Diálogo con Andrés Saab sobre el estructuralismo
Diálogo con Andrés Saab sobre el estructuralismo
Mariano Vilar (MV): En los programas de teoría literaria el estructuralismo ocupa una posición ambigua. Por un lado, es un punto de referencia inevitable. Es imposible plantear la existencia de algo como la “teoría literaria” sin reconocer el lugar protagónico del estructuralismo en su conformación. Al mismo tiempo, parece ser que en muchas ocasiones es lo primero que se recorta. El formalismo ruso por un lado, el postestructuralismo por otro y la escuela de Frankfurt flotando por ahí parecen ser elementos más resistentes e indiscutibles al momento de ocupar espacio de clase. Esto es particularmente sensible en la carrera de Letras de la UBA, en la que el estructuralismo “clásico” está casi totalmente desplazado desde hace décadas. Hay muchas explicaciones posibles sobre por qué las cosas se dieron de esta manera, pero creo que más importante es pensar, más bien, si hay algún motivo por el que deberíamos reconsiderar el aporte estructuralista más allá de la cuestión puramente histórica. ¿Estructuralismo para qué?
Andrés Saab (AS): Me gustaría comenzar a responder con un pasaje del prólogo a la Aventura Semiológica de Roland Barthes que repito clase tras clase de Semiología en el Ciclo Básico Común:
El primer momento fue de deslumbramiento. El lenguaje, o para ser más preciso el discurso, ha sido el objeto constante de mi trabajo, ya desde mi primer libro, es decir, desde el grado cero de la escritura. En 1956 yo había reunido una especie de material mítico de la sociedad de consumo, que entregué a la revista Nadeau, Les Lettres Nouvelles, bajo el nombre de Mitologías; fue entonces cuando leí por primera vez a Saussure, y tras haberlo leído quedé deslumbrado por esta esperanza: suministrar por fin a la denuncia de los mitos pequeños burgueses, que nunca hacía sino, por así decirlo, proclamarse sobre la marcha, el medio para desarrollarse científicamente. Este medio era la semiología o análisis concreto de los procesos de sentido mediante los cuales la burguesía convierte su cultura histórica de clase en cultura universal: la semiología se me apareció entonces, por su porvenir, su programa y sus tareas, como el método fundamental de la crítica ideológica. Expresé ese deslumbramiento y esa esperanza en el postfacio de Mitologías, texto que quizás haya envejecido científicamente, pero que es un texto eufórico, porque infundía seguridad al compromiso intelectual, proporcionándole un instrumento de análisis y responsabilizaba el estudio del sentido asignándole un alcance político.
[Roland Barthes [1985], La Aventura Semiológica, 10-11, subrayados míos]
Este pasaje siempre me resultó desconcertante, quizás porque, como decís en tu intervención, yo estoy educado en la carrera de Letras (si se me permite el juego fácil) “postestructural”, tiempos en los que la rúbrica “estructuralista” adosada a algún punto de vista tenía un claro sesgo peyorativo (estoy hablando de los célebres o infames años noventa). Pero también porque hace años que, por razones de oficio y otras, soy un lector asiduo y entusiasta del Curso de Lingüística General de Saussure (CLG, de aquí en más). Como lector también deslumbrado por el genio de Saussure y sus editores, nunca pude entender qué página del CLG podía entenderse con esa clave política. Pero en fin, habría que ponerse en el tono de la época, que, no olvidemos, también tenía al estructuralismo como moda, con sus fervientes modelos y detractores. El fervor pre Mayo Francés también es parte de la clave, claro. Eran tiempos, en fin, en los que la Tesis 11 de Marx circulaba como eslogan, en ocasiones vulgar, pero en otras, en una dimensión que debería ser lo dado desde un cierto punto de vista epistemológico. Se sabe que la Tesis 11,
“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”
dio lugar a intentos de desentrañar las intenciones originales del propio Marx, que, en sentido estricto, nunca publicó las tesis. Fue Engels el que lo hizo y, lamentablemente, agregando ese pero en la Tesis 11, que complica mucho la lectura. Como sea, una lectura que le quite ese sabor a mero eslogan conecta, obviamente, con el deslumbramiento de Barthes y, de hecho, con todo el espíritu cientificista (digamos, como opuesto a esteticista o hermenéutico) que el estructuralismo venía a imponer con un entusiasmo a veces desmedido. Si las ciencias humanas quieren ser ciencia, entonces deben ser capaces de contribuir con cambios en el objeto del que tratan. Dado que, por definición, todas tratan de algún aspecto de lo humano, la palabra “cambio” podía con justicia traducirse como “emancipación”: después de todo, todas las ciencias, humanas y naturales, deberían contribuir de distintas maneras al bien común general. Estoy seguro de que tanto Marx, y algunos marxismos, como algunos estructuralistas, a pesar de todas sus diferencias, estaban convencidos de que las ciencias humanas eran herramientas de emancipación, siempre y cuando fueran científicas en sentido estricto. Pues bien, el estructuralismo brindaba esa cientificidad que, al decir de Barthes en la cita anterior, permitiría pasar de la mera denuncia a la ciencia.
