Tiempo, memoria y escritura en En busca del tiempo perdido y La última cinta de Krapp
Tiempo, memoria y escritura en En busca del tiempo perdido y La última cinta de Krapp
El tiempo, la forma en que lo experimentamos y su análisis objetivo, son temas de innumerables trabajos literarios, filosóficos y hasta matemáticos. Decir algo novedoso acerca de lo que significa en nuestras vidas (finitas por definición, la única certeza que tenemos es que vamos a morir) el paso del tiempo es una tarea a priori imposible. Conociendo esas limitaciones, el presente texto se propone confrontar dos maneras muy disímiles –por lo menos en sus puntos de partida– de elaborar teorías sobre el significado del tiempo y la memoria y su injerencia en la vida del hombre. En primera instancia, nos sumergiremos en la obra cumbre de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido. Desde el título mismo podemos ver la importancia de la temática en la novela. Si bien se harán alusiones a la totalidad, se trabajará en profundidad la primera parte, Por el camino de Swann. Reflexionar exclusivamente acerca del principio de una obra que se jacta de ser circular pareciera ser una contradicción, pero quedará demostrado que no lo es. Como contrapartida, se tematizará La última cinta de Krapp de Samuel Beckett, obra radicalmente distinta desde el punto de vista genérico (es una pieza dramática) y estilístico, pero al igual que En busca…, estamos frente a una obra que gira en torno al paso del tiempo y a la función de la memoria en nuestras vidas.
La hipótesis que se trabajará es que, si bien en el caso de Proust, la memoria pareciera elevarse al estatuto de musa que sólo nos visita cuando ella lo determina y, en el texto de Beckett, a simple vista, pareciera darse el fenómeno opuesto, la forma en la que ambos autores entienden el funcionamiento de la memoria es bastante similar. Por motivos de extensión y claridad en los conceptos no será parte de este trabajo un análisis ni genérico ni lingüístico de las obras.
Proust afirma que los textos preexisten en la mente del escritor, que nacen con él pero no son inteligibles hasta que los escribe. El verdadero trabajo del artista no se asemeja al del demiurgo creador de universos sino al del traductor, encargado de trasladar al idioma del lenguaje esas nociones internas y abstractas. En otras palabras, todo escritor sabe desde que nace lo que va a escribir, pero debe esperar a “recordarlo” para poder llevar a cabo la obra. Quizás sea ese uno de los motivos que por los que el discurso del narrador de En busca… y el del propio Marcel Proust sean algo tan complejo de individualizar. El narrador de la novela (lo sabremos en la última de las siete entregas) va a escribir lo que ahora (¿ahora?) nos está relatando en la primera, sólo que hasta que la anagnórisis no opere, él no lo sabrá. Pero lo que escribe (lo que escribirá o lo que escribió, es ahí donde se juega todo), no es su vida: es su recuerdo de cómo ha sido su vida.
Ya sea porque en mí se ha cegado la fe creadora, o sea porque la realidad no se forme más que en la memoria, ello es que las flores que hoy me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad. (Proust, 2006: I, 163)
Si algo puede ser elogiado en el escritor francés es su capacidad de transformar las sensaciones en notaciones, de lograr descripciones y narraciones que sobrevivan a aquél que ha percibido el estímulo original, el estímulo “real”. Es en este punto donde se abre el gran interrogante: si a veces nuestra memoria es incapaz de discernir entre lo que “realmente” nos sucedió de nuestro recuerdo del suceso, si los sueños tienen la capacidad de inmiscuirse en nuestras consciencias de modo tal de convencernos de que hemos vivido lo que hemos soñado, ¿no podría decirse lo mismo de lo que hemos leído? Siguiendo el razonamiento proustiano, ¿qué impediría que alguien sienta que lo que ha experimentado por medio de la lectura forma parte del bagaje de su propia memoria, o lo que es lo mismo, de su propia vida? ¿Cuál es el límite de la memoria, el tiempo no vectorizado por antonomasia, donde todo, siempre, es circular? En determinado momento, el narrador de la novela se entera de que finalmente hará un viaje por Europa y conocerá ciudades que ya conoce, gracias a lo que leyó acerca de ellas.
