se basan en la idea de que, dado un texto, siempre se lo puede leer clara,
plenamente, y alcanzar una concepción única, mediante un proceso de
aplanamiento hasta las raíces profundas” (Culioli 2010: 212). Esta ilusión
de transparencia se traslada a la lengua de análisis. Pese a sus
advertencias en contrario, no es poco frecuente leer que la terminología
se da de suyo, como si fuera única, como si los mismos términos no
hubieran llegado a significar, a lo largo del tiempo y de la historia, cosas
completamente diferentes. Así, por ejemplo, en un campo que me es
particularmente cercano, nociones como “cómico”, “humor”, “parodia”,
“chiste” o “ironía”, tienen acepciones bien distintas según quien sea el
crítico de referencia y los especialistas del campo anglosajón siguen sin
poder comprender del todo bien a qué se refiere Freud con lo primero,
no solo porque la palabra “humor” se les aparece como expresión
aglutinante de todo un dominio de fenómenos sino también, aunque
parezca absurdo, porque “comic”, en inglés, remite ante todo a aquello
que nosotros llamamos “historietas”.
De la lingüística los estudios literarios han aprendido, a grandes rasgos,
el respeto por la materialidad de los textos, el trabajo de archivo, la
obsesión por el detalle a simple vista insignificante. Falta todavía, sin
embargo, un enfoque propiamente discursivo de la crítica y el análisis
literario (un enfoque que a menudo se da de manera más o menos
inconsciente), es decir, que se permita pensar los textos en una red de
interrelaciones, con otros textos (del mismo autor, del mismo género, de
otros autores y géneros, extraliterarios, para-literarios) pero también con
otras cosas que no son textos (imágenes, olores, movimientos, formas)
que no lo son en un sentido tradicional, verbal, de dicha noción, pero
también en una forma ampliada, porque pertenecen al dominio del