del ecosistema geodeterminado y la conquista del espacio exterior. Esa nueva colonización no se debe al mero agotamiento de los recursos terrestres, sino a razones de largo plazo, de pensar que es necesario prolongar ya sea la vida humana o su mutación completa por medio de la inteligencia artificial, yendo más allá de los plazos cósmicos de vida que le resta a la Tierra. Se trata de pensar por primera vez el cosmos como el espacio político por excelencia, abandonando la geodesia política y la idea de que Gea es nuestro ecosistema y que hay que preservarlo. Toda la ecología se apoya en ese proyecto de preservación, y es loable, pero insuficiente, porque Gea está condenada a desaparecer, y no hay esfuerzo que pueda cambiar ese destino. Por lo tanto la filosofía y la ciencia solo pueden pensarse en el horizonte último. Debemos pensarlo desde la filosofía porque ya lo están pensando quienes ejecutan las políticas globales, de lo contrario estamos por debajo de quienes pergeñan el tiempo por venir. La ambición de la revolución, al lado de quienes hoy piensan colonizar el cosmos, resulta insignificante. El desafío que hay por delante es gigantesco. No hay ninguna razón para sentirse melancólico sobre la revolución, porque desafíos no nos faltan. No ya solo para transformar el mundo: hay quienes hablan de transformar el cosmos. ¿Por qué deberíamos renunciar a ese proyecto? Lo que no significa converger en las mismas premisas y conclusiones de quienes hoy lo llevan a cabo.
— Usualmente las elites gobernantes y el orden vigente tienden a caracterizarse como conservadores. ¿Acaso corresponde pensar que de la mano de una nueva noción de orden han fagocitado la idea de revolución poniéndola en movimiento ya no contra una forma política precedente, sino de cara a un horizonte por venir?
— La categoría de revolución no la uso para esto, ya que no me parece que sea una revolución lo que está en curso. Es cierto que la noción de revolución es una noción moderna. El paradigma de todas las revoluciones es la francesa y no la norteamericana (no acuerdo con Arendt). La revolución francesa tiene un período donde efectivamente trata de ser fiel a una labor de alteración profunda de los regímenes políticos. Después, como ha sido mostrado por los estudiosos, otras revoluciones solamente se ligan por el nombre a esa revolución verdaderamente originaria. Ahora tenemos esto a lo que no llamo revolución porque no me parece destinado al trastocamiento de un régimen político o jurídico, ni a la generación de nuevos derechos, ni a la alteración de las formas de producción. Al contrario, es un proceso genético radical. Lo que se intenta es crear desde cero las bases de una transformación del cosmos en su totalidad. Tenemos que entender que la colonización del cosmos no implica solo asentarse en un nuevo planeta como si se tratara de ganar territorio. De lo que se trata es de crear nuevas formas de vida sintéticas, de crear vida artificial, de poner en entredicho el concepto de vida, que por supuesto debe ser repensado radicalmente. Es un proyecto fundacional que aspira ya no a un nuevo orden político, sino a un nuevo estatuto para todo lo existente: la vida y la materia fundadas sobre nuevas bases, moldeadas desde sus estructuras constitutivas. Se trata de pensar de manera radicalmente nueva las formas de los agrupamientos humanos o de las especies que han de surgir, que ya no serán exclusivamente humanas, en el caso de que algo de lo humano sobreviva. Por lo tanto es un proyecto de neofundación de lo existente presente y por venir. Por eso no uso el término revolución, porque es muy restringido en términos de la ambición hoy en curso. Por supuesto que los modos en que eso se está implementando, el curso que están tomando esos cambios, me parecen muy preocupantes. Pero más preocupante me parece la renuncia de los filósofos en particular, y de las humanidades en general, a tomar riendas en este asunto.
— ¿Cuál puede ser la actitud de la filosofía ante esta mutación no revolucionaria en momentos en que, justamente, parece agotada la fuerza política del horizonte revolucionario?
— La filosofía no está destinada a pensar la revolución. Si no, la única filosofía legítima sería la de los filósofos revolucionarios; Marx, por ejemplo. La mayoría de los filósofos no eran revolucionarios. La misión de la filosofía no es pensar la revolución, es pensar el mundo y la política como se le ocurra, lo mejor que pueda hacerlo, fiel a su propio designio. Quienes deben pensar la revolución son los agentes políticos. En ese sentido los agentes políticos pueden ser diversos. Los intelectuales pueden transformarse en agentes políticos. Los humanistas pueden hacerse revolucionarios. No es un mal destino. Al contrario, fue la última apuesta de las humanidades: transformarse en agentes de lo que los modernos entendieron como revolución. Los humanistas no se conformaban con nada, tenían ambiciones extremas, por eso podían politizarse. Es decir, los humanistas no se conformaron con las reivindicaciones del movimiento obrero, con las respuestas sindicales, que no son revolucionarias sino conquistas a lo largo del tiempo y a cuentagotas. Tampoco se conformaron con las respuestas del otorgamiento de los derechos, de la política que podríamos llamar de los derechos que no alteran ninguna de las infraestructuras de la sociedad, que solo habilitan un margen de subsistencia. Muchas veces lo que se llaman derechos, no soy el primero que lo dice, no son más que permisos. Por ejemplo el aborto. Se le pide al Estado que otorgue un permiso elemental, y la condición política contemporánea es tan baja que se lo puede hacer pasar por un derecho, es decir, por algo mucho más libertario que lo que se está pidiendo; tengamos en cuenta que es promovido u otorgado por muchos gobiernos conservadores sin ningún problema. Los humanistas en un momento dijeron: “no nos vamos a conformar con permisos, ni siquiera con derechos, no nos vamos a conformar con las lentas transformaciones, queremos un cambio ya”. Eso es lo que llevó al abandono de las humanidades. Los poderes procedieron a desmantelar aquello que hizo posible que los humanistas pensaran de esa manera, hasta que hoy la ambición máxima es publicar papers, y no exigir el cambio absoluto de todo lo existente.
