Los chanchos, complacidos, aceptamos las margaritas

Problemas de identificación y distanciamiento.

por Florencia Piluso, Ludmila Rogel

en el infierno debe dejársele al otro por lo menos el aire para respirar.
(T. Adorno, Minima Moralia)

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Introducción

A lo largo de este primer año de reflexiones teóricas, Luthor ha problematizado en varias oportunidades la constitución del canon académico de la teoría literaria y la necesidad de estudiar las obras que quedan afuera del mismo, especialmente las relegadas por el mote “cultura de masas”. En este artículo intentaremos una desarticulación, desde la teoría, de esta “gran división” entre arte alto y bajo, arte y arte de masas, arte e industria cultural; concentrándonos en el análisis de dos aspectos con los que suele identificarse, maniqueamente, uno y otro tipo de arte: distanciamiento e identificación. La propuesta se cernirá en torno a una forma artística, producto de la industria cultural, en la que operen a la vez el distanciamiento y la identificación: un capítulo de la sitcom estadounidense It’s always sunny in Philadelphia.

La ventana indiscreta

Diferentes teorías del arte a lo largo del siglo XX constituyeron sus objetos de estudio a partir de una característica: la emancipación de las obras respecto de la realidad. Característica que posibilita pensar en el potencial emancipador del arte como podemos ver en el formalismo ruso, la escuela de Frankfurt, el estructuralismo y el post-estructuralismo.

La autonomía del arte, que funda la estética moderna, hace hincapié al menos en dos cosas: autonomía del arte respecto de otras instituciones sociales y autonomía de la obra respecto de lo representado. Rancière llama “régimen estético” a este período del arte y señala que en él se originan las contradicciones en la relación arte y vida (Rancière, 2009: 59-72). En su Teoría estética Adorno hace referencia a lo problemático de esta relación al decir que “Las personas embaucadas por la industria cultural y sedientas de sus mercancías se encuentran más acá del arte, por eso perciben su inadecuación al proceso vital de hoy” (Adorno, 2002: 30), a lo que el mismo Adorno contesta: “El arte se vuelve social por su contraposición a la sociedad, y esa oposición no la adopta hasta que se vuelve autónomo” (ibid.: 298). Es decir que el arte es devuelto a la vida, al seno de lo social, en la medida en que es capaz de negarla, considerando al distanciamiento como un aspecto privilegiado y constitutivo del arte. A continuación explicaremos las causas de este movimiento.

La teoría estética de Adorno define un objeto cerrado: la obra de arte objetiva; el método de estudio que propone es formalista, desde el punto de vista del proceso de producción. El objeto y el método se implican el uno al otro. La obra de arte objetiva es definida como una mónada sin ventanas, no refiere a nada exterior a ella, ni está sujeta a la voluntad de su autor; esto implica que no comunica un mensaje o significado y, al mismo tiempo, que no está condicionada por nada externo a ella. El objeto artístico es concebido como un objeto para sí y estudiado en esa interioridad. Por eso, el método para acceder a tal objeto parte del proceso de producción: el estudio de los materiales (elementos sociales en sí mismos) y la técnica (formas de producción alcanzadas).

La autonomía del objeto artístico es lo que hace del arte, parafraseando a Adorno, un respiro en el infierno. En tanto la obra de arte es autónoma puede distanciarse de la realidad, puede negarla, puede evadir sus normas. Entonces, si la lógica de la realidad es la del intercambio y todo en ella se define por su ser-para-otro, por su claridad y coherencia con el todo, la obra autónoma se caracteriza por ser para sí, por su oscuridad e impenetrabilidad. A partir de la autonomía, Adorno distingue las “obras de arte” de los objetos producidos por la industria cultural (también las distingue de las obras de propaganda política de las que no nos ocuparemos). Esta diferenciación equivale históricamente a la distinción entre arte elevado y arte bajo, incipiente ya en siglo XIX, y vuelta una “gran división” con los movimientos modernistas del siglo XX (v. Huyssen).

