Cómo banalizar la deconstrucción en solo cinco pasos

Usos, ¿abusos? y potencialidades del término "deconstrucción" en el presente

por Romina Wainberg

Pero destruir es una tarea triste, y además no se termina fácilmente con uno mismo.
—Marcelo Cohen.

Más de una desconstrucción entonces, en cada espacio y en cada tiempo por-venir, en tanto las “grietas” como las barreras serán otras.
—Analía Gerbaudo.

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Estado de situación, o un caldo

La escritura de Jacques Derrida es insufrible. Cualquiera que haya entrado en contacto con su trabajo, sea con admiración o a disgusto, ha participado en algún momento de la experiencia pesada, muchas veces frustrante, de leer una prosa que parece demorar con esmero el arribo a una conclusión y que, llegado el locus en que esperamos encontrar un cierre conclusivo, nos ofrece en cambio una suerte de final abierto: una manera de terminar como si fuese in medias res; una interrupción que no “recompensa” el tamaño colosal de nuestro esfuerzo. Al menos por esa razón —por el hecho de que con frecuencia es vano rastrear en las publicaciones argumentos escalonados, conclusiones proposicionalmente formuladas y definiciones enunciadas en forma asertiva—, concordar o discordar con Derrida es difícil.

El uso intensivo y generalizado del término “deconstrucción”, popularizado por Derrida en los años sesenta [1], parece indicar lo contrario. A la luz del empleo ubicuo que se hace de la expresión en la crítica literaria, los estudios culturales, la filosofía, la moda, la gastronomía, los estudios de género, las políticas identitarias y las conversaciones de ascensor, pareciera que es fácil hablar de “la deconstrucción” tanto para enarbolarla como para destituirla. Sabemos, no obstante, que una palabra (“deconstrucción”) y un concepto (‘deconstrucción’) no son lo mismo. Conocemos, en parte por el legado del estructuralismo del que Derrida se desprende, que una misma palabra puede significar u operar de manera distinta en diversos contextos, y que no en todos los entornos en los que una expresión es empleada se hace de ella un uso técnico; es decir, un empleo riguroso y crítico (basta mencionar la soltura con que usamos de ordinario “imaginación”, “mente”, “locura” o “neurosis”). En el caso de “deconstrucción” — quizás porque la noción misma es un artefacto filosófico — parece haber un olvido de que no siempre que se emplea la palabra se está haciendo de ella un uso riguroso, o no siempre se está siguiendo (ni proclamando seguir) el legado de Derrida.

En principio, esto no es un problema: que la palabra “deconstrucción” se utiliza para referirse al desmontaje de convenciones culinarias o al resultado del proceso autocrítico de un hombre heterocis es un hecho. Que no pueda prescribirse o acorralarse el uso “apropiado” del término es otro dato que, sabemos — una vez más, gracias al estructuralismo y al post-estructuralismo —, es inherente al modo de operar del lenguaje. Lo preocupante es que quienes usamos la expresión desconozcamos o elidamos estratégicamente “el poder del malentendido”; que actuemos, siguiendo a Marcelo Cohen, “como si los humanos nos comprendiéramos bien” (329). Dicho de otro modo, el problema es que sigamos usando una palabra tan contagiosamente poderosa como “deconstrucción” sin preguntarnos cuáles son los conceptos o los sentidos a los que el término refiere en sus contextos de uso. En el marco de un empleo generalizado como el nuestro, parece indispensable dar un paso atrás y empezar por un reconocimiento: no estamos entendiéndonos y no estamos entendiendo qué entendemos por “deconstrucción”. Incluso cuando se escribe en contra o ¡a favor! del “deconstruccionismo derridiano”, las definiciones “técnicas” que se proveen son con frecuencia distorsivas, reduccionistas, contradictorias o erróneas.

En medio de este caldo de imprecisiones, mi propuesta es ofrecer un acercamiento no a las definiciones “propiamente derridianas” del término (para esa osadía están los escritos de Derrida), sino a las maneras en las que el término ha sido efectivamente empleado (dentro y fuera de la academia) en las últimas décadas. Me interesan, en particular, ocasiones en las que el concepto derridiano de ‘deconstrucción’ ha sido y/o continúa siendo banalizado. Por “banalización” debe entenderse, en adelante, lo siguiente: un uso activo del término “deconstrucción” que se presenta a sí mismo como técnico (crítico, riguroso o teórico) pero que estratégicamente elide, reduce o deforma las demarcaciones conceptuales de Derrida para un determinado objetivo o agenda. La operación de banalización se diferencia, por lo tanto, de la ingenuidad o la ignorancia (en tanto puntos ciegos que todes tenemos inevitablemente), pero también del desacuerdo (que presupone una postura con conocimiento de causa).

Antes de poder acordar o discordar con lo que Derrida denomina ‘deconstrucción’, y antes de decidir si el término “deconstrucción” es el que queremos usar en una u otra coyuntura, es indispensable que, como adelanté, entendamos que no nos estamos entendiendo y cómo no nos estamos entendiendo. Sin elucidar de qué manera está operando una misma expresión en distintos ámbitos, cómo ha sido históricamente instrumentada en qué circunstancias y con qué propósitos, es imposible que tomemos decisiones responsables sobre el lenguaje que usamos y sobre sus posibles implicaciones. En palabras del pensador argelino: primero hay que hacer la tarea. [2]

Frustración preliminar: no sabemos lo que un concepto puede

Para frustración de muches, con el derrotero anterior no hemos ni empezado a entender qué es la ‘deconstrucción’. En todo caso, hemos entendido que para empezar a entender qué es la deconstrucción (y para intentar una operación de ese talante) es preciso experimentar, a veces con aburrimiento engorroso, otras con fascinada testarudez, cómo es que una operación deconstructiva va haciéndose; por ejemplo, cómo va hilvanándose en el entramado de los textos firmados por Jacques Derrida. Dado que la deconstrucción es por diseño y por definición un proyecto-en-proceso, una iniciativa que depende de una práctica procesual, el concepto se hace inteligible en la medida en que se ejerce y se observa ejercer operativamente; (empezar a) terminar de captar el concepto de ‘deconstrucción’ depende, por lo tanto, de un ejercicio de la lectura y de la escritura para la que nos entrenan los textos mismos de Derrida (aunque no solo).

Crucialmente, para este entrenamiento NO HAY ATAJOS: en el decir de Roland Barthes, los textos de Derrida no pueden “atravesarse”, no puede une leerlos a las corridas. [3] En tanto ciertos ejercicios de lectura-escritura son inherentes a la caracterización y la comprensión rigurosas de la ‘deconstrucción’, el concepto no se torna (de nuevo, por diseño) inteligible en una definición proposicional de diccionario. Dicho de otro modo y mal porque pronto: la pedagogía, la retórica, la ética, la picardía y el sentido del humor embebidos en la noción de ‘deconstrucción’ presuponen precisamente que ésta se resista a ser un concepto en sentido formulaico, y que no tenga paráfrasis higiénica en términos proposicionales. Como veremos, es esta desconsideración hacia la dimensión práctica de lectoescritura, es esta impaciencia por “resumir” y “sintetizar” el proyecto deconstructivo, la que conduce a las múltiples modalidades de su banalización. Abajo van cinco.

