Algunas ideas deshilvanadas sobre fantasía, redes, género, etnicidad y violencia
Algunas ideas deshilvanadas sobre fantasía, redes, género, etnicidad y violencia
La fantasía, como género que invita a habitar otros mundos diametralmente diferentes del nuestro, con leyes de causalidad alternativas y otras organizaciones sociales, es un espacio muy fértil para interrogar la propia condición humana. Con las armas peligrosas del sueño y del cuento de hadas, despojada del ripio de la mera coyuntura, puede imaginar otros estados de cosas y devolvernos a la realidad con ojos nuevos.
Ahora bien, ¿qué tan directo puede o debe ser ese efecto? ¿Tiene la fantasía la obligación de ofrecer mundos mejores que este? ¿La ciencia ficción y otras formas de literatura especulativa no hacen lo mismo, en última instancia? ¿No será acaso que hay, en este tipo de defensa de la fantasía, también una descalificación de las otras aristas de su potencial estético que no tienen que ver necesariamente con su instrumentalidad política-moral directa?
Antes de pasar a hablar de africanjujuismo, de elfos y sirenitas negros, o de la brutal violación de Sansa Stark, de todos modos, creo muy necesario dar un paso para atrás y apreciar el contexto en el que se da este debate. Para ello, será necesario dar una mirada a la arena en donde hoy se debaten estos temas, al resurgimiento de la representación como uno de los ejes del debate sobre ficciones, a las particularidades del lugar precario que ocupa la fantasía como género en el canon y a la reciente reescritura de la tradición del género.
Los debates literarios de cada momento histórico, por fuera de la arena rígidamente reglada de la academia, suelen ser, vistos desde la saludable distancia que prestan décadas y siglos, bastante pintorescos. Están fuertemente marcados por el espacio designado para el intercambio de opiniones contrarias, bravatas, sátiras, sarcasmos, insultos y, de vez en cuando, algún ocasional zipizape o, quién dice, incluso un gentil intercambio de espadas o balazos: así, simplificando mucho, los del siglo XVIII hay que pensarlos en el marco de los salones aristocráticos que reunían a las élites ilustradas, los del XIX en la atmósfera viciada de los cafés, y los del XX en el ida y vuelta de la explosión de la prensa cultural y contracultural.
Tertulia de Diderot, Louis Monzies
Esos espacios, que hoy solo existen como vestigio, han muerto como arena [1], y hoy no son más que cámaras de resonancia de algo que pasa en otra parte. Ese lugar, durante el transcurso de la última década y media, lo han ido tomando principalmente las redes sociales, y en segunda instancia otras clases de plataformas de producción de contenido generado por usuaries. Es en Twitter, en Facebook, en YouTube, en Goodreads, e incluso en lugares como Medium o comunidades de producción como Ao3 o Wattpad que, hoy en día, la charla toma debate y calor. Y donde de vez en cuando la cosa se pone bastante fea, también.
Todo esto bien merecería un artículo aparte, y uno que tendría que escribir alguien que se dedique específicamente al análisis de los medios digitales. Yo no soy esa persona, ni me interesa serlo. Sí me interesa traer, a otro contexto, algunas reflexiones sobre una astilla ínfima del mamotreto gigante de las RRSS literarias: algunos de los motivos recurrentes en el debate viral en redes sobre ficción especulativa, en especial sobre fantasía.
Como en la prensa cultural, en el café y en el salón, la discusión que se da en redes sociales suele evitarse el paso de la distancia crítica. Con excepción de algún debate sobre la hermenéutica de un final abierto o la especulación sobre el posible devenir de una narración seriada aún incompleta, casi siempre las discusiones en torno a ficción (en general) y literatura (en particular) tienden a centrarse en aspectos que podríamos llamar, grosso modo, de poética en el sentido programático del término: cuáles son buenas y malas prácticas, qué libros (o películas, o juegos) están bien o mal ejecutados, y cómo deberían ser las obras futuras.
La fantasía, entendida como género de ficción sobre mundo alternativo no mimético (lo que en otro artículo llamé “narración pararrealista”) organizado en torno a alguna de las formas de lo mágico o sobrenatural, no es una excepción. La mayoría de los debates en redes, quitando las interminables disquisiciones hermenéuticas sobre detalles del legendarium de Tolkien, apuntan a qué es “buena” o “mala” fantasía, y qué es lo que debería (o no) ser el género, a la validez y valor de sus subgéneros y a la calidad de sus exponentes más conocidos.
Tras un siglo XX que, fuera de ámbitos muy específicos, parecía mirar con desconfianza y sorna el potencial político de la representación ficcional y del relato (e incluso de su importancia, a secas), [2] el siglo XXI los trajo de vuelta al foco, y con envión.