Puestas las cosas en esta dimensión, se puede volver al CLG y empezar a entender por qué tanto entusiasmo por un libro que, en esencia, está dirigido a lingüistas, en una época en que lingüística era en muchos aspectos casi sinónimo de gramática. La clave la brinda el célebre capítulo III de la Introducción, en el que Saussure, a través de sus editores, funda la semiología como ciencia humana nueva. Se recordará que el pasaje en cuestión sigue luego de haber establecido que el objeto de la lingüística no es el lenguaje sino la lengua (otra formulación desconcertante, pero que cobra sentido si la lingüística es, esencialmente, el estudio de la miríada de gramáticas existentes que resultan de instanciar una facultad mucho más general). El pasaje fundamental es el que abre la última sección del capítulo (no la definición de “semiología” que se repite hasta el hartazgo en los cursos de Semiología):
La lengua, deslindada así del conjunto de los hechos de lenguaje, es clasificable entre los hechos humanos, mientras que el lenguaje no lo es.
Acabamos de ver que la lengua es una institución social, pero se diferencia por muchos rasgos de las otras instituciones políticas, jurídicas, etc. Para comprender su naturaleza peculiar hay que hacer intervenir un nuevo orden de hechos.
[CLG, 43, subrayados míos]
Otra vez un pero, pero ahora uno legítimo, pues deja ver la nueva taxonomía de la conducta humana que Saussure está poniendo en juego y, que no tengo casi duda, causó parte de ese deslumbramiento del que habla Barthes. Muchas veces se presenta al propio Saussure como un defensor de la lengua como institución social, pero basta leer el CLG una sola vez para comprender cuán parcial y, por lo tanto, desacertado es ese otro eslogan. Si las lenguas fueran meras instituciones sociales, ¿para qué, entonces, fundar una ciencia nueva? Bastaría con las ciencias humanas ya conocidas, especialmente, aquellas que toman como objeto las conductas sociales normativamente sesgadas. La lingüística sería, en ese caso, gramática más algo de sociología, por ponerlo de un modo un tanto burdo. Pero no es eso lo que nos dice Saussure. Lo que nos dice es que las lenguas humanas, puestas en la dimensión que él mismo las acababa de poner, permiten iluminar un nuevo orden de hechos ¿Cuáles? Pues bien, aquellos que regulan un tipo de conducta no guiada ni normativa ni racionalmente, al menos no en los sentidos tradicionales de norma o razón. En las lenguas humanas, el hecho evidente es el carácter arbitrario del signo lingüístico, que, en la concepción que Saussure inaugura, es una mera asociación simétrica entre dos órdenes de cosas distintos. Este es otro concepto que se suele repetir hasta el hartazgo sin la necesaria insistencia en cuántas cosas de la tradición previa están subvertidas acá. Lo que Saussure abandona, y por excelentes razones, al menos cuando se trata de lenguas humanas, es la noción de signo como objeto asimétrico y, en última instancia, representacional. Esa noción clásica de signo está fundada en un mecanismo inferencial; por lo tanto, racional. Los signos clásicos permiten caracterizar ciertas normas fundamentales de la conducta humana que son accesibles a la razón. Lo que Saussure llama las “otras” instituciones están fundadas en este tipo de razones. En suma, en el pasaje citado Saussure nos dice que la conducta humana puede caracterizarse mediante el establecimiento de dos tipos de instituciones sociales bien diferentes: las sígnicas y las simbólicas.
Pero Saussure no se quedó solo en la proclama de una ciencia nueva; nos dio también los rudimentos necesarios para entender la conducta sígnica mediante categorías científicas bastante bien definidas en el propio CLG, pero, sin duda, pulidas de manera tremendamente eficiente por los funcionalistas de Praga (en especial, Trubetzkoy y Jakobson). Entre todas las nociones nuevas, la de diferencia ocupa el lugar más impactante y subversivo. Para decirlo muy brevemente, Saussure defiende la idea de que la conducta sígnica queda determinada no por los objetos que surgen de una estructura dada, sino por la estructura que precisamente hace surgir esos objetos. Eso es, en pocas palabras, comprometerse con la ontología particular que todo estructuralismo debe asumir si quiere ser estructuralista. Lo más impactante de esa definición de diferencia y de estructura es el abandono de toda pretensión estrictamente positivista en la comprensión de la conducta sígnica. Mi conducta lingüística, la de un hablante del español rioplatense, es en la nueva concepción de Saussure una conducta que manipula objetos concretos (signos) cuya constitución no es positiva, sino diferencial: cada elemento del significante o del significado saussureanos es un conjunto de propiedades esenciales y constituyentes que solo emergen de una oposición relacional (i.e., es un conjunto diferencial). En los primeros años de fervor estructuralista en lingüística, casi dos décadas después de la muerte de Saussure, los avances que se hicieron en teoría fonológica fueron, para repetir a Barthes en otro lugar, realmente deslumbrantes. Los que hacemos gramática les debemos muchísimo a esos estructuralistas originales. Luego vino el otro fervor, el semiológico, que es muy posterior, y del cual Roland Barthes es quizás el mejor representante. Ese es el fervor que se dio en Francia una vez que las contribuciones esenciales de Lévi-Strauss, Lacan y Althusser, entre otros, y en otros campos de las ciencias humanas, fueron celebradas de la manera merecida en que lo fueron. El proyecto estructuralista de Roland Barthes, el del Barthes post Mitologías, es el de dar las bases para una teoría de los hechos semiológicos (los que él llama “hechos del sentido”), modelada sobre la noción fundamental de institución sígnica, cuya existencia real se derivaría de la noción más precisa de diferencia estructurante.
