Revista Luthor, nro. 59 (septiembre 2024) ISSN: 18573-3272
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¿Qué son esas cosas llamadas
Lingüística y Literatura?
Un problema de método
Cristian Palacios
A lo largo del siglo XX, la lingüística tuvo una gran influencia en el análisis literario, pero
su impacto ha disminuido en las últimas décadas. Los estudios literarios todavía
pueden, sin embargo, beneficiarse de un enfoque discursivo que considere las
interrelaciones entre textos y elementos no textuales. Es necesario seguir cuestionando
las definiciones de conceptos clave como literatura y lingüística en relación a los
cambios del presente.
Lingüística y literatura operan en apariencia sobre una materialidad
similar: la lengua, el lenguaje, las lenguas. Su funcionamiento general, en
el primer caso; su utilización particular para la constitución de ese objeto
evanescente llamado Literatura (o las literaturas), en el segundo. Ahora
bien, aunque ambas disciplinas poseen bastante más que un siglo de
historia, la fundación mítica de una Ciencia de la Lengua (de modo
bastante explícito en el Curso de Lingüística General) y de una Ciencia de
la Literatura (de modo mucho menos explícito a partir de los formalistas
rusos y su círculo histórico de influencias) parecen corresponder a un
momento histórico y geográfico más o menos equivalente. Ambas
disciplinas, además, gozan de sus respectivos precursores. Milenarios, si
afirmamos que la Poética o el Cratilo son los primeros trabajos
monográficos sobre la materia. Ese momento, sin embargo, al que nos
hemos acostumbrado a dar un carácter fundacional, es el del comienzo
del siglo XX, el siglo corto, el siglo de la pasión por lo real, de la Internet,
de las teorías científicas del todo y de las armas de destrucción masiva.
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Un siglo que ya hemos dejado definitivamente atrás, cronológicamente
hablando, pero cuyos fantasmas, sin embargo, no hemos acabado de
conjurar o de exorcizar.
Uno de esos fantasmas es el que da estatuto a una cierta noción de la
literatura que el siglo, en su devenir histórico y cultural, pareció destinado
a combatir o cuando menos problematizar. Tres décadas después del
final de la guerra fría, seguimos sin poder decidir no solo si Batman es
mejor o peor que Macbeth, sino también si esa es una pregunta posible,
relevante, democrática o que vale la pena analizar (la referencia es a
Hobsbawm 1998: 495). En el campo particular de los Estudios Literarios
en Argentina, o más específicamente de la ciudad de Buenos Aires, es
posible objetar que seguimos sin estudiar las novelas de Harry Potter o
de la saga Millennium, por no mencionar autores cuya ausencia del canon
resulta bastante más difícil de explicar. Estudiarlos como productos
literarios (es muy difícil objetar que no lo son) y no tan solo como carne
de psicoanálisis, socio-análisis o puntos de partida para complejas
disquisiciones filosóficas. La muy tardía irrupción de seminarios de
escritura creativa o incluso de carreras de licenciatura y maestría que en
la tradición académica anglosajona cuentan con más de cien años de
historia (aunque, claro, no sin resistencias; ver por ejemplo Myers 2004)
no han permitido n abrir amplio lugar a una de las cuestiones que yo
considero más relevantes en nuestro campo disciplinar: qué significa
escribir bien. Qué es lo que hace a un buen escritor ser un muy buen
escritor.
La pregunta dispara en sí misma todo un abanico de sentidos. En primer
lugar, se puede preguntar qué significa escribir bien aquí y ahora. Se
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puede indagar si existe una respuesta más allá de ese aquí y ahora, es
decir, si existen reglas que determinen la continuidad de ese efecto (la
sensación de que algo está bien escrito, que funciona, que logra sus
objetivos: entretener al lector, hacerlo pensar, darle sueño, ganar mucho
dinero, muchos premios, ser reconocido) más allá de las geografías y las
épocas. Se puede también interrogar al sistema literario, preguntar
también para quién, algo está bien escrito, en un momento determinado,
cuáles son los mecanismos de legitimación por los que determinado
escritor o determinado libro ingresan en la Literatura y hasta qué punto
los dispositivos extra-literarios (amistades, modas, orientación política o
de género) no empiezan también a formar parte de la especificidad de
una escritura. Se puede preguntar, finalmente, cómo se construyen
determinados efectos. Cómo llega a producir terror un texto, por
ejemplo. Cómo se logra el efecto perlocutivo de la risa.