“A favor” de la deconstrucción

1. Sobreuso cotidiano

Dije en la introducción que me interesaba ocuparme de la banalización, entendida como un empleo activo del término “deconstrucción” que se presenta a sí mismo como crítico, riguroso o teórico, pero que estratégicamente reduce o distorsiona las delineaciones conceptuales de Derrida para un propósito o agenda específicos. En este marco, lo que podríamos llamar “uso de conversación de ascensor” o “uso de anécdota de bondi” —por ejemplo, el decir al pasar de un amigo heterocis que es un “machirulo deconstruido”— no formaría parte del análisis. No parece haber, en estos empleos cotidianos, un uso pernicioso o una pretensión de articulación rigurosa del concepto de ‘deconstrucción’. Sin subestimar, sin embargo, el supuesto nivel de ignorancia o la postura pre-crítica de quienes usan la expresión de ordinario, me gustaría empezar por estos casos para asumir cierta responsabilidad. Yo he usado la expresión “machirulo deconstruido” y le he dicho, en tono leve pero con seriedad, “deconstruite” a más de un alguien, a propósito, seguramente, de un comentario transfóbico, racista, homofóbico o misógino (digamos, para poner un ejemplo didáctico, “las mujeres manejan mal”). Este tipo de uso de “deconstrucción”, que no se autodefine de manera explícita como teórico, tiene el beneficio de que el otro entienda de manera casi instantánea que su postura es regresiva y que el comentario dicho no es tolerado en ese contexto, como tal vez sí hubiera sido, en un “vaya y pase” minimizador, diez años atrás. Si es que este uso de “deconstrucción” es crítico además de penalizador, redundará en una autorreflexión creciente por parte del otro, que le conducirá a dejar de proferir este tipo de comentarios no por temor a “ser cancelado”, sino por verdadera convicción. He visto amigues y me he visto a mí misma hacer transformaciones de orden paradigmático en la última década, a las que la circulación cotidiana del término “deconstrucción” ha, con alguna probabilidad, contribuido.

Con prescindencia de su buena voluntad, sin embargo, estos usos casuales de la noción contienen un peligro: pueden sugerir que “deconstrucción” es, en palabras de Xavier Rubert de Ventós, un término “demasiado eficaz”: una noción que parece hacer una representación perfectamente clara, suficiente y distintiva del asunto al que se refiere [4]. Volviendo a Marcelo Cohen: estos usos asumen que no hay malentendido, que “los seres humanos nos comprendemos bien”. No obstante, bajo la falsa eficacia y la facilidad económica del término “deconstrucción”, terminamos ahorrándonos una conversación minuciosa sobre cuáles son las motivaciones y las implicancias de los modos específicos de operar de otres; nos ahorramos, también, elucidar qué le estamos pidiendo exactamente a otre que haga cuando le reclamamos que “se deconstruya”. Pero ¿nos “ahorramos” o nos evadimos? ¿Usamos el término sin más, sin darle envergadura, o sabemos que es solo un modo momentáneamente eficiente, un paliativo, la forma más fácil de remarcar un problema en otre sin especificar cuál es y cómo opera ese problema? Y al mismo tiempo, ¿tenemos en 2022, les trasnfeministes —por caso, les que escribimos y/o leemos y/o marchamos y/o hablamos todas las semanas sobre la injusticia epistémica, la desigualdad de género, la discriminación y el abuso— la responsabilidad de explicarle a, por ejemplo, un varón heterocis misógino, homofóbico, racista o transfóbico, la hondura y la especificidad del conflicto embebido en su postura? No postulo estas preguntas porque sepa cuál es la respuesta, ni nos imputo de inmediato responsabilidad por la banalización del término “deconstrucción”. Nos invito, aun así, a reflexionar sobre las coyunturas en las que valdría la pena ahorrarse la economía del uso de “deconstrucción” para tener una conversación más minuciosa: sea entre amigues que emplean el término con frecuencia, sea con aquelles a quienes se dirija el imperativo de deconstruirse. Ganarían nuestras causas y ganaríamos nosotres, creo, con este “tratar de entendernos”.

Hecha la invitación previa, quiero mencionar a aquelles actores que sí hacen un uso cotidiano que llamaría “inconspicuamente banalizante” de la deconstrucción como concepto. Y voy a ser breve porque los ejemplos, aunque abundantes, proceden siguiendo unas pocas lógicas. En principio, me parece que quienes escriben y hablan en medios de comunicación masiva —revoleando de acá para allá el término “deconstrucción” en notas, artículos, entrevistas y conversaciones públicas— tienen una responsabilidad distinta que quienes usan al pasar el término en una conversación de subte. No hace falta ahondar en el estado del arte corporativista de los medios de comunicación impresos y digitales en Argentina o en el mundo, ni es preciso subrayar una vez más sus distorsiones de alto impacto político; hace falta, en este marco, de manera más modesta, sugerir que quien toma decisiones en un medio de masas o quien se asume como una figura pública (cuya autoridad se confunde a veces con su influencia), acarrea con ella una responsabilidad por el influjo potencial que ejerce, por el alcance que sus palabras tienen y por los recursos que detenta —o que el medio en que se pronuncia detenta— para diseminarlas. Lo quiera o no. Le guste menos o más.

En este sentido, medios que diseñan artículos como “El samurai que cocina: Tagliafico, un capitán deconstruido para la selección” (La Nación), “Un Fellini deconstruido” (Clarín), “Teatro deconstruido en vacaciones” (Página 12), “Hasta Terminator tiene ahora conciencia social. A Schwarzenegger, robot humanizado y deconstruido, le gana en interés el malvado” (Ámbito financiero) o “La era de la deconstrucción del fútbol” (Perfil), hacen un uso estratégicamente oportunista, premeditadamente marketinero, de la palabra: un empleo que asume todo el punch y poco (si algo) del rigor. Cierto: rara vez estos artículos anuncian expresamente que están haciendo un uso riguroso o teórico de “deconstrucción”, ¡pero están escribiendo desde una posición de autoridad —por lo menos, en el tema al que aplican la noción— y desde un medio de masas que tiene por ese mismo alcance un influjo! Ese periodista que escribe en La Nación podrá, en una conversación de asado, emplear el término “deconstrucción” de manera más o menos laxa; en el marco de un artículo que será leído por muchos, un artículo de cuya temática habla desde una posición de autoridad, no puede darse el lujo de revolear términos de tan pesada tradición como “deconstruir”. O puede. Pudo. Pero en ese caso sí es posible decir: se está haciendo un uso banalizante de la ‘deconstrucción’ como concepto. ¡Con una soltura, con una facilidad, con un rédito…!