El nombre de Parma, una de las ciudades donde más deseos tenía de ir desde que había leído La Cartuja, se me aparecía compacto, liso, malva, suave, y si me hablaban de una alguna casa de Parma, donde yo podría ir, ya me daba gusto verme vivir en una casa compacta, lisa, malva y suave, que no tenía relación alguna con las demás casas de Italia, porque yo me la imaginaba únicamente gracias a la ayuda de esa sílaba pesada del nombre de Parma, por donde no circula ningún aire, que yo empapé de dulzura stendhana y de reflejos violetas. (Proust 2006: I, 337)
Esta posibilidad de “vivir” experiencias mediante la literatura, de generar un recuerdo o una idea [1] que tenga el estatuto de “verdadera” sólo con haberla leído, nos permite, y casi nos obliga a formularnos otra pregunta: ¿es posible registrar la realidad en su verdadera esencia?, ¿cómo lograr transmitir (o captar) una totalidad que ni siquiera para nosotros mismos se muestra con sus significaciones completas? Cuando hablamos (corriendo el riesgo de ser polémico postularé la escritura como instancia completiva del habla) tenemos que manejar un código en común para poder ser entendidos, y es ése precisamente el origen del problema: el código debe ser ineficiente, inacabado y segmentario, de otro modo sería inútil. Es imposible lograr nominalizar lo que llamamos realidad. Los signos mundanos deben ser verdaderos phantásmata platónicos, se les exige que sean frívolos, algo tontos, chatos, que estén un poco vacíos, es condición de posibilidad para lograr la aparente inmutabilidad que requiere un código estable capaz de lograr la comunicación entre dos conciencias. En la idolatría del lenguaje, debemos contentarnos con admirar ídolos, las deidades verdaderas están fuera de nuestro alcance.
Si el tiempo de la memoria es circular y frente a un estímulo (voluntario o no, lo veremos más adelante) puede abrirse un universo de percepción de cuatro mil páginas, y, para colmo de males, el lenguaje –nuestra única manera de transmitir un concepto– no es una herramienta precisa, más que un mapa es un croquis de la realidad, ¿cómo logramos ubicarnos en ese firmamento sin estrellas, sin puntos cardinales ni brújula alguna? Un ensayo de respuesta sería: por los nombres propios. Son ellos los que actúan como mojones, como monumentos atemporales que evitan que nos ahoguemos en ese océano de sentido. Pero en Proust, ni siquiera el nombre propio cumple esa función con la eficacia esperada. Según Roland Barthes, el nombre propio proustiano dispone de tres propiedades básicas: el poder de esencialización (no designa más que a un solo referente), el poder de citación (con sólo mencionarlo se convoca toda la esencia encerrada en el nombre de manera inmediata) y el de exploración.
El nombre proustiano es él solo y en todos los casos el equivalente de una entrada de diccionario: el nombre de Guermantes cubre inmediatamente todo lo que el recuerdo, el uso y la cultura pueden poner en él, no conoce ninguna restricción selectiva, siéndole indiferente el sintagma donde está ubicado. (Barthes, 1976: 174)
Como vemos en la última de las características, en el caso de En busca…, los nombres propios, como los recuerdos, también se difuminan: es lo que genera que el referente de la dama de blanco, la dama de rosa, la esposa de Swann y la amiga del tío del narrador sea el mismo, perdiendo de esta manera la capacidad organizadora de ese continuum que manifiesta la memoria. Es el mismo principio que opera en la diacronía de la lengua, donde cada hablante agrega o quita elementos según la cronología en la que esté inscripto, lo que a la vez modifica sus significados:
…lo mismo que esos viejos modos de decir en los que discernimos una metáfora borrada en el lenguaje moderno por el roce de la costumbre. (Proust 2006: I, 42)
Esto se ve mejor plasmado en el caso de los títulos nobiliarios: ¿quién es la princesa de Guermantes en “realidad”? Cada generación tendrá su propia princesa, y ninguna de ellas será “la” princesa. Esta incapacidad de establecer un único referente incluso frente a los nombres propios es lo que hace menos extraño el salto del punto de vista tan característico de Proust, lo que nos permite aceptar sin quejarnos demasiado que un narrador en primera persona pase sin escalas a ser una omnisciencia capaz de meterse en la consciencia de Swann o de cualquier otro personaje [2] . Aquí la cuestión se pone más álgida, de una reflexión acerca del tiempo y la memoria saltamos a una discusión ontológica. En la novela proustiana se postula una verdadera multiplicación del Yo: no somos una única persona que se traslada a lo largo del tiempo, sino que, si queremos llegar a alguna conclusión válida, el corte, siempre, debe ser sincrónico. No somos el que fuimos ni el que seremos. Sólo somos el que somos. Ahora.
