Sobre la serie de Encuestas a la Teoría
Sobre la serie de Encuestas a la Teoría
Como los lectores de Luthor saben, en los últimos tres números del 2012 entrevistamos a distintos investigadores y profesores del área de Letras (la enorme mayoría de ellos de la UBA) con el objetivo de reflexionar sobre las coordenadas desde las que se suele pensar la teoría literaria y sus vínculos con la metodología. En el primero de estos artículos incluimos, además, una breve reflexión sobre el origen y propósito de cada una de las preguntas. [1]
Lo que nos proponemos ahora es, a modo de cierre, reflexionar sobre las respuestas que hemos recibido. No seguimos para esto un sistema rígido ni nos proponemos un análisis riguroso de cada postura (lo que por lo demás sería un trabajo casi infinito). Elegimos en vez de eso destacar algunos ejes basados en conceptos recurrentes que aparecieron enunciados por nuestros entrevistados, y contrastarlos con algunas de nuestras propias ideas, con la intención de hacer visibles algunas de las líneas que suelen aparecer cuando se reflexiona sobre estos temas en nuestro ámbito.
Pasaremos a revisar entonces las concepciones que emergen de una forma o de otra en las respuestas respecto de dos preguntas de la encuesta, que apuntaban hacia el lugar de la teoría en la investigación y a la relación con el método de análisis.
Varias cuestiones se dejaron entrever en las declaraciones que de alguna manera se pronunciaron en torno a la naturaleza de aquello que entendemos por Teoría. La más recurrente es la que pone el foco sobre una posible utilidad ancilar de textos que por consenso podemos considerar teóricos. Aquí, por ejemplo, Leonora Djament le otorgaba a la teoría un valor preventivo, casi digamos comparable al del fuego que se enciende para mantener a raya a los lobos y los monstruos que abundan en la noche de la doxa:
Una reflexión crítica, decía, que como las Mitologías de Barthes, trate de derribar el sentido común, la doxa, y permita ver cómo funciona o cómo está armado ese discurso que tenemos por delante. (Y en ese sentido, la distinción entre teoría y crítica me parece poco operativa o, en todo caso, ambas instancias se implican entre sí).(1°P-LD)
Dentro de este pseudo-consenso en torno a la instrumentalidad de la teoría podríamos también enmarcar a Lucas Margarit, que propone la teoría como una “vía de acceso plural” para entrar a la obra, y Julieta Cardigni, quien se refiere a las “herramientas teóricas” como sinónimo de la teoría, y como un medio para explotar el potencial semántico de los textos. Es decir, podría decirse que desde estas posturas la teoría aparece como algo que ya existe, es lo dado, y está ahí para ser utilizado.
Esta postura implica igualar la teoría con la lectura de textos que la sostienen, y a su vez éstos con el uso de conceptos, citas o referencias a ellos en la investigación y el trabajo crítico. Por supuesto, no es ninguna sorpresa que ante la segunda de las preguntas (“¿Qué relación existe para vos entre la teoría literaria como disciplina y el problema general de la metodología en los estudios literarios, es decir, en la práctica concreta de análisis de textos literarios?”) quienes se encuadraron dentro de esta postura ancilar de la teoría frente al trabajo concreto con textos (aun cuando se tratase de textos teóricos o críticos, como los que estudia Djament) tendieran a dudar de la posibilidad de pensar teoría, metodología, método y herramienta teórica o metodológica como otra cosa que sinónimos: si la teoría es instrumento, y el método es también instrumento, entonces separarlos es poco más que una quimera, un forzamiento que no puede provenir de otro lado que desde las ciencias duras, que de algún modo o de otro aparecen recurrentemente como ese Otro frente al que hay que posicionarse de alguna manera. Y la forma más obvia de marcar la relación con un Otro será siempre la de remarcar la otredad . [2]
Por otra parte, Diego Bentivegna y Silvio Mattoni identificaron la Teoría como un conjunto de discursos heterogéneos, determinados y cristalizados desde fuera por necesidades institucionales (o, si se quiere, modas académicas). Bentivegna afirma, entonces, que la teoría literaria es
un conjunto de intervenciones que operan en diferentes planos y que, por razones académicas, estrictamente académico-institucionales, se piensan como “teoría”, como si hubiera ahí un trabajo de abstracción, un “desmarcarse” de los modos políticos en las que esos textos, textos filosóficos o de crítica literaria o de historia cultural, han sido pensados. (2°P-DB)
Mattoni, por su parte, ubica lo teórico como un conjunto bastante escaso de perspectivas formalistas, estructuralistas o semiológicas. Desde lo que puede inferirse de su respuesta, pareciera identificar la teoría literaria con una versión masticada y ligeramente poco honesta (menciona el ocultamiento adrede de las propias fuentes) de, en definitiva, corrientes filosóficas que representarían algo así como una “fuente”, a la que resultaría necesario remitirse. De este modo, el trabajo desde una teoría literaria (cualquiera que fuese) se volvería irrelevante, redundante e innecesario.