Ahora bien, no le duró mucho el entusiasmo a Barthes. El proyecto queda definitivamente abandonado en S/Z, probablemente uno de sus textos más brillantes. No puedo dar acá todas las razones que llevaron a ese abandono, pero, en esencia, se podrían reducir al reconocimiento de que los hechos del sentido no son matematizables como diferencias. Su contenido específico deriva de actos positivos de interpretación, que, básicamente, consisten en mecanismos de resolución anafórica.
¿Qué es, pues, una connotación? Definicionalmente, es una determinación, una relación, una anáfora, un rasgo que tiene el poder de referirse a menciones anteriores, ulteriores o exteriores, que puede ser designada de diversas maneras, siempre que no se confunda con asociación de idea: está remite al sistema de un sujeto mientras que aquélla es una correlación inmanente al texto, a los textos o, si se prefiere, es una operación operada por el texto-sujeto en el interior de su propio sistema. Tópicamente, las connotaciones son sentidos que no están en el diccionario ni en la gramática de la lengua en la que está escrito un texto
[Barthes [1970], 17-18, subrayados míos]
La definición de sentido como anáfora es uno de esos modos siempre brillantes con los que Barthes sabía sintetizar grandes problemas. Esa nueva concepción ya forma parte de la era postestructural que (muy lamentablemente, a mi modo de ver) produjo una suerte de restauración hermenéutica en algunas de las ciencias humanas y, sin duda, una suerte de dispersión epistemológica que abandonó no solo el estructuralismo como punto de vista particular sobre las cosas sino también parte del desiderátum de la Tesis 11 de Marx de hacer de las ciencias humanas, sencillamente, ciencias. Como ya dije, cuando se trata de cosas humanas, ser ciencia es contribuir a la emancipación.
Volvamos, entonces, a tu pregunta, “¿estructuralismo para qué?”, que, creo, planteaste de un modo abierto muy interesante. Dejame decirte primero que en mis años de formación en la carrera de Letras tuve la suerte de asistir a esa suerte de “esquizofrenia” ideológica de la carrera que quedaba hermosamente instanciada en las clases de Ofelia Kovacci y de Jorge Panesi, dos de los más grandes profesores con los que me crucé en mi vida como estudiante. Como sabemos, ellos daban las dos materias iniciales, a saber: Gramática y Teoría y Análisis Literario. Si bien es cierto, como decís, que el estructuralismo estaba ya absolutamente desplazado en la parte “literaria” de la carrera (donde leíamos cosas como ¿Qué es la poesía? de Jacques Derrida, que, en algunos casos, se enseñaban como dogmas bellamente opacos; para colmo, eran tiempos en los que Derrida capaz daba charlas en Buenos Aires), no lo estaba, en cambio, en los estudios más estrictamente lingüísticos o gramaticales. Hay varias razones para esa escisión, que tienen que ver con que, al menos en parte, los aportes estructuralistas son insoslayables en teoría gramatical. Incluso hoy en día queremos saber si algunos de los rasgos constituyentes de los signos lingüísticos deben modelarse al estilo de Trubetzkoy (con una lógica divergente según el tipo de relación) o al estilo de Jakobson (es decir, como rasgos binarios de manera uniforme), aun cuando, vale decirlo, la noción de diferencia no tiene lugar en casi ningún modelo gramatical actual, al menos no de la forma tan radical que llevó a algunos estructuralistas a proponer conceptos tan abstractos como los archifonemas. Yo no sé, realmente, si hay aportes tan insoslayables en materia literaria, muy distintos a los que ya aportaba el formalismo ruso. En fin, hay una pregunta “para qué” que arroja respuestas divergentes relativas a las especificidades que la carrera de Letras ofrece.
Luego, hay otros “para qué”, quizás, no lo sé, más interesantes. Creo que el estructuralismo es insoslayable por las razones dadas al comienzo relativas a la cientificidad de las ciencias humanas y a su posible contribución emancipatoria. Estoy convencido de que deberíamos volver a pensar algunos de los problemas más importantes de las ciencias humanas con algunas de las contribuciones esenciales del estructuralismo en tanto punto de vista, y no quizás, como conjunto de contenidos perfectamente articulados. Por ejemplo, es esencial que volvamos a repensar el papel que juegan las instituciones sígnicas y simbólicas en la cuestión de la reproducción social. No digo al extremo de un reproductivismo escéptico y probablemente implausible científicamente pero sí con toda la diversidad de conducta social que la escisión entre lo simbólico y lo sígnico produce. También importa todavía establecer el grado de interacción entre lo sígnico y lo simbólico y, sin duda aquí, el fenómeno literario resulta de mayor interés. Por fin, creo que adoptar el punto de vista estructuralista en algunas cuestiones que, de hecho, circulan en el foro social (por ejemplo, la cuestión del lenguaje inclusivo) nos haría mucho menos ingenuos, mucho menos confiados en el mero parlamentarismo.