Esto puede bien haber sido una consecuencia directa del devenir de la arena política y la ampliación de derechos: obviamente, los movimientos de derechos humanos (feminismos, luchas por la igualdad de derechos de comunidades LGBTQI+ y racializadas, etc.) tienen una larguísima historia previa, y pintarlos como algo reciente es bajarles el precio. Tras el cambio de siglo, no obstante, la eficacia de estos actores políticos se incrementó: al tiempo que ganaba espacio la ampliación de la representación parlamentaria de estos sectores y en buena parte de Occidente la legislación ampliaba el acceso a derechos, se daba el advenimiento de una Internet horizontal y omnipresente. [3]
Las nuevas redes dieron una plataforma a sectores demográficos postergados, les dieron mayores facilidades para organizarse y los hicieron mucho más difíciles de callar de lo que eran en la era de la prensa. Esta presión hizo que algunas cuestiones, que en el discurso sobre literatura eran vistas como marginales en los ochenta, noventa y tempranos dosmiles, empezaran a colarse en el mainstream. [4]
A nivel académico, todo esto fue de la mano de un inicial revival del close reading, seguido por una primavera de los estudios culturales, de estudios sobre recepción, y de otras corrientes de trabajo que volvieron a correr el foco desde lo formal hacia aspectos de contenido y de contexto [5]. Al nivel de la industria cultural, las productoras de contenidos para audiencias masivas han tenido que empezar a considerarlas para venderle sus productos a alguien, y esa es una situación bastante inédita.
Arondir en Rings of Power.
Como señaló con profusión de datos Abril Amado en un artículo publicado a principio de este año en esta misma revista, que explora en particular la situación de la representación y los efectos de recepción ante identidades LGBTQI+ en la ficción, estas reacciones de parte del establishment de la industria cultural son, todavía, muy superficiales: escenas laterales, personajes menores, contenido fácilmente recortable para su distribución en países en los que aún es posible morir en la cárcel por no ser cishétero. Pero el mismo hecho de que el pinkwashing sea necesario es sintomático de una presión social existente a la que ya no se puede hacer oídos sordos.
La fantasía, por su intersección con la literatura infantil y juvenil y con espacios “jóvenes” de socialización, tiene la particularidad de ser, además, un género al que tradicionalmente se vincula con lecturas de momentos fundantes de la personalidad y del perfil político de las personas. Como tal, las dos problemáticas actuales en torno a la representación (quién representa, qué se representa) le impactan más de lleno que a otros géneros que se suelen vincular socialmente a una audiencia más madura y consolidada [6].
Atreyu y Falkor en la versión fílmica de La Historia Sin Fin.
No es el único aspecto en el que la situación del género fantasía es un tanto particular. La reflexión sobre este tema se ve atravesada, también, por las particularidades de la posición que ocupa en las escalas de valores literarios al uso y su presencia en la discusión académica.
Dentro del panorama de los géneros histórico-temáticos vigentes, la fantasía tiene una particular mala fortuna crítica, que va de la mano de su mal desempeño actual en la economía del valor literario. En ámbitos académicos y en el establishment cultural, suele ser considerada género “menor”, “de entretenimiento” o quedar confinada a la “literatura de masas” y estudiada solo en función de tal, más como mero documento sociológico o político que como artefacto estético.
Incluso dentro de esas mismas categorías es tratada de “hermana menor”: si bien comparte el problema de visados que tienen para entrar al país de la Literatura con Mayúsculas otros géneros como la ciencia ficción, el terror, el fantástico o el policial, al menos aquellos cuentan con una tradición académica más aceitada y hay una tradición de abrirles espacios de validación [7]. La fantasía no: los estudios al respecto son comparativamente escasos y recientes, y para más los premios específicos para el género son casi inexistentes [8].
Casi todos los estudios que dedican académicamente su atención al género necesitan gastar una parte de su espacio en reivindicar la importancia de dedicarse a estos temas. La cosa llega al punto de que un gesto habitual de otros géneros subvalorados para validarse es referir a la fantasía para decir que tiene alguna característica moralmente defectuosa o inmadura que, por ejemplo, el terror, el policial, el fantástico o la ciencia ficción no poseen: básicamente, buscar consuelo en que si no se puede entrar al canon literario, o si se entra al canon a pesar de ser “de género” [9], al menos no es por escribir pavadas sobre héroes, magos y dragones.
Aquí, por ejemplo, podría referirse todo el revuelo porque Ted Chiang volvió a repetir su catalogación de la fantasía, con delicadeza pero no con menos veneno, como un género de ficción que explota el deseo inmaduro de sentirse especiales frente a la ciencia ficción que vendría a estar para cosas más reales y a ser más igualitarista [10]. En una de las intervenciones en redes sobre este asunto, Joyce Carol Oates, que tiene trayectoria como autora de terror, redobló la apuesta para decir que toda obra de fantasía es intrínsecamente literatura juvenil, para lectores inmadures. [11].
