Consideraciones básicas sobre nuestra ética profesional
Consideraciones básicas sobre nuestra ética profesional
Hay un desfasaje insalvable, pero pocas veces blanqueado, entre las razones por las que una institución considera necesario financiar una investigación y las razones por las que el investigador considera necesario que su investigación sea financiada. Por ejemplo, en el caso de las instituciones estatales, las razones para financiar los estudios de humanidades suelen tener que ver con la difusión de la cultura nacional, con la propaganda política (construir una imagen pública del oficialismo como propulsor de la cultura), con el nacionalismo, etc. En definitiva, casi siempre con una concepción supersticiosamente romántica de la educación, de la cultura, de la nación. Las razones de los investigadores, en cambio, suelen ser más personales, más a largo plazo, más difusas. Suelen tener que ver con las bases filosóficas con las que cada investigador justifica el sentido de su disciplina (siempre debatida en las humanidades), su objeto de estudio (también en constante debate), con un sustrato de dilemas existenciales y éticos (¿qué hacemos o qué debemos hacer en el mundo?), con una concepción de la realidad social y de la función del intelectual (¿es nuestro objeto la sociedad?, ¿debemos describirla o transformarla?, ¿en qué medida podemos hacer esto desde nuestra disciplina?, ¿hacia dónde?, etc.) Y, sumado a todo esto, la certeza de que, mientras resuelve estos dilemas, necesita algún ingreso económico, y la opción más accesible para lograrlo manteniendo la actividad intelectual es pedir un financiamiento institucional, aunque las condiciones que estos financiamientos ofrecen no sean ideales.
En estas condiciones, se negocia un acuerdo cínico entre ambas partes: la institución y el investigador. La institución forja un sistema de exigencias burocráticas con el que pretende asegurarse la productividad de los investigadores: que actúen en beneficio de los fines de la institución. Exige comprobantes de formación y competencia, exige una presentación oficial donde se aclaren las líneas generales del proceso que seguirá la investigación, exige muchas veces una justificación explícita del interés personal del investigador en el proyecto y una justificación explícita del interés social de su proyecto. Como ejemplo de esto último, hasta hace unos años, si uno quería estudiar en Argentina a algún autor de literatura alemana por caso, tenía que justificar algún vínculo de ese autor con la literatura argentina. De más está decir que estos mecanismos no siempre aseguran las pretensiones de las instituciones.
Para satisfacerlos, en una gran cantidad de casos, todo se inventa. El investigador acomoda su propósito de vida (la actividad intelectual) a las exigencias burocráticas de las instituciones, lo que inevitablemente debe materializarse en la forma de un proyecto de doctorado o semejante: un “estado de la cuestión” parcial, que difícilmente describa con justicia la situación actual; unos magros “objetivos” a corto plazo que ningún programa filosófico serio admitiría como finalidad; una “justificación” fundada sobre un interés que él personalmente no comparte del todo; una “bibliografía” que no se corresponde con la lista jerárquica de lecturas vitales del investigador, y un calendario inverosímil, diferente y no necesariamente más intensivo del que seguiría el investigador en condición independiente. Con esto pretende asegurarse un sueldo estable. De más está decir que no siempre funciona.
¿De qué manera afectan estas condiciones burocráticas a la actividad investigativa? A nivel teórico, la legitimidad debería en principio permanecer intacta. Pero a nivel práctico, resulta al menos sospechosa. Pongo un ejemplo concreto: precisamente durante la útlima semana de octubre (el 24/10/2012) asistí a la defensa que una investigadora hacía de su tesis casi terminada en el tercer año de su doctorado (Universidad de Bolonia). Su proyecto consistía en el estudio de las diferentes representaciones del desierto en un corpus limitado de literatura de viaje escrita en Italia, Francia, Inglaterra y Alemania alrededor del siglo XIX. En la parte que ella había llamado “La problemática”, justificaba su proyecto diciendo que a través de él pretendía arribar a ciertas conclusiones sobre “la unidad o la heterogeneidad de la literatura europea”. Sin embargo, tal como cualquiera podría haber predicho en virtud de la vaguedad con la que fue planteada esta problemática, sus conclusiones nunca volvieron sobre ella, e incluso los profesores le prestaron poca atención, y le hicieron críticas que apuntaban a otros aspectos (vg., problemas del eje, de la selección del corpus, de la organización de los temas, de las categorías de análisis usadas, etc.) Y así, entre digresiones sobre metodología y organización del material, todos evitaron las sencillas preguntas centrales: ¿Cuál es la pertinencia concreta de discutir algo tan general y arbitrario como “la unidad o heterogeneidad de la literatura europea”? ¿Y por qué buscar una respuesta a eso en algo tan particular y arbitrario como las representaciones del desierto en diez libros de viajes del siglo XIX?