Esta soltura es también ostensible en entornos más especializados, como los canales de gastronomía o de moda. A simple vista, estos casos parecen ejemplos del mismo tipo que los medios de gran alcance, solo que con menos llegada. Sin embargo, sugiero colocar el rol del término “deconstrucción” en estos contextos entre signos de pregunta. Propongo lo anterior porque estos medios nos dan, por lo general, imágenes muy concretas (literalmente imágenes) de lo que entienden por “deconstruir”. Por ejemplo, cuando la revista Food & Wine publica un artículo sobre la deconstrucción del pancho, la nota viene acompañada por una foto que muestra todos los ingredientes aislados y dispuestos en un mismo plato, y ofrece un link a otra imagen en el que se muestra el aislamiento de los ingredientes (la salchicha, el pan, los aderezos) con una disposición distinta. De modo análogo, cuando el canal Gourmet publica un video sobre la tortilla de papas deconstruida, lo que se muestra es un aislamiento de los ingredientes y una reorganización que le da una nueva estética (y, posiblemente, una nueva experiencia). En el caso de la moda, el estilista Tan France, famoso por el remake exitosísimo de la serie Queer Eye, utiliza en la serie el término deconstructed suit para referirse a un traje desmantelado y reconstituido solo con sus andamios básicos, como la tela y el forro, pero no, por ejemplo, las lonas de asiento, el relleno o las hombreras. Estos casos, en que se hace un uso consistente de “deconstrucción” pero uno que no coincide de manera robusta con el concepto derridiano, hay una pregunta interesante por hacer: ¿se trata de una irresponsabilidad por parte de diseñadores y profesionales de la gastronomía o “deconstrucción” se ha convertido, en estos marcos, en un concepto por derecho propio; un concepto que lleva el mismo nombre pero que tiene una connotación distinta de la demarcada por Derrida?

Si fuese así, la diferencia entre los artículos de los diarios y las recetas de cocina sería no solo de alcance, sino de cualidad: no se trataría, en el último caso, de una banalización estratégica, sino de la apropiación creativa (a veces, sí, marketinera) de una palabra para su empleo en un marco conceptual distinto. Un concepto no-derridiano de ‘deconstrucción’, en efecto, pero consistente en sus contextos especializados de uso.

2. Reduccionismo carrerista

Para desmayo de nadie: a veces les peores enemigues de una tradición son sus discípules. El caso de la deconstrucción no es, en este sentido, excepcional. En el comienzo de mi obsesión por la demonización de les deconstructores en Estados Unidos, en la que paso a concentrarme ahora, está esta sorpresa: en general, quienes abjuran del “deconstruccionismo” y de sus efectos nocivos para las humanidades acusan de todos los males a Derrida, pero casi nunca lo citan a él para explicar qué es la deconstrucción derridiana. Por el contrario, les resulta más conveniente basar sus definiciones en los pronunciamientos, al parecer más claros y aptos para todo público, de sus seguidores.

En ciertas ocasiones, estes seguidores —entre quienes se cita a Jonathan Culler, J. Hillis Miller, Vincent B. Leitch, Barbara Johnson, Aline Flieger y Christopher Norris— parecen patear en dirección al arco propio. En el libro Deconstructive Criticism (1983), por ejemplo, Vincent B. Leitch arguye que “apenas la deconstrucción opera, se convierte en subversiva” (ix). [5]. Esta tesis, baladí en el caso aislado de un libro entre muchos, es significativa no solo porque se repite de manera explícita en publicaciones “a favor” de las prácticas deconstructivas, sino porque habilita una deflación y una indeterminación del concepto de subversión (y, me atrevo, de la idea de política) que es simultáneamente una herida al concepto de ‘deconstrucción’. Al sostener que lo que “hace” la deconstrucción —que, en principio, es un gesto en y con el lenguaje— es ya en sí mismo transgresor, se hace una apología ahistórica y acontextual del transgredir por transgredir. Esta apología está, sin embargo, ausente en las especificaciones conceptuales, las intervenciones históricamente situadas, el criterio selectivo y el cuidado analítico-argumental de los trabajos de Derrida. En contra de este cuidado puesto en los gestos de lenguaje (que deben ser minuciosos precisamente porque sus derroteros son incontrolables), formulaciones bombásticas como la de Leitch facilitan la caricaturización de las estrategias deconstructivas. A menudo, definiciones efectistas de este tipo fomentan la creencia de que deconstruir equivale a “el hábito compulsivo de ir buscando y denunciando asunciones subexaminadas”, “el empleo de un vocabulario de ‘poner en cuestión’ y ‘problematizar’” y “la adicción temperamental a hacer declaraciones provocativas” (Ellis 69).

Otra creencia, utilizada por difamadores pero hallada, en primer lugar, en escritos de pensadores adeptes a la deconstrucción, sugiere que ésta es un reemplazo de “la lógica de las oposiciones binarias”. En una compilación de ensayos publicada en 1980, Jerry Aline Flieger escribe explícitamente que el desmantelamiento de oposiciones binarias es “la más clara distinción” entre “la lógica tradicionalista y la lógica deconstructiva” (59). En el mismo volumen, Barbara Johnson afirma que “aquello que es más radical en la deconstrucción es precisamente que cuestiona la lógica básica de la oposición binaria” (9). Sin entrar en debates sobre qué vendría a ser “la lógica” deconstructiva, es preciso destacar que el trabajo de Derrida no se erige contra “la oposición” o “un binario en tanto que binario”, sino contra la dinámica de subordinación y la lógica oposicional específica de ciertos pares de conceptos en la tradición filosófica occidental (por ejemplo, presencia/ausencia, luz/oscuridad, oralidad/escritura). El hecho de que los escritos de Derrida apunten ciertas veces hacia un tercero excluido, o se pronuncien en contra del principio de no-contradicción, o se dediquen a deambular en la ambivalencia, no significa que la deconstrucción sea eso ni que haya en eso algo “radical”. Para finales de los años sesenta y principios de los setenta, ya existían la lógica paraconsistente, las teorías de los mundos posibles, las respuestas de la teoría de conjuntos a la paradoja de Russell, las teorías del caos… Para ser precisa: considero que hay en el trabajo de Jacques Derrida una intervención radicalmente significativa no solo para la tradición del pensamiento filosófico y para la apertura de los estudios culturales, sino también (sobre todo, desde mi lugar enunciativo) para la teoría y la crítica literarias. Para elucidar esa radicalidad, sin embargo, hay que obstinarse en la complejidad que dramatizan los textos mismos de Derrida, y hay que insistir, también, en que mucho de la generosidad pedagógica y de la apertura epistemológica de la práctica deconstructiva depende de una interacción de lectoescritura con la práctica. Interactuar e intervenir en el proyecto deconstructivo implica reaprender a leer, a escribir, a pensar y a argüir a través de operaciones concretas y corporales de lectura, escritura, pensamiento, argumentación…

En el derrotero de este reaprendizaje, ha costado especialmente a les critiques literaries concordar en cómo leer. A partir de la afirmación (no privativa, no original) de Derrida de que los contextos interpretativos son “infinitos” y esta infinidad se produce históricamente en forma “ilimitable” (1988 65), las aguas se han dividido en varias partes. Por un lado, existe la discusión sobre si la infinidad de contextos para la interpretación de un texto implica infinidad irrestricta de interpretaciones. Por otra parte, existe el debate sobre si, entre la infinidad de interpretaciones posibles de un texto —sean constreñidas por el contexto o aparentemente irrestrictas— hay lecturas más o menos robustas de él. La irresolución de estas disputas ha facilitado la escritura de artículos que acaban con impasses e indeterminaciones, cuya apariencia intencional encubre una falta de toma de posición sobre cómo y “hasta qué punto” es lícito interpretar (es el caso, por ejemplo, de Steven Rendall). [6] Estos impasses desprolijos, mal disimulados como voluntarias marcas de estilo, han contribuido al rumor de que la deconstrucción es un modo de relativismo desenfadado: una apertura acrítica a infinidad de interpretaciones entre las cuales es imposible demostrar que una es más consistente que la otra (Ellis 79; Bordo 116-7; Abrams 434-5). Sin embargo, el rol epistemológico del impasse aporético y la discusión sobre si existen, en efecto, interpretaciones más consistentes que otras en determinados contextos, están abordadas de manera explícita en Derrida. [7] La desprolijidad de les discípules persuade a les detractores de lo opuesto.

