El cofre sin llave

Sobre La conspiración de las formas, de Maximiliano Crespi

por Matías Raia

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1. Veo Floricienta. En el capítulo de hoy, la protagonista comparte una charla íntima en un café con su padre postizo. La relación entre ellos es reciente: hasta algunos capítulos anteriores, Floricienta no lo conocía y ahora tienen muchos temas por tratar. La charla emotiva se desarrolla y tiene su climax en una entrega: el padre le da a su hija un cofre que su madre fallecida habría dejado para ella. El cofre cabe en las manos de Floricienta y tiene un halo misterioso, la posibilidad de contener secretos y verdades. La protagonista se desespera por abrirlo, hace fuerza, lo mira de un lado y del otro. El cofre no se abre. Floricienta mira a su padre postizo y lo interroga con desesperación por la llave del cofre: sin ella, no puede ver su contenido, nunca podrá conocer la verdad. Tranquilo, el padre le informa que no hay llave, que el cofre no puede ser abierto, que no había pensado en la llave cuando recibió el cofre de manos de la madre de la protagonista. Floricienta mira el cofre, absorta.

Las reflexiones teórico-literarias que nos presenta un libro como La conspiración de las formas. Apuntes sobre el jeroglífico literario de Maximiliano Crespi (Unipe, 2011) van por el camino abierto de la escena de Floricienta. Si reemplazamos al cofre por el texto, a la madre por el autor y a la protagonista por el lector, diríamos, que el lector intenta abrir un cofre cerrado, sin llave, para descubrir de una vez por todas las verdades del autor. Frente a esa cadena, Crespi sostiene el lugar del padre. Nos recuerda a los lectores, eternos floricientos, que el texto-jeroglífico no tiene un sentido a interpretar, no puede ser reducido a un desciframiento. Como el cofre cuyas verdades nunca conoceremos, el jeroglífico importa más como artefacto significante que como contenedor de sentidos y verdades. En el texto “De la conspiración como una de las bellas artes”, Crespi rodea al jeroglífico como concepto teórico y se aproxima a éste en tanto una forma que encarna un acontecimiento, el resto que balbucea una época, el signo arrancado a su lengua de origen. En el jeroglífico, no hay algo del orden de lo indecible, “en él algo es dicho siempre y a pesar de todo”. Si volvemos a la escena de Floricienta, el lugar del padre es el lugar que Crespi piensa para el crítico: se trata de realizar una deriva, de trazar un recorrido. El crítico acepta que el cofre-jeroglífico no puede ser abierto y se dedica a recorrerlo con sus palabras, a buscar y entender sus formas y a comenzar a dejar atrás la obsesión por el contenido.

2. En el juego de los paratextos, La conspiración de las formas presenta su propio sistema conceptual y su propuesta teórica. Luego de una “Advertencia”, el libro se divide en dos partes: “Pliegues: la conspiración de las formas” y “Umbrales: la deriva, la sin-razón, el sueño”.

En la primera parte, Crespi analiza las revistas literarias argentinas Letra y Línea, Literal y Sitio. ¿Por qué elegir ‘pliegue’ como condensación de esta parte? El pliegue deleuziano le permitirá a Crespi analizar el desfasaje entre las revistas antes mencionadas y la época en la que cada una irrumpe; los jeroglíficos propuestos en cada una de ellas funcionan como máquinas de guerra: “El artefacto conspirativo funciona pues como una pequeña máquina de guerra frente a un Aparato de Estado precisamente porque abre una grieta, un espacio no grillado que permite pensar nuevas posibilidades de vida.” (p. 23) El desfasaje estará marcado, justamente, por la propuesta conspirativo-formal de cada revista. Así, para Crespi, Letra y Línea señala ciertas “zonas oscurecidas por el orden de verdad” del peronismo de los ’50, que inclinaba el campo cultural hacia el realismo y la mímesis. Por ende, en la estela del pensamiento agambeniano, Letra y línea es “la más contemporánea de las revistas de su época” por su propuesta formal basada en la fragmentación y la vanguardia artística. En el caso de Literal, la conspiración genera un reacomodo rancieriano del orden de lo visible: ante las concepciones realistas y populistas de los ‘70 (“las literaturas de la causa justa y los pronunciados miserabilismos populistas”), la revista de Libertella y compañía propone “la fiesta del monstruo”, el carnaval de la letra: anonimato de las formas, sintaxis arremolinadas y flexiones literales (y en este juego paradojal del lenguaje se activa la política, no en la representación referencial-realista). Finalmente, la revista Sitio inscripta en el ocaso de la oscura dictadura y ante el optimismo incondicional por la primavera democrática, construye, según Crespi, modos de lectura y escritura para desmontar discursos sociales, entre la política y la literatura. La lectura entre líneas y el ensayo como modo privilegiado de la polémica permitirá a los integrantes de la revista construir una eticidad sin la que la invención de lo posible estaría perdida.