Por su parte, Pablo Saracino prefirió divorciar la teoría de la praxis dentro de su campo. Según su breve planteo, curiosamente, parecería desprenderse que las elecciones metodológicas dentro del ámbito de la ecdótica podrían pertenecer a un oasis a- o pre-teórico en el que preguntas por el texto, por la pertinencia de la noción de autor o por concepciones en torno a los géneros (por citar algunos ejemplos) no necesitarían tener una solución provisional.
Valeria Añón, quien prefiere circunscribir la pertinencia de sus respuestas a su ámbito específico de trabajo (la literatura colonial hispanoamericana) señala que
podría decir que la postulación de teoría y metodología como dos dimensiones con algún grado de separación me resulta algo inadecuada para pensar la literatura colonial hispanoamericana. Digamos que tiendo a concebir la metodología como una dimensión autónoma por motivos instrumentales, en virtud de poder explicitar herramientas y modos de acercamiento, pero que en cualquier caso entiendo que teoría y metodología son una especie de Jano, y se presuponen de manera directa. (3°P-VA)
En otra línea, Marcelo Topuzián sostiene y defiende la pertinencia de la teoría como espacio de reflexión dentro de la disciplina:
Cuando escucho decir que se enseña demasiada teoría en la carrera de Letras de la UBA, que tres materias y cuatro cátedras de teoría literaria son mucho, tiendo a pensar que lo que se pretende en realidad es que la carrera renuncie sin más a un aspecto central de lo que tiene de formativo para el investigador o el crítico literarios: su capacidad de interrogación –epistemológica, si se quiere– sobre la propia práctica. (1°P-MT)
Esto está en línea con las afirmaciones de Jerónimo Ledesma, quien define la teoría como “el tembladeral epistemológico de la construcción del objeto”, afirmación cercana a la respuesta dada por Fabricio Forastelli, quien la defendía como instrumento para especificar el objeto y los materiales de la investigación. Alrededor de esta misma imbricación entre teoría y fundamento o motivación de cualquier trabajo de investigación, también podríamos situar a Inés de Mendonça, quien sostiene que la teoría funciona como motivación y que por ende no se puede hacer buena crítica sin a la vez implicar una reflexión teórica, y de alguna manera también a Pablo Luzuriaga, quien sin embargo se corre hacia el espacio más general de la teoría del arte.
Por último podemos, también, situar a la teoría como espacio del ornamento y del exceso, posición sostenida por Valentín Díaz, y de alguna manera implicada por la afirmación de Julieta Cardigni, quien le asigna un potencial creador, artístico, que funciona como un plus respecto de la sequedad retórica del mero trabajo académico.
Una metáfora recurrente al pensar el problema de la relación entre teoría, método y metodología (y la pertinencia de esas categorías) es la de "herramienta teórica". En principio, el concepto de herramienta aparenta ser una granada semántica que dispersa en añicos sangrantes las divisiones entre los tres campos (teórico, metódico y metodológico): ¿para qué dividirlas, si al usar una herramienta teórica teorizamos y analizamos a la vez, y en eso se implican todos los aspectos?
Cabría recordar aquí que, primero, con el concepto de "herramienta" nos encontramos ante una metáfora. Y el peligro de las metáforas recurrentes (hasta el borde de la fijación y lexicalización en este caso [3]) es el de naturalizarse, el de fetichizarse, el de perder la relación original que nos llevó primero a usar una metáfora cuando a nuestra lengua le faltó un mejor término para eso: ¿por qué el concepto de focalización puede devenir "herramienta teórica" a la hora de analizar, por ejemplo, una novela de Bolaño?
Hará falta entonces volver sobre la metáfora de la herramienta, en el valor instrumental de un objeto para accionar sobre un objeto y provocar alguna clase de efecto deseado para alguna clase de fin: un concepto (en sentido amplio) concebido como "herramienta", entonces, implica una aplicación con una finalidad determinada (hermenéutica, clasificatoria, ecdótica, descriptiva, o cual fuere), que implica de una forma o de otra una intervención sobre el texto. En nuestro campo, esa intervención normalmente suele estar dentro de los límites de lo que podríamos llamar, en un sentido muy amplio, producir una lectura.
Ahora bien, aceptar la noción de "herramienta" como la metáfora que es implica, también, hacernos cargo de otra de las analogías implícitas en su uso: su versatilidad. Del mismo modo en que podemos usar un martillo para clavar un clavo, para desclavarlo o para romper un objeto, un mismo concepto aplicado por críticos diferentes a objetos diferentes para fines diferentes dará, obviamente, lecturas diferentes.
