dijo convencido o no, no lo sabemos; sólo sabemos, sí, que no las escri-
bió). Mantras de este tipo: que el lenguaje es … [completar], que el signo
es … [completar], que la lengua es … [completar]. Heteróclito, multiforme,
arbitrariedad, forma, sustancia: la masa amorfa de nuestras jaculatorias
lingüísticas están ahí, nunca mejor dicho, en la punta de la lengua. Así,
creemos saber lo que aprendimos en nuestros trayectos académicos le-
yendo -con suerte- el denominado Curso de lingüística general.
Repetimos, acaso olvidando la maravilla que nace en cada perspectiva, el
punto de vista que determina el objeto. Repetimos, acaso desatendiendo
la suspicacia de las oposiciones, que la lengua es forma y no sustancia.
Pero hay algo que aprendimos también del pillo de Saussure, de su re-
celo, de su continua puesta en duda: eso que aprendimos -ojalá- es algo
del valor. Las monedas, las piezas del ajedrez, la hoja de papel: las figuras
se nos vuelven a la memoria; se nos vuelven también indispensables para
evocar esas ideas. Lo que vale (una cosa por otra, su equivalencia pero
sobre todo su inequivalencia) es algo que sabemos también (pero con ese
otro contemporáneo maldito de Saussure, el mismísimo Nietzsche) que
se trata de una cuestión de posición, o sea, de poder (Saussure no lo dice
así, claro; pero quizá sería plausible de pensar que podría haberlo pen-
sado así si lo leemos, finalmente, a él, al pie de su letra, al ras -con la
perspectiva de la rana nietzscheana- de su idea del punto de vista que
crea).
Ahora bien, si hay algo que podemos afirmar, leyendo no el Curso de lin-
güística general (ese artificio de escritura de ciertas clases, artificio reali-
zado por los muy pocos alumnos, hoy diríamos fans, que asistieron a esas