Algunos problemas metodológicos de la comparación de textos
Algunos problemas metodológicos de la comparación de textos
En un mundo donde la especialización es regla, y en donde es factible encontrar eruditos y bibliografía sobre casi cualquier texto medianamente relevante que no haya sido producido en los últimos cinco años, el análisis comparativo presenta algunas ventajas atendibles. En primer lugar, la posibilidad de salirse de los márgenes de un único texto nos ayuda a prevenir la tentación de sacralizarlo o de asignarle un lugar superlativo en una tradición de la que quizás es sólo un epifenómeno. En segundo lugar, multiplica la posibilidad de alcanzar algún grado de originalidad, ya que por lógica, el número de conexiones hallables entre distintos textos supera la cantidad de hipótesis que cada texto podría soportar individualmente. En tercer lugar, aunque el agrandamiento de un corpus trae sus peligros (sobre todo porque exige abrir muchos flancos a la vez, y conlleva el riesgo casi inevitable de que no será posible trabajar con toda la bibliografía sobre cada elemento de nuestro corpus), al menos nos facilita terminar nuestra investigación con la conciencia de que hemos ampliado nuestros horizontes. Por último, pareciera que la búsqueda de conexiones exigiera una dosis de creatividad adicional, ya que si bien consideramos (lo que no tiene por qué ser el caso) que el análisis de un texto implica primero que nada atender a lo que encontramos en él, las conexiones potenciales parecieran depender, en mayor medida, de la capacidad para imaginarlas.
Sin embargo, este último elemento es un arma de doble filo: nadie niega que la creatividad tiene un lugar en el trabajo interpretativo, pero cuales son exactamente las normas a las que debe atenerse es algo muchísimo más discutible. Esto se multiplica en relación con las lecturas comparativas, ya que en algún nivel, todo tiene que ver con todo, y cualquiera que coloque suficiente energía puede encontrar rastros de Aristóteles en El Señor de los Anillos, coincidencias "significativas" entre las obras de Molière y Game of Thrones, o entre los haikus de Issa y las novelas de Dostoievsky. Puede argumentarse, por otro lado, que es la Historia la que nos dará el parámetro para apuntalar una hipótesis comparativa. La Historia nos dirá si Tolkien leía a Aristóteles con devoción, si G. R. R. Martin le escribe mails a sus foristas amigos señalando la influencia que tuvo para él Tartufo a la hora de elaborar los rasgos del Maester Pycelle, y si Dostoievsky tenía en su biblioteca una carta de algún amigo viajero una traducción al ruso del poeta del siglo XVIII. Otra opción de corte histórico consiste en demostrar algún tipo de tradición comparatística pre-existente: si muchos eruditos consideraron pertinente establecer las diferencias y similitudes entre Shakespeare y Racine, eso podría de por sí ser motivo suficiente como para seguir recorriendo ese camino. Lo mismo puede suceder si se trata de textos que fueron editados juntos en algún período. Sin embargo, es bastante claro que este apoyo histórico nunca agota las posibilidades de análisis. Siempre habrá mucho que no sabemos sobre lecturas e influencias, y la teoría literaria viene machacando desde hace décadas que lo que el autor opine sobre su obra tiene una importancia relativa (o nula). La inexistencia de una tradición comparativa alrededor de un corpus puede ser un buen motivo en sí mismo para iniciarla. Y si nos vamos más atrás en el tiempo, la posibilidad de determinar con algún tipo de exactitud las obras conocidas de primera mano por un autor es muy restringida.
Apenas hace falta decir que el campo de estudios que más ha trabajado con estos problemas es el de las “Literaturas Comparadas”, sin embargo, varios autores contemporáneos de esta corriente admiten que esta rama de los estudios literarios no se ha provisto de un “método” comparativo específico e identificable (Behdad & Thomas, 2011). Por otra parte, el tema que me propongo trabajar aquí no pertenece específicamente a este área, ya que el objetivo de este artículo es pensar algunos problemas de la comparación sin preguntarse específicamente por cuestiones geográficas, culturales y políticas. En otras palabras, el tipo de operaciones que intentaré precisar suelen usarse tanto para comprar fenómenos culturales distantes en el tiempo y en el espacio (como los ejemplos que di más arriba) como para comparaciones que podrían caer dentro de las “literaturas nacionales”, o incluso, dentro de la “vida y obra” de un autor específico.