Un motivo recurrente a la hora de hablar de fantasía (y lo es desde hace al menos sesenta años) es caracterizar al momento presente como uno de auge del género, y a eso como un problema. Ya en 1974, Ursula Le Guin refería, en su ensayo “Why are Americans afraid of dragons?” el pánico moral frente a la amenaza de esos hippies lectores de Lord of the Rings para el orden y la buena moral burguesa puritana. Desde entonces a esta parte, la reacción no cambia: todo impacto del fantasy en el imaginario cultural es visto como peligroso: antaño por lo “poco útil”, por lo “pueril” o por un escapismo que rehúye al compromiso sociopolítico; hoy se lo vincula, por ejemplo, con la reducción de la ficción a “modas” culturales por parte de grandes productoras o incluso con el avance de las ultraderechas [12]. Toda obra que llega a los grandes títulos de la industria cultural es vista como excesiva y toda fantasía literariamente apreciada lo es “a pesar” de serlo, o por aquellos detalles en los que se distancia de los defectos morales y formales que el crítico considera que son características fundamentales del género.
Puede que sea un excursus señalar todo esto frente a lo que es el tema que nos compete, pero creo que es necesario tener este panorama en mente: no, no vivimos ningún “auge” de la fantasía. Fuera del Young Adult norteamericano, la autoedición y las microeditoriales de localía furibunda se edita muy, pero muy poca ficción literaria nueva del género, y todas las grandes franquicias audiovisuales en cartel tienen más de treinta años [13]. De hecho, tres décadas de éxito casi parece ser el umbral mínimo de prueba que se le exige a una serie o cómic de fantasía para que una productora se arriesgue a financiar una adaptación audiovisual. El problema, en todo caso, es que la fantasía siempre “sobra”, siempre es resto, y siempre es sospechosa de algo, por derecha, por izquierda y por arriba también. Dicho eso, vayamos entonces a:
A la hora de listar textos fundacionales de lo que hoy entendemos como fantasía, todos los intentos de sistematizar un estudio del género [14] se remontan sin dudarlo a William Morris y a Lord Dunsany, y en todo caso a E. R. Eddison. Pero pese a su carácter pionero, hoy casi nadie lee The Wood beyond the World. The King of Elfland’s Daughter, pese a haber sido de inspiración para gente tan dispar como Lovecraft, Tolkien y Le Guin, no tiene tantos lectores más, y The Worm Ouroboros este año cumplió un siglo de publicada y ni así alguien se acordó de que existe.
Lo cierto es que hoy en día, en el imaginario popular, la figura fundante de la fantasía por excelencia es Tolkien [15]. Se espera de alguien que estudia o escribe en el género un conocimiento cabal de la obra literaria y crítica de Tolkien, y también alguna clase de posicionamiento sobre ella: “Nos guste o no, Tolkien posee una relevancia avasalladora en la forma en la que se ha concebido, estudiado y entendido la Fantasía como expresión literaria”, escribe en una exhaustiva reflexión al respecto Paula Rivera (2020).
J.R.R.Tolkien.
Esto ya era así desde las décadas finales del siglo XX, en buena medida empujado por el entusiasmo epigonal que dio forma a montones de obras derivativas en la vena de The Book of Three de Lloyd Alexander (en la que a su vez se basaría la infame e infumable película de Disney The Black Cauldron) o, sobre todo, el juego Dungeons & Dragons. Pero terminó de explotar en el imaginario popular con las adaptaciones para la gran pantalla de Peter Jackson de principio del siglo en curso, justo a tiempo para la explosión de la Web 2.0 y las nuevas formas de debate estético.
A partir de entonces, una nueva oleada realmente masiva de lectores llegó a la fantasía a través de la Tierra Media. Eso implica, claro, que el lugar fundacional y de referencia que Lord of the Rings y su legendarium venían tomando para la fantasía contemporánea se sella ahí: fuera de la discusión especializada, nadie reivindica ya la necesidad de leer a Dunsany o a Morris [16]. A Tolkien le tocó el ambiguo privilegio de ser la piedra angular sobre la que se construye el debate, y el parámetro estándar de comparación, para el siglo de la belicosa fuerza colmena de los fandoms y de la discusión literaria que iguala especialistas con adolescentes formados a video-resúmenes de YouTube.
Invariablemente, cualquier autore de fantasía contemporánea y cualquier productora de contenidos audiovisuales o de videojuegos que lance al mercado un producto del género se medirá contra la ancha espalda de J.R.R. Tolkien. Se espera que tenga una postura pública frente a su obra, de hecho. Y aquí también hay gestos bastante estándar: el de “buen alumne”, que retoma y cita a Tolkien desde la veneración absoluta, con la esperanza de continuar en la línea, y el del crítico que elige discutir con él, en el movimiento siempre repetitivo y cansino de matar al padre.
