E. T. A. Hoffmann y el ascenso de la narrativa breve de ficción
E. T. A. Hoffmann y el ascenso de la narrativa breve de ficción
tò gàr athroóteron hédion è polloi kekraménon toi chrónoi
Aristóteles, Perí poietikés (1462b.1)
I
Un viejo y tranquilizador adagio —que ningún cosmólogo actual aceptaría— enseña que natura non facit saltus. La historia del arte, sin embargo, y en especial la historia de la literatura, abundan en saltos, omisiones, olvidos… Y uno de los que más se destaca entre ellos es el aún confuso episodio del ascenso de la ficción breve y en prosa durante la transición del siglo XVIII al XIX, episodio que ilustra perfectamente dos tics de la historiografía artística moderna, a saber: por un lado, desentenderse de las motivaciones exógenas a la hora de dar cuenta de la serie literaria, y por el otro, desatender los aspectos meramente cuantitativos a favor de lo cualitativo en las obras. Pues la reconfiguración formal y la subsecuente recategorización cultural del relato corto es un proceso que no se puede describir sin dar cuenta de ciertas determinaciones comerciales y editoriales, por mucho que les pese a quienes gustan enumerar cadenas de influencias literarias que se darían in abstracto [1]. Y, asimismo, contra lo que propone nuestro epígrafe aristotélico, donde el estagirita exalta la concentración por sobre la prolongación, cuestiones tales como la extensión espacial o la duración temporal nunca han sido tenidas muy en cuenta por la estética moderna, que desde su génesis idealista ha preferido ir siempre tras un je ne sais quoi antes que tras rasgos concretos y materiales; en el ámbito estético, al parecer, el tamaño no importa.
El episodio al que aludimos es como sigue. Ya entrado el siglo XVIII, mientras la novela se imponía en el gusto del público [2], lo que hoy damos en llamar “cuento” (técnicamente dicho, una pieza de ficción en prosa y de extensión breve hasta mediana) no tenía carta de ciudadanía en la literatura occidental. Había, sí, relatos cortos tales como alegorías, parábolas, crónicas, fábulas, e incluso anécdotas y chistes, con fuentes a menudo identificables (la Biblia, la historia nacional, el folklore regional, etc.), y sobre todo, con propósitos bastante claros: en un extremo, la finalidad pedagógica, instructiva, moralizante, y en el otro, pura ligereza pasatista y efectista, con el fin de hacer reír o asustar. A su vez, la oferta de canales de circulación para todo el acervo épico occidental, ya fuera de aliento largo, mediano o breve, era tajantemente binaria: por un lado, la oralidad, y por el otro, la imprenta, o mejor dicho —la acotación es crucial—: el libro. La primera albergaba un amplio espectro de agentes, que iban desde los abuelitos que contaban historias a los niños antes de dormir hasta los recitadores cortesanos, que a menudo incursionaban en la poesía épica more antiguo; el medio impreso, en cambio, requería que la función épica justificara la ardua elaboración de un volumen, por lo que en la práctica se favorecían los romances y novelas, como ficciones, y las crónicas y las biografías, como géneros no ficcionales, en desmedro de la narrativa breve, que para llegar al libro tenía que apelar a la más burda de las estrategias: la cuantitativa (de ahí los ciclos de inspiración boccacciana, enmarcados narrativamente o siquiera reunidos temáticamente).
Pero lo que Raymond Williams denominara long revolution acarreó, entre muchísimos otros cambios culturales, la aparición de un nuevo poder que completaba o complementaba la tríada de instituciones republicanas: la opinión pública, o si se prefiere, el periodismo, producto del deseo sinérgico del ciudadano burgués por alfabetizarse y por participar —aún de manera muy mediada— del gobierno. Progresivamente, la industria editorial desembarcó en las calles de las grandes ciudades europeas con diarios y revistas, nuevos dispositivos donde se yuxtaponían la información y la formación, que cada vez más tendían a ser entretenimiento (hoy se habla de “infotainment” como una feliz combinación de ambos elementos). Y de pronto, a mediados de siglo no solo era posible sino también necesario componer narrativa breve, dotada de brío e imaginación, capaz de llenar los espacios en blanco de los suplementos y de las denominadas “revistas literarias”. El mercado había abierto una terra incognita: ¿quién sabría explorarla y ocuparla?
