El rol del discurso esotérico en Chicas Muertas de Selva Almada
El rol del discurso esotérico en Chicas Muertas de Selva Almada
Quizás desde un lugar marginal, la literatura viene interpretando hace décadas la violencia hacia las mujeres como un hecho político. La visibilización de las muertes provocadas por la cultura patriarcal constituye hoy una consigna ineludible de los movimientos masivos que inundan las calles de Argentina. El “Ni Una Menos”, surgido en el año 2015, fue un grito colectivo con la consigna “basta de femicidios”. Pero ya en 2014, Selva Almada publicaba Chicas Muertas, una obra de no-ficción que narra los asesinatos de tres mujeres jóvenes —María Luisa, Andrea y Sarita— durante los ochenta en el interior del país.
La no-ficción es un género intermediario entre la literatura y el periodismo. Su mayor exponente argentino es Rodolfo Walsh, autor de Operación Masacre (1957). Tiene por misión “la develación, la recuperación de derechos, la construcción de memoria y resistencia” (Falbo, 2017: 9) y, en el caso de la nueva generación de escritoras argentinas, el recuento
“(…) de lo que ya ha sido informado para reorganizar las piezas segmentadas, desarticuladas, desde nuevos encuadres que hagan evidente lo que ocurre para que llegue a la conciencia colectiva” (Falbo, 2017: 9).
La narradora coincide con la autora y se coloca en el lugar de periodista que lleva a cabo una investigación. El proceso de búsqueda de información es parte de la historia, así como todos los datos recolectados que permiten reconstruir los crímenes. Almada, además, comprende los casos investigados como puntos cúlmine de una cultura abusadora y violadora de mujeres. Los hallazgos reviven recuerdos y despiertan cuestionamientos acerca de la propia experiencia, signada por un machismo más o menos explícito, dependiendo de la situación. De esta manera, tres casos aparentemente aislados, tres asesinatos que, supuestamente, no poseen vínculo alguno entre sí, se revelan como parte de una red, de una trama social, de una violación sistemática ejercida sobre los cuerpos femeninos.
Ya en la contratapa, se nos avisa a quienes leemos que se trata de una “investigación atípica”. ¿Qué quiere decir esto? Almada no sólo recurre a las fuentes inevitables de toda pesquisa —la entrevista con personas conocidas y familiares de las víctimas, los registros policiales, las causas judiciales, las autopsias, etc.— sino también a lo que María Celeste Cabral llama “elementos díscolos, inapropiados” (2016: 8). La autora se refiere, por un
lado, a las videntes consultadas por allegados de dos de las chicas muertas; por otro, a la llamativa figura de “la Señora”, una tarotista a quien Almada visita repetidamente con el objetivo de establecer una comunicación con las sujetas de la investigación. Cabral juzga a estos personajes como “de sospechosa credibilidad” (8). Esto tiene sentido, si lo que buscamos es una indagación rigurosa que permita averiguar la verdad y hacer justicia. Sin embargo, como descubrimos al final del relato, este objetivo queda frustrado: descubrir a los culpables particulares es una misión imposible. El acusado termina siendo otro: el patriarcalismo en el que toda la sociedad está inmerso. La autora no utiliza este vocabulario propio de la teoría feminista, dado que construye su relato a partir de lo vivencial. Sin embargo, la investigación permite desnaturalizar las situaciones cotidianas de violencia, sistematizar lo que en el pasado parecían casos puntuales, comprender cómo funciona el machismo y establecer un continuum entre los pequeños abusos diarios y los asesinatos de mujeres.
Pero, entonces, ¿qué función cumplen la videncia y el tarot en la narración? Además de colaborar en la construcción del paisaje y la cultura de provincia, el discurso del esoterismo —entendido en sentido amplio— aparece en el relato con funciones y valores distintos: demuestra cómo un tipo de discurso puede ser usado para despolitizar un crimen, pone en evidencia la ineficacia de la justicia estatal y llena un vacío dejado por los informes de las familias y de los procesos judiciales: el de la voz irrecuperable de las chicas.
