Reseña de Decadence in the Age of Modernism (eds. Kate Hext y Alex Murray)
Reseña de Decadence in the Age of Modernism (eds. Kate Hext y Alex Murray)
Si debiéramos datar el fin del fenómeno cultural conocido como la decadencia, un acontecimiento vendría a la mente de muchos. El 6 de abril de 1895, Oscar Wilde es arrestado en Londres bajo el cargo de “indecencia grave”. Poco tiempo después es sentenciado a dos años de trabajos forzados. Durante el lustro que siguió, el supuesto movimiento del que Wilde fuera exponente –y su rostro más visible en Gran Bretaña– sufrió la desgracia pública, el hostigamiento mediático, la desaparición de su principal publicación y el distanciamiento, la dispersión o la muerte de algunas de sus figuras más relevantes. La caída de Wilde proveyó un sustrato fáctico convincente a lo que sería un mito fundacional del modernismo literario: el que proclamó su violenta y triunfal extricación –perdónese el anglicismo– de un fin de siècle afeminado y decadente. Nombres como T. S. Eliot, Wyndham Lewis o Ezra Pound consolidaron un relato que iba de la indulgencia irónica al moralismo, la misoginia y la homofobia. La genuina nostalgia de otros por los Yellow Nineties completó la fosilización de un mundo que, al parecer, ya solo podía nombrarse en pasado. Todavía hoy, la idea de la decadencia como parte del underground de la historia literaria parece mantener cierta vigencia. En verdad, hace por lo menos seis décadas que se inició su rehabilitación estética. Paralelamente se ha convertido, además, en objeto de una legítima especialidad académica. Pero la deconstrucción del gran relato modernista requería algo más: la prueba de que la decadencia había sobrevivido a esa fecha más que simbólica; la demostración, también, de que el vínculo entre modernismo y decadencia es mucho más complejo de lo que algunos pretendieron. El estudio Decadence and the Making of Modernism (1995), de David Weir, sigue marcando un hito de este esfuerzo. Un giro reciente en los estudios sobre modernismo ha contribuido a problematizar la idea misma de “el canon” modernista. Aflora así una pluralidad de modernismos: “intermodernismo”, “modernismo global", “modernismo queer”, “modernismo rural”, “modernismo decadente”, “modernismo camp”… Previendo posibles remistificaciones, el volumen Decadence in the Age of Modernism (2019) declara no ser un estudio sobre el modernismo. Su fondo –aclaran los editores Kate Hext y Alex Murray– es la “era” como tal. Con esta aproximación, el libro complementa los esfuerzos recientes de dos de sus colaboradores: Modernism and the Reinvention of Decadence, de Vincent Sherry, y Literature and the Politics of Post-Victorian Decadence, de Kristin Mahoney. Y si la presencia de los términos “decadencia”, “era” y “modernismo” en el título sugiere una amplitud próxima a lo mítico, lo que proponen sus capítulos no es un gran relato alternativo, sino un cuidado trabajo archivístico capaz de filtrarse por los intersticios del canon (de los cánones) y poner al descubierto la historicidad de sus operaciones.
