En torno a Una geología de los medios de Jussi Parikka
En torno a Una geología de los medios de Jussi Parikka
Cuando comenzamos nuestro proyecto de investigación sobre teoría de medios en 2017, el nombre de Jussi Parikka estaba entre los que más encontrábamos mencionados. Tras leer los fundamentales What is Media Archaeology? y Media Archaeology: Approaches, Applications, and Implications (coescrito con Erkki Huhtamo, a quien entrevistamos en este número) lo contactamos y accedió a una entrevista que fue publicada en el #38 de la revista. Este año se publicó por primera vez en la Argentina uno de sus libros: Una geología de los medios (Buenos Aires: Caja Negra, 2021, traducción de M. Gonnet) , por lo que decidimos recuperar algunas de las líneas que surgieron cuando lo leímos en su momento.
Mariano:
En la introducción, Parikka hace una pregunta que guía el desarrollo del libro: “¿Y si el materialismo de los medios no es algo que cristalice solamente en las máquinas”? (p.26). En otras palabras: hasta ahora la “arqueología de medios”, de la que Parikka es uno de los representantes más claros, apostó por la materialidad de las máquinas de codificar, almacenar, y transmitir información, y de los discursos que rodearon esas máquinas, pero muy pocas veces se ocupó de su sustrato estrictamente material, es decir, las materias primas que las constituyen. Las “condiciones de posibilidad” (en el sentido que se le da a esa expresión a partir de la Arqueología del saber de Foucault) aparecen ahora en un sentido literal. Para que los medios cambiaran el mundo, tuvieron que producirse las condiciones materiales apropiadas, es decir, la disponibilidad de ciertos minerales específicos y su extracción en diferentes lugares del planeta.
En sí, es difícil negar que es una temática digna de atención. Las dificultades surgen cuando la propuesta de Parikka no consiste en analizar esta extracción y circulación de materias primas presentando datos empíricos e históricos organizados en base a las distintas tecnologías mediales. Tampoco es, ciertamente, un análisis basado en los procesos químicos que estos materiales tienen que atravesar. La propuesta “Psicogeofísica” de Parikka aspira a redefinir un materialismo fuertemente influenciado por Deleuze y Guattari y basado más en la especulación que en la descripción de procesos. La consecuencia de esto es que pasamos las páginas de Una geología de los medios sin obtener un conocimiento mucho más detallado del funcionamiento de los procesos extractivistas a nivel planetario del que podríamos tener en base a algún artículo periodístico, y que todo el peso de la argumentación recaiga sobre el potencial especulativo del enfoque de Parikka.
Desde mi punto de vista, uno de los aspectos más valiosos del libro es la pregunta que se hace sobre qué significa hoy proponer un enfoque teórico materialista. Durante buena parte del siglo XX lo asociamos con la dialéctica materialista de Marx, y en un sentido más general funcionaba como una crítica a las tendencias idealistas decimonónicas en el análisis de la cultura. También se habla, en ocasiones, de los formalismos como “materialismos”, aunque este uso no esté tan extendido. Foucault llevó el materialismo hacia las prácticas materiales que entran en contacto con el discurso (principalmente a través de instituciones) y que diagraman relaciones de saber/poder. Otros pensadores en la línea biopolítica (y acompañados a veces por la presencia cada vez más fuerte de enfoques feministas y queer) propusieron el cuerpo como centro crítico de la reflexión.
Las propuestas de Parikka no van en ninguno de estos sentidos, sino que se apoyan en otro tipo de materialismo, cuyo centro es la consideración de los agentes no-humanos (objetos, cosas, materiales) en la consideración de la cultura. Bruno Latour, mencionado varias veces en Una geología de los medios, es el referente de este enfoque, que luego siguió sus derivas por la “Ontología orientada a objetos” y últimamente en los “Hiperobjetos” de Timothy Morton. Aunque es difícil generalizar sobre corrientes tan amplias y en pleno desarrollo, si tomamos el libro de Parikka como síntoma, pareciera que la mayor dificultad en estos últimos desarrollos es plantear efectivamente cuál es el objeto de su análisis. Está claro que no se trata de una descripción científica de los objetos tal como la que encontraríamos en otras disciplinas. ¿El propósito es entonces analizar la “representación” de los materiales que sostienen la tecnología mediática contemporánea? En este sentido, no se trataría más de una rama (bastante limitada) de la tematología.