A modo orientativo, antes de comenzar con la descripción y el análisis de tres modelos comparativos, una aclaración terminológica. Lo que me interesa pensar es la articulación de tres elementos: corpus, problema, e hipótesis, siempre en relación con trabajos cuyo corpus incluye más de una unidad. El corpus es la suma de los objetos que se analizarán, que típicamente en nuestro caso son textos. El “problema” es aquel aspecto que queremos trabajar en esos textos, como puede ser “la representación de la mujer”, “las relaciones de poder patriarcal”, “la concepción de la estética”, etc. Y la hipótesis es aquello que queremos decir sobre ese problema y ese corpus. Los tres elementos pueden concebirse en sucesión: el problema incluye el corpus y la hipótesis incluye el corpus y al problema.
La forma intuitivamente más inmediata de comparar dos o más cosas parece ser un simple cuadro de doble entrada. Cada columna puede ser una unidad del corpus (un texto, un autor, o alguna categoría de agrupación cualquiera) y cada línea un aspecto del tema central a tratar. Al final del cuadro puede eventualmente figurar un “saldo”, una suma de los elementos de la columna que resuma todas sus propiedades centrales. Esto no tiene porque suceder literalmente, cuando me refiero al modelo de “cuadro comparativo de doble entrada” no estoy indicando solamente aquellos estudios que grafiquen sus conclusiones en forma de cuadro, sino más bien a la forma del razonamiento que sostienen. Aunque a menudo se nos presenten en un trabajo vagas alusiones a metáforas batjinianas sobre el dialogismo, o de Gadamer sobre los horizontes, o de Foucault sobre la dispersión, ¿no son a menudo sólo formas de embellecer un simple cuadro comparativo?
La principal virtud del cuadro de doble entrada es su innegable simplicidad. Aunque a primera vista puede parecer rígido, lo cierto es que la posibilidad de incluir una larga lista de líneas sumado al hecho de que los contenidos de cada columna pueden variar sin restricción alguna, hacen que las posibilidades de este esquema sean incontables. Es perfectamente posible comparar ad infinitum siguiendo la lógica de A dice X sobre Y, B dice J sobre Y, C dice H sobre Y, etc. etc. etc.
Por supuesto, esta infinitud es su mayor defecto. Nada me impide hacer un cuadro de doble entrada que compare los discursos sobre la alimentación y el cuerpo en la letra chica de un paquete de Chizitos en las novelas de Rabelais y en las sátiras de Horacio. Debido a su laxitud, pareciera que sólo hay tres formas de justificar su pertinencia, que pueden darse juntas (en el mejor de los casos) o por separado. La primera es la pertinencia histórica. El hecho de que dos textos presenten visiones en algunos puntos similares y en otros puntos diferentes sobre un problema históricamente bien identificado (por ejemplo, dos textos literarios que relaten el mismo episodio) puede ser en sí mismo un motivo válido para armar un esquema interpretativo que responda a un cuadro de este tipo. Esto es bastante común si se trata de comparar dos obras de distintos autores que tratan del mismo tema, por ejemplo. Constatar sus similitudes y diferencias no debería ser, de todos modos, el punto final de un trabajo, sino que debería dar lugar a una explicación que las desarrolle en relación con algún aspecto. Pero aún si la explicación no es tremendamente interesante, pareciera que donde la Historia (literaria o extraliteraria) ha marcado una relación pertinente, jugar a reconocer similitudes y diferencias no es una empresa fútil. Dependerá, claro, de la sutileza con la que se estructuren estos elementos. El modelo del cuadro de doble entrada es, por eso mismo, más “textualista” que otros de los que presentaremos a continuación, ya que en él cada texto mantiene su individualidad y su integridad.