MV: No hay duda de que en los estudios literarios el estructuralismo también tuvo un rol clave en hacernos menos ingenuos, lo que no es lo mismo que hacernos más científicos. Enseñar a analizar textos literarios, al menos en un contexto académico, consiste en gran parte en enseñar “enfriar” tanto la interpretación como el juicio estético y/o moral, que es lo primero que suele surgir, y para eso el estructuralismo ofrece una parafernalia de recursos.
Por otro lado, en el análisis literario, el poder descriptivo de las categorías estructurales es una espada de doble filo. Es difícil establecer si el círculo entre la teoría (que involucra toda una ontología de la lengua, la literatura, las instituciones sociales) y el análisis (por ejemplo, el cuadro semiótico de Greimas) es o no un círculo virtuoso. A menudo se acusa al estructuralismo por su sobrecarga de términos técnicos que oscurecen lo que se pretende explicar y terminan de esa forma aniquilando su objeto.
No está de más recordar, en este sentido, que la idea de que un texto o conjunto de textos literarios son analizables en términos de estructuras abstractas que replican la estructura de la lengua (sin ser por eso asimilables por completo a ella) también tuvo una función política importante en el ámbito universitario: salir del clasicismo filológico, que presupone que quienes investigaban literatura lo hacían desde una formación elitista basada en el aprendizaje temprano del latín y griego. En otras palabras, era y sigue siendo más rápido hacerse del bagaje teórico saussureano que aprender a reconocer a primera vista una cita indirecta de Cicerón o Demóstenes.
El problema de lo sígnico y lo simbólico en el ámbito del análisis literario es quizás el más difícil de encarar. Por un lado, la mirada estructural tiene la capacidad de alejarnos del poder arquetípico de los símbolos (tan pregnantes hoy con el regreso de Jung mediante el Tarot, la astrología, etc.), justamente porque se basa en el postulado de la arbitrariedad. No hay entonces posibilidad de interpretar un texto literario en base a un diccionario simbólico pre-establecido, porque los textos literarios conforman estructuras inmanentes de signos. Por otro lado, como ya reconocía Lévi-Strauss, no podemos suponer que los textos literarios (él hablaba en realidad de relatos míticos) operan en un vacío de sentido. Como decías vos, sus contenidos no son matematizables, no es cierto que el sentido de un elemento de un texto (sea un personaje, un objeto, una descripción, un motivo, etc.) sea determinable únicamente por su relación diferencial con otros elementos presentes en el mismo texto. Está claro que se articulan con sentidos sociales, culturales, y que estos no son en sí mismos “arbitrarios”.
Podemos encontrar un ejemplo en un ensayo clásico de Barthes, “¿Por dónde empezar?”, donde trata de dar algunas pistas (algunas bastante útiles) para comenzar un análisis literario. Toma como ejemplo La isla misteriosa de Julio Verne y rápidamente busca establecer un régimen de oposición binaria entre una situación inicial y una situación final. El problema es que esta situación inicial (representada por los náufragos del relato encontrando los materiales para su supervivencia) es rápidamente identificada como parte de un “código adánico”. Entonces, casi sin darnos cuenta, pasamos de una descripción que tomaba como base un régimen de oposición entre dos situaciones narrativas a la introducción de una código simbólico fuertísimo, típica del mundo medieval. Los náufragos ahora están en una situación asimilable a la de Adán en el Génesis.
¿Es entonces el análisis estructural una forma sofisticada de operar con los símbolos? En Crítica y verdad Barthes plantea la “nueva crítica” como el descubrimiento de “la naturaleza lingüística del símbolo”. Entiendo que este carácter lingüístico alude a su estructura sígnica, arbitraria. El problema es que la estructura simbólica, en la medida en que sigue dependiendo de forma directa de lo que vos llamás “actos positivos de interpretación” (por ejemplo, la interpretación que hace Barthes de los náufragos como adanes), es muy fácilmente manipulable, mientras que con la estructura sígnica sucede exactamente lo contrario. ¿Qué más podemos decir de ella, aparte de que existe? Son como los 1 y 0 que están operando en cada proceso que ejecuta el Windows. Sé que están ahí, que no simbolizan nada, y que sin embargo sin ellos no existiría ningún ícono, ningún cursor, ningún color en el monitor. Pero yo, como usuario, no puedo manipularlos.
Creo que esto reconduce al problema político básico del “determinismo” estructural, un tema muy trabajado por Althusser en conexión con el determinismo materialista marxista. Yo decía al principio que el estructuralismo ayuda a enfriar la voluntad interpretativa que normalmente manifestamos cuando queremos decir algo sobre un texto que no consista en repetirlo ni resumirlo. Hoy por hoy, en la crítica literaria, el primer reflejo interpretativo suele estar asociado con debates sociales y políticos: feminismo, poscolonialismo, eco-crítica, etc. Pero, decían en mayo del 68, las estructuras “no bajan a la calle”. ¿En qué medida la mirada estructural puede hacernos reflexionar sobre ese tipo de interpretaciones?