Esta puesta en tela de juicio de la unicidad del ser (a diferentes momentos, diferentes seres) le permite a Proust hacer que su narrador hable de otros personajes en primera persona. El gesto es claro: si yo mismo a lo largo del tiempo soy muchos, ¿cómo no voy a poder ser otros? Aún más, si soy otros, puedo ser cualquiera, puedo ser todos. El mismo fenómeno se ve reflejado en el uso tan habitual del pretérito perfecto a lo largo de todo el relato: “he sido amado” me distancia tanto del momento en que todavía no lo era como del momento en que lo fui. Con sólo tres palabras Proust es capaz de generar una idea compleja: existe un momento en el que todavía no era amado, luego pasé a otro en el que sí me amaron para que más tarde, por último, dejaran de hacerlo. Deleuze estaba en lo cierto al afirmar que escribir, a la larga, es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida.
En busca del tiempo… es un relato circular. Constantemente se reversionan, desde una nueva perspectiva, hechos narrados con anterioridad. En cada vuelta de la helicoide [3] que es la novela, los personajes cambian sus máscaras: sin dejar de ser ellos, son otros. Aunque el referente se mantuviera estable, su injerencia en la consciencia que lo percibe cambiaría de todos modos: Swann puede transformarse en el padre de Gilberte sin dejar de ser Swann, pero distanciándose de su yo anterior, que nunca está acabado. En el texto (y podríamos arriesgarnos a decir que en la vida “real” sucede algo parecido), es la posición que ocupan en el sistema lo que le asigna la identidad a los personajes. Son, a la larga, meros signos también ellos mismos.
Proust (o el narrador de En busca…, o ambos) plantea, de algún modo en consonancia con lo que acabamos de decir acerca de la ineficiencia del lenguaje, que mediante la memoria voluntaria no se accede a verdades porque los resultados son siempre los mismos, la que permite acceder a verdades es la memoria involuntaria.
Y antes de que Swann tuviera tiempo de comprender y de decirse que era la frase de la sonata de Vinteuil y que no había que escuchar, todos los recuerdos del tiempo en que Odette estaba enamorada de él, que hasta aquel día lograra mantener invisibles en lo más hondo de su ser, engañados por aquel brusco rayo del tiempo del amor y creyéndose que había tornado, se despertaron, se remontaron de un vuelo, cantándole locamente, sin compasión para su infortunio de entonces, las olvidadas letrillas de felicidad. (Proust 2006: I, 42) [4]
Ése es el motivo por el cual en el relato es el detalle más mínimo lo que contiene el universo y la vida entera del sujeto. La reminiscencia pone en contacto la vida y la cosa, las hace pertenecer a estratos del mismo nivel, transformando la vida en cosa (y por ende capaz de ser descripta) y la cosa en vida (y por ende capaz de engendrar universos). El acontecimiento como producto de lo real, es irremediablemente finito (en palabras del propio Proust “la imperfección incurable de la esencia misma del presente”). Pero la memoria del acontecimiento, las imágenes grabadas como consecuencia de la experiencia son no sólo infinitas sino además dueñas de múltiples dimensiones: el continuum de la vida sólo puede estar contenido en el recuerdo. Walter Benjamin resalta la ilusión de Proust de ver su obra impresa a dos columnas en un sólo volumen y sin ningún punto y aparte. No hay imagen más precisa de lo que el francés entiende como obra, como recuerdo y, por sobre todas las cosas, como vida.