La industria cultural es para Adorno una máquina atroz que se come la psiquis de cualquiera, se caracteriza por una identificación falsa, obsecuente, del sujeto con la obra; no equivale a la sublimación freudiana, tampoco a la hegeliana, no equivale ni al cumplimiento de los deseos ni a una elevación del sujeto, porque “en las mercancías culturales se percibe su ser-para-otro abstracto, pero en verdad no son para los otros; al seguir la voluntad de los otros, les engaña. La vieja afinidad entre el contemplador y lo contemplado es puesta patas arriba.” (Ibid.: 30). Por eso, Adorno restringe la obra de arte a un conjunto de producciones que, como dijimos, tienen efecto crítico. Éste permite que la relación entre sujeto y objeto sea mediada, esto es, no se trata de la absoluta determinación objetiva ni tampoco de la absoluta determinación subjetiva.

Vamos a pensar en el efecto crítico como un distanciamiento [1] de doble vertiente: distanciamiento de la obra respecto de la realidad y del sujeto respecto de sí mismo y de la realidad. Comúnmente el distanciamiento es ejemplificado con obras que propician la tensión entre las estructuras y las representaciones sociales, que se relacionan negativamente con la realidad, que generan experiencias nuevas, que utilizan mecanismos de extrañamiento. Estas obras, de las que podríamos decir que “no vienen masticadas” son las favoritas de la crítica académica y, por lo tanto, las otras, las de la industria cultural quedan, o bien, fuera de la definición de arte y, en consecuencia, se las estudia desde perspectivas no estéticas, o bien, se las estudia, eludiendo esa característica, con los mismos “procedimientos” que se estudia el arte alto.

No es difícil sonreír ante la seriedad de Adorno para componer su corpus artístico: por qué elige lo triste frente a lo alegre. Porque dadas las condiciones de existencia de su presente histórico es imposible la felicidad y si algunos pueden vivirla es una gran mentira. El arte negativo es un salvavidas para no caer en eso: en la falsa alegría, en la identificación con el mensaje dominante.

Quizás resulte útil contar el origen de este artículo. En nuestro trabajo como docentes de secundario hemos encontrado mucha reticencia por parte de nuestros alumnos para analizar este tipo de obras, es más, la mayoría de las veces, aún cuando ya han adquirido herramientas teóricas para entrar en ellas, prefieren el arte alegre, identificatorio. Y no es porque sean sólo unos enajenados sino que la felicidad es un deseo fiel a lo humano. Entonces comenzamos a preguntarnos de qué manera podíamos darles herramientas a nuestros alumnos, desde la literatura, que les permitan desarticular la realidad. Comenzamos a pensar en las comedias que son de su conocimiento, pero inmediatamente se nos vino a la mente toda una tradición que la condena: por identificatoria, efectista, fomentadora de insitntos bajos, obvia, afirmativa del statu quo. Entonces nos preguntamos sobre la posibilidad de un distanciamiento a través de la identificación.

Recapitulemos, el distanciamiento en sí mismo establece una relación de exclusión, de diferencia; puede incluso fundarse en la incoherencia, en el extrañamiento o en la total negación; implica una experiencia de lo otro (v. experiencia negativa en Gadamer).