Para cerrar este parágrafo, quisiera detenerme en el lugar difícil que ocupa Jonathan Culler. Con escritos como On Deconstruction (1982), Literary Theory: A Very Short Introduction (1997) y Deconstruction: Critical Concepts in Literary and Cultural Studies (2002), entre muchos otros, el crítico estadounidense ha contribuido a promover el atractivo y la importancia del legado derridiano, con tanta lucidez que ha apaciguado la furia de ciertes opositores. Como explica John M. Ellis en Against Deconstruction (1989), “Culler es el expositor de la deconstrucción más inclinado a dar explicaciones que minimizan u omiten los lados más dramáticos y extremos de las posiciones deconstructivas para hacerlas parecer más plausibles, comprensibles y apetitosas para un público más amplio” (72). Aunque esté lejos de menospreciar el trabajo colosal, bienintencionado y minucioso de Culler, sí considero que sus descripciones límpidas —es decir, “plausibles” o “amigables”— de la práctica deconstructiva corren el riesgo de herir el concepto derridiano de deconstrucción. Como insistí en los párrafos previos, parte constitutiva del proyecto deconstructivo es su dimensión práctica: la compenetración, el ejercicio y el entrenamiento en formas de lectoescritura que no pueden ser sustituidas por definiciones confortables. Si bien el aporte de Culler puede resultar fundamental para despejar prejuicios y acercar lectores a una escritura heterodoxa como la de Derrida, la claridad definicional del primero puede hacer suponer que no precisamos, para la comprensión de la ‘deconstrucción’, del segundo. Por otra parte, hay una subestimación de las capacidades del “público general” en la cita de Ellis, que parece verificarse en las estrategias pedagógicas de Culler. ¿Es que el “público” no puede “entender” a Derrida y precisa que se le ofrezca una versión de la deconstrucción premasticada, “apetitosa” en su textura de papilla?

En efecto, interactuar con el trabajo de Derrida requiere de una cualidad y cantidad de tiempo que no todo el mundo quiere o puede darse el lujo de dedicar a la lectoescritura; esto no significa, sin embargo, que la deconstrucción sea inaccesible “para el público”. Este tipo de subestimación —argüiblemente implícita en la iniciativa de Culler de proveer definiciones proposicionales, clarificadoras y confortables— crea más problemas que soluciones: por una parte, hace pensar al lector que la propuesta deconstructiva de Derrida (¡cuya escritura debe ser “imposible”!) puede ser sustituida por una serie de definiciones explicativas (es decir, por la escritura de Culler); por otra parte, hace creer a les crítiques detractores que la deconstrucción es en efecto parafraseable de manera “mucho más amigable”, dejando parado a Derrida como un testarudo que podría haber dicho “lo mismo” de forma “clara y directa”. Como sugerí y sigo sugiriendo: esto no es así. No podría haber habido ni se hubiese deseado que hubiese forma más clara y directa. Los conceptos seleccionados, las estrategias retóricas, el itinerario argumental y la longitud de un ejercicio deconstructivo son aquellos demandados por ese ejercicio específico, y por el material que éste examina críticamente. Ni una palabra menos, pero ni una palabra más.

Doy por finalizado, porque ni una palabra más hace falta para mi modesto propósito, este apartado. Con los párrafos anteriores, centrados en los modos en que les propies discípules han descripto el proyecto de Derrida —remarcando “su carácter subversivo”, “el desmantelamiento de binarismos”, “la infinidad interpretativa” y “su amigabilidad o plausibilidad”— he querido sugerir que no toda defensa es beneficiosa o precisa. Dicho en términos del presente artículo: defender la deconstrucción simplificándola, higienizándola o reduciéndola es una manera de banalizarla. Sin sospechar de las intenciones de todes les discípules arriba citados, es posible argüir también que esta banalización simplificante es correlativa a una estrategia carrerista: ofrecer una versión “amigable” de la deconstrucción en un mercado académico cada vez menos tolerante a la experimentación, cada vez más sujeto a la retórica enlatada del paper, es una estrategia profesional eficaz. Pero esa estrategia favorece a les profesionales, no a la aventura deconstructiva.

En contra de la deconstrucción

3. Acusación de textualismo (por derecha)

Una de las acusaciones más famosas en contra de la deconstrucción parte de la siguiente frase: “no hay nada fuera del texto” (Il n’y a pas de hors-texte). [8] Basades en este sintagma, y muchas veces no mucho más, crítiques literaries y filósofes han acometido incansablemente contra lo que han interpretado como un delirio. “Esta ‘nueva teoría’ deconstructiva”, escribieron académiques bien asentades en los años setenta y ochenta, “viene a decirnos ahora que el hombre vive en una cárcel de lenguaje sin ninguna relación con la realidad” (Wellek 1).

Esta imputación, arremetida desde los flancos de la crítica literaria, la estética y la filosofía analítica aggiornadas, recibió formas múltiples. Dado que el trabajo de Derrida impactó tanto el estudio de la filosofía como el de la literatura (podríamos decir, las humanidades en general), especialistas con bancas en distintas áreas académicas temieron perder su autoridad por distintos motivos y elaboraron estrategias retóricas con diferentes propósitos. En el caso de la filosofía analítica y la estética, el temor residió en que una versión expandida de la textualidad —el supuesto lema “no hay nada fuera del texto, [por tanto] todo puede ser estudiado como un texto” — borrara las distinciones entre áreas del saber, subsumiendo la filosofía a una disciplina englobante presidida por los estudios literarios (es decir, por aquelles con autoridad sobre “los textos” y no sobre el pensamiento filosófico o la obra de arte). Con ostensible pavor y a la defensiva, filósofes analítiques como Robert Shusterman escribían entonces:

“Deconstructores radicales (como Derrida, según yo lo leo) son abolicionistas Unionistas que trabajan para romper las distinciones entre la literatura, la crítica y la filosofía […] mediante el trato homogeneizante de las tres como formas de lo que llamaríamos una sola ‘escritura’, una forma general, indiferenciada y por lo tanto no privilegiada de textualidad” (22).