No hace falta ser un iniciado para saber que la problemática que justifica cada trabajo es en definitiva el cimiento fundamental de la ética profesional del investigador: si la problemática es trivial, poco importa la seriedad del resto. Dicho breve y filosóficamente, la problemática es lo único que responde a la pregunta: ¿Por qué convendría este proyecto (ser) en vez de la nada? De modo que el hecho de que esta instancia sea tan a menudo desatendida, considerada poco más que una convención burocrática y relegada a prólogos y pre-proyectos, debería al menos atraer la atención de la crítica de la ideología.
En efecto, volviendo a la investigación de los desiertos: en el contraste entre la jerarquía retórica que la problemática ocupaba en la presentación y la jerarquía real que se le había dedicado en el desarrollo del trabajo, mostraba la hilacha el cinismo académico. Para distinguirlo basta con “leer hacia atrás” cómo fue armado el proyecto, con la sola aplicación de la siguiente regla: el contenido más superficial, por más que se presente al principio, seguramente fue lo último en ser agregado [1]. Hipótesis verosímil: ella (la investigadora de los desiertos) se crió en algún lugar más o menos desértico (como de hecho comentó al pasar), en algún momento habrá leído algún libro de viajes del siglo XIX que hablaba del desierto, se sintió identificada, quiso seguir leyendo cosas por el estilo, pidió una beca que le permitió (y la obligó a) convertir ese capricho en proyecto, buscó libros cercanos (temática, geográfica y temporalmente), como quería viajar y había estudiado francés en la escuela agregó autores franceses, para justificar la unidad del trabajo agregó también algunos de Inglaterra (porque además son los más numerosos) y también de Alemania (para completar el club), y así poder justificarlo diciendo que “estamos hablando de Europa”, argumento que dentro de un doctorado financiado por la Unión Europea funciona casi como un axioma, es decir, una proposición final que se considera tan evidente que ya no hace falta discutirla: “tiene sentido hablar de Europa porque estamos siguiendo un programa armado por Europa para que hablemos de Europa”.
Lo haya hecho así o de un modo más o menos diverso, lo que es claro es que ella sabe muy bien que la “problemática central” declarada no es la verdadera. También lo saben los profesores. Sin embargo todos hacen como si nada de esto importara. Y es a propósito de esta simulación (el hacer como si) que resulta pertinente la crítica de la ideología. Ahora bien, a diferencia del modelo ideológico del marxismo tradicional (sintetizado en la famosa frase: “ellos no lo saben, pero lo hacen”), en esta situación parece operar la “razón cínica” como la definió Sloterdijk (1983): “saben muy bien lo que hacen, pero aun así lo hacen”. ¿Esta situación vuelve trivial toda crítica de la ideología, desde el momento en que saben? La tesis de Žižek es que no: la crítica de la ideología sería banal si consideramos la ilusión del lado del saber, pero si la consideramos del lado de la acción descubrimos un sustrato ideológico todavía más fundamental: “ellos saben que, en su actividad, siguen una ilusión, pero aun así, lo hacen” (2010: 60). Digamos: son fetichistas en la práctica, no en teoría. La pregunta es entonces por qué continúan haciéndolo, qué implica este fetichismo práctico.