En este punto podemos decir que una herramienta teórica está estrechamente vinculada tanto con la teoría de la que proviene como con las operaciones para las que el crítico las utiliza, hasta el punto de que en ocasiones, como la imagen ocupa la superficie del espejo y pueden confundirse el vidrio, el reflejo, el objeto reflejado y el ojo que los mira, puede suspenderse en la actividad crítica sin demasiado riesgo la conciencia de la relación metonímica, no identitaria, entre sistema (teoría), instrumento (herramienta), hábito (metodología), uso puntual (método) y usuario (crítico). Desde aquí, es posible desentenderse de la diferencia existente entre una teoría literaria como respuesta general hipotética a una cuestión compleja que excede al ejemplo concreto y que funciona como punto de partida e, idealmente en espiral, como llegada de cualquier operación crítica (¿qué es el arte verbal, cuál es su alcance y cómo funciona?), un método como algoritmo compuesto de operaciones a realizar con un texto para generar una respuesta (una lectura) determinada, una herramienta teórica como elemento en que se basa cada una de las operaciones que componen dicho algoritmo y una metodología como conjunto de métodos relacionados, cuya relación se basa en los presupuestos teóricos fundamentales y, si el trabajo crítico es honesto, los pone constantemente a prueba. Pero ese borramiento no puede sino ser momentáneo: lo contrario puede llevar a una identificación ingenua de elementos que naturalice las relaciones y las vuelva fijas, acríticas: así, un mal trabajo de crítica literaria puede mencionar al pasar el nombre de Bajtín y el concepto de carnavalización para hablar sobre un cuento de Cucurto, y pretender que eso pase como una operación de raíz teórica, cuando en realidad sólo se limita a, por ejemplo, resumir con más o menos gracia el argumento (confundir texto, método, crítico y teoría, y dar por hecho que todos son lo mismo), operación que tiene un valor tan banal como el ladrido alarmado de un cachorrito frente a ese otro que ve mover la cola en el espejo.
Es decir, recapitulando parte del párrafo anterior, si queremos responder a la pregunta de "qué es la teoría" con una respuesta que hile un poco más fino que ir hacia ejemplos de textos que podemos clasificar como teóricos, y responder que teoría literaria son Barthes, Deleuze, Derrida, Eagleton, Viñas o Auerbach (nuevamente, una respuesta metonímica, es claro que sus huesos y su sangre no estuvieron hechos de teoría literaria), deberíamos preguntarnos más bien por qué podemos clasificar algunos textos que circulan firmados con estos nombres como teoría literaria. Aquí cabe la posibilidad de, con algunas de las respuestas recibidas en la encuesta, historizar el establecimiento de la teoría literaria como disciplina académica (dado que los conocimientos que abarca históricamente se enmarcaron dentro de las pertinencias de otras disciplinas muy estrechamente relacionadas, como la retórica o la filología), con la creación de cátedras y colecciones editoriales especializadas, con un cierto momento de moda entre los cincuenta y los ochenta.
Pero también en esa operación, que es válida como historia de la validación de los saberes, se escapa nuevamente la otra pregunta, la que se refiere no a los criterios de canonización y de distribución de determinados discursos, sino a su pertinencia a la hora de analizar una cuestión determinada: ¿por qué podemos decir que la Poética de Aristóteles, las Artes de Trovar provenzales, algunos textos del romanticismo alemán o S/Z de Barthes contienen elementos de teoría literaria, pese a que la etiqueta es mucho más nueva que la mayoría de estos textos? ¿Por qué no podemos decir lo mismo de las últimas publicaciones y conferencias de Tzvetan Todorov?
Nuevamente, aquí conviene ir un poco más atrás, a la palabra misma "teoría". Aquí hay una cuestión epistemológica básica, que tiene más que ver con una forma humana de acercarse al conocimiento (una cuestión cognitiva si se quiere), de la índole que sea, que con una disciplina particular: una teoría, del ámbito que fuere, es un sistema hipotético, más o menos complejo, más o menos sintético, más o menos proteico, más o menos contradictorio, pero sistema al fin, que genera una base de presupuestos comunes (aun si ese presupuesto común es que no pueden tenerse presupuestos), y a partir de ellos se genera una serie de postulados que pueden o no implicarse entre sí, que pueden o no parecerse a las construcciones teóricas de otras disciplinas, que pueden o no tener una aplicación metodológica y/o técnica, pero que tienen un trazo común irrenunciable, y es su posibilidad de funcionar juntos. Es en ese sentido en el que, pese a la poca popularidad que goza el concepto en nuestro campo, no puede sino hablarse de un sistema de pensamiento, una teoría que necesariamente atraviesa cualquier acercamiento a un objeto de conocimiento: aun cuando el sistema se base en la negatividad y la contradicción, aun cuando procure implotar por todos los medios, seguirá estando allí.
En cuanto a lo que requeriríamos de un texto para encuadrarlo dentro de lo que podríamos llamar "teoría literaria", en sentido amplio podríamos decir, como se expresó en un paréntesis algo más arriba, que es el intento de responder, más o menos por extenso, más o menos imbricado en un análisis concreto, a una pregunta básica sobre la naturaleza, alcance y funcionamiento de lo que es posible entender como arte verbal, como un uso en alguna medida estético del discurso.