El criterio temático detrás de la organización de los capítulos no perjudica la cohesión del conjunto. La realza sin volverla monolítica. Sobre los primeros tres gravita la misma referencia temporal: la caída de Wilde y su impacto sobre el desarrollo inmediatamente posterior de la decadencia. Abre este recorrido la apodada “esfinge de la vida moderna”, amiga muy cercana de Wilde –relación que honró como nunca tras la condena del dublinés– y novelista ella misma. En “Dainty Malice: Ada Leverson and Post-Victorian Decadent Feminism”, Kristin Mahoney indaga la vida y la obra de una mujer a cuyo contacto con la vanguardia modernista se sumó su alianza poética con ese pasado del que ella misma era una memoria viviente. En la decadencia, Leverson vislumbró una posible alternativa al “masculinismo” modernista. Pero también supo expresar sus reservas ante una tradición cuyas aristas misóginas no podían sino limitarla como base de un proyecto feminista. Uno de los íconos de esta mitología misógina es, claro está, la Salomé finisecular, de Flaubert a Beardsley, de Moreau a Huysmans. En “The Ugly Things of Salome”, Ellen Crowell investiga la aproximación wildeana a este material a la luz de su recepción entre 1896 y 1908. Como consta en las críticas de la época, la visión de la cabeza cortada del Bautista en el necrofílico tableau final se sintió como intrusión de una tonalidad genérica o modo irreconciliable con una estética por lo demás típicamente “simbolista” del drama. La apariencia “naturalista” y a la vez falsa de esa pieza de utilería inspiró las burlas y el rechazo de quienes la sintieron fuera de tono, farsesca, aun repulsiva. En retrospectiva, sin embargo, esta supuesta falla puede verse como un “fracaso productivo”, catalizador de nuevas formas genéricas. Por último, el capítulo “Decadent Paths and Percolations after 1895” se pregunta por la hostilidad y la invisibilización a la que la prensa británica sometió a la decadencia en las décadas posteriores a la condena de Wilde. Los mismos “decadentes” –advierte Nick Freeman– fueron tomando distancia de esta denominación (algunos prefirieron llamarse “simbolistas”, “nuevos” o “modernos”) mientras que sus aportes más experimentales ingresaron en el incipiente cauce del modernismo debidamente depurados de su contexto original. La imagen resultante fue la de una década autocomplaciente e irresponsable, pretenciosa y vacua en sus provocaciones. Las “transgresiones” de la decadencia palidecían ante el Ulysses, y el decenio amarillo se fosilizaba como un pintoresco repertorio de estereotipos, material para bibliófilos, anticuarios, académicos y nostálgicos. Acorralada en los 1890s, la decadencia se convirtió en una referencia ideal para quienes buscaran afirmar su propia “novedad” contra un pasado reciente que de pronto parecía extremadamente lejano.
Los capítulos cuarto, quinto y sexto se adentran más resueltamente en el siglo XX. Lo hacen a partir de tres nombres propios que han tendido a quedar excluidos –o al menos fuera de foco– en el relato heroico del modernismo. En un estudio subtitulado “Margaret Sackville, Women’s Poetry, and the Legacy of Aestheticism”, Joseph Bristow ilumina la extensa y prolífica carrera de una escritora que llegó a gozar una gran notoriedad pública, pero a quien el período de entreguerras sumió en el olvido. Aristócrata con simpatías laboristas, sus militancias pacifista y feminista convergen en su búsqueda de una forma “decorosa” de composición y de recitación poética –esto es: ni artificiosa ni narcisista– capaz de canalizar el empoderamiento poético de la mujer en tiempos de cinismo decadente, de esteticismo mal entendido y más tarde de belicismo inherentemente antifeminista. Sigue un capítulo dedicado a Ronald Firbank, una de las voces más singulares de la decadencia posvictoriana. Cultor de un estilo cuya originalidad y audacia lo hacen destacar incluso sobre el de modernistas consagrados, su obra parece hallar un hábitat natural entre las de “esteticistas” a ambos lados de la mentada divisoria, de Wilde y Beardsley a Coward, de Beerbohm a Wodehouse o Waugh. Y sin embargo, quizás por la dificultad de dilucidar el sentido de su legado, su lugar en el canon (en cualquier canon) ha sido fluctuante. En “The Queer Drift of Firbank”, Ellis Hanson problematiza su resistencia a la canonización en términos de la figura del nómada, que extiende tanto a la biografía como a las producciones del autor inglés. El placer del texto, escribió Barthes, puede expresarse como una deriva: desafiar el todo, dejarse llevar por el lenguaje. Y es una estética de la deriva lo que Hanson descubre en su aproximación positiva y eminentemente formalista al estilo firbankiano, tan transversal y al mismo tiempo tan idiosincrásico (en una palabra: tan queer). “Formalista” es también el adjetivo que permite a Sarah Parker atenuar la dicotomía “decadencia/modernismo” al caracterizar la obra de Edna St. Vincent Millay, cuyo nombre ha sido disputado –sin mucha convicción– por ambos cánones. El título del capítulo (“Burning the Candle at Both Ends”) se basa en el primer verso de uno de sus poemas más famosos. En sus traducciones de Baudelaire (ella hablaba de “versiones”), la autora estadounidense no dudó en sacrificar la literalidad en aras de preservar la sonoridad de los versos en el pasaje del alejandrino francés al hexámetro yámbico. Frente a la negación o la subestimación a las que muchos de sus contemporáneos modernistas sometieron al legado decadente, Millay abrazó esa influencia con un sentido del juego y de la ironía al tiempo que lograba una fluida articulación entre militancia feminista y creatividad poética.