Puesto que tratamos con un protocolo propio del sistema de la investigación financiada en el ámbito universitario, del “mercado académico”, podemos empezar por sospechar que el simulacro se sostiene simplemente por dinero, para lucrar. Pero no es tan sencillo, porque el concepto de simulacro implica al menos la intención de engañar a un tercero que lo considere real. Y si miramos con un poco de atención, notaremos que acá no hay ningún tercero en estado puro: todos son actores y público a la vez. De hecho, sabemos que si cualquiera de los integrantes de esa defensa de tesis pretendiera “sacarse la careta” -ante los otros que supuestamente también simulan- y explicitar las supuestas intenciones materiales de fondo, no se desmoronaría el simulacro ni pasarían a la “verdadera relación”, sino que, por el contrario, el simulacro pasaría a asumir completamente el estatuto de verdad, y sería el pretendido “desvelador” el que sería tomado como farsante. O sea, si el investigador se interrumpiera y dijera: “vamos, a nadie le importa lo que estoy exponiendo, directamente firmemos que está todo bien así cada uno puede irse a su casa y cobrar su sueldo”, entonces inmediatamente el resto de los integrantes asumiría por completo su “careta”, y detentando la autoridad de su posición excluiría al investigador del sistema. Lo mismo sucedería en la situación inversa (mucho más habitual, porque está protegida por la diferencia de poder): cuando un evaluador evidencia que no le interesa el trabajo del investigador (durmiendo durante la exposición, por ejemplo, como de hecho sucedió en esta ocasión), el investigador, lejos de decir “tiene razón profesor, no lo aburro más, en el fondo a mí tampoco me importa, sólo quiero cobrar la beca”, se reafirma en cambio en su rol aún con más intensidad y, buscando en los otros miradas de acuerdo (como de hecho sucedió), considera al profesor un incompetente.
Si ninguna de las dos partes está dispuesta a abandonar el simulacro por una ganancia oculta (como ser el dinero), es porque la ganancia está en el simulacro en sí. Es decir, no se trata de un simulacro que tapa la realidad (y que deberíamos develar), sino de un simulacro que constituye la realidad. Lo que, en efecto, es la definición postmarxista de ideología: “no una ilusión que enmascara el estado real de las cosas, sino una fantasía que estructura nuestra propia realidad social.” (ibíd.: 61). Por eso es que no resulta verdaderamente muy efectiva la normativa de las revistas de divulgación científica que exige al investigador la declaración de sus ingresos al pie de cada artículo (hasta donde sé, sólo en vigor en el campo de las “ciencias duras”). Naturalmente podría aplicarse también al campo de las humanidades: si ante un estudio sobre los efectos del tabaco parece relevante saber si la investigación estuvo financiada por una tabacalera, ante un estudio feminista del Martín Fierro cabría preguntarse si no es su única razón de ser el hecho de que el investigador sólo consiguió financiamiento de un instituto argentino de estudios de género. Sin embargo es ingenuo considerar que esta exigencia de “honestidad económica” bastaría para salvaguardar la “honestidad científica”, por el hecho de que no llega al meollo del problema: no es el dinero el primer obstáculo de la ética profesional en el campo de las investigaciones, sino una ganancia de otro orden, inmanente a la naturaleza misma de la práctica de la investigación académica.
Haciendo una lectura lacaniana del modo en que Marx usa la oposición entre personas y cosas, Žižek considera que hay una dimensión de la fe que es puramente externa, en el sentido de que parece depender más de determinadas conductas y prácticas sociales que de una convicción mental consciente (Ibíd.: 62-64). En esto encontrarían sentido fenómenos tales como: la rueda tibetana de plegarias (donde se introduce un papel con una oración escrita y se la hace girar), que reza en vez de nosotros; el coro de la tragedia griega, que sufre o se espanta en vez de nosotros; las plañideras de las comunidades antiguas, que lloran en los velorios en vez de nosotros; o incluso la “risa enlatada” de las series de tv, que ríe en vez de nosotros. Gracias a estos objetos uno podría sacarse de encima el peso de la creencia, liberarse mentalmente (pensar en cualquier otra cosa), con la tranquilidad de que, mientras el objeto esté activo, uno objetivamente participa de su actividad. Digamos: mientras la rueda tibetana gire, podemos pensar en cualquier obscenidad, que objetivamente estamos rezando. Y es de hecho en este sentido que debería interpretarse el análisis de Marx según el cual en el capitalismo no hace falta que los hombres crean en las cosas [mercancías]; pues ellas creen por ellos: y, así, en medio del orden supuestamente racional y utilitario del capitalismo, las cosas reproducen entre ellas las relaciones sociales mistificadas y supersticiosas que en el orden feudal tenían lugar entre los hombres.
