Reflexiones a partir del dictado de seminarios de metodología en Letras
Reflexiones a partir del dictado de seminarios de metodología en Letras
La idea de dar un seminario de grado sobre metodología de la investigación en los estudios literarios se debió en un primer momento a una necesidad bien concreta y personal: la de clarificar nociones y conceptos que a lo largo de mi formación se confundían y superponían. [1] Lo cierto es que creí en ese entonces que si estudiaba de manera sistemática nociones como semiótica, retórica o poética con el fin de explicárselas a otros lograría comprenderlas, es decir, asignarles un orden y un lugar específicos en el conjunto informe y heteróclito de teorías con las que estaba más o menos familiarizada, y, eventualmente, contribuiría a ampliar el repertorio, agudizar la mirada, precisar el análisis.
El seminario iba a ser una instancia donde plantear y trabajar en torno a preguntas tales como en qué se diferencian la filología y la arqueología o si pueden pensarse como una misma cosa la retórica y la poética o si la filología y la retórica se relacionan únicamente con un análisis en el nivel semántico del discurso o también intervienen en el nivel semiótico. Todas estas cuestiones constituían preguntas en el más pleno de los sentidos: dudas concretas que persistían luego de mi doctorado y cuya puesta en común con estudiantes avanzados de la carrera de Letras en el marco de un curso de grado prometía esclarecer.
El afán de sistematicidad que había motivado este curso –visto desde ahora- ya se desdibujaba en el primer programa que presentamos en 2017 con Maximiliano Soler. Pero además la preparación de las clases y los sucesivos encuentros con los estudiantes nos llevaron no sólo a reformular esas preguntas y a revisar algunas nociones básicas de nuestra formación común (las parciales y tentativas definiciones de retórica de Paul De Man o de Roland Barthes, la consistente definición de poética de Roman Jakobson, la potente aunque desordenada teoría semiótica de Charles S. Peirce o aquella otra tan lúcida y precisa de Émile Benveniste), sino también a reconocer y poner de relieve tanto las relaciones y filiaciones como la dimensión dialógica y hasta polémica (a menudo elidida) de varias de estas perspectivas teóricas (la diatriba de Paul Feyerabend contra la asepsia del método científico, la álgida discusión entre Hayden White y Fredric Jameson, la deuda intelectual de Michel Foucault con Benveniste y la de Giorgio Agamben con ambos, entre otras).
Ese recorrido realizado sobre la base de códigos y lenguajes comunes no puede dejar de ser a la vez errático, azaroso e individual. La justificación para seguir una metodología o una forma de analizar radica a menudo simplemente en haberse topado con tal o cual texto o tal o cual autor en lugar de otro que bien podríamos haber leído e incluido en un programa o en un corpus, configurando así lo que de manera mucho más elegante Harald Weinrich denomina una “hodología literaria” (1995). Siempre me llamó la atención cuando un evaluador repara en las ausencias en un corpus de trabajo o en un marco teórico más que en el derrotero que allí se traza, como si pudiera presuponerse una totalidad cerrada en toda investigación o como si esta constituyera una suerte de expresión singular de esa totalidad virtual ya conocida de antemano por todos.
Sí se van afianzando a lo largo de la carrera y el trabajo con los textos ciertos intereses o, como lo llama Barthes, “una red organizada de obsesiones” (2004, p. 11). Son esas obsesiones las que nos conminan muchas veces a reforzar determinados métodos de análisis, a profundizar en algunas teorías, a ampliar o (en la mayoría de los casos) acotar la famosa caja de herramientas. La pregunta que podría funcionar como un punto de partida podría ser, entonces, qué método para qué fin, qué estrategia para qué obsesión o deseo, qué lectura para qué texto.
Un orden posible de estos saberes (o un modo de pasar en limpio estas preguntas) sólo se alcanza en una escritura singular (no necesariamente original) que, como afirma Iván Jablonka, constituye una suerte de autobiografía académica o testimonio destinado a contar el método (2016, p. 293). Ahora bien, la narración del método, esto es, el relato de las operaciones que efectivamente llevamos a cabo cuando analizamos un texto literario será más o menos sincero dependiendo de nuestra capacidad de observación o autoanálisis. El título de aquel seminario aludía indirectamente a esta cuestión: “Ficción y método”.
