Panorama de los estudios literarios
Panorama de los estudios literarios
En nuestra época resulta bien visible la hegemonía norteamericana en los estudios literarios. Esa hegemonía comenzó por la publicación de libros ya venerables como la Teoría literaria de René Wellek y Austin Warren y, en especial, la Anatomía de la crítica de Northrop Frye, a mediados del siglo XX. A principios de los años ochenta apareció el fenómeno del nuevo historicismo, vinculado a los estudios culturales, y con él la idea de que una nueva historia literaria estaba aflorando, una historia literaria que superaba a la vieja, de carácter erudito y pretensiones autónomas. En lo que llevamos del siglo XXI los estudios culturales anglosajones han sufrido la impronta poscolonial, vinculada a los nombres de Gayatri Chakravorty Spivak y Homi Bhabha, a los que habría que añadir el del excéntrico Slavoj Zizek. En este panorama norteamericano, por más que Spivak y Bhabha sean de origen hindú y Zizek esloveno, han interferido otras autoridades europeas (primero, Foucault, Derrida, Bajtín; después, Badiou, Agamben ...) pero siempre filtrados por su impacto en el mundo anglosajón, hasta el punto de que su imagen responde más a la apropiación norteamericana que a la obra misma.
Este hegemonía norteamericana en las humanidades tiene su expresión en Europa, tanto la occidental como la oriental, en América Latina y, por supuesto, en todo el ámbito anglosajón de ultramar (Australia, Asia y África). Sin embargo, en España esta hegemonía ha encontrado una considerable resistencia. Sobre todo en el ámbito del hispanismo peninsular puede decirse que la presencia de esa influencia anglosajona es residual. Pese a ello, José Carlos Mainer ha escrito recientemente, en el prólogo a su Historia de la literatura española (8 vols.), que los últimos cuarenta años han supuesto la edad de oro del ensayismo universitario español. Este ensayismo no se reduce a los estudios literarios pero es evidente que estos estudios juegan un relevante papel en ese panorama. También es verdad que esta resistencia no es sólo española. En el campo del hispanismo se da también en otros ámbitos geográficos. Y en otros dominios europeos también se da este fenómeno. Pero en el caso del hispanismo esta situación de escisión en dos grandes ámbitos supone una grave crisis de la disciplina que hace cada día más difícil la posibilidad de un diálogo entre hispanistas de ambos lados del Atlántico.
Un libro publicado recientemente, The Novel After Theory de Judith Ryan (Nueva York: Columbia UP, 2012) ofrece la versión oficial en el mundo académico norteamericano de la crisis abierta en los estudios literarios. La teoría literaria –dice Ryan- se ocupaba de rasgos intrínsecos tales como el estilo, el imaginario, los modos narrativos, el género y otros. Algunos estudios de teoría literaria también se interesaron sobre aspectos extrínsecos de la literatura, tales como la relación con contextos varios, y con ángulos distintos de aproximación que deberían tomarse para comprender textos literarios. En los primeros años 70 comenzó el giro, al penetrar las ideas desarrolladas en Europa en los curricula de las universidades anglo-americanas. El término “teoría” se expandió mucho más allá de lo que se había entendido previamente por “teoría literaria”. Así vino a naturalizarse en el dominio angloparlante para referirse al reciente pensamiento europeo que no se limitaba al campo literario. Muchas de esas teorías emergieron de la historia y de las ciencias sociales, y no de las humanidades. Venidas de Francia y Alemania, tendieron a usar un lenguaje denso que muchos lectores encontraron alienante e intimidatorio. Los debates sobre ideas y terminología usadas en este tipo de teoría pronto prendieron y los observadores comenzaron a hablar de estas controversias como “guerras teóricas”. Aunque la expresión “teoría literaria” se utiliza todavía en relación a las nuevas teorías, excede muy ampliamente el dominio de lo literario. Esta es la razón por la que “teoría” ha llegado a ser utilizada como una categoría omnicomprensiva. Estas son, traducidas literalmente, las palabras de Ryan. A este fenómeno se le ha dado en llamar posteoría. No se trata de una corriente más o menos estructurada. Es un magma que funciona como un discurso autorreferencial y sustitutivo de su objeto natural. Más que la literatura, las otras artes o la cultura el discurso posteórico se postula a sí mismo como objeto, un objeto que se sirve muy libremente de ejemplos tomados de la literatura y de otros discursos. En cierta medida, este discurso se sitúa en la antípodas de la filología, tan apegada a los textos y tan despegada del ensayismo teórico.