II
Aclamado por los lectores antes que por los críticos, y aun antes por los artistas musicales y gráficos que por los propios escritores (que no por eso dejaban de “inspirarse” vorazmente en él), E. T. A. Hoffmann (1776-1822) es uno de los representantes más paradigmáticos de esa generación intermedia de narradores que ya tenía la novela y todavía no el cuento como referente, pese a la nueva y creciente necesidad del mercado editorial por narraciones reducidas (a los diarios y revistas, en épocas de Hoffmann comenzaban a sumarse además los denominados “almanaques” de historias compiladas y los volúmenes de antologías). A su triste fortuna como autor archi-saqueado y a la vez no muy reconocido por la literatura contribuyó, seguramente, su condición de consumado Mehrfachkünstler o artista polifacético (la elocuente lápida de su tumba lo celebra como “poeta, músico y pintor”). Pero posiblemente también hayan repercutido en forma negativa la deliberada ambigüedad de su tono y su mundo representado (¿alto o bajo, trágico o cómico, realista o fantástico?), el carácter sui generis de muchas de sus piezas (a caballo entre la narración, el ensayo y la crítica), y un dato no menor: la falta de originalidad —ya que no de intensidad— de sus emprendimientos novelísticos, que repiten y acumulan procedimientos [3]. Pues sus dos novelas largas publicadas (las otras conocieron antes el fuego que la imprenta), la tremebunda Los elíxires del diablo (1815-1816) y la inconclusa Puntos de vista y consideraciones del Gato Murr (1819-1821), lo muestran respectivamente o bien como un tenaz continuador de la tradición gótica, o bien como un digno discípulo de su mentor Jean Paul Richter [4], que había introducido en la literatura alemana la “antinovela” al estilo del Tristram Shandy. Exagerando un poco a los fines explicativos, podría decirse que si en la narrativa breve Hoffmann era demasiado diferente para el ojo crítico de su tiempo, en la narrativa de largo aliento resultaba demasiado igual [5].
Dicho esto, ¿cómo dar cuenta de ese elemento diferencial de las brevedades épicas hoffmannianas? En su madurez, el propio autor habló de un “principio serapióntico” para definir su poética personal, pero se trata de un postulado errático, donde se celebran –según la etiqueta romántica- lo extremo y lo extraordinario; difícilmente se puede tomar dicho principio por la clave de arco del edificio. Según si se le quiere conferir una valoración positiva o negativa, puede calificárselas de experimentales o de híbridas (en tiempos posmodernos, es posible que ambos atributos suenen igual de bien). En todo caso está claro que a casi cada prosa breve del autor podría describírsela como lo hiciera un crítico reciente respecto de una de ellas: “un ejercicio narratológico en el que la narración en sí se convierte directa e indirectamente en el tema” (2004: 156). Pues al querer satisfacer la demanda de narraciones para revistas y antologías (al principio, antologías colectivas, pero luego, conforme la fama crecía, también antologías propias), Hoffmann se fue adentrando en un suelo todavía pantanoso para él, ávido consumidor de novelas, y sus ficciones de corta o mediana extensión delatan sus búsquedas y tanteos formales, más o menos logrados. Y es posible que a la crítica le haya tomado más tiempo asimilar ese verdadero laboratorio que al público general debido a la falta de una filiación visible en los moldes literarios; a este signo responden las célebres defenestraciones de algunos compatriotas como Eichendorff y Heine, así como las del “frente escocés” constituido por Walter Scott y Thomas Carlyle (críticas, por cierto, pletóricas de biografismo pacato y envidia profesional).