El otro argumento que puede justificar estos cuadros consiste en proveer una excelente explicación de la lista de similitudes y diferencias enunciadas. Así, una comparación entre dos ficciones cyberpunk puede ser un buen punto de partida para explicar las diferencias entre el capitalismo de los 70 y el de los 90 en el imaginario literario estadounidense, por ejemplo. Los problemas aparecen si esta explicación es débil y se trata de sostener una hipótesis únicamente en el valor descriptivo del cuadro, ya que esto lleva al armado de listas inútiles de rasgos que pueden multiplicarse sin fin, o a vaguedades como que la diferencia entre un elemento del corpus y el otro es que en el medio pasaron cuatro siglos.
Finalmente, podemos pensar en un tercer argumento a favor de su empleo: la identificación de un problema lo suficientemente interesante como para que la articulación del corpus sea ya de por sí una apuesta teórica destacable. Por ejemplo, es obvio que un cuadro comparativo que presente las distintas descripciones de los escritores argentinos del siglo XIX del paisaje tucumano sólo tendrá interés si: a) la explicación de esas diferencias y similitudes es lo suficientemente original y sugestiva; b) el análisis textual de cada elemento del corpus es enriquecedor en sí mismo. Sin embargo, si el problema que agrupa el corpus ya es de por sí un descubrimiento, estos elementos (aunque siempre bienvenidos) no serán tan imprescindibles. Imaginemos por ejemplo que alguien descubriera que un grupo de textos de la generación del ’80 cita indirectamente a un oscuro tratado de alquimia medieval del que nadie se había percatado. En un caso como ese, un cuadro de doble entrada describiendo las aproximaciones a la alquimia y las distintas formas de aludir a ella en cada texto pueden ser lo suficientemente interesantes de por sí. El cuadro aquí ya no cumple una función central, de todos modos, y pasaría a ser sólo un elemento auxiliar.
Podemos pensar la participación alrededor de varias imágenes. Por un lado, la participación platónica: una cosa es bella porque participa de la idea de la belleza, dice Sócrates en el Fedón. Por otro, la participación en un crimen, con sus distintos grados. Tanto en un caso como en otro, la idea central es que aquí ya no se trata de comparar de forma descriptiva de acuerdo a una lista indefinida de elementos, sino más bien de sostener una hipótesis "fuerte" y establecer qué relación tienen los elementos de nuestro corpus con ella.
Mientras que en el cuadro de doble entrada lo fundamental no era tanto aquello que se quería probar, sino la comprobación de que dos o más elementos de un corpus comparten una problemática que pueda ser susceptible de comparación, aquí partimos de un juicio crítico. El primer modelo es más inductivo-descriptivo, el segundo, más analítico-explicativo. La participación puede ser pensada tanto en términos "cuantitativos" (aunque en un sentido algo laxo del término) como cualitativos. Por ejemplo, si dijéramos que “Los autores de la generación beatnik sostenían una visión anárquica de la creación literaria”, y luego tomáramos los textos de estos autores y evaluáramos hasta qué punto cada uno de ellos participa afirmativamente de esta aseveración. La cuestión es cualitativa, en la medida en que nos preguntamos por la forma en la que participan (¿los autores sostienen explícitamente esta tesis en algún texto? ¿los personajes que nosotros consideramos centrales lo hacen? ¿hay elementos narratológicos que nos permiten justificarlo? etc.), y cuantitativa, en la medida en que es posible afirmar que algunos textos/autores participan “más” y otros menos.
Mientras que el modelo del cuadro de doble entrada privilegiaba la individualidad de cada texto frente a la identificación precisa de un problema y una hipótesis, aquí nos encontramos con la situación inversa. Lo fundamental será ahora poder hacer que la idea de la que nuestros textos participarán sea lo suficientemente fuerte.