En la segunda parte de La conspiración de las formas, el concepto de ‘umbral’ remite tanto a la indiferenciación agambeniana como a la lectura fantasmática de Daniel Link, referencia que, junto a Raúl Antelo, aparece de forma reiterada en los análisis de Crespi por su proximidad en la reflexión en torno de lo imaginario y la condición fantasmal del jeroglífico. ¿Por qué ‘umbral’ como puerta de entrada a esta segunda parte? Simplemente porque apartándose del análisis crítico-expositivo de las revistas; en este apartado, Crespi elige un tono más ensayístico para analizar tres planos que se entremezclan con el jeroglífico literario que nos desvela: la deriva, la sin-razón y el sueño. Los tres planos son umbrales, espacios de indiferenciación que confunden lo que separan. En esta segunda parte del libro, las obras de Roland Barthes, Michel Foucault, Maurice Blanchot y Roger Caillois serán el objeto conspirativo por recorrer; lo interesante de la propuesta de Crespi es el recorte del corpus y su tratamiento teórico. De este modo, en “Escribir los propios temas”, la afortunada y extraña elección de Michelet por él mismo de Barthes le permite a Crespi apuntar, entre otras cosas, que “el significado casi nunca es nombrado. El crítico se atiene a desplegarlo en las formas que analiza; hace que surja del recorte de esas mismas formas.” (145), señalando nuevamente como su propuesta teórica piensa el rol del crítico. Con Foucault, ocurrirá algo similar: a partir de la locura en obras como “La locura, ausencia de obra” y Raymond Roussel se reconstruye un espacio al que la literatura no deja de acercarse, un espacio que “pone en escena los límites de los dispositivos de identificación, clasificación y normalización que rigen el orden del discurso.” (169). La deriva y la locura, en este punto, son zonas que, en los apuntes erráticos de La conspiración de las formas, se vuelven deseables para la literatura y para la crítica literaria, por señalar un modo de experiencia de la muerte, la transgresión y del pensamiento impensable (experiencias caras a la filosofía de Georges Bataille). Por último, merece una especial mención el trabajo con la escritura sobre el sueño de Caillois y los comentarios laterales de Blanchot. En este texto, Crespi recorre los planteos de Caillois para reflexionar cómo el sueño se acerca al jeroglífico en tanto ambos ponen en crisis al sujeto y generan una serie coherente de imágenes indescifrables, que “extraen su potencia de ser y de transformación de naturaleza reactiva del universo en que se producen” (199).

Las dos partes del libro se diferencian por el objeto analizado y, sin embargo, el planteo de Crespi atraviesa de modo sostenido todos los textos: se trata de recorrer esas obras para un asedio del jeroglífico literario, para acercarse a “esa negatividad radical que produce efectos estructurales capaces de alterar la estabilidad de ese orden naturalizado” (12).

La forma de recorrer este jeroglífico se emparenta con las propuestas entrevistas en los objetos analizados: Crespi desarrolla un estilo sinuoso, una sintaxis arremolinada y un carnaval de conceptos que refieren a otras voces ya mencionadas a lo largo de este artículo. No habría otra forma: si su estilo no se enredara con la deriva y con los juegos del lenguaje, su propuesta sería blanda, insostenible, incoherente. En este sentido, la postura teórica de La conspiración de las formas está redactada y pensada como una conspiración de las formas, un cuestionamiento a la pretendida claridad del discurso crítico-expositivo y un tramado de artefactos atípicos y típicos pero leídos en sus recovecos, en sus zonas no-leídas u omitidas. Este estilo, esta insistencia en ciertas formas, se vuelve una decisión teórico-política (y no ‘snobismo’ o ‘posmodernismo’ como podría señalársele en una lectura arbitraria): no habría otra forma de hablar del jeroglífico sino usando los signos del jeroglífico; no se trata de encontrar la Piedra Rosetta que nos brinde su desciframiento sino más bien volver al discurso crítico una serie de apuntes de una deriva en el pensamiento del afuera.