Parikka trabaja con esta dificultad de dos formas diferentes. Por un lado, busca analizar obras e instalaciones artísticas en donde los materiales extraídos de la tierra tengan un lugar claro y visible. Analiza ejemplos como el proyecto Earthboot de Martin Howse, una computadora cuyo sistema operativo se estructura a partir de la energía presente en la tierra, a la que está conectada. En este sentido, su texto expresa un cierto “paradigma” (por llamarlo de algún modo) contemporáneo en el arte que busca visibilizar los materiales no en el sentido modernista de un Rodin con la piedra en sus esculturas, sino en otro mucho más ligado a procesos industriales y extractivos. Por otro lado, el objeto que propone Parikka para su análisis no son únicamente los materiales en sí y sus formas de extracción y producción, sino el antropoceno en general (al que él llama “antropobsceno”, por la obscenidad de la industria capitalista). En la medida en que la postulación del antropo(bs)ceno ya implica un horizonte político, Una geología de los medios da cierta unidad a sus especulaciones sobre la extracción de materias primas: el reconocimiento de las condiciones materiales de la cultura medial (y sobre todo, digital) contemporánea no es solo una comprobación bastante obvia (¿quién creía que los Iphones eran creados a partir de polvo de hadas en el Polo Norte?) sino un llamado a la conciencia planetaria.
De todas formas, está claro que el libro de Parikka no es un panfleto ecologista, y es difícil juzgar el valor de sus aportes de acuerdo a su efectividad para movilizar conciencias planetarias estilo Greta Thunberg. Su interés en las materias primas está más dirigido a cuestionar cualquier teoría de la información que desconozca sus bases materiales. Esto en sí no es original, ya que (como el mismo Parikka reconoce) está en la base de los planteos de Friedrich Kittler. Parikka aspira a lograr un continuum más amplio que vaya desde la agentividad de los objetos no humanos que yacen kilómetros bajo tierra a las galerías de arte europeas. En el camino menciona (más que describe) basureros industriales, condiciones de explotación en países subdesarrollados y relatos fantásticos en donde la Tierra literalmente expresa su sufrimiento.
El problema de la materialidad es que está o demasiado cerca o demasiado lejos. Es muy obvio decir que estas palabras que escribo, que aparecen como conjuntos de píxeles negros en la pantalla de mi notebook, no podrían existir sin el enorme conjunto de materiales implicados tanto en la PC misma como en el sistema eléctrico al que está conectada y a la red de internet mediante la cuál cada bit se va almacenando en un servidor ubicado (supongo) a miles de kilómetros. La cadena de mediaciones es extensa, y sin duda desemboca, en uno de sus extremos, en los fósiles. ¿Pero qué podemos decir, desde las humanidades, sobre los fósiles? Muchas de las preguntas que se hace Parikka en su libro parecen conducir a una pared, y el movimiento con el que las evita es girar hacia otro tema solo débilmente interconectado. La búsqueda de “condiciones de posibilidad” es un camino que puede conducir muy rápido hacia la irrelevancia.
Parikka, como Wolfgang Ernst, critica la concepción McLuhaniana de que los medios son como órganos que expanden el cuerpo humano por antropocéntrica. Ahora, parecen ignorar que este antropocentrismo funcionaba precisamente como lo que Parikka parece necesitar, que es una estrategia efectiva de mediación. La rueda, la televisión, la imprenta, actúan sobre el aparato sensorial humano, que a su vez está inserto en un panorama social, cultural, político, literario, etc. Este era el punto en el que los conocimientos de McLuhan sobre literatura e historia de la cultura servían para darle un nuevo ángulo a muchos fenómenos que habían sido estudiados previamente. En cambio, no queda claro que Parikka pueda hacer un aporte al estudio de la extracción del tungsteno. Más que analizar, lo que hace es señalar. De ahí que el marco ecologista le dé cierta unidad a sus propuestas.