Por supuesto que la idea que subyace en el libro es que no se puede dejar que una elite goblal tome el control de la Tierra, de la evolución y de los planes para la post-humanidad. Eso sería una enorme pereza y una derrota atroz. Si las humanidades quisieran podrían disputar ese lugar. Pero si lo hicieran ya no serían humanidades, serían otra cosa, serían su mutación, su nueva figura histórica, una que aún no ha llegado. Mientras, los humanistas están en extinción. Quien quiera verdaderamente dedicarse al pensamiento tiene el deber de disputar esos espacios, sobre todo porque considero que el rumbo del mundo es catastrófico y que los planes de esas elites neofundacionales deben ser contrariados. No se trata, por lo tanto, de sumarse al curso de las cosas como quien sigue a una corriente.
— Otro elemento importante en Arcana Imperii es cómo estas mutaciones de gran alcance intervienen sobre la erótica, la sexualidad y los regímenes de deseo. ¿Es hacia allí a donde hoy podría dirigirse la labor más inmediata de la filosofía?
— El deseo es otra rama aparte que está en Arcana Imperii y otros libros y me resulta fundamental. Para decirlo de un modo simple: el deseo está allí porque es aquello que hace obstáculo. ¿A qué cosa? Hace obstáculo a todos los planes en curso. Los algoritmos no lo pueden explicar, las neurociencias claudican de manera clamorosa frente a ello. La filosofía política, la inteligencia artificial y los líderes tecnócratas, tienen algo en común y es que encuentran allí un escollo. En eso que se quiere superar, lo humano, hay algo que parece ser una predeterminación que parece insumisa a toda reducción: se trata del deseo.
El deseo interviene, desde luego, en las sexualidades, pero no solamente. Estamos en un momento donde las sexualidades están profundamente domesticadas y el deseo constituye lo único que todavía es un escollo y que hace que el plan no sea perfecto. Es un obstáculo que nadie puede aprehender. Por ello merece ser pensado. Está ahí como una especie de fuente y de interrogante: ¿será el deseo finalmente completamente domesticable? O, al contrario, ¿podría hacer fracasar absolutamente todo lo que parece como un sólido edificio, un conjunto de planes de largo alcance? Pienso, para ser un poco provocativo, que el deseo puede hacer que se desgrane un teorema matemático, puede hacer fracasar a los algoritmos, puede hacer tambalear cualquier otra propuesta de pensamiento del mundo.
— Sin embargo el deseo, tal como es conceptualizado en Arcana Imperii, no parece corresponder a la potencia del Ser. ¿De qué se trata esta resistencia que no es potencia?
— Claro, no estoy hablando de una pulsión salvaje, para nada, aunque el deseo pueda tener relaciones con la pulsión, como mostró sobradamente el psicoanálisis. Lo que me importa mostrar es que el deseo es un huésped extraño que todos y cada uno de nosotros tenemos dentro. Y ese huésped extraño hace lo que quiere, no podemos controlarlo y mucho menos a título individual. Por tanto presumo que una consecuencia se impone. Tal como puede ser sentido, se trata de un huésped, es decir es exógeno. Es la presencia del Outside dentro de cada uno de nosotros. El Outside involucra una paradoja que abordaré en libros sucesivos: se trata de pensar prescindiendo de lo humano, pensar aquello por fuera de lo humano y que puede subsistir independientemente de él, pero que para hallarlo no es necesario ir más allá de uno mismo. Por eso en el libro aparece invocado otra vez el Oráculo de Delfos: “conócete a ti mismo”. Ese oráculo podría ser otra vez considerado como punto de partida del pensar filosófico. No significa que hay un yo interno cognoscible. Conocerse a sí mismo es conocer lo extraño en uno mismo. Por lo tanto conocer el Outside no requiere más que conocerse a sí mismo. No es necesario ir muy lejos para empezar el camino. Las ambiciones son grandes, pero el punto de partida está muy cerca. No hace falta estar en Marte. Solo hay que sentarse un momento y sentir ese extrañamiento que parece interior.