Esta reflexión por el método nos llevó a preguntarnos, entonces, qué dicen los autores que leemos y en los que nos apoyamos sobre las prácticas que realizan. No ya sobre el signo o sobre el mito o sobre el sujeto o sobre el poder sino qué dicen sobre sí como investigadores, como analistas, como críticos, qué dicen sobre los saberes que entraron en juego en sus análisis, qué dicen sobre el campo de dominio de la teoría que esbozan, qué dicen acerca de las herramientas que emplearon y de las que desecharon.
Fue tranquilizador y a la vez algo paralizante descubrir que no había allí mucha sistematicidad tampoco; que incluso centrándome en aquel período de la teoría literaria en que se supone que bajo el influjo de la lingüística se volvió más sistemática, analítica, precisa, rigurosa, en suma, más “científica”, no era posible encontrar acuerdos claros respecto de categorías y conceptos a priori conocidos, como por ejemplo, el estructuralismo, la semiótica, la semiología, la semántica, la retórica o la poética. Y qué decir de la literatura cuya definición, la pregunta por el ser de la literatura, fue tan frecuentemente formulada –Sartre, Foucault, Eagleton– como denostada –Genette–.
Por este motivo, esta autobiografía académica exige, además, definir en cada caso los términos que usamos, sus alcances y funciones. En la medida en que no hay consensos definitivos respecto de su sentido sino que se encuentran en todo momento en construcción, la metodología supone el riesgo de zozobrar y caer en una recursividad terminológica. Para fundamentar la pertinencia de un corpus primero hay que establecer qué entendemos por corpus, para trabajar con literatura se vuelve necesario definir lo literario, para justificar un análisis formal, arqueológico o materialista hay que figurarse con antelación los confines de sus respectivos dominios. En esta suerte de puesta en abismo no parece haber ninguna base o fundamento sólido sobre el que empezar a construir.
El propósito de este trabajo es simplemente dejar planteados algunos interrogantes y problemas que surgieron en esta búsqueda y en el intercambio con los estudiantes. Me ceñiré por cuestiones de espacio (y de método) al tiempo de la teoría literaria que Daniel Link denomina de la especificidad (2003). La selección de autores y teorías responde, más que a una fortuita recurrencia, a esa suerte de obcecación que atraviesa la teoría y crítica literarias y que puede describirse como una resistencia a aceptar que en “la rueda de la reflexividad infinita” el lenguaje sólo pueda hablar de sí mismo. Al igual que le ocurre a la literatura, los estudios literarios también se debaten –como bien lo sintetizó Barthes en su “Lección inaugural”- entre el realismo y el irrealismo al afanarse por encontrar lo que saben irrepresentable: la realidad (Barthes 1998, pp. 125-128). Los intentos por “salir” del texto entran en tensión con los mismos fundamentos de la teoría y el análisis literario. ¿Cómo es posible conciliar el estudio de las formas literarias con teorías, tesis o conclusiones sobre la dominación, la violencia, el sujeto o la sociedad? ¿Sobre qué bases literarias o retóricas pueden erigirse hipótesis en esa dirección? O dicho en otros términos, ¿en qué consistiría lo literario de la teoría?
Uno de los primeros problemas con el que nos topamos en un análisis de las formas lingüísticas es que en un mismo hecho de lenguaje coinciden y se superponen materialmente diferentes objetos: serán signos, palabras, figuras, frases o enunciados dependiendo del marco desde el cual nos posicionemos.
Benveniste distingue dos modos de significancia distintos. El modo semiótico se vincula con la lengua y su unidad es el signo lingüístico. Por otra parte, el modo semántico se corresponde con el universo del discurso y su unidad es la palabra. Si la dimensión semiótica se ocupa del reconocimiento e identificación de las unidades distintivas de la lengua (esto es, de su base o matriz significante) y se mantiene relativamente ajena al problema de la referencia, la semántica, en cambio, tiene a su cargo el conjunto de referentes que organiza la lengua en tanto productora de mensajes. Otros autores continuarán valiéndose del binomio lengua / habla o código / uso para distinguir estos niveles de análisis. Pero también puede concebirse a una misma forma lingüística como una figura si nos atenemos al marco teórico-metodológico que propone la retórica. Dentro del modo semántico de la significancia que atiende al sentido construido globalmente, la retórica encuentra su dominio específico en ciertos usos peculiares del lenguaje. Considerada tradicionalmente como un elemento accesorio al discurso o un desplazamiento respecto del significado literal y esperable del signo, la figura retórica continúa despertando gran interés por su poder de reunir sentidos incompatibles o incluso contradictorios provocando un efecto de desconcierto en el lector que solía denominarse estético. El nombre que se le dé a una entidad lingüística implicará en cada caso una comprensión particular del objeto y por consiguiente la elección de un paradigma o una perspectiva específicos.