Por el mismo período, en 1984, el filósofo del arte Arthur Danto ofrecía una caracterización análogamente caricaturizante:

“Tanto ha sido catalogado como literatura en el último tiempo que habría sido inevitable que los teóricos no hubieran pasado de los cómics, las revistas de cine [...] la ciencia ficción, la pornografía y el grafiti a textos de filosofía; todo en virtud de una concepción enormemente expandida de ‘texto’ que nos permite aplicar las mismas estrategias de interpretación a los boletos de colectivo o avión [que a una novela o tratado filosófico]” (227).

Detrás de todo el desvarío estaban, nuevamente, les deconstructores.

Les deconstructores parecían estar, también, tras el descarrío de los estudios literarios. Preocupados no por la disolución de la disciplina sino por la pérdida de su especificidad, crítiques eminentes como René Wellek y Jackson Bate, o como el ya mencionado John M. Ellis, acusaban a la deconstrucción de “reducir todo a una secuencia de signos (palabras), cuyo ‘sentido’ no tendría ninguna relación real con las intenciones del autor o con una visión imaginativa o con el mundo en general” (Bate 52). Una y otra vez, a menudo con base en los pronunciamientos contraproducentes de discípules derridianes, regresaba el motif de “la cárcel del lenguaje”; [9] es decir, la asunción de que para Derrida no existe realidad material extra-textual, ya que todo está “hecho de texto” y, por lo tanto, nada está fuera de él.

Cualquiera que haya leído el trabajo de Derrida en algún detalle y sin malevolencia sabe que las acusaciones anteriores son de una enorme violencia distorsiva. Estratégicamente violenta y conspicuamente distorsiva, en especial cuando proviene de académiques eminentes y, en todo lo demás, brillantes. Una década después de las pronunciaciones arriba esbozadas, en un gesto atípico (podríamos decir, más culleriano que derridiano), posiblemente cansado de recibir siempre la misma pregunta, Derrida se explicó del siguiente modo:

[La deconstrucción] fue siempre una protesta contra ‘el giro lingüístico’ que bajo el nombre de estructuralismo ya estaba de salida. La ironía — dolorosa a veces — de la historia, es que a menudo, especialmente en los Estados Unidos, porque escribí ‘il n’y a pas de horse-texte’, porque desarrollé un pensamiento de la ‘traza’, algunas personas pensaron que podían interpretar esto como un pensamiento del lenguaje (es exactamente lo opuesto) […] Tengo gran interés en las cuestiones de lenguaje y retórica, y creo que ellas merecen enorme consideración; pero hay un punto en el cual la autoridad o la jurisdicción final no es ni retórica ni lingüística, ni siquiera discursiva. La noción de traza o de texto es introducida para marcar los límites del giro lingüístico. En primer lugar, la marca [o traza] no es antropológica; es pre-lingüística; es la posibilidad del lenguaje, y está en todo lugar en que existe una relación con otra cosa o la relación con algo otro. Para ese tipo de relaciones, la marca no necesita del lenguaje (2001 35).

Elucidar con precisión esta cita nos llevaría el tiempo de la lectura detallada de todas las publicaciones firmadas por Jacques Derrida (tarea que, en lo personal, no he terminado). Lo que es posible adelantar, siquiera de forma muy burda, es que lo que Derrida clarifica aquí sucintamente no está escondido en sus trabajos. A los fines de este ensayo particular, importa retener que la noción de ‘archi-escritura’ —que engloba ‘escritura’ y ‘oralidad’ teniendo en cuenta sus características comunes— siempre estuvo orientada a pensar en dinámicas que exceden el lenguaje humano. En efecto, lo que Derrida llama primero ‘texto’ y cada vez con mayor frecuencia ‘traza’, ‘suplemento’ o ‘marca’ remite a un movimiento de diferenciación y desplazamiento siempre en proceso, desde siempre en transcurso, que caracteriza el modo de operar del mundo físico (dentro del cual opera el lenguaje).

Esta afirmación sobre la diferenciación y el desplazamiento constantes como modus operandi de la fisicalidad del mundo, de cuya dinámica el lenguaje —en tanto sistema, performance e inscripción— forma parte, no ha escandalizado necesariamente a especialistas en física teórica o ciencias sociales, [10] pero ¡por alguna razón! ha encontrado enorme resistencia en muches filósofes y crítiques de las últimas seis décadas. Incluso cuando parecía que la falsa ecuación entre “deconstrucción” y “cárcel del lenguaje” (“todo está hecho de texto en sentido lingüístico”, etc.) había mermado, el filósofo francés Quentin Meillassoux publicó Después de la finitud (2008): una defensa de la existencia y de la evidencia de lo real con prescindencia de la antropológica, cuyo enemigo más recalcitrante (no mencionado en el ensayo) fue identificado casi inmediatamente con Derrida. Leyendo Después de la finitud, es patente que las disonancias entre Meillassoux y Derrida son enormes, pero sus disidencias no pasan ni por la asunción de que la fisicalidad del mundo existe, ni por el hecho de que haya huellas de esa existencia con prescindencia del y con indiferencia al lenguaje humano. Por desgracia, no son muchos los esfuerzos por intentar comprender a Meillassoux y a Derrida con igual paciencia. Quede, por mi parte, la invitación a releer el proyecto deconstructivo bajo la estela de esta premisa; una premisa que, como dije y como explicitó el propio Derrida, recorre su obra. [11]

4. Acusación de textualismo (por “izquierda”)

La banalización de la deconstrucción por vía de acusaciones de “textualismo” no acaba históricamente con la crítica y la filosofía tradicionalistas. Mismo en la década de 1980, mientras Wellek, Shusterman, Danto, Bate y Ellis lanzaban sus incriminaciones, similares comentarios provenían del espectro ideológico más “progresista” y del sector académico más “periferizado”, compuesto por referentes del nuevo historicismo, los estudios culturales, las teorías de género y los estudios de raza y etnicidad. Desde estas trincheras, se reconocía a la deconstrucción por su crítica a la tradición filosófica occidental y por su expansión de la noción de ‘texto’, en tanto y en cuanto ella permitía incorporar como objeto de estudio materiales tradicionalmente expulsados del canon (crónicas, diarios, novelas, poesías, géneros y prácticas musicales, entre otros). Sin embargo, se imputaba a la deconstrucción una supuesta expansión “excesiva” del concepto de textualidad, una extensión que “sumía al ser humano en sus propios sistemas de significación, sin salida alguna” (Said 1975 319).

Edward Said, autor del incisivo e influyente libro Orientalismo (1978), escribió a principios de los ochenta:

“La teoría literaria de los años setenta se retrajo en un laberinto de ‘textualidad’ (…) No es una exageración decir que la teoría literaria estadounidense o incluso europea acepta explícitamente el principio de no-interferencia, y que su modo peculiar de apropiarse de su tema (para usar la fórmula de Althusser) no es apropiarse de nada que sea mundano, circunstancial o socialmente contaminado. La ‘textualidad’ es el tema de algún modo místico y desinfectado de la teoría” (1983 3).