Hablar de participación de todas formas trae diversos problemas. En la medida en la que aquí lo estoy usando como una imagen, no pienso hacerme cargo de todas sus implicaciones ontológicas, [1] sino únicamente de algunas de sus consecuencias para pensar la forma de encarar estudios comparativos sobre problemas propios de los estudios literarios. En primer lugar, hablamos al principio de tres componentes: corpus, problema e hipótesis. Cuando hablamos de participación, pensamos principalmente en una determinada visión cualificada del problema. O sea, no se trata de que varios textos participen de “el amor” o “la política” sino de una determinada concepción del amor (“el amor como fuerza cósmica”) o de la política (“la política burguesa como forma de opresión de las masas obreras”). Podemos imaginar un corpus de textos de los que queremos afirmar que participan de la idea del “masas populares representadas como fuerzas revolucionarias”. Entonces, juntamos un grupo de (digamos) novelas y decimos en qué medida esa idea aparece encarnada en ellas, con las variaciones cuantitativas y cualitativas que sean necesarias (por ejemplo, en un texto aparecen de hecho miembros de las clases populares en la Rusia zarista, en otro, Ewoks con pretensiones revolucionarias). Nuestra hipótesis consistirá en sí misma en la afirmación de esta participación, digamos, “las novelas A, B y C participan de una representación de las masas populares como fuerzas revolucionarias”. Esto puede pensarse en términos judiciales también: seríamos entonces fiscales que acusan a los textos A, B y C de ser culpables de participar de la representación de las masas populares como fuerzas revolucionarias, e intentaríamos convencer al juez y al jurado de que este es el caso.
Hay sin embargo, una distinción que a veces puede resultar sutil y que corresponde hacer entre los trabajos cuyo núcleo es una hipótesis comparatística, y aquellos cuya hipótesis es una afirmación en sí misma que toma a un corpus (por lo general, relativamente indefinido) como ejemplo. Pensemos en el texto de Deleuze sobre la “superioridad de la literatura norteamericana”, donde se afirman una serie de tesis acerca de cómo es esta literatura. Aquí no se trata tanto de establecer vínculos comparativos entre obras concretas afirmando su participación en un problema definido sino más bien de enunciar un “modo de ser” de la literatura y luego dar ejemplos. Algo similar pasa con aquellos textos (en general más bien ensayísticos) que afirman algo sobre la “naturaleza” de la literatura (“la literatura es el arte del ocultamiento” o falacias por el estilo) y que luego citan a Mallarmé y a algún otro francés más o menos vanguardista como ejemplo por antonomasia. Lo cierto es que aquí podemos hablar también de “participación” (en principio se estaría diciendo que la literatura entera, como concepto, participa de esta idea), pero es más dudoso que se trate de trabajos con un eje comparativo. La frontera es tenue de todos modos. En la medida en que el modelo de participación tiende a poner el acento sobre el concepto y menos sobre la especificidad del corpus, este deslizamiento siempre resulta posible. Quizás la mejor forma de establecer la diferencia es ver si lo que se intenta demostrar es algo concreto sobre los textos, o más bien una idea general de carácter digamos “filosófico”. Por ejemplo, no es lo mismo comparar dos textos, uno de Sade y otro de Petrarca, para decir que la concepción del amor en ambos casos participa de “una objetivización del cuerpo femenino” y dedicar el desarrollo argumental del trabajo a demostrar cómo esto sucede en cada texto, que escribir un trabajo defendiendo la idea de que “el cuerpo femenino es un objeto literario” y dar ejemplos salteados de varios textos que se adecuen a nuestro concepto general.
Las variaciones en la cantidad y cualidad de la participación son las que a veces resultan más problemáticas para argumentar este tipo de hipótesis. Cualquiera que haya trabajado con un corpus no demasiado homogéneo tiene que enfrentar algunos elementos difíciles de procesar, y a menudo nos vemos atrapados entre alternativas insatisfactorias, como "ablandar" el juicio (diremos entonces que la estética beatnik no es anárquica sino en todo caso "no-clásica"), lo que le quitará interés a nuestro trabajo, o tendremos que hacer nuevos recortes (ya no se tratará entonces de "los autores beatnik" sino específicamente de Ginsberg) cuya consecuencia puede ser igualmente descorazonadora. Otra estrategia bastante común es hacer malabares con los elementos cualitativos para poder demostrar que al menos en cierto sentido la obra X puede entrar en la hipótesis Y, pese a que a primera vista esto parecería disparatado.