Si aceptamos esta tesis de la externalización de la fe, cabría considerar que la ganancia que sostienen los protocolos de la investigación académica es precisamente la fe en la misma investigación académica. Sabemos que la división del conocimiento en el mercado académico no responde sólo a razones necesarias (científicas, positivas: diferencia de objetos de estudio, etc.), sino también (y sobre todo) a razones contingentes (convencionales, arbitrarias: históricas, políticas, económicas y burocráticas… basta pensar en cómo se negocian la cantidad de carreras y profesores por facultad, la organización de los departamentos, de los programas de estudio, la distribución de los presupuestos, etc.) Ahora bien, desde el momento en que uno ingresa al sistema académico, se ve obligado a asumir el rol definido por la disciplina o programa elegido: qué se estudia, a qué tipo de verdades se pretende llegar, cuál es la función social del investigador, etc. La proporción de determinación contingente de ese rol es la que nos demanda el acto de fe, por el hecho de que no es justificable positivamente (“-¿Por qué no corresponde que estudie tal y tal? –Porque el profesor de tal y tal trabaja en otro departamento que no participa de este programa.”) Esto explicaría que, para evitar “creer” en el valor de la investigación académica (contaminado de arbitrariedades), tesistas y evaluadores sostengan consolatoriamente el simulacro de la defensa –y todos los otros protocolos-: mientras la defensa avance, no hace falta que creamos en la investigación académica, pues ella cree por nosotros; podemos pensar en cualquier otra cosa, que objetivamente estamos investigando.
En este sentido, cuando hablamos al comienzo de “las intenciones de las instituciones”, no se trata de una metonimia, quisimos decir literalmente eso: estos rituales interesan fundamentalmente a la institución (disciplina, programa, etc.), en tanto figura abstracta, para el sostenimiento de su legitimidad convencional como marco de asignación de roles. Es a ella a quien le interesan en primer lugar nuestras tesis (en su dimensión convencional, por supuesto: como documentos burocráticos). Los intereses de las personas particulares (administrativos, profesores, estudiantes, etc.) apuntan directamente a los roles, y sólo indirectamente a la institución que los sostiene. Cuando en vez de decirte algo como “este tema no es importante, no vale la pena que lo hagas” tu director te dice algo como “este tema no entra en el programa”, no habla en nombre de sus intereses particulares (ni personales ni científicos), sino en nombre de los intereses de la institución. Habla desde su dimensión simbólica de burócrata. El triste resultado de este mecanismo es la infinidad de tesis anuales que “entran en el programa” –colaborando así con el sostenimiento del sistema de investigación financiada-, pero que no importan verdaderamente a nadie en particular.
La ganancia de las personas particulares sería simplemente la de mantener en equilibrio la distancia entre uno y su rol externo (lo que Lacan llama “castración simbólica”): la distancia absoluta es angustiante (el pánico escénico), la identificación absoluta es la locura (el rey convencional que realmente se cree rey natural): el cinismo nos salva de lo segundo, la fe –interna o externa– de lo primero. Como en la fábula de Hegel de la dialéctica entre el amo y el esclavo: el expositor es sólo tal mientras el evaluador mantenga su actitud de escucha; y a la vez el evaluador es sólo tal mientras el expositor mantenga su voz monótona. Es por esto que si uno intenta romper el simulacro, el otro intentará resguardarlo, para no perder por completo la pertenencia de su rol: porque es esto lo único que constituye su condición de “profesional”, lo que justifica su función social, etc.