Resulta difícil imaginar la teoría literaria fuera de un marco institucional. Con una metáfora frecuentemente citada, Jorge Panesi (que para muchos de nosotros encarna en sí mismo el acto institutivo de la teoría) la comparaba con una “flor de invernadero”, sólo apta para ámbitos universitarios. Al momento de preguntarnos qué es, qué puede ser o para qué puede servir la teoría, tenemos que hacer un esfuerzo para no quedarnos pegados a las condiciones específicas de nuestras respectivos vínculos con las cátedras y programas que se autodenominan con ese nombre en la carrera de Letras. Lo mismo sucede con el corpus: la teoría literaria es la bibliografía, y si los programas empiezan con el formalismo ruso, será porque las reflexiones anteriores sobre lo literario (o sobre el arte verbal, por usar una denominación más amplia) no pueden entrar en la misma categoría.
Podría, de manera intuitiva y no demasiado reflexiva, relacionar lo teórico con una serie de autores o con un conjunto de textos, con un panteón y un corpus, es decir, con un canon, en el que estarían por supuesto todo el acento francés -Derrida, Foucault, Deleuze, Barthes, Kristeva, los formalistas rusos mediados por Todorov, Genette, bla bla bla- autores como Jameson o, más recientemente, Bhabha, Antelo, Moretti o Mignolo, Agamben, Badiou o Ranciére. Se trata, en todo caso, de un conjunto de intervenciones que operan en diferentes planos y que, por razones académicas, estrictamente académico-institucionales, se piensan como “teoría”, como si hubiera ahí un trabajo de abstracción, un “desmarcarse” de los modos políticos en las que esos textos, textos filosóficos o de crítica literaria o de historia cultural, han sido pensados (2°P-DB)
Por supuesto, no estamos queriendo decir que el recorte que señala aquí Bentivegna sea una excentricidad de los programas de la UBA. Basta ver manuales clásicos como el de Terry Eagleton para confirmar que se trata de un canon más o menos internacional. También es innecesario recordar que ese canon es, como todos, más o menos arbitrario, aunque eso no significa que sea enteramente irracional o que no se puedan justificar muchos de sus recortes de uno u otro modo.
Sin embargo, observaciones como ésta sirven para recordarnos que es también nuestro deber levantar la mirada de las limitaciones presentes que ofrece este recorte, sobre todo para sacarnos la impresión de que si no leemos y citamos a alguno de los nueve o diez autores del gran canon teórico eso significa que estamos fuera de su órbita y de los problemas de los que se ocupa. Esto es un error común y suele hallarse tras los juicios de quienes declaran su desinterés o animadversión por la teoría. Trabajar con problemas teóricos es pensar cuestiones tan generales como la idea de texto, de interpretación, de juicio estético. Es imposible escaparse del todo de estos problemas sin una dosis de mala conciencia.
Aludiendo a la pregunta por el carácter “nacional” o “antinacional” de la teoría, Valentín Díaz dice:
De todos modos, para pensar el problema específico que propone la pregunta (teoría literaria y América Latina) es también cierto que ese punto de vista (su presente y la tradición de la que deriva) está conformado por obras que, en muchos casos, se inscriben en la teoría de un modo particularmente problemático, disperso, degenerado. Pero eso tiene que ver, antes que nada, con tradiciones institucionales, condiciones de trabajo y sistemas de valoración y colocación. (3°P-VD)
No intentaremos resumir aquí las diversas observaciones de nuestros entrevistados sobre cuales son estas condiciones de trabajo y condiciones de colocación. Pero sabemos, porque se ha dicho hasta el hartazgo, que la teoría como institución está fuertemente debilitada, y que las intervenciones dispersas y “degeneradas” son lo que predomina ampliamente no sólo en el ámbito local o latinoamericano.
La pregunta por la institucionalidad nos lleva a la pregunta por la definición de la teoría literaria y especialmente a la pregunta : ¿qué significa defender la necesidad de sostener los estudios teóricos, como se hace frecuentemente en esta revista? ¿Se trata de defender las cátedras y los programas de teoría literaria actuales? ¿de promover la investigación específica en el área (algo que, como señalan Marcelo Topuzian y Valentín Díaz, es bastante infrecuente)? ¿de apuntalar la tradición teórica de la carrera de Letras de la UBA, que la diferencia de otros centros universitarios nacionales e internacionales que tienen un enfoque más historicista?