Ahora bien, para comprender el proyecto narrativo hoffmanniano es crucial recordar que en su contexto inmediato se estaban dando al menos dos paulatinas codificaciones de subgéneros: el Märchen, que podemos traducir sintéticamente como “cuento” en tanto y en cuanto tengamos presente la impronta de lo idealizado y lo maravilloso (en el sentido de Todorov), y la Novelle o “novela breve”, forma y denominación favorita que supo tomar la narrativa de corto aliento en el ámbito germano parlante, con clara raigambre en la tradición de la novella toscana (lo que equivale a decir: hacia dentro, economía de personajes y concentración en un hecho o tema, preferentemente ficcional y original, y hacia fuera, conexión —vía el recurso de la cornice— con una macroestructura más amplia) [6]. El primero, con hondas raíces vernáculas, terminaría siendo el caballito de batalla de la poetología épica de las sucesivas camadas de románticos alemanes (Arnim, Brentano, los Hermanos Grimm…), y la lucha por los prefijos —“Feen-”, “Volks-”, “Kunst-”, etc.— denota los denodados intentos por regularlo y fijarlo. Sobre la Novelle, por su lado, ya en la década de 1770 se había expedido —de manera algo jocosa y marginal— uno de los grandes autores del momento, C. M. Wieland, al apuntar que “se llama novelas breves [Novellen] a un cierto tipo de relatos que se distinguen de las grandes novelas [großen Romane] por la simpleza de su plan y la corta extensión de la fábula” [7]. Poco después, con sus Conversaciones de emigrados alemanes (1795), Goethe le había dado al subgénero plena carta de ciudadanía, fijando un alto estándar de calidad [8]. Y para la generación romántica, Ludwig Tieck había bendito definitivamente la Novelle con su Phantasus (1812-1816), una recopilación de relatos previos, ahora unidos por un marco ad hoc. En el transcurso del siglo XIX, la entronización —supuestamente consensuada— de estos subgéneros, con la Novelle a la cabeza, tendría graves consecuencias para la crítica teutónica, pues sentaría modelos contrastivos con los que juzgar a toda la narrativa breve, cual lecho de Procusto.
Hoffmann conocía al dedillo los relatos de Goethe y de Tieck (quizás el autor en cuyo espejo más se miraba), y apenas puso un pie en el mercado editorial, no dejó de arremeter idiosincrásicamente contra esa novedosa y rentable maravilla, la narrativa breve. El saldo de esa aventura, que duró poco más de dos décadas, es diverso y formidable; echaremos un fugaz vistazo a uno de sus puntos culminantes, una de las obras maestras (de cualquier extensión) de la narrativa mundial.
III
El uso (y abuso) que Freud hizo de “El hombre de la arena” (Der Sandmann) para su artículo sobre la categoría de lo siniestro u ominoso, acuñada por E. Jentsch, le ha dado a este relato una fama que ni su autor ni su editor podían sospechar al publicarlo, aun cuando lo situaron delante de las ocho Piezas nocturnas (1816-1817), la única colección de relatos de Hoffmann sin marco unificador (lo que habla a favor de la independencia de cada uno, más allá de la tónica en común). Pero se trata, ¡ay!, de una fama ambigua... Por un lado, hoy la lectura de la obra casi puede darse por descontada en un vasto público [9]; por otro, el approach freudiano, exógeno y extraliterario, puso a esta historia en el rango de los documentos culturales, de enorme valor científico, pero de cuestionable —o en todo caso prescindible— valor artístico [10]. Y en esto, la mala fortuna del pobre Hoffmann ha sido proverbial: cuando un gran intelectual lo tomó por referente, fue para explotarlo con fines utilitarios, y no para celebrarlo qua poeta. Así, por ejemplo, las repeticiones en la historia fueron vistas desde una perspectiva psicológica, como síntomas del trauma, y no como un brillante recurso diegético (de hecho, el recurso centrípeto que más cohesión le da al texto) [11]; para el narrador Hoffmann, la duplicación —acaso llevada hasta la multiplicación— era un principium creationis, no una expresión patológica, pero se requiere un analista literario y no uno psicoanalítico para explicitarlo.