Las teorías que se ocuparon del problema de la significación y sus posibles abordajes signaron de un modo u otro las discusiones del siglo XX. El cuestionamiento del lenguaje como un medio transparente y neutro se dio en todos los campos del saber e implicó la consideración en todo análisis de los modos de significar la categoría de lo real y de la construcción de la referencia por parte del lenguaje. Este movimiento tuvo algunas consecuencias paradójicas. Si, por un lado, la atención puesta en el código mismo contribuyó de manera definitiva a desdibujar los límites no sólo entre las distintas disciplinas sino también entre lo literario y lo que comúnmente se entiende por realidad, por otro, se volvieron cada vez más frecuentes (y menos mediadas) las traspolaciones del universo de la ficción a la sociedad. Paul de Man ya advertía en un trabajo de 1979 acerca de cierto imperativo moral en los estudios literarios que abogaba por “reconciliar las estructuras internas, formales y privadas del lenguaje literario con sus efectos externos referenciales y públicos” (1990, p. 16).
Paralelamente a este interés por los códigos que parecía haber desterrado de los debates académicos todo significado referencial, puede trazarse otra línea de investigación (complementaria, desde luego, con la anterior) que pone el acento en las formas lingüísticas en tanto expresión de la experiencia subjetiva o bien como productoras de esa experiencia. Esta perspectiva de análisis establece nuevas articulaciones entre la palabra y lo real que no se sustentan ya en el valor representativo sino en un vínculo o conexión mucho más estrecho entre el lenguaje y la vida. Si bien en muchos casos se inscriben dentro de la semiótica, la lingüística o la retórica, estos enfoques permiten delinear un campo de investigación relativamente autónomo y que en el presente continúa teniendo plena vigencia. Me refiero a las teorías que ponen el acento en el problema de la indicialidad en un sentido amplio. Desde la teoría semiótica desarrollada por Peirce o la teoría de la enunciación de Benveniste [2] a la arqueología de Foucault o la performatividad de Judith Butler, por mencionar sólo algunos ejemplos, encontramos un mismo interés –u obsesión- por acotar el punto de sujeción en que lo real se articula con el lenguaje y lo material se vuelve indistinguible de la figura. A grandes rasgos –y reduciendo un tanto la cuestión, existen dos formas no necesariamente excluyentes de concebir o describir esta articulación: o bien el signo es directamente causado por un fenómeno o acontecimiento y se constituye, por lo tanto, en una huella de él, o bien el signo se implica directamente en los modos en que los individuos (tal y como Peirce se refiere a personas, animales o cosas) cobran forma.
Este deslizamiento hacia los bordes de la lengua supone, como bien advierte Giorgio Agamben, adentrarse en un plano asemántico (2000, p. 147). ¿Puede fundarse algún saber sobre aquello que necesariamente permanece excluido de la lengua? Más allá de atestiguar acerca de una existencia, ¿puede predicarse algo a partir de estos índices, de estas huellas, estos “monumentos”? ¿Con qué parámetros contamos para abordar la contingencia y el accidente?
Una ojeada rápida a algunas definiciones de retórica y a teorías que se apoyan en el análisis tropológico permite poner de relieve los diferentes grados de proximidad y distancia que fue asumiendo la conflictiva relación entre literatura y sociedad. A medida que se ponía el acento en la retoricidad de la significación en general, cualquier distinción entre literatura y sociedad se tornaba completamente arbitraria.
El puntapié inicial parece haberlo dado Jakobson al concebir la función poética como el elemento que define específicamente el texto literario y a un tiempo como el sentido mismo de un discurso cualquiera sea su naturaleza o propósito. Lejos de constituir recursos para el buen decir, los dos grandes tropos de la retórica, la metáfora y la metonimia, organizan, según Jakobson, las relaciones semánticas del lenguaje. Lo que constituye una anomalía, por lo tanto, no es el artificio retórico sino la ausencia del mismo o la incapacidad de llevarlo a cabo (1980: 133).