Es en estos puntos donde no solo la lingüística tiene la posibilidad de
aportar importantes herramientas de análisis al campo de los estudios
literarios (y así lo ha hecho a lo largo del siglo) sino también este último
a la primera. Ya no como un producto privilegiado de la lengua (como la
manifestación más excelsa de un idioma, según el rapto alucinado de los
miembros de alguna academia de gustos caros) sino como una práctica
que también apela a dispositivos que utilizamos en la vida cotidiana:
personajes, metáforas, géneros, figuras retóricas diversas, intriga
narrativa, lugares comunes, invención de palabras nuevas. Pero además
por el hecho, ya señalado por Culioli, de que no se puede plantear una
correcta teoría del lenguaje que no tenga en cuenta que la locura, la risa
y la poesía, también forman del mismo: “una de las propiedades del
lenguaje humano es la de prestarse a la axiomática euclidiana y a la
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imagen poética” (Culioli 1968: 108; citado en Pêcheux y Gadet 1984: 151).
Ni tampoco, digamos, una teoría de la literatura que no considere el
hecho de que los desplazamientos, reorganizaciones y transgresiones de
la lengua no le son en absoluto exclusivas.
Los coqueteos entre la lingüística y la literatura, a lo largo del siglo XX,
han sido extensos y fecundos. Esa intensidad, sin embargo, ha
disminuido en el preciso momento en el que los desarrollos propios de
la primera habrían tenido más aportes que hacer a la segunda, esto es,
en el momento preciso en el que la fastidiosa búsqueda de unidades
mínimas dio lugar a la invención de un objeto nuevo, el discurso, cuya
lenta evolución teórica implicó la disolución paulatina del límite entre
semántica y sintaxis, la disgregación del modelo clásico del enunciado, la
sustitución de la oposición texto/contexto o “el esbozo de un modelo
operativo del sujeto enunciador cuya actividad semántica de
engendramiento de lo discursivo va mucho más allá de la selección y la
combinación” (Verón 2004: 36).
Todavía Benveniste oscilaba entre un modelo instrumentalista del
lenguaje y la categórica afirmación de que de ningún modo podía
tratárselo de esa manera: “En realidad la comparación del lenguaje con
un instrumento […] debe hacernos desconfiar mucho, como cualquier
noción simplista acerca del lenguaje. Hablar de instrumento es oponer
hombre y naturaleza” (Benveniste 1997: 179-180); cuando un poco antes:
“esto hace del lenguaje el instrumento mismo de la comunicación
intersubjetiva” (Benveniste 1997: 26). Es decir, concebía la relación entre
emisor y destinatario como un pasaje de uno a uno, en el que nada se
pierde: “para el locutor, representa la realidad; para el oyente, recrea
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esta realidad” (Benveniste 1997: 26). Lo que el surgimiento de la
lingüística de la enunciación (en los trabajos, por ejemplo de Antoine
Culioli) o los estudios del discurso, en su articulación crítica de tres de las
disciplinas sociales más emblemáticas del siglo XX, la lingüística de
Saussure, el psicoanálisis de Jacques Lacan y el materialismo histórico de
Althusser en los trabajos de Michel Pêcheux y sus colaboradores
(Françoise Gadet, Claudine Haroche, Paul Henry, Catherine Fuchs) van a
poner en primer plano es el hecho de que no se puede concebir esa
interacción sino en términos de una diferencia entre los momentos de la
producción y el reconocimiento, es decir, que la circulación del sentido es
no-lineal, que la comprensión no es sino un caso más del malentendido,
metódicamente articulado en la Teoría de los Discursos Sociales de Eliseo
Verón.
