Revista Luthor, nro. 59 (septiembre 2024) ISSN: 18573-3272
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Literatura y lingüística: ¿asunto
separado?
Presentación del número 59
Mariano Vilar
Este número de Luthor esdedicado a pensar posibles puntos de encuentro entre la
lingüística y los estudios literarios partiendo del diagnóstico generalizado de que hoy
estas disciplinas están mucho más alejadas de lo que alguna vez estuvieron. Aquí, un
par de reflexiones sobre las causas y consecuencias de este fenómeno.
* * *
En los primeros párrafos de la célebre conferencia titulada “Lingüística y
poética”, Roman Jakobson declara que:
La poética se interesa por los problemas de la estructura verbal, del mismo
modo que el análisis de la pintura se interesa por la estructura pictórica.
Ya que la lingüística es la ciencia global de la estructura verbal, la poética
puede considerarse como parte integrante de la lingüística.
Todo en este pequeño párrafo nos remite a una época: el énfasis en la
estructura, su asociación con la cientificidad de la lingüística, y el gesto
saussureano de englobar disciplinas en otras: así como la lingüística
debería ser considerada solo una parte de la semiología, la poética
estaría integrada en la lingüística.
Se ha dicho muchas veces que el estructuralismo de mediados (y un poco
más) del siglo XX tiene para los interesados en la teoría literaria un aura
de locus amoenus. La cantidad de exponentes tan grandiosos como
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prolíficos, la nueva masividad de las universidades como condición de
posibilidad del distanciamiento respecto de la filología tradicional, la
multiplicación de conceptos y enfoques novedosos, la fertilización
cruzada entre marxismo, psicoanálisis y lingüística, y muchos otros
factores que han sido listados ya varias veces iluminan este período con
un resplandor particular.
Aunque el clima actual de los estudios literarios es muy diferente y no
sentimos esa ebullición en las tibias aguas de la teoría del siglo XXI,
mucho de lo que se discutió en ese momento cambió nuestras disciplinas
para siempre, y por más críticas al estructuralismo y postestructuralismo
que se hayan hecho y se sigan haciendo, nunca volveremos a leer igual.
Sin embargo, el enunciado de Jakobson (y muchos otros que podríamos
citar en la misma línea) resulta particularmente difícil de recuperar. Su
inactualidad es demasiado patente. La teoría y la crítica literaria se
independizaron de la lingüística y viceversa: los rastros de su alianza
quedaron como documentos históricos, como la promesa de un futuro
irrealizado.
En la encuesta incluida en este número le consultamos al respecto a
Nicolás Bermúdez, Laura Kornfeld, Andrés Saab y Alejandro Raiter. Sus
respuestas sobre las causas de la separación no son idénticas, pero
confluyen en varios puntos. El más evidente es el crecimiento de la
especialización académica como consecuencia de las formas de trabajo
contemporáneas. Como sabemos todos los que estamos en este ámbito,
los niveles a menudo alienantes de hiper-especialización hacen que
incluso entre las subramas de una misma subdisciplina las vías de
contacto sean limitadas, y esto se multiplica cuanto mayor es la distancia.
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Sin embargo, también existen cuestiones conceptuales más amplias que
emergen de la propia historia de las disciplinas. Ya en el seno de la
semiología se vislumbraba la amenaza de que la “poética” (o los estudios
literarios) pudiera ser relegada al mismo nivel de relevancia que
cualquier otro sistema de signos. No obstante, la preeminencia de la
lingüística, junto con las afinidades intelectuales predominantes entre los
estructuralistas, hacía que esta posibilidad pareciera improbable. Sea
como fuere, ya no importa mucho, porque el proyecto de la semiología
como marco epistemológico general murió hace tiempo, aunque nadie
pueda precisar del todo cuándo sucedió. Hay profesores de semiología,
críticos culturales e investigadores que producen en marcos heredados
de los cultural studies, pero no semiólogos.
El problema mayor es sin embargo el cruce de dos fenómenos: el lento
desvanecerse de la idea de que la literatura ocupa por sí misma un lugar
destacable (e incluso el más destacable) dentro de una lengua, y la
percepción generalizada por parte de los teóricos y críticos literarios de
que la literatura no está tan hecha de lenguaje como alguna vez se creyó.