3. En una entrevista en Página/12, del 28 de mayo de 2012, ante la pregunta de Silvina Friera: “¿Qué es lo que dice esta época de su anomalía y qué es lo que balbucea en sus textos?”, Maximiliano Crespi, el autor de La conspiración de las formas, responde:

Durante la última década, una creciente estatalización de la esfera pública y una lamentable fetichización de una serie de resarcimientos y reivindicaciones históricas, sociales y políticas, justas y necesarias, han contribuido a cristalizar un imaginario humanista, burgués y bienpensante cuyos límites y miserias empiezan a evidenciarse. Ese imaginario “progre” –las cruzadas reaccionarias que lo resisten son tan responsables de su vigencia como de su necesidad– ha consolidado a su vez una demanda y un mercado que acorralan a la crítica en un círculo de baba, bajo el chantaje de imputaciones de hedonismo o descompromiso, y la instan a aferrarse a un contenido político predecible y políticamente correcto, que coincide con la oferta en que se sostiene el imaginario hegemónico. Los prisioneros de la torre, de Elsa Drucaroff, es un ejemplo claro: un libro necesario, escrito con buena fe, pero también ilustrativo de la obediencia a esa demanda, no tanto por la particularidad de sus enunciados –con los que se puede o no estar de acuerdo–, sino por lo que tras ellos hay implícito: la imposición y naturalización –casi extorsiva– de una supeditación de la literatura al semblante de una moral. Se lo ve en el recorte del objeto, en los límites del corpus, en las maneras de atribuir valor; pero también en la pedagogía de lectura contenidista y en la retórica “protestativa” y pueril con que busca sublimar sus limitaciones teóricas y metodológicas. Hay que evitar eso: salvar la integridad y la auténtica función política de la crítica poniendo en entredicho los sentidos naturalizados, sus valores y formas de legitimación. Para eso es preciso saltar la oferta inocente u oportunista –nadie está exento de la canallada– de los “contenidos políticos”, resistir la lógica continente-contenido para pensar la relación entre literatura y política, enfocar las operaciones políticas que los textos producen, incluso a veces contra lo que aparentan sus contenidos explícitos: probar si ahí no se abre una problemática que ahora está por completo fuera de la escena de la reflexión político-literaria. No estaría mal empezar pensando la lúcida anomalía que configura la obra de Carlos Godoy respecto de la etnografía y el costumbrismo que determinan la literatura argentina actual.

Dejemos de lado la referencia final a la obra de Godoy y detengámonos en la respuesta de Crespi: ¿cuál es su propuesta? ¿Cómo lee esta época? La lectura detenida de La conspiración de las formas colabora en la comprensión de esta respuesta y en la consolidación de cierta postura teórico-literaria, opuesta tal como se desprende de la respuesta al libro de Elsa Drucaroff, Los prisioneros de la torre. Lo que propone Crespi es analizar lo político en textos que no son explícitamente políticos; de ahí su elección de Literal en lugar de Crisis, Letra y Línea en lugar de Contorno, Héctor Libertella en lugar de Rodolfo Walsh, etcétera. El crítico, en la perspectiva de Crespi, busca la anomalía epocal en la conspiración que ciertas formas literarias estarían proponiendo en contra de un estado cristalizado de la cultura y la lengua; en particular, en aquellas obras cuyo contenido no tiene una referencia explícita y directa hacia lo político (o, si la tienen, se trata de una referencia extrañada). Se trata de la búsqueda crítica de operaciones políticas que quedan fuera de la escena de reflexión político-literaria porque no hablan expresamente de situaciones sociales o políticas.

Si como nos propone La conspiración de las formas, la literatura es un excedente de los discursos sociales y utilitarios y, por ende, constituye jeroglíficos como resto, como resistencia a un estado naturalizado de las palabras y las cosas; entonces, la reflexión de la crítica y de la teoría literaria funciona como una experiencia particular del texto, como “una interrogación de esos ‘acontecimientos secretos’ que, como vio Foucault, centellean en un tiempo pasado y convidan a pensar de nuevo y (de otro modo) las estructuras del presente” (20).