Invirtiendo el foco, el tercer eje rastrea la “influencia” de los topoi decadentes en el corazón del canon modernista. El subtítulo del capítulo séptimo (“The Legacy of Decadence in Major Modernist Novels”) no podría ser más ilustrativo. La poesía del joven Joyce, advierte Vincent Sherry, delata el trasfondo de la decadencia: un imaginario cultivado por el Stephen Dedalus de A Portrait of the Artist as a Young Man que reaparece aún en los primeros capítulos del Ulysses. Resonancias semejantes se registran en Voyage Out, debut novelístico de Virginia Woolf. Este Bildungsroman femenino culmina en decadencia y muerte –destino que ya se vislumbraba para el Imperio– pero también con la autora misma liberándose edípicamente de la musa finisecular. Media generación (o una completa) más tarde, Djuna Barnes y Samuel Beckett extienden y refinan el repertorio decadente. En Nightwood o en la trilogía del Unnamable, el valor de lo antinatural y lo artificial se reinscribe como tensión cómica en el drama de una humanidad amenazada por la regresión maquínica. Esta cronología minimalista no disimula –más bien declara– un esquema de desarrollo lineal donde la decadencia se figura como una “conciencia” extendida al propio seno del modernismo. De un verso de Swinburne toma Howard J. Booth el título de su capítulo “The Woodland Whose Depths and Whose Heights Were Pan’s”. El crítico ensaya una aproximación a las obras del (otrora controvertido) poeta victoriano y de D. H. Lawrence a partir de un eje temático común: el trabajo mitopoiético en torno a Pan y la ninfolepsia. El ideal anticartesiano de una confusión entre mente y cuerpo, entre yo y mundo, se expresa allí como la fantasía al parecer inalcanzable de una reconciliación con lo natural. Pero ahí donde Swinburne se resignara al ennui y el agotamiento, Lawrence apunta a un mundo nuevo –desconocido, acaso incognoscible– concebido como un radical más allá de las normas literarias y sociales vigentes. Los “olvidados” recuperan la escena en “The Naughtiness of the Avant-Garde”, de Douglas Mao. El protagonista es Donald Evans, dandi, poeta e impulsor de la Claire Marie Press, cuya línea se inscribía sólidamente en el espectro decadente. Pero de los seis libros que llegó a editar, el último no era otro que Tender Buttons, de Gertrude Stein, cuyo contenido y estilo no podrían parecer más alejados de la exuberancia finisecular. El crítico teje una densa trama de referencias que ubica a aquel epígono filadelfiano de Wilde en relación con lo que fue el fermento del modernismo norteamericano. Pero también intenta explicar cómo del sentido de la “travesura” que unió a Evans y Stein pudieron derivar escenarios tan disímiles: el Parnaso para la una, para el otro la oscuridad.