Una de las asesinadas es María Luisa Quevedo. Ante su desaparición, la familia realiza una denuncia. De la policía, reciben una respuesta habitual en el contexto argentino: “que esperaran, que seguro se habría ido con algún noviecito y que ya iba a volver” (Almada, 2014: 41). Dado el desalentador accionar policial, deciden consultar a una vidente paraguaya que vive en una casa humilde. Ella les dice que, siendo viernes, la chica aparecería antes del domingo. ¿Es confiable la afirmación de la vidente? Eso dependerá de las creencias personales: al no ser un discurso de tipo científico, no puede abonar una investigación. Sin embargo, lo que se destaca al narrar toda esta situación es la falta de resolución por parte de las instituciones estatales: no ofrecen una solución, tampoco la buscan, se desentienden del asunto y lo minimizan. La vidente resulta más contundente que todo un aparato público que debería velar por el bienestar social general. Yogui Quevedo, hermano de la víctima, años después, deposita su confianza en esta personaje y percibe cierta justicia divina que el Estado no le proporciona: es la vidente quien lo convence de no ejercer justicia por mano propia, diciéndole que los asesinos pagarían por lo hecho. Yogui cree que dos de los culpables recibieron su merecido: uno, Gómez, murió pobre y solo; otro, Francisco Suárez, falleció en un accidente.
La ausencia del Estado vuelve a aparecer cuando la autora se recuerda yendo con su abuela al curandero, el Viejo Rodríguez, quien sanaba “parásitos y atracones de comida, (…) las quemaduras, los esguinces, la culebrilla y hasta la pata de cabra, ese mal que puede consumir a un bebé, abrasarlo en los jugos de su propio estómago” (45). La narradora cuenta cómo, cuando “su poder se le tornaba oscuro” (45), el viejo no atendía a nadie, aunque las madres se lo imploraran y los niños llorasen. La salud, en el pueblo de provincia, se encontraba en manos de un viejo sabio, que practicaba una forma de medicina popular y que también sufrió el abandono estatal: “el curandero Rodríguez murió hace muchísimos años, tirado en una cama del hospital San Roque, adónde van a morir los viejos solos, sin familia y sin dinero” (54).
El novio de Andrea Danne, otra de las víctimas, tuvo contacto con dos videntes ante la misteriosa muerte de su pareja. El primero era un hombre que fue a comprar a la tienda de la familia del chico, quien lo apartó para preguntarle si podía realizar alguna averiguación. La contestación que recibió fue desalentadora: “con las cosas del diablo no se metía” (42). El segundo vidente, buscado adrede, era Luis Danta, quien atendía en Paisandú. Tampoco resultó útil ya que proporcionó “sólo frases ambiguas, entrecortadas por el trance” (43). En este caso, el discurso mágico no ayuda, no proporciona ninguna respuesta como sí sucedía con el asesinato de María Luisa. Sin embargo, al buscar una justicia divina, Yogui Quevedo produce una despolitización del crimen: no se espera que intervenga el estado, sino una suerte de ser superior. Como veremos a continuación, el caso de Andrea mostrará este tipo de despolitización de manera más contundente.
Durante el viaje de vuelta de la visita a Luis Danta, se le aparece al novio de Andrea una yarará de casi dos metros. El chico interpreta esto como una señal: asocia la serpiente, en tanto símbolo bíblico del demonio, con lo que el primer vidente le había dicho.
Este crimen ocurrió en San José, una ciudad conocida en esos años por la autora y de la cual se rumoreaba que sus habitantes practicaban la magia negra. Estos prejuicios partían del paisaje asociado al aspecto fabril y sanguinolento de los frigoríficos, en contraposición al aspecto campestre de los pueblos agricultores de alrededor. Esta imagen se impuso en la interpretación que se hizo del crimen de Andrea: “enseguida se habló de sectas, de rito satánico, de hechicería” (65). Almada misma parece estar tentada por hacer esa lectura: “hay algo de ritual en la manera en que fue asesinada: una sola puñalada en el corazón, mientras estaba dormida. Como si su propia cama fuera la piedra de los sacrificios” (65).
La idea del ritual vuelve a aparecer cuando la periodista cuenta a Tacho Zucco, amigo de Andrea, que en la ciudad se sospecha que los padres de ella son sus asesinos. Éste la mira impresionado y luego le envía por mensaje de texto la historia de Abraham e Isaac, una escena del Antiguo Testamento en la que Dios pone a prueba al patriarca pidiéndole que sacrifique a su único hijo.
En el crimen de Danne, esoterismo y relato bíblico se entrecruzan para dar lugar a la idea del ritual sacrificial. Se trata de una interpretación que desplaza la idea del asesinato a sangre fría para poner en su lugar la de una muerte cuya causa es un bien mayor, un objetivo santo y trascendental o un pedido de un ser superior. Justamente, la palabra “sacrificio” implica ceder algo para conseguir otra cosa en compensación. Pero aquí, esa recompensa no se conoce y lo que se cede es una vida. De esta manera, se despolitiza el delito, se lo naturaliza: se lo hace dejar de ser un crimen. Si en el caso de María Luisa el discurso esotérico ponía de relieve la inacción policial, en el de Andrea proporciona una forma de encubrir el asesinato, de dejar de buscar culpables, de tapar la violencia patriarcal con una lectura de la muerte que la aleja del homicidio.