Para Verón es de hecho esta condición, este desfase el que permite la
existencia del análisis: “La circulación, en lo que concierne al análisis de
los discursos, sólo puede materializarse, precisamente, en la forma de
una diferencia entre la producción y los efectos de los discursos” (Verón
2004: 42; ver también notas 14 y 15)
1
. Esto es, no se pueden analizar los
textos si no se los pone en relación con otros textos, y no se puede
articular esa relación si no se la piensa en el contexto de una teoría
discursiva del sentido: esto es, una teoría que considere que los efectos
de sentido solo pueden ser concebibles en un cierto aquí y ahora del
1
Puede detectarse aquí un eco de la antropología de Bateson, para quien,
efectivamente, una información no es otra cosa que el registro de una diferencia: “Con
el uso central del criterio de diferencia Bateson entra en armonía (imposible determinar
si a sabiendas o no) con la lingüística saussureana y sus múltiples ecos en la semiología
europea. Por otro lado, esta unidad batesoniana que define la información es
inequívocamente una tríada, porque la diferencia entre dos cosas sólo existe registrada
por una tercera” (Verón 2013: 53).
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tiempo y el espacio. En última instancia, todo signo está en lugar de otro
signo para un determinado interpretante, en un determinado aspecto o
dimensión, esto es: siempre algo se pierde en ese pasaje, pero también
algo se gana.
Ya se sabe lo arriesgado que puede resultar definir lo artístico, de un
modo transcultural y transhistórico, de una vez y para siempre. En primer
lugar, porque no está claro que cuando hablamos de arte o de literatura,
de los griegos a esta parte o incluso antes (chinos, indios, mayas,
extraterrestres), estemos hablando de lo mismo
2
. En segundo lugar
porque justamente una de las propiedades de esas prácticas es la de
cuestionar todo discurso crítico que busque delimitarlas a un territorio
específico. Parece sin embargo evidente que las funciones narrativas y
poéticas configuran una parte fundamental del lenguaje humano, y a
priori podría especularse (aunque ello, por cierto, es incomprobable) que
no existe sociedad ni cultura que no haga algún uso particular de esas
funciones de un modo que retrospectivamente podríamos llamar así. Un
cierto trabajo sobre el sentido que abreva en todas aquellas capacidades
que comúnmente le atribuimos: entretener, dar placer, saciar una
curiosidad, hacerles decir a las palabras un poco más de lo que dicen. Y,
en verdad, uno de los momentos más interesantes de las relaciones entre
2
Una de las premisas de las que parten las humanidades es el hecho de que las nociones
y los conceptos tienen una historia y un uso. Puntualizar cuál es el uso particular de una
noción en un estudio determinado (de qué estamos hablando cuando estamos
hablando de) es crucial si se quiere establecer una charla más o menos coherente. Si
me voy a pelear con Foucault, por ejemplo, tengo que empezar por entender qué es lo
que él entiende por Discurso, que no es en absoluto lo que entienden por Discurso, por
caso, la gran mayoría de las disciplinas que dicen hacer análisis del mismo (lo que
entienden por Discurso Michel Pêcheux, Dominique Maingueneau, Émile Benveniste o
Zellig Harris, por ejemplo). Dicho lo cual, no es poco frecuente que una noción central a
una disciplina o campo teórico quede por mucho tiempo entre las sombras o se
transforme paulatinamente a medida que la argumentación avanza.
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lingüística y poética es la conferencia que lleva ese nombre, dictada por
Roman Jakobson en Bloomington, Indiana, en 1958, allí donde
famosamente determina que la función poética del lenguaje es aquella
en la cual el mensaje se vuelve sobre mismo y toda opción léxica no
pasa a explicarse sino en términos de esta obsesión del decir por el decir
(Jakobson 1981). Hay una claridad conceptual en este desvío teórico que
no abunda en los anales de la teoría y que sigue siendo productiva en la
actualidad, a costa de considerar que de ningún modo un acontecimiento
lingüístico como el relato de un chiste, la lectura de un poema o la
escritura de un ensayo pueden asimilarse lista y llanamente a un acto
comunicativo; que la lengua no es en absoluto un código (entre otras
cosas porque los códigos presuponen la existencia de la lengua); que una
separación tajante entre lengua cotidiana y lengua poética es imposible
(y cada vez menos evidente, incluso entre legos); que las opciones nunca
se reducen a la cadena léxica, dado que pueden involucrar incluso a la
institución literatura como un todo (porque, en un momento
determinado, lo poético se traduce justamente en la ausencia de
cualquier marca fonética que pueda identificar al texto como tal o incluso
la ausencia de texto) y, finalmente, que la relación entre locutor y
destinatario nunca es biunívoca, que el oyente nunca es la imagen refleja
del hablante, ni siquiera cuando ese hablante se habla a mismo, que
jamás ese intercambio entre dos partes (que nunca son del todo dos) se
traduce en términos de codificación-decodificación de un mensaje.