Ahora bien, para definir identificación vamos a sacarnos de encima la idea de que el arte alegre y producido masivamente es un arte dirigido, sea o no esto un hecho. Vamos a pensar la identificación como un aspecto en la constitución de cualquier objeto artístico y al distanciamiento, como otro aspecto de la obra de arte, aunque no constitutivo de la misma. El distanciamiento es precedido por la identificación: identificación con lo otro negador del principio de realidad; acá, identificación equivale a una experiencia de conocimiento (experiencia intelectual). Otro tipo de identificación es la que se da cuando el sí mismo del sujeto se identifica en la obra, proyectándose (experiencia emocional). Cuando se identifica sin más, el sujeto se pierde y cosifica, es instrumento del sistema. En cambio, cuando lo hace a través del distanciamiento, la identificación se desdobla. Pero, esto no equivale, únicamente, a hacer de una experiencia emocional una experiencia intelectual; sino, quiere decir, que el distanciamiento está contenido ya en la identificación. La identificación comprende y posibilita el distanciamiento; ya en el nivel de la identificación tenemos una experiencia estética. De esta manera podemos dejar de lado el privilegio moral dado a las obras que producen distanciamiento. ¿Sería posible una experiencia estética desligada por completo de lo emocional? [2] Ejemplifiquemos con un caso particular de experiencia estética que a pesar de un evidente esfuerzo intelectual por generarla resulta incompleta: una instalación vista en arteBA 2011. Se trata de una instalación de cuerdas que colgaban del techo y con nudos en los cuales quedaban trabados pedazos de porcelana rota. El campo de interpretaciones es vastísimo, de lo literal “cuerdas que sostienen pedazos de objetos de porcelana”, hasta lo metáforico y relativo: “un mundo hecho de nudos y destrozos como el que habitamos”. Lo cierto es que no es posible hacer ninguna interpretación convincente. Las posibles interpretaciones estaban totalmente libradas al espectador. En este sentido la experiencia estética estaría obturada por una falta de anclaje de la obra en lo identificatorio (lo que no quiere decir que aboguemos por un arte figurativo) aunque esto no implica que la experiencia sea nula, ya que, por ejemplo, podemos establecer una relación emocional con las obras del tipo: “esto me aburre”. Pensamos que una conversación con la artista podría zanjar la cuestión, pero esto sólo la oscureció. La idea de base de la obra era el desamor. Interpretar de este modo la obra es un esfuerzo imaginativo (intelectual) desvinculado por completo del emocional (las experiencias concretas del desamor) y, más aún, de la experiencia directa con la obra. Podemos adherir a sus razones, pero difícilmente hubiésemos llegado a ellas de manera colectiva o, incluso, espontánea. El distanciamiento generado por los materiales y su composición pueden explicarse técnica y conceptualmente aunque ello no genere ni una emoción ni un saber ni una nueva mirada. Ni siquiera la perplejidad o el desconcierto posiblitan una entrada (como sucede con Klee o Beckett, por ejemplo). Hace falta un punto de identificación que subsuma tal experiencia en algo más global que un sólo individuo, porque de ese modo ¿qué distingue hoy (puesto que el arte es un concepto histórico) una obra de arte de un mero decorado o de cualquier otro objeto del mundo? Quizá no haya necesidad de tal distinción, pero entonces sólo el paso del tiempo podría hacernos reconocer cuándo un objeto es artístico. Esto no sería deseable si queremos hablar de un presente del arte.

“No me río contigo, me río de tí”

Si aún creemos en la posibilidad de encontrar aire en el infierno esto se debe a que existen obras creadas en el seno de la industria cultural -obras que para poder existir siguen los parámetros establecidos por la lógica del intercambio-, que de todos modos pueden funcionar críticamene. No se trata de estudiar un producto industrial como si fuera arte alto o a partir de los mecanismos de éste (i.e. distanciamiento), tampoco de ignorar las diferencias desde el punto de vista de la producción. La propuesta es entender las obras de la industria cultural sin necesidad de tales distinciones, indagar sobre aquello que efectivamente producen: identificación o distanciamiento o ambas.

Veamos el rechazo de un tipo de participación funcional dentro de una sociedad que puede verse en una sitcom estadounidense del año 2005 y vigente en la actualidad llamada It’s Always Sunny in Philadelphia, sátira que toma como elemento de burla la moral del tío Sam.
En su Anatomía de la crítica, N. Frye incluye la sátira y la ironía como las formas constitutivas de los mythos de invierno, estos son “los patrones míticos de la experiencia, los intentos de dar forma a las ambigüedades y complejidades, veleidosas de la existencia no idealizada” (Frye, 1997: 293) Frye diferencia la ironía de la sátira, porque la segunda conlleva un criterio moral implícito en la selección de los disparates. La sátira reproduce estructuralmente el conflicto cómico de dos sociedades: una normal y otra absurda. El primero permite la elección del objeto de ataque y, el segundo, el tono hipotético en el que se basa el humor (en los términos de lo que venimos analizando más arriba: identificación y distanciamiento). Para Frye el objeto de ataque tiene que ser algo indeseable compartido por el autor y el receptor; por eso, el lector puede dilucidar fácilmente cuál es la actitud del autor [3]. Pero en las sátiras actuales esto no puede aceptarse sin reparos, ya que la moral se ha vuelto algo bastante maleable y relativo; de manera que esta coincidencia entre el punto de vista del autor y el del receptor, no es una condición necesaria para la sátira. Por eso, por momentos pueden confundirse los límites entre lo irónico o lo satírico. Pero, aunque el autor no tenga una intención moralizante, podemos percibir desde la recepción, que la selección del objeto atacado se corresponde con representaciones sociales y culturales que conllevan en sí mismas una moral, por lo tanto la selección, aunque puede ser inconsciente, es una selección moral. La sátira opera sobre conductas y prácticas sociales e individuales, instaladas en nuestras representaciones mentales, y éstas pueden ser exageradas, caricaturizadas, burladas, reducidas al absurdo e incluso criticadas o puestas en entredicho.