Algo similar sucede con la leyenda del Sátiro, recordada por Almada como una enseñanza que se les hacía desde chicas a las habitantes del pueblo. Se trataba de una entidad mágica que “podía violarte si andabas sola a deshora o si te aventurabas por sitios desolados. El que podía aparecer de golpe y arrastrarte hasta alguna obra en construcción” (55). La autora contrapone esta fábula con la atroz realidad: “nunca nos dijeron que podía violarte tu marido, tu papá, tu hermano, tu primo, tu vecino, tu abuelo, tu maestro. Un varón en el que depositaras toda tu confianza” (55). La leyenda encubre esa realidad, desplaza la responsabilidad del atentado contra la vida e integridad de las mujeres desde los hombres culpables a una criatura inexistente, que nadie nunca vio. El crimen se despolitiza aún más que con la idea del sacrificio, ya que este supone una agentividad humana en su ejecución; mientras que, en la leyenda, la responsabilidad de la muerte queda fuera de la esfera humana. Además, la historia del Sátiro disciplina a las niñas para que se comporten de una determinada manera: hay lugares por los que no pueden pasar, horas prohibidas para transitar. Este relato habilita la culpabilización de la víctima — estrategia muy utilizada en los medios masivos de comunicación—: si algo le sucede, es por hacer lo que no debía.
En pocas palabras: el esoterismo actúa como una forma de despolitización y encubrimiento criminal. Sin embargo, la figura de la Señora, una tarotista que aparece en reiteradas ocasiones en el transcurso del relato, cumplirá con una función muy diferente: la de traer al presente la voz de las chicas.
Almada llega a la Señora por medio de unos amigos escritores que se la recomiendan. Se trata de una tarotista que atiende en su estudio privado. En el primer encuentro, aventura cuál es la misión de la periodista: “juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir” (50). Este objetivo se plantea a través de la leyenda de la Huesera: una vieja que recoge huesos de todo tipo pero, en especial, de lobos. Reconstruye el esqueleto y, al cantar, provoca que estos se vayan cubriendo de carne, cuero y pelos hasta que el animal cobra vida y sale corriendo de la choza para convertirse en una mujer libre.
Almada se convierte así en la Huesera: con su escritura busca darle voz a estas chicas silenciadas para siempre por el femicidio. Para ello, recurre a archivos, a entrevistas, a todo tipo de documentos que le den una pista sobre lo que realmente sucedió. Sin embargo, para armar el relato, estos archivos fallan o, en el mejor de los casos, resultan insuficientes: los testimonios se contradicen o están llenos de suposiciones, los documentos contienen datos dudosos. Por ejemplo, a Sara, la mamá de Sarita, se le entregó un esqueleto que nunca creyó que fuera de su hija; años después, mediante prueba de ADN, lo comprobó. Así, los materiales de la justicia se tornan caóticos, la verdad se diluye dispersa en documentos confusos: la justicia se revela como una imposibilidad. Entre la burocracia judicial y los testimonios queda un hueco: la voz de las chicas, que sólo puede ser recuperada a través de una médium.
La Señora postula: “yo creo que lo que tenemos que conseguir es reconstruir cómo el mundo las miraba a ellas. Si logramos saber cómo eran miradas, vamos a saber cómo era la mirada que ellas tenían sobre el mundo” (109). En cada encuentro, la tarotista aporta nuevos datos. Sabe que no es cierto que Andrea soñara con casarse, tener hijos y convertirse en profesora: “si no la hubiesen matado Andrea se habría tomado el palo” (112). Dice que no la mató Pepe Durand, un chofer amante de Andrea al que la policía vigiló durante un largo tiempo. En cambio, en las cartas, “el padre de Andrea siempre sale del lado de la violencia” (121). La Señora le pregunta a Almada si está segura de que él es el verdadero padre; ella creía que sí pero luego se entera de un rumor que indicaría lo contrario.
Con respecto a María Luisa, la Señora muestra algunos de sus sentimientos: dice que ella lo quería mucho a Yogui, que está contenta de que él sea su vocero y que no quiere que su asesinato se resuelva, porque de ser así Yogui no tendría nada que decir. A esta chica incluso le presta su cuerpo: “una tarde dice que le falta el aire y se lleva una mano a la garganta” (107). En un trance, la tarotista siente la opresión y el dolor que sintió María Luisa en el cuello y la entrepierna al ser estrangulada y violada.