La respuesta a esto es sí y no. Las condiciones institucionales para que haya investigación en teoría son fundamentales y, más allá de las diferencias que tenemos con el enfoque que predomina en algunos aspectos de su enseñanza, nos interesa su desarrollo y su perfeccionamiento. Algo en cierta medida similar podría decirse de la cuestión metodológica. La enseñanza de metodología, como señala tanto Forastelli como Añón, está indisociablemente ligada a prácticas institucionales que en su sentido más llano rozan con la mera burocracia (por ejemplo, las prácticas de llenado de la sección “metodología” en un proyecto de investigación), pero que también nos ligan a tradiciones específicas que dibujan condiciones de aceptabilidad e inaceptabilidad.
Sin embargo, en rigor, no son estas condiciones institucionales específicas las que tenemos en mente cuando agitamos la bandera de la teoría y de sus vínculos con los problemas de método que afrontamos cada vez que trabajamos sobre un fenómeno cultural. El aspecto fundamental consiste en poder sostener un espacio de reflexión que piense lo literario desde el dominio conceptual y no únicamente a partir de juicios concretos sobre textos concretos.
Los investigadores literarios serían así, por ejemplo, ‘expertos en connotación’ capaces de acceder docta y eruditamente a los más finos matices de la expresión escrita, que se les escaparían a otra clase de investigadores o expertos. Un know-how, una expertise específica como esta serviría para redimirnos de cualquier eclecticismo, de cualquier veleidad doctrinal, de nuestra esclavitud de la moda. Así, nos dejamos ganar por una ‘fantasía tecnocrática’ muy característica de los espacios académicos (1°P-MT)
Siempre hay algo tentador en la fantasía aquí descrita. En cierta medida equivale a sostener que siempre harán falta profesores de lengua y literatura porque nadie más sabe analizar bien un predicativo objetivo. No deja de haber cierta contradicción en esto, de todas formas, en la medida en la que los egresados de Letras sentimos a menudo que nuestro conocimiento técnico es una carencia, y que tenemos más capacidad para dibujar metáforas sobre el significante que para describir adecuadamente la focalización en un texto narrativo o para distinguir una metonimia de una sinécdoque. Un pesimista podría decir que estamos atrapados entre una tradición teórica decadente (cuyos conceptos sólo tienen un valor, en el mejor de los casos, museístico) y una especialización tecnocrática paralizante.
En algunos aspectos, la propuesta que sostenemos desde Luthor tiende a borronear esta distinción, ya que el dominio conceptual de la teoría que intentamos sostener se mantiene cercano a su productividad como herramienta de análisis. Pero esto no implica que desechemos el dominio conceptual de la teoría más allá de su uso instrumental inmediato. Si a menudo sentimos la necesidad de enfatizar este aspecto es porque en la tradición académica a la que pertenecemos, tiende a hacerse lo contrario. De todas formas, no está mal recordar la observación de Luzuriaga sobre los excesos del rupturismo:
Si la pregunta apunta a prácticas intelectuales que están instaladas y cuestiono, entonces sí se me ocurren algunas cosas. En primer lugar, cuestiono todas las tendencias a las prácticas parricidas: creo que es necesario registrar una tradición crítica a la que pertenecemos y frente a la cual es esperable asumir algunas posiciones, pero distantes de la práctica caníbal de destruir todo lo hecho antes de uno (3°P-PL)
La teoría parece estar siempre próxima al problema de la deshonestidad intelectual y de la mala praxis en general. En cuanto a lo primero, basta recordar que Barthes escribe Crítica y Verdad en respuesta al libro de Piccard, Nueva crítica o nueva impostura, cuyo título nos recuerda al texto posterior de Sokal, Imposturas intelectuales. Podríamos esbozar varios motivos para esta asociación: el carácter rupturista de muchas teorías por oposición a tradiciones filológicas asentadas, su tendencia a mezclarlo todo, o a ignorar la historicidad de los textos, o a rencillas específicas de departamentos académicos en universidades particulares. En un artículo reciente Mariano Vilar citaba los resquemores de un filólogo como Eric Auerbach frente a los excesos de la jerga teórica “moderna”. Si pensamos el asunto desde un ángulo más general, podemos hipotetizar que esta preocupación se debe a la capacidad de la teoría de independizarse de las determinaciones específicas de un corpus. En la medida en que puede formar un sistema conceptual con un cierto grado de autonomía, su coalición con un texto específico siempre implicará el peligro de un desbalance, de una lectura que alegorice cualquier cosa que tiene en frente dentro de un código pre-establecido.