En la misma línea aunque desde una concepción de lo retórico completamente imbuida por el paradigma saussureano de lengua y de signo, Barthes emplea en sus primeros trabajos el término retórica para referirse al discurso y al nivel semántico del lenguaje en general y a la literatura en particular. En “El análisis retórico”, caracteriza a la retórica (y a la literatura, el límite entre ambas es difuso) como un sistema semiológico segundo que se monta sobre la lengua para connotar significaciones alejadas del sentido primero: [3]
En un texto literario un primer sistema de significación, que es la lengua (el francés, por ejemplo), hace de simple significante de un segundo mensaje, cuyo significado difiere de los significados de la lengua. […] En términos informacionales se definiría, así pues, la literatura como un doble sistema denotado-connotado; en este doble sistema el plano manifiesto y específico, que es el de los significantes del segundo sistema, constituirá la Retórica; los significantes retóricos serán los connotadores (1994, p. 143).
Pero hacia fines de la década del cincuenta, Barthes ya había bosquejado en Mitologías este esquema de un sistema semiológico doble en su abordaje de los mitos de la pequeña burguesía francesa. Allí sienta las bases de una lengua mitológica en la que las ideas (o la ideología) son aprehendidas a partir de sus formas lingüísticas. De igual modo, en este texto Barthes plantea la necesidad de articular la retórica y la sociedad. Esta labor se llevaría a cabo con el desarrollo de una lingüística de la connotación capaz de identificar y describir el conjunto de los códigos y subcódigos retóricos que rigen, entre otros discursos, la literatura. El análisis inmanente y exhaustivo de la forma nos conduce, desde esta lente, a los diferentes “estados de la sociedad”.
Como si se tratara de una respuesta al trabajo de Barthes, Paul de Man llama la atención en “Semiología y retórica” sobre dos grandes tendencias en los estudios literarios: la pretensión de reconciliar la forma con el significado que se manifiesta en el acento sobre “la acción recíproca entre esas ficciones y categorías que, según se dice, forman parte de la realidad, categorías tales como el yo, el hombre, la sociedad” (1990, p. 15), y, por otra parte, el empleo en los análisis literarios de las estructuras gramaticales junto con las estructuras retóricas (1990, p. 19). El texto de de Man procura deslindar el dominio de la gramática del de la retórica al exhibir las discrepancias que existen entre estas dos perspectivas de análisis así como también revalorizar el status ficcional de la literatura.
A partir de un fragmento de diálogo tomado de una serie de televisión en el que “una misma pauta gramatical [la pregunta ‘¿Cuál es la diferencia?’] engendra dos significados que son mutuamente excluyentes” (1990, p. 22), De Man propone la siguiente definición de retórica:
El modelo gramatical de la pregunta se convierte en retórico no cuando tenemos, por un lado, un significado literal y por otro un significado figurado, sino cuando, empleando recursos gramaticales lingüísticos o de otro tipo, resulta imposible decidir cuál de los dos significados (que pueden llegar a ser totalmente incompatibles) prevalece. La retórica suspende de manera radical la lógica y se abre a posibilidades vertiginosas de aberración referencial (1990, p. 23).
Esta imposibilidad de establecer lo que el texto está tramando (ya no lo que significa sino siquiera si está preguntando algo) inherente a la retórica es lo que caracterizaría asimismo la escritura poética. La literatura se define por la potencialidad figurativa y retórica de su lenguaje que la lleva a socavar (o poner bajo sospecha) la autoridad de su propio modo retórico. La singular concepción de la figura y de lo literario como figura es lo que le permite a De Man en un segundo momento equiparar la crítica deconstruccionista al lenguaje de la ficción:
Tanto la literatura como la crítica –la diferencia entre ellas es engañosa- están condenadas a (o tienen el privilegio de) ser para siempre el lenguaje más riguroso y, en consecuencia, el lenguaje menos fiable con que cuenta el hombre para nombrarse y transformarse a sí mismo (1990, p. 33).