Los últimos dos trabajos adoptan un enfoque ya netamente americano. Nombrado una y otra vez en capítulos anteriores, el escritor y fotógrafo Carl Van Vechten asume en “The Queerness of Being 1890 in 1922” un rol protagónico. La nostalgia del fin de siècle en la era del jazz podía ser “queer” en el sentido más tradicional de la palabra: rara, peculiar, excéntrica. Pero ya entonces empezaban a afianzarse otras connotaciones, capaces de encender las muy masculinas suspicacias de Eliot, Lewis o Pound. La “nueva decadencia” de los años veinte, apunta Kirsten MacLeod, se ha pensado como una forma de modernismo y también como un remanente finisecular. En todo caso, sería difícil negarlo como una cultura camp avant la lettre (las primeras definiciones de “lo camp” cercanas a su sentido actual datan de principios de siglo, pero poco nos interesarían si no fuera por la tradición crítica que Susan Sontag inició a mediados de los sesenta). El análisis de la novela The Blind Bow-Boy permite a la autora sintetizar los rasgos distintivos del estilo vanvechteniano: el tratamiento de temas picantes a través de una escritura preciosista, una estética de la colección y el catálogo, la tendencia a lo epidíctico y ese “toque léger” que Edmund Wilson resumió a través de una comparación generacional. Si los viejos decadentes habían confiado en la eficacia del pecado, la cual perdía efecto una vez superados los factores del shock, los nuevos se tomaban sus “herejías” y sus “placeres” con mayor liviandad. La “decadencia” de Van Vechten se planteó como alternativa a ciertos “modos” del modernismo al tiempo que hacía frente a los paradigmas esencialistas del género y la sexualidad a través de una estética de la fluidez, la discontinuidad y la performatividad. También fue uno de los mayores promotores del llamado Renacimiento de Harlem, cuya ebullición contribuyó a dar nueva fuerza, contenidos y visibilidad a la cultura afroamericana. En “A Decadent Dream Deferred”, Michèle Mendelssohn se adentra en este fenómeno focalizándose en una de las figuras de su escena artística. Negro y homosexual, Bruce Nugent ha tendido a verse marginado, si no llanamente ignorado, en las historias de la decadencia, del modernismo e incluso del Renacimiento. Con su remix de los recursos estéticos de Dorian Gray, À rebours o Salome, Nugent vació el legado de Wilde, Huysmans y Beardsley –quien lo influyó como dibujante– en un nuevo molde: el de las bases de una modernidad queer y negra. A través de esta genealogía intergeneracional e intercultural, Nugent encontró un lugar hasta cierto punto figurado en el mundo literario ahí donde la mayor parte del mundo “real” todavía no estaba preparado para aceptarlo.
En su clásico estudio Five Faces of Modernity (dos de las cuales son precisamente el modernismo y la decadencia), Călinescu detectó un patrón recurrente en la formación de lo que Wellek y Warren llamaron “period terms”: palabras que en algún punto de su evolución semántica se emplean para periodizar la historia de la literatura o el arte. Estas suelen surgir cargadas de un juicio de valor. Luego se historizan, sirviendo cada vez más a funciones periodizadoras sin dejar de expresar criterios de gusto. Finalmente, la erosión de su dimensión polémica permite su elevación a un plano metahistórico o transhistórico que las libera de la referencia a un período específico. En los usos históricos explorados –y a veces exhumados– a través del volumen de Hext y Murray, los términos “modernismo” y “decadencia” muestran una conciencia profunda de su propia historicidad. Portan las instrucciones de cómo quieren ser historiados. En este sentido, los capítulos tienden a encontrar un equilibro entre la objetivación crítica de esas categorías y su reconocimiento como parte de los operadores culturales que configuraron las acciones de los involucrados y condicionaron sus efectos objetivos. Esta intervención sobre corpus de época se complementa con la movilización de un fondo archivístico que sirve de conjuro contra el mito (como contrapartida, un mayor grado de reflexión teórica se echa de menos por momentos). Más allá de simpatías o antipatías puntuales, no se trata de tomar partido por el modernismo o por la decadencia. La especial atención a la rareza y la minoridad incrimina incluso al canon subyugado, ahí donde la invisibilidad o el olvido se vuelven inescindibles de factores como el género, la sexualidad o la raza. Intuiciones como “modernismo decadente”, “decadencia posvictoriana” y “nueva decadencia” convergen para iluminar lo que Dalmaroni –inspirándose en Williams y en Jitrik– llamaría un “corpus histórico emergente”: uno que no precisa ser construido sino, más bien, descubierto. En casos como este, los “period terms” revelan su fuerza heurística y, por qué no, cosmopoiética: también los historiadores de la literatura construyen mundos. Y también lo hacemos nosotros al preguntarnos por la historicidad de nuestro presente. Ser “1890” en 1890 era casi normal; serlo en 1922 era otra historia… La frase de Van Vechten multiplica sus resonancias casi cien años después, cuando lo que justamente podría echarse en falta –incluso como término de oposición– es la fuerza de un gran relato que quiera extricarnos del más reciente fin de siglo, sea el de la retromanía y el agotamiento, el de la apoteosis del capitalismo liberal o el de las promesas incumplidas de la cibernética. Ser 1990 en 2022: el tiempo dirá (o no) si hubo alguna alternativa.