Y ahora podemos reconsiderar el “fetichismo práctico” que opera en el “saben lo que hacen, pero aun lo hacen”. El proceso ideológico que opera en esta instancia sería simplemente el del fetichismo constitutivo de la práctica en cuestión y de los elementos asociados a ella. Para volver a nuestro ejemplo: es claro que la investigadora de los desiertos trabajó cínicamente, que cubrió conscientemente sus caprichos (leer ciertos libros, vivir en ciertos países, etc.) con justificaciones burocráticas ad hoc (vinculándolos convencionalmente con la temática del programa de doctorado en el que está inscrita y demás). Pero una vez terminado el trabajo, es concebible que ella se haya “olvidado” de que éste era el resultado de una práctica humana (la suya), y haya pasado a verlo como un objeto externo independiente, cubierto de un “fantasmagórico” –para usar el término de Marx– valor cultural: una “obra de análisis literario”. Objeto que ella está dispuesta a defender ante cualquier auditorio, en virtud de la creencia en la disciplina a la que se dedica. Y en esta instancia es posible que ella actúe de buena fe: probablemente ella crea que, una vez realizada, su investigación sobre los desiertos tiene realmente valor, que aporta algo significativo al mundo del conocimiento. La confirmación externa se la dan los elementos simbólicos que le fue brindando en compensación el sistema institucional: un salario, un diploma, la habilitación para acceder a ciertos cargos académicos, etc. Mientras la tesis mantenga su estatuto (fantasmagórico) de investigación, ella es objetivamente investigadora. He aquí, una vez más, la ganancia concreta. Este “olvido” ideológico, propiciado por el sistema institucional, es el fetichismo que disfraza lo contingente de necesario, reconfirmado (artificialmente) el estado (artificial) de las cosas (haciéndolo ver como natural, necesario, eterno, universal): la división del conocimiento como está hecha, el valor de la investigación, del modo en que se realiza, la autoridad de los evaluadores al respecto, etc.
[2]
Más allá del uso tantas veces banal que se hace de la idea según la cual la filosofía no se ocupa de responder preguntas sino de formularlas, hay ahí una clave elemental para comprender el trabajo intelectual. Si nuestros problemas son reales y evidentes, la filosofía no tiene nada que hacer (tomando a la filosofía como macro-disciplina de los estudios humanísticos). Dicho esto, cabe agregar que no es nada fácil aislar un problema como “indudablemente real”; podríamos decir, por ejemplo, que ante el número creciente de casos de cáncer –considerándolo independientemente de su mediación histórica-, en principio no necesitamos demasiada filosofía, lo único que necesitamos es que los científicos se empeñen en buscar la cura o la manera de evitarlo, puesto que se trata de una amenaza real y evidente. La filosofía recién interviene cuando necesitamos considerar si lo que experimentamos como un problema real no es un falso problema. Y es en este sentido que la tarea fundamental de la filosofía no es la solución de los problemas, sino su redefinición. Mientras los expertos técnicos se ocupan de los problemas específicos definidos en el marco de su disciplina (el físico de describir las leyes físicas, el abogado de ganar casos judiciales, el contador de registrar la contabilidad, etc.), la especificidad del trabajo intelectual crítico consiste en el modesto y complejo ejercicio de dar un paso atrás y evaluar precisamente el marco que da sentido a estas actividades en que se invierte la energía humana. Formular preguntas en vez de responderlas implica básicamente reflexionar sobre la naturaleza de nuestras intenciones y de nuestras acciones y sobre el correlato entre ambas: ¿Qué es lo que creemos que estamos haciendo? ¿Para qué creemos que lo hacemos? Cuando decimos que hacemos X porque queremos lograr Y, ¿Qué significan realmente X e Y?, ¿Cómo es que llegamos a querer X?, ¿X nos permite verdaderamente llegar a Y o en cambio (o también) nos conduce a Z?, etc. El sentido de estas preguntas es que si nuestro proyecto de base está equivocado, todos los esfuerzos por conseguirlo no serán más que pedaleadas en falso. Por eso es que es en la misma definición de los problemas donde se evidencia en primer lugar la ideología. Y cuando las “pedaleadas” son el conjunto de las acciones de la humanidad, no es poco lo que está en juego. En eso se funda el carácter indispensable y urgente de la actividad intelectual.