Y ¿qué? es el reproche generalizado que desde el discurso after theory se dirige a los estudios de la escuela de filología española. El horizonte de la filología hispánica suele agotarse en la mera descripción de la producción literaria. Consciente de esta debilidad, Mainer ha propuesto una iniciativa previa y doble para su historia literaria: la definición del campo literario y de sus arrabales paraliterarios de cada época, en primer lugar, y la sociología de la autoría. El concepto bourdieuano de campo literario incluiría, además de delimitar su alcance, investigar la relación de la literatura con el poder, las formas de su conservación y canonización. La sociología de la autoría se orientaría hacia la consideración del autor como poeta, intelectual, más o menos profesional y su estatus social (alcances de su formación, modelos de vida y sociabilidad, y conciencia de grupo). El tercer momento de la investigación literaria sería la historia literaria propiamente dicha, esto es, una narración cronológica fundada en las obras y su análisis. En definitiva se trata de proteger la narración histórica envolviéndola en un marco sociológico que delimite las condiciones sociales de la producción literaria y de la autoría.
Cambiemos ahora de perspectiva. El modo culturalista anglosajón de proceder es distinto. Este método está muy poco interesado en el discurso histórico literario. Tampoco le interesa el campo literario sino el campo más amplio de lo que suele denominarse representación. Imágenes, sonidos, espectáculos, textos... todo es representación. Y se supone que unas leyes culturales de naturaleza sociológica rigen en todo momento las dinámicas de la representación, concebida muy generalmente como la construcción de la identidad individual. Este planteamiento suele tener dos orientaciones contrapuestas. En la primera de estas orientaciones, que podríamos llamar foucaultiana, las leyes culturales son concebidas como un circuito cerrado de transmisión de energías sociales, al modo como suelen concebirse hoy los flujos monetarios. La segunda de las orientaciones apunta hacia una forma de fenomenología, a menudo peculiar. Esta fenomenología permite una especulación mayor que la anterior, pero suele converger con ella en una hermenéutica del sujeto. Y, en la práctica, no resulta fácil distinguirlas a no ser por el carácter más sociológico de la primera.
Esta línea fenomenológica está ganando la partida a la opción sociológica porque permite una mayor variación argumental y ofrece mayores posibilidades al narcisismo. Suele justificarse en recomendaciones que no comprometen mucho y que se remontan al fundador de la disciplina, Edmund Husserl. Tales recomendaciones son: librar la mirada de prejuicios, descubrir cotidianamente la maravilla en lo cotidiano y describir lo esencial de las cosas que despierta en nosotros la maravilla. Esta práctica convierte al hermeneuta en un mago. Sin duda debe resultar divertido hacer magia de lo ordinario, aunque, como todo juego, puede llegar a cansar.
Tres formas de fenomenología aplicada parecen destacar en el panorama actual. La primera se debe a la influencia del crítico de arte norteamericano Arthur Danto. La segunda es europea y sigue la estela de Giorgio Agamben. La tercera es también europea y no renuncia a un perfil marxista: se trata de la influencia del pensador francés Alain Badiou. Estos tres pensadores tienen en común su pretensión de filosofar sobre la literatura sin caer en la trampa maldita de la estética. La estética es considerada todavía hoy como un discurso reaccionario. [1]De ahí que estos pensadores se las ingenien para puentearla o, mejor, sustituirla por la fenomenología (también pueden decir ontología). Agamben establece un diálogo entre la filosofía, la teoría política y la literatura, pero la última palabra la tiene la teología. Badiou se interesa también por esas tres disciplinas primordiales -filosofía, teoría política y literatura- pero persigue una ontología cuyo contenido sería matemático. Danto se dice analítico y se conforma con la aplicación de conceptos filosófico-abstractos a las artes, aunque entre los autores que le han interesado destacan Merleau-Ponty y Schopenhauer. Agamben y Badiou comparten un impulso ético-político (aunque de distinta orientación) que no es tan evidente en la perspectiva de Danto (aunque conviene recordar que Danto adquirió notoriedad como crítico de arte en The Nation, el semanario progresista americano). Pero todos ellos comparten la creencia de que la literatura y las artes son terrenos en los que es posible ejemplificar casos de curiosidades metafísicas. Y a los tres les interesa más el método y la reflexión metafísica que el objeto al que se aplica.