Geología de los medios presenta un abanico de problemáticas y enfoques que en sí son atendibles e interesantes. Sin embargo, me parece más representativo de un cierto peligro inmanente a los nuevos materialismos y de la postulación de la ecología como horizonte político de la teoría. Resaltar la preeminencia de los materiales en el sentido más literal del término parece acabar por denunciar la irrelevancia de la especulación. La mediación que falta es la de las disciplinas. Si una persona que no conociera en lo más mínimo la trayectoria de Parikka leyera este libro y omitiera los paratextos, probablemente se preguntaría: ¿a qué se dedica su autor?
Maxi:
Difícil tarea la de encontrar un nicho en la saturada “arqueología de medios”. Después del interminable desfile de aparatitos (y el consiguiente abuso de pronombres como proto- o pre-) y la medición electrónica del tiempo de respuesta de componentes, Jussi Parikka re-enmarca la cuestión al integrar el concepto de “antropoceno” como horizonte para considerar, en particular, la materialidad de los medios. “Materialidad” no refiere aquí a los dispositivos concretos (medios) que funcionan como soporte de la información sino las materias primas con las que se los construye y, a través de ella, puede proyectarse al pasado (las condiciones de los trabajadores encargados de su extracción, la expansión colonialista, etc.) y al futuro (calentamiento global, manejo de residuos, etc.). Este último aspecto, lejos de una planfetaria militancia del apocalipsis ecológico continúa las formulaciones de Bruce Sterling en torno a los “medios muertos”, los medios no mueren, persisten como chatarra electrónica y residuos tóxicos en su propio estrato fósil de artefactos y electrónica en desuso. En forma similar propone una refundación temporal en la línea de desarrollos como el “tiempo profundo” de Siegfried Zielinski, el “tiempo estratificado” de Reinhart Koselleck y las micro-mediciones de Wolfgang Ernst. La pregunta que (me) genera este texto es, en primer lugar, la operatividad que podría tener para los estudios literarios, para pensar la literatura o, incluso, medios (narrativos) como el cine, los videojuegos o el comic. En segundo lugar, la “novedad” de la propuesta, hasta qué punto otros autores (no necesariamente académicos) han pensado y piensan estas cuestiones.
La historia humana está imbuida en el tiempo geológico, afirma Parikka. Esta combinación de geología, arqueología y medios como marco teórico que redefine la historia (del arte) y la experiencia humana del tiempo en términos de una estratificación no-linear están en la base de la poética que el español Agustín Fernández Mallo desarrolla desde fines del siglo pasado. Ya expusimos el lugar que la estratificación del tiempo y los “residuos” tienen en sus poemas, narrativas y ensayos, el último de los cuales se titula, justamente, Teoría general de la basura (2018).