El primero, claro, es un poco más difícil que el segundo, dado que implica medirse contra el fandom, siempre dispuesto a tomar examen, y con tratar de jugar en la misma cancha que J.R.R.T., normalmente con muchas herramientas de menos. Por otra parte, discutir a Tolkien y tratar de escribir a contrapelo de los propios argumentos en su contra es una solución relativamente más económica: es fácil indignarse con que sus claroscuros y su batalla contra el mal no se condicen con la sutil escala de grises menos épicos del mundo real, o despotricar porque su representación de las mujeres deja un poco que desear si se la mide con los parámetros del siglo XXI (de nuevo, el problema de la representación). Escapar a esto y hacer lo propio, sin meterse a tratar de imitar ni defenestrar a Tolkien, quizás sea hoy la opción más difícil entre las disponibles [17].
La confluencia de la mudanza de la discusión pública sobre literatura y ficciones a las redes sociales, el foco renovado sobre la representación, el estatus de la fantasía como género bajo sospecha y el corrimiento de orígenes que pone a Tolkien como único ineludible del género dan por resultado una tormenta perfecta.
Por una parte, las redes sociales y las plataformas destinadas a creación de contenido otorgan una visibilidad y una plataforma que una página web estática de una universidad, una editorial o una biblioteca, por ejemplo, nunca pueden dar. Hoy en día, ya es un imperativo para les académiques como para les escritores el de tener presencia en redes sociales, y usar el espacio para divulgación, autopromoción y diálogo con pares. Estar fuera de las redes es estar fuera del ágora. Es perder contacto con las discusiones vigentes, visibilidad, oportunidades. Pero participar en redes también implica una situación bastante inédita: no solo pone en contacto a gente de ámbitos súper diversos que no hubiera tenido diálogo en otro contexto más formal, sino que pone en pie de igualdad discursos con niveles de formación y de validación muy distintos [18]. Así, hay espacio para que especialistas entren en discusión con personajes conspiranoicos y con adolescentes que defienden ideas, libros y autores con la vehemencia que solo pueden dar los diecialgo y los veintipocos y la inclinación al fandom.
Como en el cambalache del tango, para bien y para mal, todo es igual. A nivel de las experiencias personales, la forma más habitual de habitar estas conversaciones es mediante la integración con nodos de pertenencia, con todas las ventajas y desventajas que ofrecen las redes para formarlos y debatir en ellos. Pero a nivel macro, la única forma de navegar las aguas de lo que allí se produce son las herramientas de procesamiento de big data, que para les usuaries normalmente vienen dadas por las mismas plataformas, en forma de algoritmos de relevancia y trending topics, y para las empresas el acceso a procesamiento de reacciones y direccionamiento de marketing en tiempo real: ni hace falta mencionar los peligros que esto conlleva. En todos los casos, la única manera de lograr algo de impacto está en la viralización.
A este panorama reaccionan grandes productoras, editoriales y autores indie por igual: conseguir lectores/espectadores depende en gran medida de dar en el blanco con la caja de resonancia de las redes. Para eso, es necesario entrar en sintonía con alguna de las líneas que marcan la dirección de lo que se discute en esos medios.
Es natural, entonces, que los mismos agentes de producción de obras de fantasía, cualquiera sea su soporte, usen como estrategia publicitaria una ostensible toma de posición polémica frente a la tradición (léase, claro, solo Tolkien) o la representación de colectivos postergados: por una parte, porque es una verdad de perogrullo que ya es hora de empezar a hacer fantasías de alta difusión que no presenten mundos hiperblancos e hiperandrocéntricos. La literatura lo vio muchísimo antes, y ya la Fantasia de Michael Ende o la saga de Terramar de Ursula K. Le Guin presentaban mundos no blancos, claro; al cine le llevó llegar a la era de las redes y notar el potencial de viralización de elegir una protagonista afroamericana para una remake de La Sirenita.
La sirena Ariel en la adaptación fílmica de Disney.
Considerando la creciente polarización política que se deja ver en todas partes del mundo, y los efectos que ella trae sobre las discusiones en Internet sobre el tema que sea, esto quiere decir que, en general, todo el amplio espectro de problemáticas asociadas a la representación de colectivos postergados (en la materia narrada como en la producción de contenido) tiende a polarizarse, y todo lo que se diga al respecto se lee hacia uno u otro lado: ¿hay, entonces, un elfo negro en una adaptación del legendarium de Tolkien? Toda la discusión se aplana en la batalla entre una (lamentablemente inmensa) horda racista, indignada de que haya demasiada melanina en su serie de fantasía, por una parte, y una defensa acrítica a filas cerradas del casting que, persiguiendo el muy noble objetivo de salir a correr neonazis, no se permite interrogar los múltiples aspectos problemáticos de cómo se da esa representación. Castear una persona de color u otra minoría en un papel de segunda línea es una forma muy económica, para los estudios, de generarse una masa significativamente grande de personas que hablen de sus productos (con mucho comentario negativo, seguro, pero todavía el balance suele darles positivo) y los defiendan a capa y espada gratis.