Quizá haya una tendencia compartida por todas las formas de investigación en los estudios literarios y, en general, en las humanidades actuales: es la tendencia al narcisismo. Los académicos más destacados suelen mostrar actitudes narcisistas en su relación con el mundo académico, hasta el punto que la minoría que no cultiva el narcisismo llama la atención precisamente por esa carencia. Pero no es a esta manifestación del narcisismo a lo que quiero referirme sino a un narcisismo metodológico. Bien podría decirse que esta forma de narcisismo se caracteriza porque el método prevalece sobre los contenidos. No importa tanto que los contenidos se renueven e iluminen los dominios afectados como que el método se presente como original y ofrezca una reflexión metateórica.
Este carácter narcisista parece la causa de lo efímero de estos planteamientos. La vida de esta metateoría suele durar unos pocos años, los que dura una moda intelectual cualquiera. Y, a menudo, esa vida suele coincidir con los momentos de esplendor circunstancial del autor. Una vez desaparecido el autor del mundo de los vivos sus obras se convierten en fósiles culturales, materia de interés para arqueólogos del conocimiento y, en todo caso, de algunos nostálgicos. La literatura secundaria a la que han dado origen esas obras en apariencia monumental suele limitarse a lo que los clásicos denominaban explanationes, esto es, simplificaciones y justificaciones entrecruzadas. Estas explanationes no se interesan por los resultados que el método pueda aportar y menos por ir más allá de lo que fue el teórico de referencia, sino que su interés reside en la originalidad o, incluso, en la impostura de tal método, pues eso parece prestar un aura admirable que se pretende trasladar al epígono admirador. Los estudios literarios, como los estudios de humanidades y el mundo académico en general, no pueden sustraerse a la dinámica de convertirse en un espectáculo. Lo que no hace mucho era terreno de luchas por el poder y por la hegemonía de escuelas se está convirtiendo en un nuevo retablo de las maravillas.
Narcisismo y conservadurismo funcionarial (el de la filología tradicional): esa parece la disyuntiva. Debemos preguntarnos a qué responde. Una perspectiva histórica nos explica que el auge de las filologías modernas se debió al impulso de los nacionalismos europeos en el siglo XIX. Se trataba de dar una cobertura cultural al estado moderno, burgués. Hoy no se da ese impulso nacionalista, salvo en los casos de nacionalismo tardíos, disconformes con el mapa europeo actual que hemos podido apreciar tanto en el este como en el oeste europeos. El discurso filológico se ha quedado obsoleto, sin estímulos para la renovación. Por otro lado, una nueva demanda proviene de las sociedades plurinacionales y pluriculturales. Relativizar las diferencias de clase, etnia y sexo es una necesidad actual. Los planteamientos posteóricos tratan de justificarse en esa demanda: desactivar la herencia poscolonial y la desigualdad socio-cultural. Es evidente que la influencia que tuvo la filología en la formación de las culturas nacionales modernas fue muy superior a la que puede tener hoy la posteoría en su apología de un mundo abierto. Más bien, la posteoría parece un fenómeno de transición de la gran crisis de las primeras disciplinas modernas a una segunda etapa de esas disciplinas, una etapa en la que la unidad del fenómeno cultural ha de prevalecer sobre las particularidades de las disciplinas. De ahí la búsqueda incansable de una disciplina fuente de carácter transversal que para unos es la historia cultural, para otros la fenomenología o, incluso, la ontología.
[1] Sobre el problema de la estética en relación a la teoría literaria, ver la entrevista publicada en el número anterior de la revista