AS: Creo que la cuestión se puede poner de este modo: una comprensión real de los problemas del sentido no puede desatender ni los contenidos específicos ni los mecanismos antropológicos, o incluso biológicos, que permiten generar sentido. La idea de que el sentido queda parcialmente determinado por la función signo pero también por la intervención de mecanismos adicionales de resolución anafórica no es para nada una incoherencia. Lo que se observa en el giro postestructural es una indiferencia por la primera cuestión y un abandono explícito por intentar comprender los posibles vínculos entre cierta condición que nos viene dada y los objetos o contenidos culturales que producimos en virtud de esa condición. En mi opinión, el abandono del propio Barthes del punto de vista estructural no estaba justificado empíricamente. El reconocimiento de que la comprensión del sentido requiere de mecanismos de resolución anafórica es una característica esencial de todas las lenguas humanas. De hecho, no hay lenguas que no tengan variables libres, es decir, pronombres anafóricos. Sabemos, después de Lewis, Montague y otros que, formalmente, no es demasiado difícil enriquecer nuestras funciones interpretativas para obtener los significados que las variables libres producen en las lenguas naturales. Claro, en el caso de los pronombres, la resolución anafórica es generalmente muy local y puede determinarse sin ambigüedad a partir de información del contexto inmediato en el que ocurre tal o cual pronombre. Pero no hay a priori ninguna razón para no pensar que mecanismos formales, si no idénticos al menos similares, de resolución anafórica están en juego en contextos culturales más amplios, en contextos bajtinianos, digamos. En semántica formal, por ejemplo, Angelika Kratzer ha resuelto muchísimos problemas relativos a la semántica de la modalidad mediante la postulación de mecanismos de resolución anafórica de objetos sociales (e.g., cuerpos de proposiciones normativas, buléticas, epistémicas, etc.). Los sentidos que muchos elementos expresivos portan de manera convencional también se pueden resolver de manera muy similar (e.g., insultos xenófobos, misóginos, etc.). Por supuesto, uno puede estar particularmente interesado por los contenidos específicos y no por el mecanismo de resolución anafórica. Puesto a la manera de Althusser, uno tiene derecho a estar interesado o bien por las ideologías particulares o bien por la Ideología, así en mayúscula, pero, en cualquier caso, uno no puede desconocer que las ideologías particulares dependen de la Ideología como tampoco puede desconocer que las lenguas particulares dependen de la facultad del lenguaje.
Es en este mismo sentido que Paolo Virno y otros han insistido tantas veces en la necesidad de no perder de vista que no hay ruptura real entre naturaleza y cultura; se trata, en realidad, de una continuidad dada como estrategia extraordinaria para resolver un vacío esencial: el de la ausencia de todo marco biológico para la conducta. El lenguaje (es decir, el objeto estructurado por excelencia) es la solución natural que permite formar patrones de conducta que son transmisibles de generación en generación.
La facultad del lenguaje garantiza la historicidad del animal humano, o sea las condiciones de posibilidad de la historia, pero no funda de ningún modo uno u otro modelo de sociedad o de política.
[Paolo Virno, Cuando el verbo se hace carne, 191]
La producción de sentido como un modo de salvar este vacío que mencionaba tiene algunos rasgos generales. En principio, sería la causa detrás de la actitud tipificante con la que construimos ciertas teorías, pobres y más bien vagas, de los otros y del mundo que nos rodea. Es posible, entonces, que la construcción de mitos o narraciones generales sea una condición que tenemos que aceptar como padecimiento. A mi modo de ver, este padecimiento es particularmente dramático cuando ciertas formas de dominación se instauran como sentido común a través, ahora, de instituciones simbólicas (los Aparatos Ideológicos del Estado de Althusser), que garantizan la reproducción social. En fin, el punto de vista estructural permite iluminar de manera cognitivamente relevante ciertos aspectos de la reproducción social tanto en instituciones sígnicas como simbólicas. Como decía Barthes, nos da mucho más que la mera denuncia, desde cualquier perspectiva (feminista o post-colonial).
MV: Mucho de lo que planteas me recuerda a lo que decía Barthes en 1977 sobre el carácter “fascista” de la lengua, y a las discusiones que todavía se dan (por ejemplo, en relación con el lenguaje inclusivo) sobre la hipótesis de Sapir-Whorf. En los términos más corporativos de los estudios literarios, cualquier enfoque que resalte el poder de la lengua para dar forma (o limitar las formas) del mundo tiene el atractivo de legitimar indirectamente el valor de la literatura como objeto de análisis, al menos en la medida en que se lo reconozca como un campo de experimentación lingüística. Hoy en día existe un crecimiento sostenido tanto en la filosofía como en algunos ámbitos de la crítica cultural de nuevas formas de materialismo que atacan a la hermenéutica desde un lugar diferente al que encontrábamos en el estructuralismo temprano, pero que al hacerlo también ponen en duda (o directamente aniquilan) la idea de literatura que presuponía la teoría literaria del siglo XX.