En su primer poemario sostenía que “el tiempo cuando es Tiempo nunca escoge para viajar la línea recta, pero tampoco la curva, se anuda sobre cualquier objeto […] y ahí permanece”. Así, a la noción del tiempo como línea recta que avanza en dirección única opone un continuum estratificado anclado en los objetos,
[una] línea continua entre el low tech de las columnas del Partenón y el high tech del Código de Barras. La línea de quien empezó a correr hace 21 siglos en una playa de Maratón, y se detuvo en un escaparate de la Zona Cero a mirar otra playa digital, otra arena de píxeles y cifras en el cuarzo líquido de las pantallas: había una línea continua porque supo que al fin había regresado
Los “estratos del tiempo” que Koselleck introduce en sus estudios sobre la historia son asimilables al “Centro de tiempos” descripto por el español en su ensayo Postpoesía (2009) así como al “modelo de capas” presente en su último libro de poesía (2015), previamente introducido en Creta Lateral Travelling:
Deambulo ahora y siempre sobre el orden del pasado desordenándolo, recordando fechas señaladas para no recordarlas, quiero decir, reinterpretarlas, porque cuajan en gotas las horas […] Existe otra variante menos selectiva, menos cirujana: apilar por capas el pasado y saltar insistentemente [o golpearlas con un martillo pilón] hasta fundirlas en un solo bloque macizo como de plomo
En la conceptualización de este esquema de estratos, la basura ocupa un lugar destacado no como huella del maltrato humano al planeta sino como elemento fundacional de la cultura y condición de posibilidad del arte. Por una parte, Fernández Mallo sostiene que “La base de la evolución tanto biológica como cultural es la copia […] Todos los artistas copian a sus predecesores […] La evolución es una sucesión de copias a las que introducimos un pequeño error, que si fructifica convierte a lo copiado en algo valioso”. Con Parikka, que en What is media archaeology? afirmó que el error es central para esta disciplina en su cuestionamiento de la novedad de los nuevos medios a través del examen de líneas históricas alternativas, olvidos y desvíos, el español desconfía de las historias lineales (del arte, de la literatura). A la vez, parece adscribir a una necesidad de asimilar la metodología de la historiografía del arte y la literatura a las de la arqueología, la geología y la paleontología en en la medida en que “la mayoría de la información valiosa que nos han dejado culturas pasadas no es la hallada en sus ‘museos’ sino aquello que nos dejaron sin querer, su basura” que emerge a la superficie o es recuperada de los estratos profundos de la Tierra (y el tiempo). Por otra parte, este update metodológico no sería suficiente. Fernández Mallo retoma al paleontólogo Stephen Jay Gould para abordar la “irremediable frustración” que resulta del hecho de que
los registros fósiles siempre son sólidos, principalmente huesos y dientes, fósiles que nada informan de las partes blandas de los cuerpos, sujetas a la descomposición. Así, esas partes blandas deben ser inferidas: fiarse de relatos orales o dibujos en caso de existir, o deducirlas a partir de signos físicos que permanecen en los huesos. En efecto, hay una Línea Año Cero también en la ciencia que tiene por objeto el registro fósil y sus interpretaciones. Tal certeza no deja de ser sugerente cuando se repara en que no sólo la paleontología sino todas las construcciones del pasado, ya sea remoto o reciente, así como todas las construcciones del propio presente que versan acerca de espacios ajenos a una cultura determinada, se hacen a través de esquemas ciertos (residuos sólidos, experiencia directa) y material inventado (‘partes blandas’, lo que hemos llamado ‘ficción consensuada’). Así la historiografía, así las religiones, así las ideologías, así los noticiarios. Hechos que hallamos como se hallan dientes y huesos –al cabo basura–, estructuras sólidas a las que cada generación –o cada ideología o corriente estética– va añadiendo órganos blandos de innumerables formas hasta armar su propia idea de cuerpo, de objeto, de yo, de el otro, etcétera.
¿Es la praxis artística la que llena ese vacío, la información incompleta de los restos sólidos, los residuos? ¿La historiografía literaria como otro género ficcional? ¿Qué legitimidad científica detentaría una tal disciplina?
Este cruce hispano-finlandés que aventuramos tiene su costado seductor en la combinación de humanidades y ciencias duras, aunque más no sea para poner nerviosos a los geólogos y dar lugar a la emergencia del Sokal del siglo XXI. Tiene, también, sus partes oscuras. Que la historia literaria y las propuestas de evolución lineal son una construcción hegemónica es algo que ya no sorprende a nadie. ¿La lectura a contrapelo se reduce a la recuperación nostálgica de los olvidos, los residuos, los errores de dicha historia sepultados, en el mejor de los casos, en el estrato de las notas al pie? ¿Esta operación va a estar acompañada de algún tipo de conceptualización del “valor” o se limita a un rescate emotivo por la nostalgia misma? ¿Parte de esa basura olvidada (textos, géneros), no debería seguir, justamente, olvidada? ¿Qué basura excavaran los futuros arqueólogos cuando investiguen los derroteros de la teoría? Cabría preguntarse también qué es (materialmente, a eso va Parikka) la basura o el error. Ciertamente la proposición de que solo nos llega la basura de los antiguos es, cuando menos, aventurada. También, hasta cierto punto, la noción de que todo el arte se desarrolla a partir de dinámicas apropiacionistas (apropiación de la basura que los movimientos tectónicos devuelven o que los arqueólogos/artistas excavan) como el collage, el readymade, el bricolage o el circuit bending.