Es cierto que la rigurosidad del lenguaje de la literatura (que es también el de la crítica) desarticula la polaridad adentro / afuera del texto pero también condena a estos discursos a la recursividad: su naturaleza no propositiva impide establecer cualquier puente con la sociedad, la historia, la política.
Basándose en los postulados de Jakobson y de Man, Ernesto Laclau desarrolla la matriz retórica del discurso en el campo de la teoría política para postular una perspectiva de análisis de la constitución de las identidades políticas en una sociedad. La actividad, la cosa política misma es vista a menudo, y desde un peculiar aunque extendido punto de vista, como pura interferencia entre la administración eficiente de los bienes públicos y los habitantes de un territorio o jurisdicción. La “buena representación”, siguiendo este esquema, sería aquella en la que el representante actúa como un medio transparente a través del cual se expresa una voluntad exterior preconcebida (Laclau 2003). Pero la lógica de la representación no funciona de ese modo. Lejos de expresar una realidad exterior o ser una copia de un objeto, el representante representa al objeto en virtud del poder de conferirle a lo representado la generalidad de un sentido. El proceso de la representación, entonces, como bien sintetiza Laclau, crea algo en sentido figural al cual no le corresponde ningún referente (2003).
Laclau denomina hegemonía a esta operación política central de naturalización que procura restablecer consensos y reagrupar entidades, voluntades y sentidos heterogéneos bajo una misma percepción de las cosas, y que no es sino un “movimiento de la metonimia hacia la metáfora, de la articulación contingente a la pertenencia esencial” (2014, p. 80). El mecanismo según el cual se constituyen identidades políticas, culturales, partidarias, nacionales, etc., es de naturaleza eminentemente retórica y alcanza su punto culminante en la atribución de un nombre. En este sentido, la nominación no es sino la consumación de un proceso de generalización que captura lo dinámico y diverso en una esencia estática. Bajo esa esencia, en sus orígenes mero accidente de un ser concreto, el nombre se arroga subrepticiamente la representación de una totalidad.
Las superposiciones entre la esfera estética y la política encuentran una formulación incluso más extrema en los planteos de Jacques Rancière. Apoyándose en la retórica y en la teoría de la enunciación, Rancière define la política y el arte en “Las paradojas del arte político” como instancias de ruptura de la sintaxis sobre la que se sostiene una determinada poética del saber. Tanto la experiencia estética como la política constituyen, según Rancière, experiencias de disenso que reorganizan los marcos sensibles en el seno de los cuales se definen los objetos comunes.
La distribución a priori de las posiciones de los sujetos y de las capacidades e incapacidades ligadas a esas posiciones se realiza en una estructura de las relaciones del decir, del ver y del hacer. Siguiendo este razonamiento, tanto la historia de la dominación y la sujeción, como la disposición del vocabulario, la gramática de las atribuciones y la sintaxis de las conjunciones y subordinaciones se desarrollarían según una dinámica común. Ahora bien, toda nueva instancia de enunciación abre la posibilidad a una rearticulación metonímica diferente de lo visible (¿quién mira? ¿quién es visto?), lo decible (¿quién asume la posición de sujeto y cómo se distribuyen los predicados?) y lo factible (¿quién hace qué? ¿quién imparte orden?).
En la medida en que reproduce un consenso, entonces, la enunciación como objeto no suscita mayor interés que el de reafirmar (y contribuir a naturalizar) un pensamiento hegemónico, una significación habitual. Esas ficciones consensuales con arreglo a las cuales se organiza lo real son custodiadas por lo que Rancière denomina un poder de policía. En oposición al carácter afirmativo del orden policial, la estética y la política suponen la invención de una instancia de enunciación que rompe con ese presunto orden natural que distribuía el lugar de los cuerpos en la sociedad (Rancière 2013, p. 61). Toda vez que introduce un disenso instaurando una nueva posibilidad (aquello que puede ser) para la voz, la enunciación redefine la organización retórico sintáctica del mundo.