Como sea, si hoy miramos el Sandmann de cerca, es palmario que lo que hay en este relato es, a la manera alquímica [12], o mejor, tectónica, un concentrado subyacente de estructuras novelísticas en ebullición, a veces patentes en lo temático, y otras, en lo formal. Pues este relato breve es una consumación condensada de los principales géneros novelísticos consagrados en el siglo XVIII, a saber: epistolar (más una estructura que un tema, como lo muestra su empleo por parte del pundonoroso Richardson y del libertino Choderlos de Laclos), sentimental, gótico, de formación (Bildungsroman), y satírico [13]. Salvo por la novela de aventuras (subgénero impuesto señeramente por el Robinson Crusoe), para la que Hoffmann no parece haber tenido paladar pese a ser el formato novelístico más ligado al romance y por ende el que mejor aplicaba la técnica acumulativa, en Der Sandmann están “superados” —en el sentido hegeliano de haberlos absorbido previamente— todos los demás subtipos novelísticos establecidos de la época. La primera parte de la historia está expuesta en el formato epistolar (tan caro al autor) [14], que instala un animus confesional y proporciona un “efecto de realidad” inicial. Allí, en tanto nos informamos sobre el amor de Clara y Nataniel y la niñez y los estudios de éste, se asoman los reconocibles motivos y las estructuras de otros dos subtipos novelísticos acendrados: el sentimental y el formativo. Dicha sensación inaugural de verosimilitud es productiva porque lo que de inmediato se anuncia es lo extraordinario, lo fatídico (el primer tópico es el de la Unruhe, la inquietud), y no sorprende saber que el autor acababa de dar punto final a sus Elíxires del diablo: el aparato gótico es bien visible a lo largo de la veintena de páginas del Sandmann, y sin duda es el que acaba prevaleciendo en la confrontación final, tras un notable in crescendo. Curiosamente, de pronto la serie de cartas se interrumpe… y entonces nos adentramos en el terreno satírico-paródico de Sterne, donde Hoffmann se mueve como pez en el agua gracias al narrador que utiliza, del que lo que menos podemos decir —con Wayne Booth— es que es sumamente “no confiable”. Este patchwork de matrices novelísticas está tan bien amalgamado, además, que su naturaleza compuesta pasa por completo desapercibida para la mirada ingenua; si todo texto etimológicamente invoca la artesanía del tejido, empero, cabe decir que el Sandmann es un auténtico paradigma “textual”: retazos de series colosales yuxtapuestos discretamente como puntas de iceberg.
Por cierto, la prueba de que el autor era suficientemente consciente de su artificio la tenemos en el excurso del intermedio, que bien podemos considerar una cesura musical (por recurrir a la sinestesia, tan valorada por Hoffmann y sus contemporáneos) [15]. Sería un grosero error ver en este singular pasaje un mero discurso intercalado a modo de desvío recreativo o aclaratorio, pues en verdad se trata de lo que un narratólogo calificaría de “shifter”: un dispositivo para cambiar de velocidad. En este relato, a diferencia de lo que sucede al final del Werther, cuando el flujo de misivas se detiene para dar paso al meta-narrador la tensión está exactamente en un punto medio: el relator emerge como un intruso que distiende, distrae, bromea, e incluso pide disculpas, pero tras dos o tres párrafos metadiegéticos y llenos de ironía (los cultores del Tristram Shandy sonríen aquí con complicidad), la historia cobra nuevos bríos y se relanza como un torbellino. Porque es precisamente gracias a su ineptitud y sus carencias que este cronista, omnisciente y a la vez ignorante, acentúa y acicatea el interés del lector tras haberlo dejado reposar, y lo hace admitiendo falencias, deslindando responsabilidades, planteando alternativas y enfatizando ciertos aspectos de su materia. El aparente anticlímax se vuelve pura aceleración [16].