Un texto que piensa y estimula a pensar estas cuestiones es El carrito de Eneas, de Daniel Samoilovich. Publicado en 2003, este poema es parte de esas obras que tras diciembre de 2001 dieron cuenta de la aparición de nuevos sujetos sociales como los cartoneros. El texto funde una Buenos Aires diezmada con la mitológica Troya; un “campamento de desharrapados” donde confluyen personajes históricos y ficcionales en un abanico de “héroes y naciones cartoneras” que va de Stalin al Eneas del título, devenido aquí en un cartonero más que recorre la ciudad con su carrito, “regalo de su madre, Venus” que “forjó Vulcano en sus talleres”. Si en la Eneida la écfrasis del escudo de Eneas anticipaba la historia de Roma, aquí el carrito tiene grabada la de (la decadencia de) Argentina:
Mira con cuidado ese carro:
has de saber que a pedido de la diosa
lo forjó Vulcano en sus talleres
bajo el sículo monte, camino a los infiernos.
El barral derecho, –el que nosotros,
mirando el carro de frente, a izquierda mano vemos–
lleva grabada, cerca del manubrio,
una escena del amanecer en los chaparros
arbustos de Constitución. Mira, Marforio,
cuán delicadamente cincelado
está ese brazo, que vemos una a una
las plumas de esos animales degenerados,
antiguos dinosaurios que aterraron
alguna vez las pampas; ahora son palomas,
aquí en la triste Asia se apartaron
de su destino reptiliano para volverse,
sin provecho alguno, aves, símbolos
de la paz y del espíritu santo, cagando
sin cesar a través de los siglos
cuanta cosa quedara debajo
de su mierdosa órbita. ¿Para qué
tornáronse aves si no estaban dispuestas
a pegarse un buen flipe a través de los campos,
a escapar, a migrar como ortodoxas aves
toda la noche pasando sobre las curvas naos?
La yuxtaposición y el contraste entre la antigua Troya y un ¿contemporáneo? Buenos Aires, aparece marcado por la referencia a “Constitución” y el “aquí en la triste Asia”. El grabado del carrito sintetiza aquello de que el tiempo (señalado en la evolución “a través de los siglos” de los dinosaurios en palomas) no viaja en línea recta y se anuda a los objetos, donde permanece; como esos animales degenerados que no migran, no escapan, sino que se quedan atados a la ciudad, cagando. El fragmento citado da cuenta de que esa dinámica de yuxtaposición y contraste excede la caracterización espacial, es el principio sobre el que se construye el poema. Troya y Buenos Aires, reptiles y aves, aterrar y cagar, las pampas y las órbitas, el léxico y los registros. El texto construye un paisaje donde la crisis anuló las distancias espaciales y temporales. No hay tiempo profundo, no hay estratos. Tiempo y espacio aparecen anudados a los objetos que están en la superficie, la basura atemporal que el cartonero Eneas recorre con su carrito:
Fue voluntad divina que Troya palmara
trayendo igual desgracia a sitiadores y sitiados
tanto que ahora no sabemos quién era quién
y allí está lo que queda: baterías, maderas, trapos,
una estrella de mar con sus cinco tentáculos intactos
que tardamos algo en identificar
como la pata de una silla de oficina
[…] detenida para siempre, para siempre apartada del asiento
que soportaba, negra y hosca ahora, inútiles
ahora sus ruedas y sin embargo
orgullosa, armada; mira, mira, miríadas, Marforio
de restos del big bang, hasta donde la vista alcanza:
restos de loza y vidrio, sebo de velas,
gafas con mero un cristal, restos
de gabanes, jubones, guanteletes,
puchos que a veces y por milagro arden,
pedazos de una tabla de esquí acuático
mordida por tiburones, partida por un tsunami,
jirones de un planeta con tan otras preocupaciones,
tapitas de botellas, anillos de latas,
y sobre todo
el príncipe de los desechos hogareños,
comerciales e industriales: el papel.