En la misma época y en líneas aparentemente similares, la referente de estudios africanos y afroamericanos Bárbara Christian dijo estar “consternada por la pura horripilancia del lenguaje [de la teoría influida por la deconstrucción], su falta de claridad, sus construcciones de oraciones innecesariamente complicadas, su falta de placer [y] su calidad alienante”. “No tengo nada en contra de aquellos que quieren filosofar sobre cómo sabemos lo que sabemos”, escribió, “pero sí me molesta el hecho de que esta orientación en particular sea tan privilegiada y haya desviado a muchos de nosotros de hacer las primeras lecturas de la literatura que se escribe hoy, así como de obras pasadas sobre las que aún no se ha escrito nada” (51-2).

Como podemos apreciar en las citas de Said y de Christian, tienen elles un problema tanto con la supuesta reducción de “la realidad” a un “laberinto de texto” del que es imposible salir, como con el lenguaje “desinfectado” e “innecesariamente complejo” de la práctica deconstructiva, que parece revolcarse solipsista en sus estructuras oracionales y en su opacidad alienante (expulsora del “público”). Como sugerí en el apartado anterior, la creencia de que para la deconstrucción “todo está hecho de lenguaje” no tiene base en los trabajos de Derrida. Tampoco encuentra asidero en sus escritos la idea de que hay un lenguaje “propio” de la teoría, ni la asunción de que el lenguaje puede ser “higiénico” o puede aparecer “desinfectado” de sus contextos históricos de uso (en palabras del propio filósofo: ¡es exactamente lo opuesto!). No solo la práctica deconstructiva supone un ejercicio de historización de tensiones conceptuales en una determinada tradición filosófica y desde cierto contexto emplazado, sino que cualquier contextualización, recontextualización, lectura e interpretación es, siguiendo a Derrida a pie juntillas, “histórica de pé a pá” (1991 63). Por último, la presunción de que el lenguaje empleado por les deconstructores es “innecesariamente” complicado parte de una idea distorsiva de necesidad. Como sugerí en mi problematización de Culler y de su lectura por Ellis, las estrategias de escritura e interpretación derridianas parten de lo que el material analizado y su correspondiente labor deconstructiva exigen, no de un imperativo de insufribilidad inmotivado.

Parece, entonces, que en el flanco progresista de la academia también se ha banalizado a la deconstrucción acusándola de “textualismo”, de ese pregonar que “el humano” está inmerso en una “cárcel del lenguaje” desde la que es imposible escapar, y desde cuyo seno es inviable asumir que existe una “realidad” o una “historia”. Por vez millón: nada más lejos de lo que encontramos explícita y reiteradamente en los trabajos de Jacques Derrida.

Coda: Antes de dar por concluido el presente parágrafo, quisiera hacer una distinción entre los pronunciamientos del apartado anterior (en tinta de Bate, Shusterman, Ellis y Danto) y aquellos referidos en este. Sobre todo en el caso de Barbara Christian, me interesa destacar una sutileza. En la segunda parte de su cita (“No tengo nada en contra…”), Christian resemantiza sus argumentos previos mediante el reconocimiento de que “aquello” que está haciendo la deconstrucción no constituye un ejercicio de hedonismo inescrutable, sino un “filosofar sobre cómo sabemos lo que sabemos” (51). Lectora mucho más aguda de lo que parecía en un principio (sin duda mucho más instituciones como Bate o Danto), Christian identifica acertadamente que la investigación de Derrida, tanto como la de Paul De Man en ese entonces, apuntan a elucidar no solo qué es la literatura, el lenguaje o el conocimiento humano (“lo que sabemos”), sino sus condiciones de pensabilidad y posibilidad (“cómo lo sabemos”). Lo que Christian no puede aceptar, razonablemente desde su perspectiva ético-política, es dar prioridad a ese tipo de investigación especulativa en una coyuntura en que la literatura afroamericana ni siquiera forma parte de la currícula. He ahí una crítica válida y no por eso banalizante de Derrida y De Man: la noción de ‘literatura’ es expandida en sus trabajos con ayuda de una expansión de la noción de ‘texto’, pero este ensanchamiento es usado no para analizar tradiciones literarias no canónicas, sino para analizar textos canónicos de filosofía como si fuesen literarios (leer a Rousseau, Nietzsche, Heidegger, Schlegel como si fueran Proust, Joyce, Kafka, y viceversa). [12]

5. Acusación de banalización disciplinar

El quinto modo de banalización arremete no solo contra una presunta inconsistencia en el proyecto deconstructivo (“¡les deconstructores creen que todo está hecho de lenguaje!”), sino contra los supuestos efectos devastadores del legado derridiano para los estudios literarios. Si bien les voceros de esta postura coinciden, casi punto por punto, con aquelles mencionados en el tercer apartado, me interesa destacar las estrategias difamadoras de dos figuras prominentes: el ya mencionado Jackson Bate y el crítico iconoclasta Harold Bloom, autor de La angustia de las influencias. En 1982 y 1993 respectivamente, ambos académicos señalan a la práctica deconstructiva como culpable del supuesto debacle de la disciplina. Cada referente ofrece, sin embargo, una justificación distinta con arreglo a una agenda personal.

En 1982, Bate publica un artículo en el que se dispone a explicar, de manera metódica e historiográfica, por qué los estudios literarios han arribado a un momento de completo descarrío. Según el académico, el proceso de progresiva especialización profesional iniciado por las reformas universitarias (europeas y estadounidenses) de finales del siglo XIX, ha conducido a formar crítiques literaries cuyos saberes son híper-específicos, segmentados y fragmentarios. Estes crítiques, arguye Bate, poseen un conocimiento minucioso sobre un tópico bien circunscripto (su ejemplo: “la figura del trickster en la literatura chicana y afroamericana”), pero están despojades de todo entendimiento contextual sobre historia, filosofía, religión o ética. Esta falta de “conocimiento general” —que redundaría en profesionales ingenuos y aptos para enseñar solo aquella parcela minúscula que estudian— no solo sería promovida por sistemas universitarios que se benefician con la segmentación del “mercado” académico, sino que sería amparada por la deconstrucción.

De acuerdo con Bate, dado que para les deconstructores las obras de “un autor —por ejemplo, Shakespeare— son reducibles a una secuencia de signos (palabras), cuyo ‘sentido’ no tiene ninguna relación con […] la realidad”, su interpretación debe estar “libre de cualquier relación necesaria con la historia, la filosofía y la vida humana” (49). Siendo que la deconstrucción permite a les crítiques analizar textos sin necesidad de vincularlos con su contexto sociohistórico de emergencia, dice Bate, ella colabora con la segmentación acelerada del mercado académico, cuyo objetivo es producir profesionales especializades y deshistorizades. Más aún, arguye el catedrático estadounidense, la deconstrucción implica una reducción ridícula de los requerimientos mínimos con los que une académique literarie debe cumplir, puesto que, si una obra literaria es solamente texto, puro lenguaje comprensible por cualquiera que hable el idioma, entonces cualquiera (“¡¿cualquiera en absoluto?!”, se pregunta alarmado Bate) puede interpretarlo críticamente. Si esto es así, concluye el vocero, si cualquiera puede ofrecer una interpretación competente de un texto literario, entonces la existencia misma de una “disciplina académica de estudios literarios” es trivial e innecesaria.