IV
Es indecidible si la novela, más allá de toda determinación coyuntural, es la forma que corresponde al espíritu moderno, como lo quiere Roger Caillois, siendo el cuento un mero hermano menor; lo cierto es que lleva la primacía cronológica, lo que no es poco, y por eso ha calado hondo el trillado título del clásico de Ian Watt The Rise of the Novel. Hacia 1750, la gente hablaba de Tom Jones o del Vicario de Wakefield como si fueran parientes cercanos, si no amigos íntimos, y cada muchacha compungida que pasaba por la calle podía ser la Pamela de Richardson o la Julia de Rousseau. Para los aspirantes a narrador, los novelistas eran el parangón par excellence, tanto en términos comerciales como en términos emocionales, y nada delata más el vacío genérico que estos creadores sentían al mirar atrás que su recurrente apelación al Decamerón, los Cuentos de Canterbury y las Novelas ejemplares como paradigmas: modelos antiguos, por no decir anticuados, donde una serie de relatos circulaba merced a que constituía un ciclo digno de un libro.
Sabemos cómo siguió esta historia literaria, al menos en términos de resultados. Basta apelar a la noción de Sattelzeit de Reinhart Koselleck, ese período bisagra (o más literalmente, “tiempo de encabalgamiento”) entre 1750 y 1800, para definir en forma ostensiva —ya que no intensiva— el efervescente proceso de creación y recreación de las formas literarias breves: de conte philosophique a conte, de Märchen a Kunstmärchen, de sketch a short story. En el pasaje de fines del siglo XVIII a comienzos del XIX, los principales idiomas europeos fueron presenciando —mutatis mutandis— el surgimiento de un nuevo gran género, y nada es más sintomático de ese proceso que toda esa galería de nuevos nombres que vinieron a designar formatos breves e inexistentes hasta entonces, todos ellos pautados por una vaga aspiración común: la “calidad” literaria, cifrada por la originalidad del material (o su tratamiento) y la intensidad del efecto emotivo suscitado en el lector de turno.
Pues hete aquí que a la sombra de su hermana mayor, la novela (a su vez un desprendimiento realista y pedestre del antiguo romance), el cuento moderno efectuó en la segunda mitad del siglo XVIII un doble movimiento de reconfiguración: por un lado, una reducción cuantitativa, y por el otro, una intensificación; donde antes había numerosos personajes y vastos cronotopos ahora se imponía aligerar, condensar, simplificar, comprimir. Pero la economía de elementos y recursos amenazaba con redundar en una jibarización de la empatía novelística, verdadera clave del éxito del género, así que los nuevos narradores hubieron de detectar sobre la marcha que debían compensar las pérdidas: si la paleta tenía menos colores, estos tenían que brillar más; la parquedad debía hacerse vívida. En la literatura europea había comenzado la carrera por un tono único, una situación singular, un protagonista sobrecaracterizado y memorable, y recursos tales como los inicios in medias res y los desenlaces in crescendo. Escritores tan heterogéneos como Restif de la Bretonne y Washington Irving, a uno y otra margen del Atlántico, pertenecen íntegramente a esta fase, y si algunas de sus ficciones breves hoy nos resultan amorfas o indefinidas, es justamente porque no se ajustan a modelos reconocibles y oscilan entre la crónica, el ensayo, la remembranza y la parábola; hasta el siglo XIX no hay grandes cuentistas porque lo que no existía era el cuento tal como lo conocemos.