En La última cinta de Krapp [5] de Samuel Beckett nos encontramos con todo lo contrario. Si bien estamos, como ya lo dijimos, frente a un texto dramático (de alguna manera las antípodas del texto proustiano), lo primero que debería mencionarse es que el protagonista no es el personaje que vemos en escena, sino grabaciones de él mismo que hizo con anterioridad y que ahora escucha y rememora. El procedimiento es claro: Krapp 1 (tiempo presente, el que vemos en escena) escucha a Krapp 2 (pretérito indefinido, el que grabó la cinta) hablando de Krapp 3 (pluscuamperfecto, sucesos que le ocurrieron antes de grabar). ¿Cuál es Krapp? Todos y ninguno, como la princesa de Guermantes. No hay dudas acerca de la diferencia del tipo de memoria involucrado. Mientras que el narrador proustiano “descubre” mediante un mordisco a una magdalena un universo que la memoria le había vedado, Krapp se obsesiona con escuchar sus antiguas ideas y percepciones valiéndose de la técnica: lo que la cinta “guarda” se mantendrá siempre inalterable. Es la memoria involuntaria lo que permite la existencia del relato de Proust, mientras que en el caso del Irlandés, la necesidad imperiosa de no perder la objetividad del recuerdo hace de la memoria voluntaria un aliado insustituible. Mientras que “supongamos que se llamara Marcel” [6] no deja de mirar hacia el futuro, hacia el libro que alguna vez escribirá, Krapp es un ser melancólico por definición, su presente, y en gran medida su futuro dependen de su pasado, de hecho, como gesto que confirma esta idea vemos que en el lapso de tiempo que dura la obra, Krapp sólo graba un pasaje muy corto, que termina arrojando al suelo, en general se limita a escuchar lo grabado con anterioridad. Si bien es innegable que cada vez que escucha la cinta sus percepciones son distintas, todas nacen de un suceso “objetivo” ya ocurrido al que siempre se accede del mismo modo.
Es sabido que Samuel Beckett escribía en francés por motivos poéticos que no vienen al caso. Pero ese detalle, ese gesto, nos permite formular una reflexión determinante respecto a la objetividad del recuerdo voluntario: ¿en qué idioma recordamos? Estirando un poco los límites, ¿en qué idioma pensamos? Un políglota podría no reconocer en qué idioma “sucedió” una determinada anécdota. Si suscribimos a la intraducibilidad de los lenguajes benjaminiana, descubrimos que la esencia de los recuerdos de un políglota no puede ser guardada más que parcialmente. A fin de cuentas, es a la realidad como tal a la que accedemos sólo desde una de sus caras. Esta mínima reflexión no hace más que confirmar los presupuestos que organizan toda la teoría literaria de Marcel Proust.
Si bien los procedimientos y de alguna manera los planteos de ambas obras parecieran opuestos, una reflexión más profunda nos demostraría que no es tan así. Para Proust, la memoria voluntaria, al estar reglamentada y direccionada por el intelecto, carece de interés, es la involuntaria la importante. Pero en el caso de La última cinta…, si bien Krapp accede a recuerdos relativamente objetivos, la percepción de ese recuerdo no puede ser dominada por la consciencia. Es decir, cada vez que Krapp escucha lo que ya sabe que va a escuchar, reacciona de diferente manera, porque él mismo es otro.