Al mismo tiempo, creo que es muy difícil leer algunas de las proclamas estructuralistas (sigo en los estudios literarios, no hablo de Althusser) que apuntaban a provocar un “desorden” en la jerarquía de los discursos y a hacer pasar esa superposición de lingüística, psicoanálisis y marxismo como una revolución que trastocaría los órdenes mismos del sentido. Sin duda es cierto en el ámbito específico de la crítica literaria, en donde el estructuralismo reconfiguró barreras disciplinares con una fuerza y creatividad que no encontramos en el panorama actual. Pero no va más allá de ahí, particularmente porque la crítica cultural más politizada es a menudo la que más rápido se aleja de los presupuestos estructurales. Lo vemos mucho en la discusión contemporánea (imbuida de foucaultianismo y agambenismo) sobre “los cuerpos”.
Es curioso cómo la teoría de género contribuye, por un lado, a visibilizar el presupuesto estructural básico de que el valor de los elementos de un sistema se define por oposición, pero al mismo tiempo, en algunas de sus manifestaciones más visibles, pone el acento en la opresión que implica el binarismo como forma en sí. Esto trae también el problema de definir si el privilegio de la oposición binaria para la articulación de sistemas es un condicionamiento histórico de Saussure y de sus continuadores más excelsos, o si de hecho hay algo verdadero ahí que expresa un funcionamiento de los sistemas sígnicos.
AS: Comienzo por el final: hay, de hecho, algo verdadero en eso. Roman Jakobson, quizás el más excelso de todos los continuadores, mostró (en el sentido de mostrar que importa a la actividad científica), contra su colega y amigo Trubetzkoy, quien había propuesto una lógica compleja de las diferencias saussureanas, que toda diferencia se puede (y se debe) reducir al binarismo. En otras palabras, toda nuestra actividad taxonómica está regulada por una suerte de binarismo cognitivo. Sabemos del impacto que eso causó en teoría de la comunicación o de la inteligencia artificial, pero también en teorías antropológicas como las de Lévi-Strauss. Pensemos, por ejemplo, en la taxonomía de género gramatical (no está de más insistir en la parte gramatical de esto) que el español ofrece. Hay un amplio consenso entre los gramáticos en que el sistema actual es: (i) binario (puede ser privativo, pero esa es una sutileza que podemos evitar) y (ii) unidimensional. La segunda propiedad es la que produce cierta incomodidad en algunos colectivos que alientan cierto reformismo de la lengua ¿Qué significa que el sistema actual es unidimensional? Significa, ni más ni menos, que es feminizante (contra la idea de sentido común de que es masculinizante): o sea, el sistema marca los femeninos y deja como opción no marcada todo el resto, incluyendo de manera prominente el masculino.
Sistema actual: binario y unidimensional |
Femenino -a y variantes |
Masculino en -o y variantes |
Femenino |
+ |
- |
Que este sistema tiene sustento empírico se puede mostrar tanto con evidencia morfológica como semántica. Por ejemplo, que el sistema es feminizante queda particularmente evidenciado en la formación de plurales en -o (e.g., los chicos deben alimentarse bien), y en genéricos singulares también en -o (e.g., si el chico no come, se retrasa su desarrollo). A pesar de que esta es una prueba extremadamente sólida en favor del carácter feminizante del sistema, sabemos que en el dominio público circula una representación inversa de los hechos, a saber: que el español invisibiliza lo femenino. Esta reacción es una característica de las instituciones sígnicas, que suelen leerse por los mismos participantes de esas instituciones en clave simbólica, mediante mecanismos de inferencia que son ajenos a la conducta sígnica. El tema es fascinante, una especie de laboratorio lingüístico real.