De esta manera, la personaje permite acceder a la perspectiva de las chicas, ausente del circuito de la (in)justicia e imposible de reconstruir por otros medios. Sarita es la única de las tres que nunca aparece en el tarot: no habla. Por ello, la Señora siente que “Sarita está viva, o, al menos, lo estuvo hace poco tiempo (…) Su madre también apela a una razón casi esotérica para decir que Sarita vive: nunca la he podido soñar” (129).
En el epílogo, Almada se despide de la Señora, ya que esta le dice que “no es bueno andar mucho tiempo vagando de un lado al otro, de la vida a la muerte. Que las chicas deben volver allí adonde pertenecen ahora” (182). La autora le aprieta la mano y declara: “todavía podía sentir a las chicas a través de ella. Me miró. O ellas me miraron y comprendí y también empecé a soltar” (182).
La médium permite cumplir, al menos de manera parcial, con uno de los objetivos de la no-ficción: el de personalizar a las víctimas, darles una voz y una identidad definidas, presentificarlas en el relato cuando han sido ausentadas violentamente del mundo.
Al contrastar los diferentes discursos esotéricos que aparecen en Chicas Muertas, resulta evidente que hay una diferencia muy marcada entre aquellos que Almada conoce de primera mano —el de la Señora— y aquellos a los que accede a través de palabras ajenas, en especial los que son contemporáneos a los crímenes —la leyenda del Sátiro, lo que dicen los y las videntes en las consultas—. Mientras que la figura de la Señora habilita una comunicación con las víctimas, el resto de los discursos producidos en torno al esoterismo se centra en los supuestos culpables, pero produciendo una despolitización del crimen.
La investigación realizada parece un callejón sin salida, aunque no lo es del todo. Si bien la autora no llega a resultados concretos en cuanto a quiénes son los asesinos, el camino recorrido permite descubrir una red de violencias machistas interconectadas: se nos muestra un sistema de abusos y violaciones arraigadas en la cultura del interior del país. Costumbres y hechos cotidianos de los pueblos de provincia se ven con nuevos ojos. El entramado discursivo que refleja y, a la vez, construye esta cultura se compone de las palabras de los individuos, de los medios de comunicación, del aparato estatal, etc. Entre todos estos discursos se encuentra el del esoterismo, que aparece con la ambivalencia propia de todo lenguaje: sirve para encubrir, pero también para descubrir.
La escritura de un libro de no-ficción supone utilizar la palabra para echar luz sobre hechos silenciados o tergiversados. Cuando el mutismo y la distorsión vienen del propio aparato estatal, se recurre a discursos alternativos, cimentados en creencias que no son sólo personales sino que forman parte de la cultura popular. Sin embargo, muchas veces, estos discursos pueden resultar nocivos —por ejemplo, al despolitizar el crimen— y no representan una alternativa válida para la perspectiva hegemónica.
Estudiar el modo en que los discursos funcionan, encubriendo o acusando al patriarcalismo, resulta una herramienta clave para desenmascarar una cultura que somete a las mujeres y que encuentra cómplices tanto en el ámbito institucional como en aquellos lugares más recónditos y, muchas veces, considerados como opciones disidentes. En un contexto en el que los comunicadores sociales culpabilizan víctimas, en el que se acusa a las mujeres de “histéricas” o “feminazis”, la obra de Almada muestra con mucha claridad cómo la violencia hace sistema. Por ello, menciona los nombres de numerosas víctimas. Las vuelve visibles porque, como dicen los famosos versos de Perlongher,
“Bajo las matas
En los pajonales
Sobre los puentes
En los canales
Hay Cadáveres”
(1997: 111).
Almada, S. (2014). Chicas muertas. Buenos Aires: Literatura Random House.
Cabral, M.C. (2016). “De investigadora a huesera: Chicas muertas de Selva Almada y las formas de narrar el femicidio en el interior”. IV Jornadas del Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género, 13, 14 y 15 de 2016, Ensenada: Argentina. En: Actas. Ensenada: Universidad Nacional de La Plata. Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Centro Interdisciplinario de Investigaciones en Género. En: Memoria Académica. Disponible en: http://www.memoria.fahce. unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.9972/ev.9972.pdf
Falbo, G. (2017). “Periodismo y escritura: las discípulas de Walsh”. En Tram[p]as de la comunicación y la cultura. N°80, pp. 1-13.
Perlongher, N. (1997). “Cadáveres”. En: Poemas Completos. Argentina: Compañía Editora Espasa Calpe Argentina S.A/ Seix Barral, pp. 110-123.