No hay espacio para interrogar, por ejemplo, lo problemático que resulta introducir a un mundo de fantasía el binarismo racial resultado de siglos de segregación acérrima, como se vive en Estados Unidos, a un mundo en el que se supone que nunca hubo Jim Crow, Apartheid ni nada por el estilo. ¿Por qué tenemos un único personaje de color en medio de una plétora de rubiecitos, como si estuviéramos en un salón de alguna universidad Ivy League que lava su imagen con cupos? ¿Por qué hay una única casa negra con sangre valyria de House of the Dragon? ¿Por qué no hay un montón de elfos y de valyrios mestizos de más de una generación? Si vamos a imaginar algo mejor en términos de inclusión, ¿por qué la configuración étnica del mundo de fantasía propuesto se parece tanto a la de aquel país del norte en el que hasta un fallo de hace poquito (recién 1967) era ilegal casarse con alguien de otra raza? [19] Y sobre todo, al margen de incluir la diversidad pasada por el tamiz del racismo estructural, ¿por qué estamos discutiendo una limosna de inclusión de color en la reiteración número mil del intento de explotar el oro de Westeros o de exprimir dinero de los huesos exangües del pobre Tolkien, en lugar de abrir espacios para ficciones que tengan en sí un planteo más diverso?
Para el caso, en mi rincón de las redes, recuerdo haber visto un único comentario en esta línea, dolido, breve y discreto: un lacónico tuit de Nnedi Okorafor quejándose de que mucho ruido si hay un valirio o un elfo negros y mucho blablá con la defensa de la representación de la diversidad étnica pero de llevar a la pantalla historias de fantasía sobre personajes afro ni hablemos. Esto sin mencionar, posiblemente por restricciones contractuales o por la esperanza de que el viento cambie, que hace ya más de tres años que están congeladas las tratativas para llevar a HBO una serie sobre Who Fears Death, una novela suya de fantasía-africanjujuismo sobre una bruja muy poderosa, ambientada en una África subsahariana del futuro, y que muy probablemente hubiera sido mucho más interesante y refrescante de ver que el culebrón de Rhaenyra, su tío y su madrastra.
Detalle de la cubierta de Who Fears Death, de Nnedi Okorafor
En todo caso, las apuestas de los grandes estudios son seguras: por la misma polarización de las redes, la viralización de la polémica está servida, y la banalización de los argumentos también. Nunca fue más fácil quedar tan bien haciendo tan poco.
El problema de la representación de género en fantasía no se puede esquivar tan fácil como con un par de decisiones de casting estratégicas. Una vieja deuda de la fantasía mainstream es la de dar espacio a imaginar configuraciones de género diferentes a la de este mundo y del presente. En la introducción de este artículo menté el episodio de la violación de Sansa Stark en Game of Thrones [20] porque, justamente, abrió un debate bastante acalorado en redes cuando la narración llegó a ese punto en la versión televisiva.
Al margen de cuán apropiado o gratuito sea ese evento en la lógica del relato, es interesante tomar una distancia de la polémica para pensar los términos del debate y el contexto en el que se da. En el panorama general de la fantasía mainstream todavía resulta difícil encontrar ficciones en las que las mujeres no estén vistas a través de uno de dos cristales: uno profundamente misógino, que las pinta como seres cuyo poder radica en la manipulación y las malas artes, donde solo son virtuosas en la medida en la que pueden subordinarse y auto-negarse; y otro que permite mujeres poderosas y virtuosas, pero solo como personajes de excepción en un mundo hecho por y para hombres. [21] En el caso de la fantasía grimdark (o fantasía oscura), en general se agrega la capa de que estas mujeres de excepción forjan carácter en este tipo de episodios vejantes, cosa que rara vez ocurre a personajes masculinos [22].
Una excusa habitual para esto es que nos encontramos ante mundos premodernos, que por ende tienen que, por default, ser sexistas. De nuevo, nada más errado que emitir un juicio generalizado de valor sobre las obras que presentan mundos sexistas. No necesariamente un mundo sexista es un mundo mal representado: de hecho, sin ir más lejos, vivimos en uno. Ni siquiera todas las obras que narran ese tipo de mundo son, ellas mismas, obras sexistas: las actuales en su mayoría proponen distintos tipos de lecturas críticas sobre la segregación y la misoginia representadas. No deja de ser curioso, de todas maneras, que los mundos ficcionales no misóginos sean una excepción, y una que rara vez llega al mainstream.