Como siempre, no hay límites precisos para poder determinar hasta qué punto podremos argumentar una participación efectiva de una obra en la idea que queremos defender, o en el crimen epistemológico que llamamos hipótesis. Un problema particular es el de la "participación nula". ¿Hasta qué punto el resultado de una investigación en el área de Letras puede ser negativo? Sabemos que en otras ciencias no está mal visto que un paper termine concluyendo que la hipótesis a demostrar resultó errada... siempre y cuando se considere que había al menos algunos buenos motivos para pensar que podría haber sido verdadera. ¿Es válido presentar un trabajo de investigación en Letras sobre un conjunto de textos para luego concluir que alguno de ellos no puede relacionarse con el resto? Ante una situación así, uno primero pensaría: ¿por qué entonces incluirlo en el corpus? Este tipo de conflictos pone el acento sobre la relativa complejidad de alinear un problema con un corpus y con una hipótesis.
Voy a dar un ejemplo personal. En mi investigación doctoral trabajo con textos de cuatro autores: Lorenzo Valla, Marsilio Ficino, Tomás Moro y Erasmo de Rotterdam. El problema es la forma en la que la recuperación y revalorización del epicureísmo afectó la conceptualización del placer en algunas de las sus obras. Esto no me trae mayores dificultades, ya que los textos elegidos hacen alusiones explícitas a Epicuro y a su teoría de la hedoné (aunque con enormes diferencias en términos cuantitativos). O sea, en un sentido platónico, todos participan de la idea del “placer epicúreo”. El problema es que, una vez identificado este corpus y este problema, resulta difícil plantear una sola hipótesis que, como el anillo de Sauron, los ate a todos bajo su poder. Tengo entonces que lidiar con la pregunta ¿puedo pensar una hipótesis que abarque a tres de los cuatro autores, y declarar que el cuarto de ellos simplemente no encaja, o es metodológicamente más satisfactorio encontrar la forma de ajustar la hipótesis todo lo necesario para que pueda abarcar a los cuatro, aun admitiendo diferencias cualitativas y cuantitativas importantes?
El último modelo que pienso discutir es probablemente el más satisfactorio para nuestro espíritu teleológico y causalista, ya que la dispersión de enunciados o de puntos de fuga, aunque dan lugar (en algunas ocasiones) a párrafos bellamente escritos, rara vez logran reemplazar esa sensación de orden y progreso que surge cuando logramos alinear un corpus hacia su consumación definitiva. Quizás no sea más que una parte del sueño remoto de que todos los fenómenos culturales confluirán algún día en una obra perfecta que dará cuenta de la totalidad de la experiencia humana.
¿Qué implica el modelo dialéctico? Aquí se trata de la identificación de un problema y una hipótesis que alcanza su realización más prístina en un texto, mientras que en el resto del corpus aparece más o menos desarrollada. Los distintos grados de “participación” se vuelven entonces naturalmente explicables en base a un orden sucesivo, que puede o no ser causal. Si se trata de una serie de obras pertenecientes al mismo autor, esto se explica como una forma de evolución intelectual. Si se trata de un corpus más disperso, podemos pensar o en el movimiento del Espíritu Humano, o encontrar algún tipo de causalidad histórica que explique el mayor desarrollo de aquello que queremos demostrar.