Ahora bien, uno podría conjeturar que la taxonomía que el español ofrece como testimonio habilita la siguiente lectura: el carácter feminizante del sistema es muestra acabada de cierto sesgo patriarcal codificado de manera opaca en la lengua, según el cual la excepción, es decir, la mujer / lo femenino, debe ser marcada si quiere ser interpretada. Lo masculino / lo macho es, en cambio, la opción natural y por defecto. La lectura es legítima, aunque hace surgir una serie de complejidades que, si bien no deberíamos soslayar, no podemos tratar acá. En cualquier caso, frente a esa reinterpretación simbólica de los hechos sígnicos hay hablantes que empiezan a hablar con -e, no importa ahora la variedad de razones aducidas. Los gramáticos tenemos herramientas para pensar ese nuevo hablar, que empieza a emerger como actitud simbólica (ya veremos si el futuro llega y este hablar se vuelve o no sígnico). ¿Cómo es el sistema de género en -e? Pues bien, es tan binario como el anterior, pero es bidimensional; en concreto, los hablantes en -e introducen una dimensión que estaba, de hecho, ausente en el sistema anterior, la dimensión masculina:
Una alternativa: binaria y bidimensional |
Femenino -a y variantes |
Masculino en -o y variantes |
“Inclusivo” en -e |
Forma predicha, pero no atestiguada: (forma en ¿-u?) |
Femenino |
+ |
- |
- |
+ |
Masculino |
- |
+ |
- |
+ |
Es interesante notar que este sistema cumple parte de su objetivo original, pues, en esencia, elimina toda asimetría entre masculino y femenino. Para decirlo de otro modo, en el nuevo sistema masculino y femenino son dimensiones equivalentes: no hay feminización ni hay masculinización. Por esa misma razón, el sistema admite ahora un tercer género, el género inclusivo en -e que dice “yo no soy ni masculino ni femenino”. Por razones lógicas, que tienen que ver con las propiedades de todos los sistemas binarios (i.e., la fórmula siempre arroja una taxonomía de número par: 2n), el sistema admite un cuarto género, el que dice “yo soy tanto masculino como femenino”. Es normal en las lenguas del mundo que ciertas combinaciones lógicamente admitidas por los sistemas binarios no se den por razones externas al sistema. En principio, no veo razones para no usarlo, pero no importa. Lo que importa es que no hay escape del binarismo y en esto sí quizás haya cierto “fascismo” de la lengua (no digo “relativismo”, porque eso es otra cosa, y quisiera creer que Barthes rechazaría el relativismo fervientemente). Algunos dirán que, aunque no haya escape del binarismo, o, peor aún, de ese padecimiento taxonómico o tipificante que tenemos los humanos (i.e., es la parte que nos viene dada), al menos el sistema en -e permite hacer visibles otras zonas de lo real que, además, deben ser visibles por razones indudablemente justas. Yo no lo sé, aunque me niego a aceptar toda perspectiva teleológica sobre las lenguas humanas, que suele concluir en actitudes que, decididamente, están fundadas por premisas científicamente falsas y que, para colmo, son moralmente reprochables (por ejemplo, que mi hablar es mejor que el tuyo). Parece haber en esa nueva aventura taxonómica cierto compromiso relativista, para el cual, como decía, realmente no hay ninguna evidencia fundada. Por ejemplo, el sistema actual del español presenta una taxonomía de género según la cual la mayoría de las cosas que están sexuadas en el mundo natural no tienen género natural en la lengua (e.g., todos los llamados sustantivos epicenos: jirafa, elefante, ratón, araña, etc.). O sea, creo que las lenguas ofrecen sí ciertas taxonomías de las cosas, incluso en sus sistemas gramaticales o paradigmáticos (sistemas temporales, aspectuales, evidenciales, de género, etc.), pero no creo de ninguna manera que esas taxonomías tengan algún impacto realmente relevante en nuestra formación de creencias o estereotipos. Las lenguas, en tal caso, recogen a modo de testimonio esas actitudes tipificantes de las que hablábamos antes y hacen cosas “raras” (al menos, cuando se leen en términos simbólicos) con eso que reciben y testimonian, que son típicas de las instituciones sígnicas, no de las simbólicas. Confundir estos dos órdenes de cosas es caer en un exceso de simplificación de la conducta humana. Para decirlo de otro modo, somos mucho más libres de las instituciones sígnicas que de las simbólicas, que son las que realmente estarían detrás de la formación o, al menos de la reproducción, de teorías o ideologías particulares. Al respecto, entonces, podríamos invertir un eslogan del gusto de los estructuralistas: no somos hablados por la lengua. Volviendo a la cita anterior de Virno, nuestra facultad del lenguaje nos da las herramientas para crear taxonomías y, como acabamos de ver, modelan en parte esas taxonomías, pero las taxonomías que efectivamente creamos son producto de nuestro devenir histórico (que es, esencialmente, simbólico) y están irreversiblemente entramadas en nuestras condiciones reales de existencia.
MV: Mucho de lo que planteas me recuerda a lo que hace Fredric Jameson en The Political Unconscious (traducido al español como Documentos de cultura, documentos de barbarie), donde sostiene que la perspectiva estructural de conformación de sistemas a partir de oposiciones binarias es útil precisamente para ver lo que de hecho no se realiza en el orden simbólico. En el ejemplo que vos diste, la conformación de un género que sea masculino y femenino a la vez. En el análisis literario, Jameson lo piensa sobre todo como una estrategia para analizar lo negado u omitido en un relato. Es una forma bastante interesante y sugestiva de tomar el postulado de descripción total del estructuralismo (todos los elementos de una oración tienen que entrar en alguna cajita) para marcar una especie de inconsciente narrativo que se manifieste estructuralmente en el texto y que solo resulte alcanzable mediante una deducción de las posibilidades sígnicas de un sistema. Naturalmente, la dificultad está en que este “sistema”, en un texto literario, siempre va a ser muy especulativo y no parece estar sujeto (al menos, es el sentido común preponderante) a reglas científicas que permitan delimitar su funcionamiento y diferenciarlo (sin sustraerlo) del de la lengua.