En este punto, es superfluo reiterar que esta visión deshistorizada, puramente (o puristamente) lingüística, divorciada de “lo real” y facilista de la interpretación de textos es ajena a la propuesta histórica “de pé a pá” y minuciosa de Jacques Derrida. Tampoco es necesario recordar que para Derrida es posible demostrar que hay interpretaciones más robustas que otras, y que estas demostraciones dependen tanto del texto como de un determinado contexto (o de una convergencia específica entre marcos contextuales de lectoescritura). Más importante, sin embargo, es notar cómo la banalización que Bate hace de la deconstrucción dice menos de la deconstrucción que del propio Bate. Al revisar sus pronunciaciones, incluidos los ejemplos con los que ilustra su “argumentación”, [13] queda claro que él tiene un temor trepidante a la llamada democratización de los estudios literarios nortreamericanos, que en la década del ochenta comienzan a incorporar voces como las de Edward Said o Barbara Christian. “¡¿Cualquiera puede hacer crítica literaria ahora?!”, se pregunta alarmado Bate en una coyuntura en que la composición histórica del campo está siendo transformada por el ingreso de profesionales jóvenes de clase media y de ascendencia africana, chicana, latinoamericana, palestina (el caso de Said)… Como vimos en el apartado anterior, la postura epistemológica y ético-política de estes profesionales diferirá sin duda de la de Bate, pero, contra las suposiciones de Bate mismo, no siempre estará alineada con la de Derrida. Por último, y en lo que respecta a la pregunta por “quién” puede interpretar: esta paranoia inquisitorial es, desde la perspectiva del proyecto deconstructivo, impertinente. [14] En efecto, cualquiera puede potencialmente interpretar un texto literario. No obstante, como explicita Derrida en su trabajo y reiteré en los párrafos previos, esto no significa que todas las interpretaciones sean igual de respetuosas, minuciosas, robustas y convincentes. Aterrorizado por el temor a perder su poder relativo, Bate parece estar demasiado obsesionado con el “quién” interpreta como para atender al “cómo” se interpreta desde una práctica deconstructiva.

A principios de los años 1990, Harold Bloom también está obsesionado con “quién” es susceptible de asumir el rol de crítique literario. Como Bate, Bloom lamenta la presunta decadencia del campo y, aún más abiertamente que el primero, culpa a “feministas, afrocentristas [sic], marxistas, nuevos historicistas discípulos de Foucault y deconstructores —todos los cuales h[a] identificado como miembros de La Escuela del Resentimiento” (20). Su problema, sin embargo, no es en principio la progresiva especialización del mercado, sino las consecuencias a las que ha conducido una “excesiva” expansión de la noción de texto (y de texto específicamente literario), en convergencia con la democratización del ámbito académico. Para Bloom, que en las décadas previas no se pronuncia en contra de Derrida, la práctica deconstructiva se torna inadmisible cuando deja de “aplicarse” a un texto literario, para dirigirse explícitamente al corpus de textos literarios que es el canon occidental. Como esbocé en el apartado anterior, Derrida abre la posibilidad de disputar qué es y qué merece ser históricamente considerado literatura, pero su trabajo se mantiene en el terreno confortable de autores canonizados (Joyce, Kafka, Proust, Shakespeare). Ciertes discípules, en cambio, buscan materializar las consecuencias de la deconstrucción de la oposición canónico/no canónico, desmantelando asociaciones jerárquicas tales como escritor caucásico/de color, escritor heterosexual/LGBTQ+, escritor hombre/mujer o no binarie. Según Bloom, este resultado “excesivo”, es decir sistémico, de la deconstrucción, es un escándalo. “Dante es Dante”, afirma. “Shakespeare escribió la mejor prosa y la mejor poesía de la tradición occidental”, esgrime. Y remata: “incluso si hubiese algún reducto de originalidad [en la literatura de mujeres feministas, personas de color o personas LGBTQ+], ésta no alcanzaría jamás a crear herederos dignos de los Yahvistas o de Homero, de Dante o de Shakespeare, de Cervantes o de Joyce” (7, 10).

Evidentemente, el ensañamiento de Bloom contra “La Escuela del Resentimiento”, en el corazón de la cual ubica a “deconstructores”, constituye un descargo personal y no una argumentación. Sin embargo, la forma iconoclasta de este descargo, ese arrojo con el que el crítico parece “decir las cosas tal cual son” (“he tells it like it is”, dirán unos años después de Donald Trump), produce un efecto dominó significativo; desde una posición de autoridad, Bloom autoriza un espacio para que esos críticos (hombres blancos heterocis tradicionalistas) que se sienten amenazados por la creciente “correctitud política”, puedan “por fin” expresarse sin tapujos. Y expresarse, como vimos también, sin argumentos.

A partir de la década de los noventa, la vacancia de argumentos en las acusaciones contra la deconstrucción caracterizará no solo los pronunciamientos de académiques prominentes, sino también la opinión generalizada de muches estudiantes, interesades o aficionades por la filosofía, la historia del pensamiento, el arte y la literatura. Como es fácil deducir, estas opiniones circularán de manera exponencialmente informal y extendida —aunque no necesariamente con menos visos de autoridad, o con menos barniz autoritario— en la era digital. [15]

Conclusión modesta, o invitación

En virtud de la acumulación de preconcepciones históricas que hemos ido trazando, y de la cada vez más laxa soltura con que ha sido posible expresarlas, la imagen pública de la deconstrucción ha quedado banalizada en el extremo, difamada en el extremo. Hoy día, algunas de las opiniones difamadoras más divulgadas, cuyo contenido se remonta a les detractores y defensores arriba expuestos, incluyen: la asunción de que Derrida es un “charlatán” o un “sofista”; la idea de que la deconstrucción es un ejercicio de lenguaje “desinfectado de historia” e “innecesariamente complicado”; la suposición de que deconstruir es el ejercicio “posmoderno” de sospechar y de criticar “escépticamente” todo sin proponer a cambio nada; la identificación de que lo que “hace” Derrida es “teología negativa” (sin explicar, muchas veces, cómo o por qué, o por qué habría un problema con hacer teología negativa); la idea de que, según Derrida, es imposible acceder cognoscitiva o estéticamente a “lo real” porque no hay forma de escapar de “la cárcel de lenguaje”. Queda claro que todas estas aserciones parten, cuando no de un desinterés o del ímpetu de armonizar con ciertos círculos intelectuales, de una impaciencia. Como adelanté en mi introducción, sin embargo, una “lectura impaciente” de Derrida es un oxímoron. Quedarse con el pan y con la torta no es una opción.

