son representativas de los estudios literarios en general, mucho menos
de los lingüísticos.
Pero hay otro componente un tanto más difícil de precisar que es cierta
sensibilidad lingüística, un refinamiento de la percepción que sin duda
atañe a lingüistas y literatos, y que tiene también cierta conexión con el
talento filológico más consuetudinario. Podría uno decir entonces que
tanto el progreso en el conocimiento metalingüístico como el literario
dependen en cierta medida de la posibilidad de entrenar esta
sensibilidad. Aprender sobre morfología, sintaxis, semántica y los
condicionamientos ideológicos y neurofisiológicos que se plasman en el
discurso parece ser un camino para desarrollar este talento, aunque en
ninguna medida lo garantiza. A la inversa, la lectura atenta de textos
literarios que, como quería Jakobson, tienen como eje la estructura
misma del significante, podría considerarse una forma conveniente (e
incluso placentera) para que el o la lingüista aprenda a captar las
sutilezas de su objeto de estudio. Esta conexión existe y todavía opera
como un trasfondo para mantener la asociación entre lengua y literatura
funcionando, pero no por eso deja de tener un carácter vagamente
intuitivo e impreciso. La sensibilidad se entrena hasta cierto punto, y en
otro pareciera ser fruto de factores incontrolables: se la tiene o no.
El problema de la creatividad, o de la conexión entre sistema lingüístico,
convenciones discursivas y producciones subjetivas originales y valiosas
está sujeto a una lógica semejante. La incorporación masiva de escritura
generada por inteligencia artificial lo pone en escena de forma
particularmente dramática. En el presente (septiembre de 2024)
pareciera que, más que al peligro de una Skynet iniciando una guerra