Obviamente, esto podía pasar desapercibido o casi hace un cuarto de siglo (cuando ASOIAF comenzó a publicarse), cuando todavía era la prensa cultural el espacio privilegiado de debate literario. El tiempo de las redes no perdona tan fácil.
Al margen de todo esto, la fantasía, como señalaba en otro apartado más arriba, tiene que vérselas con el problema de su propia razón de ser: no se le permite, como al policial o a la novela realista, simplemente existir; es un género bajo perpetua sospecha, demasiado infantil para salir de la biblioteca escolar y, a la vez, demasiado moralmente depravado para ser una lectura lícita.
Leer (o ver) fantasía es algo sucio, algo que debe excusarse siempre: porque políticamente suele caer igual de mal por izquierda (demasiada nobleza y mundo precapitalista) que por derecha (insume demasiado tiempo que debería gastarse en algo más productivo); y moralmente es cuestionada por su vínculo con literatura para infancias (y se ve como una falla de carácter permanecer en estos asuntos que tendrían que ser para niños) y por no proponer, tampoco, soluciones realistas para los problemas de la coyuntura.
A la fantasía siempre se le piden papeles: ¿qué hay para aprender de positivo en ella? ¿Cuál es la moraleja de la historia? Porque tiene que haber una, ¿no? ¿Qué hay que enaltezca las virtudes del espíritu de quien lee o mira? ¿Cuánto dinero se puede hacer con ella? ¿Cuántas otras personas lo están viendo/leyendo como para decir que miramos esa serie para “estar al día” con la discusión y no porque realmente querramos mirarla?
En redes, los grandes estudios de producción audiovisual y de videojuegos resuelven esto muy fácil: todo el foco publicitario está puesto en el preciosismo y en el presupuesto para efectos. La obra encuentra su razón de ser en el despliegue técnico y estético de su presentación visual. Si después el departamento de CGI no está a la altura [23] o el juego sale a medio testear y le anda mal a medio mundo es otro tema.
Videojuego Fable III
Autores y editoriales la tienen un poco más difícil. Ahí las autojustificaciones tienden a ser más elaboradas. Hoy en día, a menudo pasan por recargar las tintas sobre el problema de la representación, por intentar llenar casilleros que funcionan como etiquetas (literales: tanto para Instagram y Twitter como para redes específicas como StoryGraph hay hashtags para elementos de la obra que generan listas automáticas) y que pueden atraer algún par de ojos a lo que se hace.
En estrategias más elaboradas, también hay movimientos estéticos que surgen de ese diagnóstico de moralidad fallida de la fantasía (la idea de que leer fantasías oscuras lleva a la oscuridad, en un pánico moral análogo al que vivió la industria del videojuego en los 80s y 90s). Corrientes como el “hopepunk” proponen la necesidad de una fantasía moralmente correcta y optimista, que sueñe con revoluciones posibles (Cf. Robson, 2022).
Lo que termina pasando, finalmente, es lo mismo que con cualquier permiso de frontera: es muy difícil conseguir una primera visa, y en general solo se le da a quienes ya tuvieron una antes. Al día de hoy, las únicas fantasías que se traducen, se trasladan a medios, se distribuyen y están fácilmente disponibles son aquellas que ya llevan varias décadas presentando papeles: vendiéndose bien, teniendo buenas reseñas, y con fandoms consolidados que puedan hacer frente a las críticas y defenderlas gratis si llegan.
En definitiva, en un panorama en el que poco se edita que no sea traducción del inglés, poco se traduce que no sea un éxito absoluto de ventas, poco se distribuye ampliamente que no tenga versión audiovisual y poco se adapta para las pantallas que no tenga décadas de éxito en el papel, resulta hasta natural que la discusión sobre fantasía se desfase. Por una parte, la lupa con la que se escruta al género siempre tiene más aumento y, obviamente, se le exige estar a tono con los debates de la realidad en la que se produce y se lee (o mira, o juega) con una vehemencia que otros géneros nunca enfrentan. Por otra, sin embargo, estas exigencias tienden a recaer sobre los grandes tanques de presupuesto y distribución, que fueron pensados en otro contexto, a la luz de otros debates e incluso en diálogo con tradiciones perdidas. El resultado no puede ser otra cosa que una nota discordante. Lo verdaderamente interesante en la fantasía actual, en todo caso, hay que buscarlo en otra parte.