Mímesis de Erich Auerbach es un modelo de este tipo de interpretaciones. Aunque a menudo sea más recordado por sus brillantes análisis de obras o períodos individuales, este libro presenta una evolución de la noción de realismo que implica varias fases con distinto nivel de desarrollo, cuya culminación más poderosa es el realismo decimonónico. Hay aquí una hipótesis sobre el “realismo serio” que aparece distribuido de forma irregular en la Historia, pero con una tendencia al perfeccionamiento ascendente. Auerbach tiene que realizar también ciertos esfuerzos argumentativos para justificar el realismo de autores como Dante, pero en general, hay consenso en que salió airoso. También hay consenso en que tratar de imitar su proyecto crítico resultaría extremadamente difícil en el mundo contemporáneo.
Las dificultades que trae pensar un corpus en términos de superación son varias. En primer lugar, está la cuestión histórica, de la que este modelo parece depender más que los dos anteriores. Podemos plantear, quizás, que L’éducation sentimentale es una superación de los problemas presentados en las novelas anteriores de Flaubert, pero, ¿podríamos pensarlo a la inversa? ¿Puede haber un movimiento dialéctico que vaya en sentido contrario al de las agujas del reloj? En principio esto no sería imposible de pensar, pero requiere una serie de estrategias retóricas que justifiquen una posterior “involución” en relación con aquello que queremos mostrar. Si tenemos un corpus cuya ordenación cronológica es inversa a la de la mayor explicitación/desarrollo de los elementos que justifican nuestra hipótesis, lo más probable es que optemos por el modelo exactamente inverso, es decir, la “decadencia”. Cronológicamente la última obra tendrá los “rastros” de aquellos elementos que justificaban nuestra especulación, rastros que brillaban abundantemente en las primeras muestras.
La ordenación evolutiva y/o dialéctica de la participación o adecuación a una determinada hipótesis conlleva también el riesgo de estar influenciada por factores axiológicos y prejuicios de distinto tipo. La lectura de Auerbach del realismo post-flaubertiano (el modernismo de Woolfe) ha sido percibido como vacilante por algunos de sus críticos, que no olvidan mencionar que Woolfe es “casualmente” la única mujer de la colección. Podemos pensar también en la perspectiva de Lukács de la “involución” del realismo entre Balzac y Zola. En relación con esto, es necesario hacer dos salvedades. Primero, la diferencia de “valor” no es una consecuencia inevitable de los estudios que ordenan el desarrollo de una hipótesis en términos consecutivos. Por ejemplo, si yo estoy estudiando la concepción epicúrea del placer y comparo varios textos para llegar a la conclusión que en el texto X se llega a la consumación absoluta de esta concepción frente a la realización imperfecta que encontramos de los textos A y B (o en los posteriores Y y Z), esto no implica aseverar que estos últimos sean “peores”, solamente se marca una diferencia alusiva a mi hipótesis particular. En segundo lugar, la presencia de juicios de valor no es algo malo en sí mismo, y bien puede ser una decisión consciente, en la medida en la que la hipótesis de la que partimos incluye algún tipo de contenido que excede “lo que es” y apunta también a “lo que debe ser”. Por ejemplo, si considero que la concepción del placer que salvará a la humanidad es la epicúrea, entonces los textos que en mi lectura se adecuen más a esta tesis serán los “mejores” en sentido pleno. Aun así, esta división no es siempre muy clara y a menudo el compromiso que involucra defender algún tipo de hipótesis hace que desarrollemos una mayor simpatía por aquellos textos en los que su desarrollo es límpido, quizás solamente porque no nos dieron tanto trabajo.