Esas viejas exhumaciones suelen ser siniestras pero a menudo las encuentro… (Krapp desconecta el aparato, se ensimisma, vuelve a conectar)… una ayuda antes de lanzarme a una nueva… (vacila) rememoración. Difícil de creer yo haya sido ese borrego! ¡Qué voz! ¡Jesús! ¡Y qué aspiraciones! (Risita a la que Krapp se suma). ¡Y qué resoluciones! (Risita a la que Krapp se suma). Beber menos, particularmente. (Risita de Krapp solamente). (Beckett: 2006, 58) [7]
Si bien el personaje accede de manera objetiva a su pasado, ¿las reacciones serán siempre las mismas? En los dos primeros casos, se ríe en el mismo momento que su Yo anterior, pero cuando se refiere a beber menos, sólo el Krapp “actual” lo encuentra gracioso. [8] Se da un fenómeno similar al que experimentamos cuando alguien tiene por costumbre contar la misma anécdota una y otra vez. Sabemos lo que va a decir, muy probablemente el narrador de la anécdota hasta haga las mismas pausas y ponga los acentos en las mismas partes, pero cada vez que lo escuchamos nos resulta una experiencia distinta. Quizás el secreto de la cuestión sea que no es tan importante el tipo de memoria involucrado porque así como nuestro pasado se funde en una materia sin límites para formar nuestro presente, nuestro presente resignifica constantemente nuestro pasado. En otras palabras, cada vez que nosotros cambiamos, cada vez que somos otro (es decir, a cada instamte de nuestras vidas), nuestro pasado también muta. De algún modo, la diferencia entre memoria voluntaria y memoria involuntaria, la diferencia entre la obsesión por atesorar objetividad y la convicción de que recordar es recibir visitas de musas esquivas es una falacia. En primera instancia, ni aunque nos preocupemos por tallarlos en mármol seremos capaces de recordar los hechos “objetivos” siempre del mismo modo. Y en segundo lugar, y todavía más importante, aún logrando recordar un hecho “tal y como fue”, no será el mismo Yo el que recuerde, ni voluntaria ni involuntariamente.
Proust postulaba que sólo el arte (el tiempo recobrado) permite la recuperación total y completa del tiempo, que en su estado natural se encuentra fragmentado como los hilos de un ovillo, en sueños, recuerdos y vigilias; sólo la operación artística permite la reunión del signo con el sentido. Cada una de las vueltas de la helicoide de la realidad nos muestra “su” verdad (parcial), la verdad total está en el ovillo, en el bollito informe que contiene las formas en potencia, en las formas-de-vida agambenianas. La lisa y llana vida, (material, real, mortal) no es más que sólo una de las posibles, por lo tanto inacabada, por lo tanto imperfecta, por lo tanto carente de interés. Quizás sea por eso que me cuesta reprimir la necesidad que experimento de agregarle a la frase de Deleuze que da título a este trabajo “ni en el tiempo”, ya que la memoria se encarga de evitar(nos) toda línea recta imaginable. Porque “el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente, son tan fugitivos como los años”. (Proust 2006: 370)
Barthes, Roland (1976). El grado cero de la escritura seguido de nuevos ensayos críticos. Buenos Aires, Siglo XXI.
Beckett, Samuel (2006). Last tape of Krapp en Collected short plays. Kent, Faber & Faber.
Deleuze, Gilles (1996). Crítica y clínica, Barcelona, Anagrama.
Proust, Marcel (2006). En busca del tiempo perdido (siete tomos). Buenos Aires, CS ediciones.
[1] ¿En qué difieren estos dos conceptos realmente?
[2] No debemos ignorar que el protagonista (y narrador) del relato no tiene nombre propio, potenciando de este modo la imposibilidad de establecerle un “referente”.
[3] Le debo a Daniel Link la idea de que En busca del tiempo… es una novela cuya forma es una helicoide, en la que cada momento distinto de la vida del narrador representa una cara que, si bien pertenece al mismo todo, es opuesta o, por lo menos, distinta.
[4] La sonata de Vinteuil es una pieza que Swann disfrutaba con su mujer Odette en tiempos más felices.
[5] Si bien sería parte de otro trabajo, no me gustaría pasar por alto la relación a “crap” (mierda) que el nombre del personaje implica para los lectores angloparlantes.
[6] Es la única referencia que tenemos del posible nombre del narrador de En busca…
[7] La traducción es mía.
[8] Es interesante que en las didascalias Beckett se refiere como Krapp sólo al personaje que está en escena, el Krapp que grabó la cinta es a tal punto otro que ya ni siquiera conserva su nombre.