Amado, Abril (2022). “La verosimilitud cisheterosexista: ¿se puede hackear?: Apuntes y reflexiones sobre la representación de personajes LGBTIQ+ en la ficción”. En: Revista Luthor Nro. 52, Vol. XII, disponible en: http://revistaluthor.com.ar/spip.php?article290
Cáceres Blanco, Roberto (2016). Mundos Épicos Imaginarios: de J.R.R. Tolkien a G.R.R. Martin. Madrid: UAM Ediciones
Campos, Guadalupe (2011). “Modalidad mimética y mundos posibles: Narración y límites de la imaginación literaria”. En: Revista Luthor Nro. 4, Vol. I, disponible en: http://revistaluthor.com.ar/spip.php?article17
Carter, Lin (1973). Imaginary Worlds. New York: Ballantine
Chiang, Ted y Solomon, Avi (2010). “Ted Chiang on Writing”. Disponible en: https://boingboing.net/2010/07/22/ted-chiang-interview.html
Clúa, Isabel (2017). A lomos de dragones: introducción al estudio de la fantasía. Ciudad de México: Bonilla Artigas Editores.
Lamb, David (2018). “Fantastic Terrors: The Rise of Alt-Right Politics through the Lens of Fantasy”. En: New Socialist, disponible en: https://newsocialist.org.uk/fantastic-terrors-rise-alt-right-politics-through-lens-fantasy/
Le Guin, Ursula (1992). The Language of the Night: Essays on Fantasy and Science Fiction. New York: HarperCollins
Mendlesohn, Farah, ed. (2012). The Cambridge Companion to Fantasy Literature. Cambridge: Cambridge University Press.
Rivera, Paula. (2020). “Di amigo y entra: una discusión de la obra de J.R.R. Tolkien como portal de entrada a la Fantasía”. Disponible en: https://arboloria.weebly.com/fantasia/di-amigo-y-entra-una-discusion-de-la-obra-de-jrr-tolkien-como-portal-de-entrada-a-la-fantasia
Robson, David (2022). “The sci-fi genre offering radical hope for living better”. En: BBC Culture, disponible en: https://www.bbc.com/culture/article/20220113-the-sci-fi-genre-offering-radical-hope-for-living-better
[1] Por supuesto, nada desaparece realmente: para mantener los ejemplos, tertulias literarias ABC1 siguen existiendo, hay poetas que siguen organizando lecturas en cafés, y los suplementos culturales con columnas de opinión y entrevistas a tal o cual autor/a/e siguen saliendo. Pero, admitámoslo, esos espacios que tuvieron su momento de grandes pasiones hace décadas o siglos ya no son lo mismo. En las lecturas de café, en las tertulias y en los suplementos culturales, los odios, rencores y fuertes disensos se ven reducidos al sordo rumor de la etiqueta. Lo que en un espacio más vivo llevaría a poner en cuestión la relevancia de un texto, o directamente decirle con gracia a alguien que escribe mal, se convierte en: "Supe de tu nuevo libro, ¡felicitaciones! Me llegó, pero me temo que no lo leí, vieras la cantidad de libros que tengo sobre la mesita de luz en este momento"; o un viejo rencor se expresa sordo en "¿quién va? Ah... Bueno, trataré de ir, pero no prometo nada, tengo una cena familiar". A lo sumo, muy pero muy de vez en cuando, la prensa cultural puede llegar a dar un último estertor y mostrar un poquito los dientes como un lobo viejo, pero eso es todo.
[2] Esto se acentúa en el cuarto final del siglo. Fuera de la literatura de masas, cualquier novela de los años 70, 80, 90 y tempranos dosmiles que intentara cierto vuelo literario se dedicó con ahínco al artificio formal no mimético: la narración contradictoria o no lineal, la frustración de las expectativas del lector, líneas de trama escuálidas y otros recursos por el estilo, usados casi como un pedido de disculpas por estar escribiendo historias sobre personajes que hacen cosas en lugares.
[3] Este horizontalismo tiene sus bemoles, claro, y también empezó a restringirse con la formación de grandes monopolios y el accionar de estados de control. Pero eso, también, es material para otro estudio.
[4] ¿Por qué entre el 70% y el 90% de los autores que se publican son hombres blancos cisgénero? ¿Por qué es tan blanco el canon literario, incluso el reciente? ¿Por qué en la ficción del siglo XX hay tan poca diversidad sexual, y la poca que hay suele vincularse muy mayoritariamente o bien con una falla moral intrínseca o bien con una patología mental de quienes la representan? ¿Por qué los mundos ficcionales tienden a ser tan blancos y masculinos, aparte de escritos tan mayoritariamente por hombres blancos? ¿Qué obras deberíamos rescatar del olvido? Obviamente, son todas preguntas que llevan siglos formulándose, incluso en relación con la literatura imaginativa. Pero la misma potencia que fue impulsando los derechos de colectivos postergados, con las nuevas herramientas técnicas y espacios políticos ganados, hizo mella en las agendas culturales masivas.