Al hacer referencia a la instancia del discurso en acto, el análisis de las voces enunciativas nos coloca ante lo más concreto, lo más singular e irrepetible, aunque, por ese mismo motivo, ante lo más vacío, lo que carece de realidad léxica. Las teorías que acabamos de reseñar ponen el acento en el carácter esencialmente performativo del lenguaje. El nombre y la sintaxis asumen bajo esta mirada una función imperativa al condicionar qué y quiénes serán efectivamente reconocibles y bajo qué forma. Pero al mismo tiempo, esta perspectiva nos reenvía una y otra vez al momento de constitución (o nacimiento) de una determinada lógica, al momento del disparate, como diría Foucault. Desde esa posición, no sólo puede analizarse en cada caso cómo se consolidó un determinado centro de referencia (y de sujeción), sino también conjeturar nuevas formas de inscripción simbólica de la totalidad de la vida. El obstinado realismo de la teoría la empuja cada vez más atrás en busca de esa existencia intuida en todo momento pero nunca dicha.
En La arqueología del saber, Foucault define la enunciación como una posición en el umbral del lenguaje que recorta el campo de los discursos disciplinarios. La dimensión referencial de un enunciado no remite a un acto de significación sino a las leyes de posibilidad y a las reglas de existencia para que un individuo asuma una posición en particular y para que en un enunciado concreto se desplieguen determinados objetos y se afirmen o nieguen determinadas relaciones. Pero ya en ese texto donde se aclara de manera explícita e insistente que el objeto de la arqueología son las instituciones, los campos enunciativos, los sujetos concebidos como meras funciones vacías, Foucault repara en el “halo psicológico” que puede adquirir una formulación” (Foucault 2002, p. 164).
Tiempo después será el propio Foucault el que empuje los límites de la referencialidad llevando ese a priori histórico un poco más allá (o más acá dependiendo una vez más de la perspectiva desde donde se lo juzgue) para dar no ya con un enunciado y su sistema de discursividad sino con la vida. A diferencia de sus trabajos de mayor envergadura y difusión sobre los grandes discursos de Occidente (la clínica, la biopolítica, etc.), el proyecto inconcluso de “La vida de los hombres infames” anuncia ya desde el título una dimensión distinta de la del corpus y el archivo. Los denominados “poemas-vida” analizados en este texto no permiten inferir únicamente el espectro de lo decible sino que remiten a su vez a la singular (y excepcional) relación intersubjetiva entre el rey y estos seres infames que tuvo lugar en el siglo XVIII.
Esa conexión con la realidad se pone especialmente de manifiesto en la “torpeza del estilo”:
Las más lamentables vidas son descritas aquí con las implicaciones o el énfasis que parecen convenir a las vidas más trágicas. Se trata sin duda de un efecto cómico, ya que resulta algo ridículo apelar a todo el poder de las palabras y a través de ellas a la soberanía del cielo y de la tierra cuando se trata de desórdenes insignificantes o de desgracias tan comunes (Foucault 1996, p. 128).
La palabra imprevisible hace tambalear el significado habitual al detener y, por lo tanto, desnaturalizar la asociación corriente por contigüidad de la fórmula y el objeto. Mientras que la plena conformidad a un orden determinado borra por completo al sujeto, [4] el error permite recortar una individualidad de ese telón de fondo común.
Una articulación análoga podemos encontrar entre la lagersprache y la experiencia de los campos de concentración. Primo Levi cuenta que nunca quiso perfeccionar su alemán aprendido en el lager. La tosquedad de su pronunciación al igual que el tatuaje en su brazo izquierdo constituían las únicas pruebas irrefutables de su paso por Auschwitz (ver Esposito 2009, p. 93-94). Pero el caso más emblemático de proximidad entre la palabra y la persona lo constituye, sin lugar a dudas, el testimonio de Hurbinek, ese niño nacido en Auschwitz al que nadie había enseñado a hablar y que Primo Levi recupera como uno de los tantos registros del horror. ¿Puede haber acaso algo más singular en la lengua que esa palabra completamente ajena a todo artificio retórico: “matisklo”? (ver Agamben 2000, p. 37-39) Los usos anómalos del código se constituyen así en la localización paradigmática de la contigüidad física y la mutua implicación entre el lenguaje y todas aquellas existencias que quedan afuera de los modos de inteligibilidad establecidos.