¿Cómo hacer, entonces, para militar la paciencia de inmediato? ¿Cómo extraer conclusiones a la vez pragmáticas y precisas? Lo primero que me interesa subrayar en este marco es que la conclusión de este ensayo no es: hay que leer a Derrida. Ni siquiera: antes de usar el término “deconstrucción”, hay que leer a Derrida. Como parte de comunidades geográficas, históricas, sociales, culturales y lingüísticas que emplean el término “deconstrucción” en contextos diversos (algunos de los cuales no pretenden hacerse cargo del legado derridiano), podemos decidir si nuestros usos de la expresión requieren de un mayor o menor conocimiento de su historia. En lo personal, considero que un estudio de las aventuras y desventuras del término “deconstrucción”, incluyendo sus desarrollos y derroteros conceptuales, es enriquecedor; mentiría si dijera que estos párrafos no incluyen un esfuerzo por dignificar, siquiera en forma somera y modesta, las prácticas de lectoescritura deconstructivas. Este no es el propósito ni la reflexión principal del presente análisis, sin embargo. Haciéndome eco de la introducción: el objetivo que propuse fue identificar que no nos estamos entendiendo y elucidar cómo no nos estamos entendiendo cuando hablamos de “deconstrucción”. Queda pendiente decidir si nos hacemos cargo y cómo nos hacemos cargo del malentendido.

Bibliografía mencionada

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Notas

[1Para ahondar en el vínculo entre acuñación y popularización, y entre popularización y problematización del término, ver, por caso: Hans-Georg Gadamer, “Destruktion y deconstrucción”, Cuaderno Gris, Época III, Núm. 3 (1998): 65-74 (Traducido por Manuel Olasagasti); Catherine F. Botha, “From Destruktion to Deconstruction”, South African Journal of Philosophy Vol. 27 (2008): 52-68; Analía Gerbaudo, “Los Estados de la Teoría (Tecnocracias corporativas, cientificismos y desconstrucción: repliegues y desmontajes en algunas escenas contemporáneas)”, El taco de la brea (2014): 140-68; Analía Gerbaudo, “Los voluntarismos y las desconstrucciones por-venir”, Boletín, Vol. 21 (2022): 87-99. Los artículos de Gerbaudo abordan también, brevemente, lo que está en juego al traducir déconstruction como “desconstrucción” o “deconstrucción”. En mi caso, el uso de “deconstrucción” se debe no a un favorecimiento del anglicismo (“deconstrucción” como traducción próxima a deconstruction), sino a una orientación descriptiva; me interesa la expresión tal como es empleada en sus contextos extendidos de uso, en cuyo seno se usa “deconstrucción” mucho más que “desconstrucción”.

[2Ver entrevista a Jacques Derrida realizada por TIME en 2002, disponible aquí:

[3Afirma Barthes en el iconoclasta “La muerte del autor” (1967): “En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede reseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse” (70).

[4Ver conceptos de “expresión demasiado eficaz” y “formulación demasiado buena” en Xavier Rubert de Ventós, “El desorden teórico”. En: Ensayos sobre el desorden. Barcelona: Kairós, 1976, 23-53.

[5La traducción es mía; en adelante, todas las traducciones de las citas son mías a menos que se indique lo contrario

[6Ver Steven Rendall, “Mus in Pice: Montaigne and Interpretation”, MLN, Vol. 94 (1979): 1056-71.

[7Para poner dos ejemplos incontestables, ver: Jacques Derrida, Aporías. Barcelona: Paidós, 1998 y Jacques Derrida, La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá. Madrid: Siglo XXI, 2001.

[8La expresión, rastreable en De la gramatología (1967), ha sido innumerables veces interpretada como prueba de que, de acuerdo con Derrida, no existe nada por fuera del lenguaje. El filósofo mismo ha negado explícitamente esa connotación en entrevistas; más contundente es el hecho de que en ningún texto firmado por Jacques Derrida, ni siquiera en el que esa expresión es empleada, la connotación de que “no existe realidad por fuera del lenguaje” es sugerida.

[9Es significativo que esta expresión sea utilizada en los años ochenta por les críticos más conservadores y mejor acomodades de la academia anglosajona. The Prision-House of Language (1972) es el título del libro con que el crítico cultural y filósofo marxista Fredric Jameson intenta impugnar la postura político-metodológica del formalismo ruso y el estructuralismo francés. La crítica conservadora apropia la terminología popularizada por el crítico marxista en un acto que, al mismo tiempo que es perverso, ratifica la naturaleza fuera de control del lenguaje tal como la define la deconstrucción.

[10Ver compendio de la recepción de Derrida en diversos campos del saber en Deborah Goldgaber, Speculative Grammatology: Deconstruction and the New Materialism. Edimburgo: Edinburgh University Press, 2021, 2-18.

[11Intentos por abordar cercanías, tensiones e incompatibilidades entre Derrida y Meillassoux pueden encontrarse en los trabajos de Martin Hägglund y Deborah Goldgaber. Ver, por caso, Martin Hägglund “Radical Atheist Materialism: A Critique of Meillassoux”. En: The Speculative Turn: Continental Materialism and Realism. Melbourne: re.press, 2011, 113-29; Martin Hägglund, “The Arche-Materiality of Time: Deconstruction, Evolution and Speculative Materialism”. En: Theory after ‘Theory’. Londres, Nueva York: Routledge, 2011, 265-77; Deborah Goldgaber, Speculative Grammatology: Deconstruction and the New Materialism. Edimburgo: Edinburgh University Press, 2021.

[12Este uso (heterodoxo) del canon (ortodoxo) es patente en los textos de Derrida sobre literatura, compilados en Acts of literature (1991), así como también en las lecturas derridianas de pensadores como Hegel, Heidegger, Husserl, Lacan, Lévi-Strauss, Platón y Rousseau. Lo mismo puede afirmarse sobre las lecturas de Paul de Man de Hegel, Heidegger, Kant, Pascal, Rousseau, Schlegel y Schelling. Ver, por ejemplo, los ensayos tardíos compilados póstumamente en The Resistance to Theory (1986) y Aesthetic Ideology (1996).

[13Un caso paradigmático contra el que Bate arremete son los paneles de conferencia especializados en temas que le parecen, ¿por su especificidad?, un absurdo, como “Poesía Lésbica Feminista en Texas” o “La Figura del Trickster en la Literatura Chicana”. Los títulos de los paneles que Bate emplea para presuntamente caricaturizar y atacar la segmentación del campo son ilustrativos de su propio conservadurismo.

[14El libro Anarqueologías. Ética y política de la lectura errada (2022) de Erin Graff Zivin demuestra concisa y convincentemente la incompatibilidad entre el proyecto deconstructivo y la lógica inquisitorial.

[15Despotricar contra Derrida se ha convertido, de hecho, en un lugar común característico de la comunidad de “theory bros” asociada a la filosofía paraacadémica y al neorracionalismo contemporáneos; corrientes cuya visibilidad se desprende cronológicamente del culto a cierta teoría-ficción (CCRU Writings 1997-2003; Cyclonopedia, 2008) y de la consolidación de espacios intelectuales avant-garde como The New School y alternativos como The New Centre for Research & Practice. Si bien les exponentes actuales más riguroses del neorracionalismo, como Ray Brassier y Daniel Sacilotto, no arremeten de manera sistemática contra la deconstrucción derridiana, les discípules de estos pensadores asumen con frecuencia que el trabajo de Jacques Derrida está en las antípodas del pensamiento filosófico de rigor.