[5] Para tormento de muchos académicos formados en la tradición anterior que siguen, cual Hiro Onoda en la selva filipina, insistiendo en que el contexto no importa y que problematizar la relación entre figuras autorales públicas, representación de los conflictos sociales y obra es irrelevante.
[6] Piénsese en el policial, por caso.
[7] Por poner un ejemplo puntual pero significativo, las Cambridge Companion para gótico, literatura policial y ciencia ficción se editaron entre 2002 y 2003. La dedicada a fantasía debería esperar una década más, y no se publicaría sino hasta 2012. Por poner otro, la realización de jornadas sobre literatura fantástica, sobre ciencia ficción o sobre policial es un evento más o menos común en el ámbito de influencia de las carreras de Letras de la UBA y la UNLP. La fantasía con mucho recibe unas mesitas en el Frikiloquio, algún panel en jornadas que en realidad son sobre fantástico (a veces con la negación de la especificidad de la fantasía como género aparte, de paso) o sobre LIJ, o alguna jornada Tolkien de la ATA.
[8] En español, de hecho, es uno solo, el Minotauro (que, si bien se plantea como panhispánico, en 18 años una única vez ha premiado a un autor no nacido en España; pero que vive allí); en inglés no hay mucha mejor fortuna: los premios grandes son compartidos con la ciencia ficción, y muy rara vez los gana una obra de fantasía; convocatorias para concursos de relatos de terror, fantástico, policial o ciencia ficción hay siempre alguna abierta, en el idioma y la localidad que sea. Obviamente, nunca jamás una obra de fantasía sale premiada en un concurso literario que se plantee como generalista. Es curioso notar que la obra de fantasía de de autores premiades con premios generalistas suele no aparecer en las bibliografías sobre eses autores ni llegar a los programas académicos (piénsese, por ejemplo, en el caso de Ana María Matute).
[9] Nunca deja de hacerme gracia el eufemismo “de género” para implicar “de género menor”.
[10] El contexto fue una charla que dio Chiang en el Seattle Book Festival de este año, pero lleva más de una década repitiendo públicamente esta idea. Cf., e.g. https://boingboing.net/2010/07/22/ted-chiang-interview.html
[12] “Popular fantasy is little more than the right-wing idea that society is actively degenerating, dressed up in the trappings of medieval European legend”, concluye David Lang tras una lectura muy superficial y simplista de Tolkien, G.R.R. Martin y otros.
[13] Sí se filma ocasionalmente, y sobre todo se anima (piénsese, por ejemplo, en The Owl House, fantasía original, pero siempre son experimentos breves, con presupuestos acotados y/o hechos por estudios independientes, que nunca parecen sostenerse en el tiempo ni merecer difusión. Es históricamente común que este tipo de emprendimientos se cancelen antes de terminar (e.g. Pirates of the Dark Water).
[14] Cf. Cáceres Blanco (2016), Carter (1973), Clúa (2017), Le Guin (1992), Mendlesohn (2012)
[15] Como dato sintomático, podemos mencionar la cantidad de reseñas que tienen en la plataforma Goodreads las tres novelas antes mencionadas al momento de escribir esta nota, en comparación con las que tiene The Fellowship of the Ring: la novela de Morris tiene escasas 184, la de Dunsany 710, la de Eddison 486 y la de Tolkien se escapa dos órdenes de magnitud arriba, a 30.940.
[16] Como casi nadie reivindicaba ni reivindica la necesidad de leer la tradición medieval y renacentista para abordar la fantasía después de Hiroshima, por otra parte.
[17] “Pero no podemos unirnos solo a partir de nuestro odio rencoroso o nuestra filiación irreflexiva a Tolkien. Tenemos que hacerlo recorriendo todo tipo de terrenos de Faërie, centrales y periféricos, más allá de nuestras preferencias láricas más íntimas. Y tenemos que atrevernos a criticar esos pasajes, desde luego, pero solo una vez que hayamos descifrado las inscripciones de sus respectivos portales, o de lo contrario de nuestras bocas saldrán las mismas palabras cansinas de aquellos que desprecian toda tierra imaginativa” (Rivera: 2020).
[19] Y que, como tristemente recuerda lo ocurrido este año con el derecho a la interrupción legal del embarazo tras la revocación de Roe vs. Wade, es un status legal tremendamente frágil.
[20] En A Song of Ice and Fire esto ocurre, pero a otro personaje femenino diferente.
[21] La configuración que vemos en Tolkien, de hecho, y la que reencontramos en muchos de sus epígonos.
[22] Nobleza obliga, ASOIAF tiene a Lord Varys, que es este tipo de excepción.
[23] Recordemos que son los trabajadores que peores condiciones de trabajo tienen en toda la industria audiovisual estadounidense, por ser los únicos que no están sindicalizados: hay un techo para la calidad de trabajo que puede hacerse en condiciones subóptimas de empleo, y la audiencia lo nota.