Miembro ilustre de esta generación, E. T. A. Hoffmann fue una especie de tardo-romántico precoz, que tempranamente comprendió el carácter de exploitation de la materia gótica y fantástica y la índole caricaturesca del artista genial, al tiempo que no podía o sabía apartarse de producir con esa clave y de proyectar esa imagen personal. Los editores le pedían novelas y relatos de mediana o breve extensión; para las primeras carecía de tiempo (tras algunos traspiés artísticos había decidido dedicarse profesionalmente al derecho, que le proporcionaba un salario estable), y acaso también de la fortaleza anímica, por lo que se abocó a los segundos, que cada vez se volvían más rentables [17]. Desde su primer éxito narrativo, el relato fantástico Ritter Gluck (aparecido en 1809 en una revista musical), nuestro autor no dejó de elaborar ficciones, en su gran mayoría breves, y siempre apelando a todo cuanto podía echar mano: las ciencias ocultas, los formatos populares y periodísticos, y sobre todo, las novelas, una pasión que se observa no solo en las dos que publicó en vida, sino también en su cincuentena de relatos (llámeselos Erzählungen, Novellen o Märchen). Un autor que abrevó muchísimo de él en su juventud y que luego definiría el cuento moderno, Edgar Allan Poe, lo negó cuanto pudo, y hasta dijo preferir a su amigo Friedrich de la Motte Fouqué [18]. El teórico literario alemán que más investigó sobre la Novelle, Josef Kunz, le reconoció el impacto comercial, pero lo puso por debajo de sus coetáneos Arnim y Kleist [19]. Recién en el último tercio del siglo XX se le devolvió cierta dignidad como poeta, y hoy podemos ver lo que en esencia fue: un lector de relatos largos que se empeñó en escribir relatos cortos. Lo hizo mezclando, cortando y pegando, reelaborando, inventando. No disponía de recetas ni de fórmulas. Formaba parte de una camada brillante e irresponsable, que en materia de narrativa breve lo tenía todo por delante, y que con cada pieza hacía un pequeño experimento. Algunos salían de veras bien.
Bibliografía
Burello, M. (2010). Nuestro anti-romántico carácter nacional’: Poe, entre lo germánico y lo americano. En R. Costa Picazo y A. Capalbo (eds.), La narrativa breve en los Estados Unidos: literatura, artes y ciencias sociales. Buenos Aires: BMPress.
—. (2003). Verdad y verosimilitud en la narrativa de Friedrich Schiller. Revista de Filología Alemana, 11. Madrid: Universidad Complutense.
Habermas, J. (2000). La modernidad: un proyecto inacabado. En Ensayos políticos. Barcelona: Península.
Japp, U. (2004). Rat Krespel. Rätsel der Kunst. En: Günter Saβe (ed.), E. T. A. Hoffmann. Romane und Erzählungen. Stuttgart: Reclam.
Kunz, J. (1992). Die deutsche Novelle zwischen Klassik und Romantik, 3. Berlín: Erich Schmidt.
Terras, V. (1966). E. T. A. Hoffmann’s Polyphonische Erzählkunst. The German Quarterly, Vol. 39, Nº 4, pp. 549-69.
[1] J. Habermas ha señalado que las disciplinas modernas, al asumir autoconciencia de tales, trazaron programáticamente su “historia interna” (2000: 273); en esto, las historias de la literatura y la filología no son una excepción (aún hoy, tras Escarpit, siguen sin prestar mayor atención a la historia del libro como artefacto). Como intentos de compensación, las historias marxistas tampoco tendrían mucho que aportar al respecto, porque en este caso más que de la lucha de clases se trató de una “lucha de medios”, o en todo caso, de una lucha de formatos.
[2] Baste recordar que Pamela, Julia y Werther fueron los tres libros más vendidos del siglo en sus respectivos ámbitos lingüísticos.
[3] Todo lo cual inserta al autor de lleno en la proto-tradición de la sátira menipea descripta por M. Bakhtin (que obviamente incluyó a Hoffmann entre los representantes modernos).