Ahora bien, cuando el intelectual es convocado por las instituciones y/o las empresas para solucionar los problemas de éstas, corre el riesgo de devenir experto técnico. Es decir, de limitarse a tratar el problema concreto por el que lo convocaron, tal como fue definido por las instituciones o empresas, sin considerar la totalidad (en sentido hegeliano): de tratar el problema como “falla” técnica de un sistema que se da por sentado, sin hacer el esfuerzo crítico de incluir la falla como parte integral del sistema, como parte de sus inconsistencias inmanentes. El gesto filosófico elemental, en este sentido, sería el de identificar la interdependencia entre la falla y el sistema, la dimensión interna del problema que percibimos como externo, y así lograr redefinir el problema en forma de crítica al sistema considerado en su totalidad.
Por ejemplo: ante la matanza de judíos ejecutada por el régimen nazi, un experto técnico aplicaría un análisis objetivo (falsacionista) para verificar si realmente los judíos son o no como son descritos por los nazis (codiciosos, mezquinos, calculadores, etc.), estudiaría si las ejecuciones de los judíos se hicieron con juicios debidamente realizados, etc. Pero es claro que esta perspectiva está equivocada: son racionalizaciones ad hoc que reproducen los prejuicios que pretenden juzgar, porque implican tomar el problema de la matanza de los judíos como una falla externa, siguiendo la lógica según la cual “si se eliminara ese aspecto, el nazismo funcionaría bien”; que es, de hecho, análoga a la lógica nazi según la cual "si eliminamos a los judíos podremos obtener verdadero bienestar social, etc." Entonces, para comprender ese problema en su totalidad, hay que aplicar en cambio un análisis ideológico que nos permita identificar la dimensión interna en que el antisemitismo resulta constitutivo y necesario respecto del sistema nazi como determinación negativa: “sólo es posible considerar una raza como superior mientras se consideren otras como inferiores”, etc. En breve: la crítica filosófica muestra que el antisemitismo no tiene nada que ver con los judíos reales (dimensión externa), sino que en este caso es una forma de remedar las incongruencias del sistema ideológico nazi (dimensión interna). De manera análoga, para comprender en su totalidad el robo de la propiedad privada, como problema externo, no basta con una pericia policial y legal, sino que es necesario identificar la dimensión de robo que subyace al concepto mismo de propiedad privada (tal como lo hizo Proudhon en su momento). Para comprender en su totalidad el pecado de adulterio (dentro de la tradición cristiana al menos), es necesario identificar la dimensión pecaminosa del sagrado matrimonio sin amor. Para comprender en su totalidad la falta de libertad del esclavo, es necesario identificar la falta de libertad inherente a la relación con su amo (quien a su vez depende del esclavo para ser amo)… Etcétera. Es decir: la principal tarea intelectual es buscar las determinaciones negativas del sistema que dan sentido a los problemas, no como fallas o anomalías, sino como condiciones necesarias de su funcionamiento normal, como síntomas.
¿Cómo podemos aplicar este razonamiento concretamente a la evaluación de los trabajos de investigación humanísticos?
Es una ilusión que la beca académica nos permita dedicarnos a tiempo completo a la (verdadera) investigación. Como dijimos al comienzo, la verdad es que gran parte del tiempo nos vemos obligados a dedicarlo a la beca en sí. Más específicamente, a aquellos aspectos de la investigación que nos permiten obtenerla y/o seguir cobrándola: acomodar el interés personal al tema del programa y a la estructura administrativa de la institución, entregar el plan y los avances cuando nos los exigen, participar de cursos y congresos que no nos interesan, etc. Y a través de este proceso de cumplimientos burocráticos es muy posible que nuestros verdaderos intereses investigativos vayan quedando relegados y a la larga olvidados en virtud de un proyecto que finalmente sólo interesa al sistema académico (como dijimos más arriba: ni siquiera directamente a los profesores, sino sólo al sistema en abstracto, como mecanismo de creencia externa que reconfirma su legitimidad convencional en tanto distribuidor de roles, etc.)