La teoría literaria como otras disciplinas (la ciencia, la filosofía, la antropología) son parte de la práctica concreta de análisis. No es cuestión de aplicar una teoría al texto, sino que haya una relación de fluidez entre las lecturas tanto teóricas como literarias. No forzarlas, sino que jueguen en un campo de acción recíproca y puedan iluminarse o hacerse sombra una a la otra. La teoría debe ser puesta en debate por textos literarios y/o textos teóricos y a su vez un texto literario debería ser interrogado desde una posición teórica (1°P-LM)
Lucas Margarit plantea una oposición entre “aplicación” y “fluidez”. Aplicar la teoría es considerado, por lo general, una actividad poco feliz. La reciprocidad -como dicen varios entrevistados- tiene mucha mejor prensa. Conjuntamente con esta idea de fluidez y reciprocidad, aparece otra idea recurrente:
Intento dar cuenta de eso no a partir de una metodología demasiado rígida, sino más bien de un uso, que a veces puede parecer un saqueo, de herramientas metodológicas diferentes, que son convocadas por los propios objetos que forman los cuerpos de trabajo.(2°P-DB)
Aunque es casi un lugar común, la idea de que el objeto “convoca” a la teoría es atractiva. Quizás, de todas formas, sería bueno intentar precisarla un poco más. ¿Sucede así en la práctica? ¿el texto convoca a la teoría “literalmente”, o esto sucede en la mente del investigador? Algunos ejemplos pueden ayudar. Hay obras ficcionales que se sirven de herramientas o conceptos desarrollados en el ámbito específicamente teórico. Por ejemplo, La divina mímesis de Pasolini no podría haber existido sin Mímesis de Auerbach. Luego, hay textos que han sido analizados insistentemente desde ciertas corrientes teóricas que han en cierto modo “marcado” su interpretación “canónica”. Puede ser el caso de Sarrasine de Balzac con Barthes, o quizás Blanchot con Derrida (con la complicación adicional de que Blanchot mismo ya era un teórico). Hasta aquí nos movemos aún en un terreno “objetivo”. Deslizándonos un poco podemos pensar en textos que parecen “hechos a medida” para ciertos marcos teóricos.El estructuralismo “clásico” parece ir de maravillas con relatos que presenten una organización narrativa genérica fuerte, como el policial de enigma. Aquí hay tradición, sin duda, pero la tradición es plural y no nos exime de la elección. Si continuamos nuestra escala, llegaríamos a una zona neutra ocupada por conceptos teóricos de relativa versatilidad que en principio parecen poder aplicarse a (casi) cualquier cosa. El concepto narratológico de “focalización” en principio sería reconocible en cualquier relato, lo mismo que muchas de las herramientas de la teoría de los mundos posibles. Esto, sin embargo, no deja de hacer visible un aspecto general a toda reflexión humana acerca de cualquier objeto de conocimiento hacia el cual dirijamos algo así como una mirada crítica: ¿hasta qué punto el caso concreto desde el que parte la pregunta no modela en alguna medida la forma de la respuesta? ¿Y no es siempre un momento de peligro aquel en el que nos corremos del corpus original hacia otro que no pensaríamos intuitivamente bajo las mismas categorías?
Esta última pregunta nos sumerge en la siguiente: ¿En qué momento entramos en el lado oscuro, abandonamos la fluidez y llegamos al forzamiento tan temido? Hay dos vías de entrada: la intrascendencia y la disolución del círculo hermenéutico. La primera se produce cuando el marco teórico sencillamente no aporta nada que no sea intuitivamente obvio. Si alguien se desvela por hacer un análisis minucioso desde la teoría de los mundos posibles de un cuento de Raymond Carver que narra el encuentro de un pescador y una mujer en un auto en una carretera, probablemente llegará a conclusiones infinitamente obvias que aportan menos al conocimiento del texto que si se hubiera detenido, digamos, a contar la cantidad de adjetivos y adverbios. ¿Habrá allí forzamiento? No en el sentido más habitual del término, aunque sí “abuso” de la teoría. En el sentido más habitual, hablaríamos de forzamiento cuando los conceptos teóricos crean una especie de “texto alternativo” cuyo contacto con la materia prima se pierde en el horizonte. La teoría debería servir para la relectura: si cuando queremos volver de la teoría al texto nos encontramos en un paisaje enteramente desconocido, entonces algo salió mal. Pongamos un ejemplo medieval. Hay muchísimas interpretaciones alegóricas del Cantar de los Cantares que lo interpretan como el matrimonio entre Cristo y la Iglesia. Históricamente, quizás (imposible estar seguro) fueron convincentes, pero hoy en día, aun el lector que haya transitado estas interpretaciones casi seguramente encontrará en el Cantar un precioso poema erótico lleno de imágenes sexuales bastante explícitas.
Por supuesto, es imposible quitar a la subjetividad del lector del medio. El círculo hermenéutico que va de texto a interpretación no funciona en un espacio neutro. Quizás haya algún medievalista lo suficientemente devoto como para leer en “¡Que me bese ardientemente con su boca!” (Cantar de los Cantes, 1:2) el beso místico de Cristo a sus devotos y que discutiría incluso hoy que esas interpretaciones no son forzadas. El dogma, por otra parte, lo obligaría a sostenerlo, a riesgo de una larga temporada en las cálidas aguas del purgatorio: la exégesis bíblica, después de todo, tiene para un católico los límites ya delimitados desde las lecturas sancionadas por la iglesia, so pena de retribuciones ultraterrenas.