Las secciones del texto denominadas “Elogio del papel” conforman un complejo análisis del mismo en su materialidad y funcionamiento como soporte de información que, en el reciclaje, deviene un palimpsesto atemporal en que confluyen textos y géneros en el “magma primigenio de la pasta de papel”:
¿No es glorioso, Marforio,
irse y retornar eternamente,
hoy en las grandes helvéticas
de la crónica roja, mañana como diccionario de rimas,
pasado como envase de yogurt,
siguiendo cada cual su karma, encarnando
cada vez según sus méritos en la vida anterior
juiciosamente sopesados?
Es esta pervivencia del papel la que lo hace digno de encomio, superando a los otros materiales enumerados,
¡El papel, cuyo ocaso se anunciara tantas veces,
en la aurora de las bolsas de plástico,
en la mañana de la cibernética global!
¡El papel, retornando por sus fueros,
las fibras largas, soñadoras
de la pasta celulósica burlándose
de tanta premonición equivocada!
Los distintos “Elogios” del texto abordan el papel en su materialidad a la manera que propone Parikka, entendida como las materias primas en un juego entre lo orgánico y lo no orgánico que considera también los productos residuales que emergen de dichas relaciones. A su vez, excede la perspectiva del finlandés, acercándose a la de Fernández Mallo, al no perder de vista que el papel es una superficie de inscripción, soporte de información. Así, en una estrofa pasa del nivel atómico (“mirada al microscopio”) de la pasta celulósica que parece “una constelación de estrellas”, a la superficie del papel en su configuración y su función como medio, como soporte de información; de la materialidad al sentido simbólico:
Pero las fibras, las fibras son las filas
de hermanas que no sólo se protegen
a sí mismas sino que en suave ronda
crean la superficie del papel
en que escribimos amenazas de muerte,
billetes de amor, cuentas que no cierran.
¡Es el apresto, que cual capa de neblina
cubre la superficie de las hojas
lo que impide que la tinta tiña
la fibra y todo quede borroneado!
¡Oh, sí, que quede todo borroneado,
el texto sin sentido, la imagen deformada!
¡Despeñarse en el espacio entre las fibras,
derramarse brutalmente,
y caer, caer, perder el sentido,
la forma para siempre!
En un giro antihumanista a la Kittler, antes que la agencia humana de lecto-escritura serían sus materias primas las que sostienen la función comunicativa del papel, en tanto fijan el mensaje y permiten su transmisión evitando el ruido. De hecho, el guía cree necesario aclarar que su primer elogio al papel no es “una opinión literaria, no sería justo/que por tal la tomaras”. El contenido (y su valoración) es subordinado al medio:
¿Que nadie quiso leer el libro
de poemas de Saverio de Urruchúa, periodista y psicólogo,
lector de Lacan y en posesión de decenas
de paréntesis y una notoria habilidad
para evocadores juegos de palabras?
¡Qué cuerno importa si ahora las hojas
amarillas de su libro (incom)prendido
pueden tornar al ma(g)ma primigenio
de la pasta de papel!
¿Acaso no hay en las pilas del recicle
también ensayos de Eco, Umberto,
novedades, bestsellers, clásicos, acaso
no sería esto un dulce consuelo
para Saverio si estuviera
presente y en la niebla distinguiera
los restos de su libro?
[…] ¿así
que esa edición de Lecop falsos
–como si hubiera lecopes verdaderos–
resultó prematuramente descubierta y hubo
que sin más trámite botarla a la basura?