Por otra parte, si bien es cierto que el sistema becario nos permite mantener una consolatoria desidia disimulada retóricamente (al menos para quien tenga la capacidad retórica suficiente), esto no implica que rechazarlo nos vaya a asegurar la integridad y el vitalismo profesionales. No hay ningún mérito en darle dramáticamente la espalda a la academia. Este presunto heroísmo no sería en el fondo sino otra forma de evitar nuestra tarea. No seamos giles, disfrutemos de la beca; pero si además queremos evitar ser ñoquis, si queremos merecerla, debemos aplicar sistemáticamente el análisis ideológico que nos permitirá remitirla críticamente al marco que le da sentido para poder así evitar la falsa percepción fetichista.
Desde luego, el hecho de que la dimensión institucional (la división del conocimiento en disciplinas, la constitución de los programas de investigación, etc.) responda en gran medida a razones contingentes no implica que todo aquello que está institucionalizado sea por esa razón negativo… Nada más fácil que hacer una apología de la existencia de las universidades, por ejemplo. El prejuicio que pretendo atacar es precisamente el opuesto: la presuposición de que algo tiene un valor positivo por el solo hecho de estar institucionalizado: “si existe tal carrera en Harvard, debe ser importante estudiarla”, “si en Alemania hacen programas de investigación así, se debe investigar asá”, “si tal instituto paga tanto a Fulano, su trabajo debe ser significativo”. Lo único que garantiza la institucionalización de X es (tautológicamente) la funcionalidad institucional de X: que resulta eficaz respecto de la distribución de roles simbólicos, etc. Todo lo demás está por demostrarse.
Y precisamente nuestra tarea básica como investigadores es la búsqueda de este tipo de prejuicios operando como axiomas no razonados en la base de cada investigación, empezando por la nuestra: afirmaciones a todas luces ideológicas (fetichistas) que se establecen como presupuestos casi siempre implícitos. En el caso de la investigación de los desiertos, por ejemplo, es un desvío (técnico) detenerse a analizar objetivamente si las taxonomías propuestas por la investigadora se corresponden en verdad con las representaciones existentes en su corpus, etc. Lo que hay que considerar es, como sugerimos al comienzo, en qué medida el vacío de sus conclusiones (desierto 3) y el vacío soporífero del contenido (desierto 2) son correlativos al vacío de sentido del marco en que se funda (desierto 1): la falsedad de la problemática inicial (que respondería al axioma: “vale la pena estudiar literatura europea porque existe este programa de la Unión Europea que nos paga para eso”), la inutilidad del análisis literario inmotivado (“vale la pena hacer análisis literario porque existe la carrera de Letras”), etc.
Tales afirmaciones no sólo son discutibles, sino que deben ser discutidas. Y no sólo respecto de los axiomas ideológicos institucionales, que son los que traté centralmente en este artículo, sino también respecto de los histórico-culturales y de los personales [3]. Para terminar con un ejemplo ilustrativo: un cirujano puede decidir operar a un paciente por razones institucionales (“si no usamos la sala operatoria una vez por semana nos la cierran”), por razones histórico-culturales (“operar está reconocido popularmente como una práctica útil”), por razones personales (“soy sádico y vampirista”). Pero la operación sólo será verdaderamente legítima mientras el cirujano esté a la vez en condiciones de justificarla positivamente: con argumentos médicos que evidencien la necesidad de la intervención operatoria. Análogamente, uno puede decidir hacer una investigación literaria por razones institucionales (“tal universidad paga las investigaciones literarias”), por razones histórico-culturales (“tal autor es un clásico”), por razones personales (“me gusta la poesía”). Pero la investigación sólo será verdaderamente legítima cuando el investigador esté en condiciones de justificarla positivamente: con argumentos filosóficos que evidencien la necesidad de la intervención crítica. [4]
Y acá volvemos a distinguir las dos dimensiones correlativas a lo contingente y a lo necesario: la de los contingentes intereses institucionales (exigencias burocráticas), histórico-culturales (exigencias sociales) y personales (exigencias psicológicas), versus los necesarios intereses críticos (exigencias filosóficas). El sistema de financiamiento académico obliga a que el trabajo intelectual se desarrolle negociando cínicamente entre estas dos dimensiones. La ética profesional, en resumen, depende simplemente de que aseguremos la prioridad de la última (la de las exigencias filosóficas).