A continuación, veremos cómo funciona todo esto en el capítulo número 8 de la temporada 4, titulado “Paddy’s Bar: el peor bar de Philadelphia”. El capítulo comienza con el grupo (hablamos de cuatro amigos treintañeros, tres hombres y una mujer, dueños del bar mencionado) leyendo una crítica que un periodista del diario local hace del bar que manejan. Allí se habla de Paddy’s como el peor bar de Philadelphia: mal atendido, sucio, produce la sensación “de poder ser apuñalado en cualquier momento”. Los protagonistas, reconocen al instante en ellos mismos todo lo que se les está criticando, en relación al propio crítico uno de ellos comenta: “¿cómo no lo voy a llamar ‘marica’ si pidió un chardonnay?”, otro comentario del estilo: “el ambiente inseguro es exactamente el ambiente que estoy tratando de generar así demuestro mi capacidad para calmar la situación. Soy el tranquilizador”. Deciden entonces ir hasta la oficina del crítico, Corman, para obligarlo a que se rectifique públicamente de sus dichos. De acuerdo con su manera de ver las cosas lo que escribió es mentira. Sin embargo, previamente habían reconocido como válidas las objeciones de Corman, lo que les molesta de la crítica es que se haga y no lo que se dice en ella. Finalmente todo se resuelve en la violencia e incoherencia que supone el secuestro de Corman. Una vez secuestrado lo atan a una silla para que escriba una nueva crítica que resalte de ellos las bondades. Imposible definir cuáles son esas bondades ya que en este momento repiten las mismas conductas que antes habían sido denostadas. Estando el crítico encintado a una silla le ofrecen algo de tomar, éste pide un Chardonnay, nuevamente, lo vuelven a llamar ‘marica’. Nada ha cambiado en ellos la mirada del crítico, sino que por el contrario, confirma la realidad existente para ellos. Por mucho que se lo objete, para estos personajes, la elección de un vino blanco es una elección de maricas. Este tipo de reiteración de la misma conducta se torna paródica y resalta hasta la hipérbole su estupidez. Y si tenemos en cuenta lo que sucede luego, que en vez de un vino blanco al crítico se le da de tomar Whisky “porque eso es lo que toman los escritores”, vemos un modo específico del accionar autoritario. No hay crítica que pueda ser cierta pese a reconocerla como válida ni opinión que valga más que la propia, lo que se debe hacer es imponer. Imponer sobre Corman una mirada que reconozca la idiotez pero que además la acepte, y también, un gusto determinado sin reconocer las preferencias individuales. Sin embargo, salen ilesos. No existe una consecuencia grave para ninguna de estas acciones. Como si se diese el raro caso de una libertad absoluta para actuar contra las normas y criterios opuestos al propio, siguiendo los métodos más perjudiciales. Casi la misma libertad de quienes deciden qué debemos ver, cómo y cuándo. Esta fantasía de autonomía es reconocida en la última crítica que Corman hace el día después de su liberación:

Desperté en la cama de mi vecino con la cabeza lastimada, el diario de ayer y un frasco vacío de pastillas para dormir, mi pesadilla en ese putrefacto agujero de mierda que es el bar Paddy’s, dura y misericordiosamente, llegó a su fin. Los dueños, todos, merecen pudrirse en la cárcel aunque el hecho de que tengan que pasar todo su tiempo en ese violento lugar es suficiente castigo. Por eso decidí no presentar cargos dejándolos vivir en ese infierno terrenal que han creado para sí mismos por el resto de sus patéticas y miserables vidas. (Temporada 4, capítulo 8, 19’12’’).