Una frase de Shakespeare que aparece citada en más de un estudio de Literaturas Comparadas reza: comparisons are odourous, aunque no hay consenso acerca de si odourous es o no una forma de decir odioso o si tiene algún otro significado. Sea como sea, no es algo agradable. Es verdad que comparar dos o más obras siempre parece implicar peligros adicionales, como decíamos en la introducción, ya que la posibilidad certera de encontrar un “territorio común” para siquiera plantear la comparación depende de muchos factores difíciles de manejar, sobre todo si no queremos acudir a abstracciones como “el espíritu humano”. El modelo del cuadro de doble entrada, aunque bastante usado, no goza de mucho prestigio y su validez epistemológica es por lo menos discutible. Su uso abusivo plantea interrogantes acerca de la utilidad de cualquier comparación, al menos para los escépticos. Al principio de este artículo nos referimos a algunas ventajas de la comparación, sin embargo, y mucho se ha escrito al respecto, desde Goethe en adelante. En nuestro repaso por tres modos comparativos, no hemos incluido el que quizás podría considerarse como el más ambicioso: la constitución de un Sistema Total, del que cada elemento de un corpus funciona como un engranaje perfectamente ubicado. Así, cada texto puede ser una “respuesta posible” a un interrogante definido por un problema. Todos juntos, representan entonces la totalidad de sus potencialidades. Aunque rara vez realizado, hay algo de la perfección de este modelo que funciona como un deseo semi-inconsciente de cualquier trabajo comparativo, ya que provee la ilusión de que un corpus concreto tiene su auténtico sentido sólo en su interrelación con los otros elementos. La comparación se volvería así no un elemento que necesita ser (penosamente) justificado por sus resultados, sino un principio esencial que emerge como la condición de posibilidad de cualquier estudio.
Gadamer (2004: 297) menciona una dificultad atendible cuando plantea su concepto de tradición: el comparar una obra estrictamente contemporánea con una (o varias) “clásicas” tiene sus riesgos, ya que corremos el peligro de asignarle una importancia demasiado grande a los elementos que tienen en común e ignorar la tradición compleja que circula entre ellos mediatizando esos elementos. Por supuesto, no tenemos por qué acordar con el clasicismo de Gadamer, pero no deja de ser cierto que encontrar paralelos entre una obra antigua y una moderna no es demasiado difícil ni, en la mayoría de los casos, demasiado satisfactorio en sí mismo. Seguro que hay chistes en común en Plauto y en Seinfeld pero es menos seguro definir qué utilidad tiene comprobarlo, a menos que se pueda sostener con una hipótesis fuerte que el vínculo con Plauto ilumine aspectos que no son obvios para cualquier espectador.
Sería perfectamente posible terminar este artículo con un meta-cuadro de doble entrada que listara los tres modelos destacando sus características. A fin de cuentas, nuestro mayor esfuerzo ha sido descriptivo. Si intentáramos en cambio pensar en el modelo conceptual/participativo, podríamos apuntar a una problematización más pormenorizada del hecho mismo de que existan “modelos comparativos”. Más modestamente, la propuesta central de este artículo, en línea con uno de los objetivos recurrentes de la revista, es abogar por un realismo crítico que nos haga conscientes de lo que realmente hacemos cuando nos ponemos a trabajar con un corpus heterogéneo, incluso más allá del “marco teórico” que digamos estar utilizando.
Bibliografía
Gadamer, Hans. (2004). Truth and Method. New York, Continuum publishing group.
Behdad, Ali, y Dominic Thomas (eds). (2011) A Companion to Comparative Literature. Chichester, West Sussex; Malden, MA: Wiley-Blackwell, 2011.
[1] El lector filosóficamente más entrenado, o dado en general a las cuestiones ontológicas, encontrará algunas fallas o puntos oscuros en mi uso del concepto de participación ya sea en el sentido platónico o en el judicial. Para empezar, la participación platónica implica que las ideas pre-existen, y que determinar la esencia de las cosas que participan de ellas. Aunque no es inimaginable sostener que “todas las posibles hipótesis comparativas verdaderas existen” y que uno no las inventa sino que las “descubre”, normalmente consideramos esta cuestión desde el constructivismo, que parece ajustarse mejor a la incertidumbre de nuestra práctica y a su dependencia de la retórica. En el modelo judicial, diríamos normalmente que un crimen sucedió o no sucedió y que en una segunda instancia se evalúan sus participantes. Sobre todo, soy consciente de que mucho de lo que explico aquí como participación podría pensarse como una mera “adecuación”, pero aun así creo que presentar el problema en los términos en estos términos tiene sus ventajas