La única diferencia que cabe aclarar es que -retomando la división entre el trabajo del experto y el del intelectual-, en contraste con el caso del cirujano, en los estudios humanísticos la búsqueda de estos argumentos no es sólo la condición previa para legitimar el trabajo posterior, sino que debe constituir a la vez el objeto mismo del trabajo. Entonces, al final de un estudio literario -los que nos competen en el marco de Luthor- no puede tener lugar la pregunta “¿y para qué sirven los estudios literarios?” Eso sólo sucede cuando la problemática particular objeto de la investigación es tratada como derivación de un sistema presupuesto (estructurado a partir de un axioma ideológico); en cuyo caso se mantiene oculta (mistificada) la relación entre el sistema y el particular, el sistema permanece intacto y surge la sospecha de banalidad de la empresa. El movimiento crítico inverso es el que da sentido a nuestro trabajo: sólo tratar el particular en tanto síntoma necesario que permite reevaluar el sistema. Si el particular elegido no sirve para esto, ¿entonces para qué continuar estudiándolo? De manera que, en pocas palabras, para ser legítimo, todo estudio literario debe funcionar al menos como argumento crítico sobre el sentido de hacer estudios literarios.
Sloterdijk, P. (2003). Crítica de la Razón Cínica, trad. de Miguel Ángel Vega. Madrid: Siruela. [Publicada en alemán en 1983].
Žižek, S. (2012). Less Than Nothing: Hegel and the Shadow of Dialectical Materialism. London: Verso.
- (2010). El sublime objeto de la ideología, trad. de Isabel Vericat Núñez. Buenos Aires: Siglo XXI.
[1] Metodología de deconstrucción elemental tomada del modo en que Poe lee “Barnaby Rudge” de Dickens y luego su propio poema, “El cuervo”, en “Filosofía de la composición”
[2] Resumo en este parágrafo la postura de Žižek al respecto tal como es expuesta sobre todo en -, 2012
[3] Respecto de los histórico-culturales, cabe recordar que cierta rama banal de los estudios culturales de las últimas décadas viene argumentando que, así como uno puede cómodamente hacer una tesis sobre Shakespeare sin necesidad de justificar “cuál es la pertinencia de estudiar Shakespeare hoy”, uno debería poder hacer tesis (y en definitiva se hacen, y en grandes cantidades) sobre objetos culturales valorados menor o negativamente en el imaginario colectivo (dibujos animados, comics, publicidades, videoclips, literatura trivial, etc.) sin necesidad de justificar “cuál es la pertinencia de estudiarlos hoy”. Mi tesis es exactamente la opuesta: así como debemos justificar la necesidad de trabajar sobre Zambayonny, debemos también justificar la necesidad de trabajar con Shakespeare: escudarse en el valor cultural (canónico o popular, positiva o negativamente) es, por definición, esquivar la tarea fundamental de la investigación.
[4] A propósito de la justificación sería necesario hacer un análisis crítico explícito sobre la cualidad y el alcance precisos de los criterios de pertinencia. Es decir, si nuestro criterio de pertinencia es temporal (“una problemática actual”), debemos definir el alcance de este ser actual: ¿se refiere a este año, esta generación, este siglo, la Modernidad…? Si nuestro criterio es espacial (“una problemática de aquí”), debemos definir este aquí: geopolíticamente (Buenos Aires, Argentina, Latinoamérica…) o climáticamente o fenomenológicamente, etc. Y así sucesivamente. En cierto modo, la delimitación de una problemática implica inevitablemente la construcción crítica de un criterio de pertinencia, cuya condición mínima sería la de incluir al investigador (si ni siquiera le incumbe a él, entonces para qué investiga). Las posibilidades, por supuesto, son infinitas: de género, de práctica cultural, etc.