[4] Cfr. el prólogo de Jean Paul a las Fantasías a la manera de Callot, donde se pone a Hoffmann bajo el signo de Swift y Sterne.
[5] Un destacado germanista como H. A. Korff supo observar oportunamente que “el verdadero misterio de la narrativa de Hoffmann no está en su contenido, sino en su forma” (1966: 551). Pensaba, sin duda, en la narrativa breve.
[6] Para esto, cfr. el capítulo sobre “Märchen” del injustamente soslayado manual de André Jolles Las formas simples, Santiago de Chile, Editorial universitaria, 1971 (p. 198s.).
[7] Nota introducida en la 2ª edición (1772) de su novela Die Abenteuer des Don Sylvio von Rosalva (Leipzig, Göschen, 1795), p. 18.
[8] NB: su teorización sobre el género, así como su relato titulado Novelle, son muy posteriores.
[9] R. Drux ha señalado incluso que existe toda una “disciplina especializada” sobre esta pieza en su edición crítica del relato (Stuttgart, Philip Reclam jun., 2005, p. 61).
[10] La identificación de los psicoanalistas con el personaje de Clara, verdadero analista avant la lettre, es probablemente el mayor motivo de una atracción que no cesa, como lo prueban los ingentes escritos del Dr. J. McGlathery sobre Hoffmann.
[11] C. Hohoff explora también las repeticiones léxicas y sintagmáticas. Al parecer, Hoffmann introdujo muchos cambios al final porque sentía que había repetido demasiados elementos. Cf. Hohoff, Der Sandmann (Berlin / New York: Walter de Gruyter, 1988), p. 187s.
[12] S. Lauβmann discute la relación de Hoffmann con la alquimia —tema relevante para Der Sandmann— en Das Gespräch der Zeichen. Studien zur Intertextualität im Werk E. T. A. Hoffmanns (Munich, Tuduv, 1992), p. 12s.
[13] Por supuesto que también son detectables rasgos de formas cortas que circulaban en el momento, y de hecho, de un estatus cultural menor, tales como historias de fantasmas, casos policiales, y en especial cuentos de hadas. Por ejemplo, el solo uso de los nombres de los personajes en clave alegórica era más propio de este tipo de formas que de las novelas de largo aliento.
[14] W. Segebrecht ha subrayado la importancia de las cartas en la literatura de Hoffmann. Cfr. su Autobiographie und Dichtung. Eine Studie zum Werk E. T. A. Hoffmanns, Stuttgart, Metzler, 1967, esp. p. 50s.
[15] Este momento no ha pasado desapercibido para la crítica reciente, comenzando por el estudio de Barbara Elling “Die Zwischenrede des Autors in E. T. A. Hoffmanns ‘Sandmann’” (Mitteilungen der E. T. A. Hoffmann-Gesellschaft, 18 [1972], pp. 47-53), y siguiendo por los artículos de Maria Tatar “E. T. A. Hoffmann’s ‘Der Sandmann’: Reflection and Romantic Irony” (MLN, Vol. 95, No. 3 [Apr., 1980], 585-608) y de John M. Ellis “Clara, Nathanael and the Narrator: Interpreting Hoffmann’s Der Sandmann” (The German Quarterly, Vol. 54, No. 1 [1981], 1-18). Lamentablemente, sin embargo, el foco cae en las cuestiones del estatuto de lo narrado o la identidad de los personajes, antes que en la maestría rítmica del autor.
[16] Hohoff demuestra que pese a que el manuscrito (por suerte conservado) fue compuesto casi de un tirón, hay muchos cortes a lo largo del texto, en especial hacia el final (cfr. op. cit., p. 156s.).
[17] La rentabilidad es un factor clave en el ascenso del cuento. En la literatura alemana es muy ilustrativo el caso de F. Schiller, que acometió la narrativa como sustento económico (cfr. Burello, 2003).
[18] Cfr. Burello 2010.
[19] Cfr. Kunz 1992.