Sea como fuere, el axioma de que un texto determinado convoca a una teoría determinada parece necesitar algunas restricciones extra: al menos una histórica (elemental, lo que puede teorizarse hoy es en alguna medida siempre distinto tanto de lo que pudo decirse hace dos siglos como de lo que podrá decirse en los venideros), una institucional (en el mejor de los casos la tradición en la que se inserta o las modas institucionales vigentes con las que se dialoga, en el peor el dogma o las distintas formas y grados de la censura abierta o encubierta), y una personal, más bien ligada al poder retórico de un crítico para defender un determinado sistema o una determinada lectura. Quizás, más que rechazar tan rápidamente la idea de aplicación en pos de imágenes de fluidez y reciprocidad, deberíamos ser más analíticos para pensar en qué consiste el uso de la teoría. Inés de Mendonca dice al respecto:
Los elementos y herramientas que conforman nuestro trabajo son en sí mismos construcciones teóricas por lo que dejarse hablar por una teoría o no, elegirla o cuestionarla, es un buen ejercicio para todo crítico; aun cuando no se exhiba –superficialmente- en el texto que efectivamente escriba (2°P-IM)
Esta imagen “dejarse hablar”, aunque no menos metafórica, puede sernos de mayor utilidad para tratar de articular nuestra relación con el dominio conceptual de lo teórico al acercarnos a un corpus específico. Podemos relacionarla con otra observación de Bentivegna:
En todo caso, tal vez esté bueno ver, desde los planteos por ejemplo de Kusch, de Dussel, de Lezama Lima, cómo salir desde este lugar del campo de la teoría, cómo elaborar un modo alternativo de relacionarse con lo que se elabora en la literatura y que, tal vez, sólo como un planteo hipotético, pueda concebirse como una zona, más que de la teoría, del “pensamiento literario”, algo que veo en algunas aproximaciones de autores argentinos actuales como Link o Scavino, que trabajan con la “teoría” sin dejarse hablar del todo por ella. Quizá sea el momento de pasar de la teoría de la literatura como visión al pensamiento literario como escucha. (2°P-DB)
Deliberadamente Bentivegna deja esta sugestión de un “pensamiento literario” basado en la “escucha” sin desarrollar. ¿Se trata de pensar desde el ensayo, o desde una zona en la que lo literario y lo teórico se vuelvan indiscernibles? Ciertamente se ha intentado en el pasado. No hace falta que repitamos, creo, que no es eso lo que aquí nos interesa. Nadie niega que hay grandes escritores que han logrado producir grandes textos a través de hibridaciones de este tipo... ni tampoco que puede ser un camino de ida hacia un impresionismo barato y epigonal que subordina la reflexión a la prosa poética. Más interesante es la última idea. Teoría (θεωρία) está relacionado con visión, contemplación. La vida teórica es la vida contemplativa. ¿Está la teoría literaria relacionada con esta serie de significados? No necesariamente, pero es cierto que escuelas como el estructuralismo, o en general aquellas que tienden a concebir al texto literario como un “espacio” que puede ser ordenado y segmentado de diversas maneras, tienden a provocar este efecto. La idea de escuchar un texto está en cambio más ligada a lo que podríamos llamar la tradición hermenéutica, que no siempre es considerada como parte de la “teoría literaria”
Es muy difícil decir si la teoría “debería” desplazarse más hacia la hermenéutica, así como en muchos aspectos se ha desplazado hacia la filología. Gadamer escribió en 1960 un libro fundamental para entender la relación entre hermenéutica (no exclusivamente literaria) y método, y concluyó que no existe un método definido para aprender a hacer preguntas a un texto. Sus observaciones son más que pertinentes también hoy, pero consideramos de todas formas que la revalorización de la “escucha” no tiene por qué estar asociada con un relajamiento de la racionalidad argumentativa de los estudios literarios.
Ligado al problema del forzamiento está el del uso “superficial”. No es fácil definir con precisión en qué consiste usar la teoría. Varios de nuestros entrevistados señalan que estos usos existen independientemente de la cita directa, del “como dice Derrida...” incluido dentro de un párrafo argumentativo. La misma cita de Inés de Mendonca con la que terminamos la sección anterior se refiere a esto. Diego Bentivegna dice:
Por supuesto, es algo obvio que, como sucede en toda investigación, cualquier delimitación de un problema implica algún tipo de decisión teórica, que en todo caso intento que funcione como un marco, como la explicitación de los discursos desde lo que se lee, y no como una determinación hasta las últimas consecuencias que expulse como un residuo aquello que ese marco no permite pensar (2°P-DB)
Ambas intervenciones señalan con claridad una de esas obviedades que no deberíamos perder de vista: si entendemos que la teoría literaria no es un limitadísimo catálogo de autores y escuelas canónicas, sino más bien la disciplina que se pregunta por la naturaleza y el funcionamiento de lo literario desde un plano conceptual, entonces ningún trabajo que tenga como objeto textos literarios (y entendemos que lo literario es una categoría que se asigna y no que pre-existe en los textos) tiene forzosamente que estar implicado en su uso.