Lo primero tiene consecuencias obvias. Si una persona está interesada
en el funcionamiento de una lengua en términos formales, ¿por qué
habría de ir a buscar ejemplos a un discurso tan proclive a la transgresión
y la singularidad como la literatura? Si está interesada en el lenguaje
como discurso social, la literatura queda relegada respecto de los medios
(incluyendo las redes sociales por supuesto). Lo mismo sucede si esta
persona está interesada en los procedimientos psico y neurológicos que
intervienen en el procesamiento del lenguaje. Hay excepciones a todo
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esto, pero son eso: excepciones. Nada impide hoy pensar un plan de
estudios en lingüística que no tenga ni una página de poesía o ficción
entre su corpus obligatorio.
El rol que tiene el lenguaje en la crítica y la teoría literaria es más complejo
de definir: pocos de nosotros negaríamos su centralidad
independientemente de lo que pensemos del “giro lingüístico” y sus
derivados. Sin embargo, en su libro-diálogo con Marcelo Topuzian, Jorge
Panesi declara que “la separación de la lingüística ha sido una liberación
para la crítica” (p.36), y aunque no se detiene a fundamentarlo, las
razones son más o menos imaginables. Entender lo básico de sintaxis
parece seguir siendo necesario o conveniente para poder describir
algunas operaciones estilísticas del discurso literario (algo que de por
no interesa a muchos críticos), pero de Chomsky en adelante la cosa se
pone áspera. Entre la Antigüedad y el Renacimiento la gramática fue
también enarratio poetarum (“explicación de los poetas”). Ahora no es
raro encontrar fórmulas matemáticas en un paper de lingüística formal,
además de un considerable número de símbolos lógicos. El análisis del
discurso nos seguirá resultando más amable, pero justamente por eso
(quizás paradójicamente) consideramos que no lo necesitamos: para leer
ideología en literatura tenemos nuestros propios marcos, algunos de
ellos ya casi con un siglo de vigencia.
¿Podemos superar este hiato recurriendo a la filología, presunta madre
de nuestros saberes literarios y lingüísticos? Para eso tendríamos que
tener algún acuerdo sobre qué se supone que es. La mayoría de las
proclamas sobre su vigencia o la reducen a actitudes existenciales (“la
lectura lenta”) o la atan a prácticas muy específicas (la ecdótica) que no
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son representativas de los estudios literarios en general, mucho menos
de los lingüísticos.
Pero hay otro componente un tanto más difícil de precisar que es cierta
sensibilidad lingüística, un refinamiento de la percepción que sin duda
atañe a lingüistas y literatos, y que tiene también cierta conexión con el
talento filológico más consuetudinario. Podría uno decir entonces que
tanto el progreso en el conocimiento metalingüístico como el literario
dependen en cierta medida de la posibilidad de entrenar esta
sensibilidad. Aprender sobre morfología, sintaxis, semántica y los
condicionamientos ideológicos y neurofisiológicos que se plasman en el
discurso parece ser un camino para desarrollar este talento, aunque en
ninguna medida lo garantiza. A la inversa, la lectura atenta de textos
literarios que, como quería Jakobson, tienen como eje la estructura
misma del significante, podría considerarse una forma conveniente (e
incluso placentera) para que el o la lingüista aprenda a captar las
sutilezas de su objeto de estudio. Esta conexión existe y todavía opera
como un trasfondo para mantener la asociación entre lengua y literatura
funcionando, pero no por eso deja de tener un carácter vagamente
intuitivo e impreciso. La sensibilidad se entrena hasta cierto punto, y en
otro pareciera ser fruto de factores incontrolables: se la tiene o no.
El problema de la creatividad, o de la conexión entre sistema lingüístico,
convenciones discursivas y producciones subjetivas originales y valiosas
está sujeto a una lógica semejante. La incorporación masiva de escritura
generada por inteligencia artificial lo pone en escena de forma
particularmente dramática. En el presente (septiembre de 2024)
pareciera que, más que al peligro de una Skynet iniciando una guerra
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nuclear para destruir a la humanidad, nos amenaza un tsunami de textos
blandos e insulsos producidos automáticamente por una combinación
opaca de algoritmos. ¿Será este el momento de que la lingüística y los
estudios literarios se planteen una nueva alianza para repensar los
vínculos entre subjetividad y lenguaje?
Es difícil saberlo. Por lo pronto, este número de Luthor, más extenso que
la mayoría, demuestra que todavía existen varias personas interesadas
en buscar puntos de contacto entre lingüística y teoría/crítica literaria, y
eso ya de por sí es digno de celebración.