En la serie, muchas veces, acciones idiotas conducen a soluciones contraproducentes para los actantes. Quizá, como en este caso, no siempre sean autoboicoteos y puedan incluso salir ilesos, lo que sí es seguro es que nunca se va a operar sobre ellos algún tipo de cambio de perspectiva ligado a una falsa necesidad de aceptación social. No salen mejor parados ni mejor vistos. Y acá hay algo importante, la aceptación social, tal como suele ser vista en la mayoría de las series de Warner Bros (Two and a half men, Gilmore girls, $#*! My Dad Says, Friends) tiene que ver con ser un individuo capaz, que pueda comunicarse plenamente siguiendo un repertorio de ideas y que además desee para sí tal aceptación porque lo opuesto sería lo invivible, ser para siempre el hazmerreír. En It’s always sunny in Philadelphia, en cambio, nos conducimos entre un modo condescendiente del acatamiento de las reglas o un modo idiota de la rebelión. En la serie existe una identificación de aquellos roles sociales que nos implican, en el acatamiento de las normas como en su evasión: nos identificamos con las normas pero también con la libertad de los personajes para ignorarlas. Esto se opera desde el punto de vista de la “sociedad normal”, de quedarnos en este punto sólo podríamos o bien desdeñar totalmente estos personajes, o bien, idolatrarlos por su rebeldía. Pero la apuesta de la sátira es oponer a “lo normal”, “lo hipotético o fantástico” y en esta tensión se juega el giro de la identificación al distanciamiento.

En principio, existe un distanciamiento respecto de lo visto, ya que la misma forma hiperbólica y paródica que tienen los personajes de evadir las normas de la sociedad desacredita este tipo de conducta, pero a la vez satisface nuestro deseo de liberación. Este es el punto de identificación que reconocemos, lo singular es que lo realizamos a partir de personajes estúpidos que para nada actúan del modo que actuaríamos nosotros. La identificación queda distanciada de esos actos y da paso a la crítica. La sátira implica una crítica social ya desde el hecho de no ser consolatoria: no nos da aquello que necesitamos para sentirnos felices en la vida porque por mucho que nos riamos, nos reímos en realidad de la propia incoherencia de cada uno de los actos cotidianos que llevamos a cabo en el infierno y con los cuales nos identificamos; nos reímos de nuestro propio patetismo. Sin embargo, este tipo de comedia nos dice algo del carcelero.

Por supuesto, podemos decir entonces que como buena hija de la industria cultural, la serie, reprime aquello mismo que libera (un modo diferente de comportamiento social); pero pese a todo, la representación satírica en clave de comedia evidencia sus redes y la necesidad de cuestionarlas, y sino baste como ejemplo esto mismo que escribimos, producto de un producto de la industria cultural. Lo relevante para nosotras es que la alegría que se genera en este tipo de comedias [4]no está exenta de un reconocimiento de la idiotez que representa.

Conclusión

En este artículo desarrollamos dos hipótesis: por un lado, que la identificación es constitutiva de la experiencia de toda obra de arte, mientras que el distanciamiento sólo es característico de las obras de arte consideradas autónomas. Por otro, que el distanciamiento incluye siempre la identificación. No puede haber un verdadero distanciamiento sin identificación. Estas reflexiones nos permiten un estudio de la experiencia estética más allá de la división, en términos de su potencial crítico, entre arte bajo o alto. De esta manera, podemos acercanos al estudio de las obras sin una valoración previa. Sin embargo, hemos elegido como ejemplo una obra en la que simultáneamente existe una dinámica entre la identificación y el distanciamiento. Porque consideramos que el distanciamiento, si bien no es intrínsecamente reflexivo, es el modo por el cual podemos problematizar el mundo en el que vivimos.

Bibliografía

  • Adorno, Theodor Wiesengrund, 1998. Minima Moralia, trad. de Joaquín Chamorro Mielke. Madrid: Taurus.
  • Adorno, Theodor Wiesengrund, 2004. Teoría estética, trad. de Jorge Navarro Pérez. Madrid: AKAL.
  • Frye, N., 1997. “Crítica arquetípica: teoría de los mitos”, en: Anatomía de la crítica, traducción de Edison Simons. Caracas: Monte Ávila Editores.
  • Rancière, J., 2011. La palabra muda. Ensayos sobre las contradicciones de la literatura, traducción de Cecilia González. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Notas

[1No en el sentido exacto de la teoría de Brecht, ya que abarca otros fenómenos.

[2Cf. Los juicios transitivos en la Teoría de la onda propuesta por Martín Azar.

[3Cf. Frye: 1997: 293-295.

[4Para una continuación teórica de esta propuesta sugerimos las siguientes series: Seinfeld, Reno 911, 30 Rock, Curb your enthusiasm, Parks & Recreation, Louie, Trailer Park Boys.