No se puede explicitar las operaciones de lectura llevadas a cabo en una interpretación sin “hacer” teoría. La pregunta sobre hasta qué punto es imprescindible explicitar la forma en la que se lee, por otra parte, no puede ser respondida en abstracto y depende del género discursivo en cuestión, de la voluntad epistemológica del autor y de la institución en la que vaya a circular su discurso. La pregunta acerca de “¿cómo y dónde citar teoría?” no puede responderse normativamente. Hay quien considera estéticamente indeseable su aparición (y en ciertos casos, quizás tienen razón), y quien al contrario, la reivindica como ornamento. En todo caso, más importante es reconocer la amplitud de sus horizontes para sostener una reflexión abierta sobre nuestra forma de trabajar sobre los fenómenos culturales.
La cuestión parece ser, nuevamente, una de honestidad intelectual: ¿hasta qué punto se explicita el sistema de pensamiento que subyace a la investigación? ¿Hasta qué punto el devenir ornamento de la cita o del uso de una terminología determinada se utiliza como herramienta para nuevas lecturas, como ornato para otorgar un plus estético a la labor investigativa o sencillamente como máscara o maquillaje con el fin de ocultar un trabajo que se sabe superficial, banal o lleno de incorrecciones que el crítico no deseó chequear? Aquí sencillamente sólo podemos, nuevamente, enfatizar uno de los criterios básicos que rigen esta nuestra revista: una de las pautas básicas de Luthor (que, creemos, la diferencia de la mayoría de las revistas culturales) consiste en exigir una dosis de explicitación teórica. En este punto, metodología y teoría se vuelven indistinguibles.
Explicitar un marco teórico implica también un esfuerzo epistemológico. Si bien es posible (y es incluso un ejercicio recomendable) discutir con una teoría que se oculta en las sombras, la luz del sol tiene sus efectos salutíferos, aun si siempre quedará un resto que no puede ser iluminado. Salvo por algunas dignas excepciones, estamos más acostumbrados a que se nos convoque a dialogar sobre autores, obras, problemas institucionales o subcampos específicos dentro de áreas del saber rigurosamente determinadas, constreñidos por espacios muy acotados adonde escasamente se puede levantar la cabeza de lo puntual para poder dedicar algo de trabajo a desentumecerse y mirar el ámbito de trabajo alrededor. Menos frecuentes son los llamados a la discusión sobre cuestiones teóricas y metodológicas en el ámbito de las letras. Esperamos, desde aquí, contribuir a cambiar eso.
[1] Pueden consultarse aquí:
Primera Parte (1°P), en el N° 10, que contiene la reflexión previa referida, y las respuestas de Leonora Djament (LD), Lucas Margarit (LM), Pablo Saracino (PS) y Marcelo Topuzian (MT)
"La investigación como experiencia", respuestas-artículo autónomo de Jerónimo Ledesma en el N°10 (JL)
Segunda Parte (2°P), en el N° 11, con las respuestas de Diego Bentivegna (DB), Julieta Cardigni (JC), Fabricio Forastelli (FF) e Inés de Mendonça (IM)
Tercera Parte (3°P), en el N° 12, respondida por Silvio Mattoni (SM), Valentín Díaz (VD), Pablo Luzuriaga (PL) y Valeria Añón (VA).
[2] El peligro aquí parece ser el de caer en otro lugar común, e identificar al Otro con la caricatura que tenemos más a mano de él: como el discurso misógino, racista, xenófobo o antisemita se para frente a la otredad remarcando los peligros de aquella representación grotesca en donde el Otro aparece amenazante, colocando al hablante en un lugar de virtual, peligrosa inferioridad -la mujer voluptuosa cuya presencia hace al hombre perder el control, el extranjero que obtendrá ese trabajo que el xenófobo perderá o le cambiará los gustos a sus hijos, el usurero judío que dejará al cristiano en la miseria-, las Ciencias Humanas aparecen a menudo representadas como adalides frente a la lucha contra un positivismo resultadista fracasado proveniente de las ciencias duras, que por lo tanto aparecen como las culpables de una violación contra los derechos de la autonomía de las humanidades cada vez que alguien sugiere que un trabajo científico de no importa qué disciplina deba blanquear sus parámetros y sus procedimientos para ser evaluable en términos que no sean meramente los del placer estético que podamos obtener al leerlos.
[3] Dada su larga tradición en las ciencias humanas, sobre todo a partir del auge de la psicología cognitiva. No nos interesa aquí tanto volver sobre las definiciones de herramienta de, por ejemplo, Jerome Bruner o Lev Vygotsky, como desnaturalizar y revisar la metáfora en la que definiciones como esas se basan.