No importa, ¡qué importa si el papel es reciclable,
El poema de Samoilovich enfatiza el aspecto problemático de la propuesta de Parikka para pensar la literatura, no es casual que Una genealogía de los medios abunde en análisis de obras plásticas y que la presencia de la literatura, los aspectos que destaca en ella, sean más bien referenciales: las anécdotas que narra (el interés decimonónico por las “entrañas de la Tierra”: Verne, Conan Doyle, etc. por ejemplo). Además de su unicidad, en una obra plástica o un dispositivo electrónico los materiales que lo componen están “ahí”, en la superficie; son visibles y accesibles, aún en el caso de tener que desarmar o romper. La pregunta (incómoda) que habría que hacerse es ¿dónde reside la materialidad de la literatura? El guía de El carrito de Eneas destroza el libro de Saverio de Urruchúa no para llegar a un sentido profundo sino para recuperar el material, el tipo de papel, más valioso. De nuevo, ¿dónde reside la materialidad de la literatura? ¿En las palabras? ¿En el papel? Y, en este último caso, ¿hay diferencia (de valor) entre el papel “original” donde el escritor inscribió la obra (archivo) o en los papeles de las distintas ediciones (reproductibilidad)? En el caso de la basura, ¿las palabras tienen el poder de redimir al objeto (papel, libro) de su condición de residuo? ¿Las palabras son un residuo mediático contaminante, un peligro siempre latente en tanto pueden ser re-descubiertas o desenterradas como el libro de Martin Amis sobre Space Invaders?
La basura, en la superficie o como estrato geológico, es ‘huella’ del daño obrado por el hombre. Como materia prima y medio continúa (continuará) polucionando. Una materialidad contaminante que condiciona y modifica los mensajes: los libros en el universo de H.P. Lovecraft, la Poética de Aristóteles en El nombre de la rosa, el crawler en la escalera invertida de la trilogía de Jeff VanderMeer, la cinta en La Llamada o los cartuchos del juego de ET de Atari, pero también Love & Monsters o Antrum; textos en los que el soporte del mensaje oficia de medio que excava y reactualiza algo del orden de lo siniestro, revelado como atemporal. Una secuencia de La niebla, de John Carpenter, es uno de los mejores ejemplos de esto.
La locutora protagonista llega a la radio y pone en marcha la emisión en el día en que se celebra el centenario del pequeño pueblo costero donde se desarrolla. Lleva consigo el pedazo de madera que su hijo encontró en la playa, sin saber que es un fragmento del barco maldito, y lo deja desatendido sobre los equipos. Mientras suenan cortinas de la emisora, el pasado (y lo fantástico) se introduce a través de ese pedazo de madera. Primero vemos como empieza a brotar agua, esto afecta al equipo reproductor que ralentiza la voz de la cinta y la distorsiona pasando del “From the top of the world, fabulous 1340 KAB, Antonio Bay, California” a unos versos de La rima del anciano marinero, de Colleridge, para luego prenderse fuego no sin que antes veamos, junto con la locutora, que la inscripción en la madera paso de ‘Dane’ (el nombre del barco en cuestión) a ‘6 must die’. Vale destacar también la presencia de ese otro texto excavado, el diario del conspirador emparedado en la iglesia, que es el que dará sentido a los hechos de la película.
¿Y la literatura? Podemos tomar el fragmento de Carpenter y cruzarlo con algo que había propuesto Rodolfo Rabanal. El escritor pensaba la literatura local como una actividad de beachcomber (personas que cirujean en la playa), que se construía a partir de los restos de las literaturas centrales que las mareas traían a nuestras costas. Volviendo a Fernández Mallo, la literatura como un cirujeo apropiacionista de materiales y sentidos.
Parikka no construye un panfleto pero una mala lectura puede convertirlo en uno. Llevarlo para el lado de la ecología y denunciar, de paso, el colonialismo/imperialismo/expansionismo detrás de la extracción del litio de la batería de las notebook etc. Pensar su potencial valor para los estudios literarios implica(ría) volver sobre preguntas incómodas sobre el objeto de los estudios literarios, su especificidad, su valor. Pero, ah, la biopolítica…