Doy un ejemplo que viví en clase hace pocos días. Estaba dando una introducción al análisis literario para estudiantes de un terciario y llevé como ejemplo el microrrelato de Borges “Los dos reyes y los dos laberintos” , que narra la terrible venganza del rey de Arabia frente a un desaire realizado por el rey de Babilonia. En el diálogo con los estudiantes pregunté qué ideas se les ocurrían sobre el cuento, y surgió una que nunca había escuchado: dos estudiantes encontraron en esa historia, escrita por un autor de sexo masculino y que involucra únicamente personajes masculinos (sin siquiera la mención más leve a algún tipo de femineidad), una forma de violencia y de orgullo que es específicamente patriarcal. Lejos de parecerme una mala lectura o una simplificación producida por la visibilidad académica y mediática del feminismo, me pareció una idea muy convincente, que probablemente modifique mi lectura de ese cuento de aquí en más. La violencia está presente en el cuento de forma obvia (hay una guerra y un asesinato, avalados por Alá), pero, ¿dónde está el patriarcado en la estructura de este cuento? No la encontramos manifestada en una oposición que se visibilice textualmente en el plano simbólico. ¿Podemos decir, sin embargo, que está operando como un elemento negado de la estructura sígnica, en la que si existen reyes, han de existir reinas, y si existe una resolución (sanguinaria y orgullosa) patriarcal de los conflictos, existe también una resolución no patriarcal?
Más allá del enfoque específicamente jamesoniano (que conecta este tema con el rol de la negación en la dialéctica hegeliana y marxista, un tema que me parece fascinante pero en el que no me animo a meterme), creo que hay un potencial muy sugestivo en la mirada estructural a partir de la articulación entre lo simbólico y lo sígnico. Por supuesto, hay en este juego de determinaciones un peligro implícito de mistificar el poder de la lengua. Sin embargo, creo que hay un nivel de abstracción propia del enfoque estructural que es verdaderamente superior a la colección de tópicos que nos ha legado gran parte del postestructuralismo y del voluntarismo interpretativo que se adosa a las causas políticas para justificar su falta de profundidad y de poder explicativo.
AS: No podría estar más de acuerdo con tu último párrafo. En mi opinión, lo que llamé más arriba la restauración hermenéutica no ha hecho progresos significativos en la comprensión de ciertos aspectos de la conducta social, sin desmerecer, claro, contribuciones esenciales, que muchas veces fueron más el producto del talento indudable de algunos autores (tanto para pensar como para decir) que de marcos conceptuales que puedan ser replicados experimentalmente (independientemente de lo que consideremos experimentos válidos en ciencias humanas). Es muy probable que el estructuralismo en algunas ciencias humanas haya nacido junto con su fracaso, y en parte porque no podía ofrecer una comprensión plausible del cambio social que, como sabemos, depende de esa compleja mezcla entre condiciones de existencia y voluntad política. No tengo duda de que los mecanismos de cambio social son simbólicos, no sígnicos. Y sobre esto, la verdad, el estructuralismo no llegó a completar su programa, que, obviamente, debía contemplar la compleja interacción entre símbolo y signo. Al interpretar “Los dos reyes y los dos laberintos” en clave, digamos “anti-patriarcal”, tus dos estudiantes desplegaron recursos de los dos órdenes de cosas. Porque la voluntad que genera el acto de interpretación literaria no puede sino ser simbólica, pero la lectura está en parte fundada sobre modos de la conducta que son, irreductiblemente, estructurales. El estructuralismo exageró el rol de la noción de estructura y diferencia hasta convertirlos más en moda que en ciencia. Se entiende, desde esta perspectiva, parte de la reacción postestructural. Lo que no se entiende es la restauración hermenéutica. Porque no olvidemos que no fue solo el estructuralismo lo que se abandonó: también perdió muchísimo peso el materialismo en ciencias humanas, el rival quizás más poderoso de, al menos, ciertos estructuralismos. Como bien dice Milner:
En cuanto este episodio terminó [se refiere al “episodio estructuralista”, AS], la doxa francesa recobró gradualmente sus hábitos: indiferencia respecto del saber no bien deja de confirmar las convicciones anteriores a él; puesta en dependencia de las decisiones intelectuales respecto de una visión política del mundo; sumisión de todo lo que se presenta como político al patrón de la división parlamentaria derecha/izquierda. Desde 1973, la restauración de lo sustancial en detrimento de toda forma (de las significaciones en detrimento de todo significante) no cesó de acentuar sus efectos. Francia volvió a ser el país más antiintelectual y más antipolítico del mundo. Volvió a ser ella misma.
[Jean Claude Milner, El periplo estructural, 251-252, subrayado mío]
Por supuesto, cualquier similitud con la realidad argentina tiene que ser más que mera coincidencia. Hoy, y no solo en la Argentina, estamos en una etapa profundamente antiintelectual y antipolítica (y ya sabemos: una va de la mano de la otra). En nuestro país, que todo o casi todo tiende al parlamentarismo (lo que en los medios algunos llaman “la grieta”) me parece fuera de toda discusión. El desafío es restaurar la Tesis 11 en su dimensión verdaderamente política, lo que, como vimos más arriba, no puede prescindir de ese otro brazo armado que es la contribución científica en ciencias humanas. El estructuralismo quiso ser ese brazo, en un intento quizás demasiado fugaz pero que tuvo la fuerza de un acontecimiento intelectual y político, que, al menos a mí, me cuesta dejar de admirar.