A esta peculiar actitud cognoscitiva que, partiendo de la observación y análisis de datos marginales, restablece en “el eje prosístico de la metonimia” una secuencia narrativa completa capaz de explicar las ocurrencias, casos, situaciones o documentos singulares en cuanto individuales, Carlo Ginzburg denomina paradigma indicial (1983, p. 147). Este saber especialmente atento a la contingencia activa y se nutre de una “intuición baja” que nada tiene que ver con lo irracional sino con un acervo cultural legado por obra de la tradición y que, en definitiva, “vincula al hombre estrechamente con las especies animales” (1983, p. 163-164). En ese resquicio entre el control de la razón y la materia viviente, entre la humanidad y la animalidad, reside esa singular perspectiva cognitiva que conjetura a partir de las cicatrices del lenguaje (aquello de lo que el sujeto da cuenta sin saber, justamente cuando se relaja) una historia.
Se esboza en este punto la trama de una historia paralela que ha pasado relativamente inadvertida: la de la progresiva internalización del poder y la de la también progresiva pérdida de la autonomía literaria. Si la política y la historia se han vuelto retóricas (estéticas), si la significación en su conjunto es una operación figural cuyo sentido está determinado por la historia, ¿de qué hablamos hoy cuando hablamos de literatura? ¿En qué medida el análisis de las formas y estructuras lingüísticas implica una pregunta por el valor estético del texto literario? Si ya no importa quién habla, ¿importa acaso cómo se escribe?
Barthes advertía que “un poco de formalismo aleja de la historia; mucho, acerca” (1999, p. 202). Hemos llegado al punto, aunque parezca paradójico, en que el exceso de formalismo acabó por alejarnos de la forma. En la indistinción de esa argamasa de discursos y géneros de que está hecha la vida, la única nota o variación la aportan los contenidos más o menos familiares, más o menos escandalosos, pero siempre inteligibles que circulan de un modo análogo a la noticia, al rumor.
Recientemente se puso de moda entre los más jóvenes cerrar cualquier anécdota o comentario con un “literal”. “¡No sabés qué frío que hacía! ¡Literal!” Se trata, claro, de un modalizador enfático del discurso que viene a reforzar el sentido de lo que se acaba de decir. Pero el uso de ese término descoloca en la medida en que se emplea para referirse a frases cuyos significados ya son “literales”, frases que no parecen presentar ningún doblez o sentido segundo. Esa coda pone de manifiesto, así, hasta qué punto se ha extendido la sospecha sobre el lenguaje. Revela en su inocencia que el cuestionamiento al significado referencial es ya un lugar común.
La confianza en el poder empírico del lenguaje es esperanzadora –o supo ser esperanzadora- pero también puede constituir una trampa. En tiempos en que se sobredimensionan las batallas que se libran en las redes sociales a la par que se erosiona cualquier parámetro en base al cual tomar posición o construir un juicio bajo una falsa idea de igualdad, vale la pena revisar estos presupuestos teóricos. Vale la pena cuestionarnos si serán suficientes las “armas” que nos proporcionan la lingüística, los géneros testimoniales y las manifestaciones artísticas de vanguardia. Quizá sea el momento de volver a la literalidad del sentido. Quizá sea el momento de volver a preguntarnos por la literaturidad.
Agamben, G. (2000). Homo sacer III. Lo que queda de Auschwitz. Valencia: Pre-textos.
Barthes, R. (1994). “El análisis retórico”, en El susurro del lenguaje. Barcelona: Paidós, 141-147.
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[1] El seminario al que hago referencia es “Ficción y método. Perspectivas de investigación en los estudios literarios”, que diseñamos y dictamos con Maximiliano Soler por primera vez en el segundo cuatrimestre de 2017 y que ahora estamos dando nuevamente junto con Vera Jacovkis como parte de la oferta de seminarios de verano 2021. Ver programa
[2] Vale recordar que si bien Benveniste identifica el nivel semántico con el discurso, en “El aparato formal de la enunciación” se encarga de diferenciar esas dos dimensiones de análisis: por un lado, la semantización de la lengua y el dominio del sentido, por otro, un enfoque que “consistiría en definir la enunciación en el marco formal de su realización” (1977, p. 84).
[3] Cabe destacar que en otros textos y más o menos por los mismos años Barthes pondrá reparos a los análisis semiológicos de este tipo y cuestionará la idea de un sentido literal.
[4] En Tercera persona, Roberto Esposito desarrolla extensamente esta articulación entre la persona y el error, por un lado, y lo impersonal y la perfección, por otro, a partir de los planteos de Simone Weil en torno al derecho y la justicia (2009, pp. 147-148).