Todavía parecen ser ciertas las palabras de Antoine Culioli cuando afirma
que casi siempre, aunque diga lo contrario, el crítico literario hace como
si las palabras, a pesar de su polisemia evidente, tuvieran acepciones
unívocas y un modo de existencia único: “muchas explicaciones de textos
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se basan en la idea de que, dado un texto, siempre se lo puede leer clara,
plenamente, y alcanzar una concepción única, mediante un proceso de
aplanamiento hasta las raíces profundas” (Culioli 2010: 212). Esta ilusión
de transparencia se traslada a la lengua de análisis. Pese a sus
advertencias en contrario, no es poco frecuente leer que la terminología
se da de suyo, como si fuera única, como si los mismos términos no
hubieran llegado a significar, a lo largo del tiempo y de la historia, cosas
completamente diferentes. Así, por ejemplo, en un campo que me es
particularmente cercano, nociones como “cómico”, “humor”, “parodia”,
“chiste” o “ironía”, tienen acepciones bien distintas según quien sea el
crítico de referencia y los especialistas del campo anglosajón siguen sin
poder comprender del todo bien a qué se refiere Freud con lo primero,
no solo porque la palabra “humor” se les aparece como expresión
aglutinante de todo un dominio de fenómenos sino también, aunque
parezca absurdo, porque “comic”, en inglés, remite ante todo a aquello
que nosotros llamamos “historietas”.
De la lingüística los estudios literarios han aprendido, a grandes rasgos,
el respeto por la materialidad de los textos, el trabajo de archivo, la
obsesión por el detalle a simple vista insignificante. Falta todavía, sin
embargo, un enfoque propiamente discursivo de la crítica y el análisis
literario (un enfoque que a menudo se da de manera más o menos
inconsciente), es decir, que se permita pensar los textos en una red de
interrelaciones, con otros textos (del mismo autor, del mismo género, de
otros autores y géneros, extraliterarios, para-literarios) pero también con
otras cosas que no son textos (imágenes, olores, movimientos, formas)
que no lo son en un sentido tradicional, verbal, de dicha noción, pero
también en una forma ampliada, porque pertenecen al dominio del
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interdiscurso, inaccesible sino es a través de las huellas materiales que
este deja en la superficie textual. Carecemos aún, por ejemplo, de una
verdadera teoría discursiva del personaje. Una teoría discursiva que nos
explique no solo por qsufrimos por los personajes, los odiamos, los
amamos, los compadecemos; por qué sobreviven a las páginas que los
contienen, sino hasta qué punto ello también está relacionado con una
cadena de textualidades, inasible si no es a través de otros discursos que
también resultan determinadas por ella. No será el modelo actancial, por
ejemplo, el que nos permita comprender esta circunstancia. Harold
Bloom resulta convincente cuando afirma que Hamlet es más humano
que la gran mayoría de los actores que pretenden interpretarlo, porque
intuimos en esas palabras un sesgo de verdad, pero no da un solo
argumento, textual o extra-textual, que nos permita refutar o confirmar
esa hipótesis. Y eso pese a que el propio Bloom, en su teoría de la mala
lectura, aporta herramientas que podrían orientar el análisis en un
sentido bastante más prometedor. El problema, claro está, es que la
figura podría inducir a creer que habría lecturas buenas, cuando la
lingüística y los estudios del discurso nos han enseñado a entender que
ese nunca es el caso. Que Shakespeare haya inventado lo humano,
resulta por principio una tesis de lo más prometedora, aún en términos
estrictamente literarios, para probarla, sin embargo, es necesario acudir
a toda una serie de textos, literarios y extra-literarios entre los cuales nos
será forzoso incluir las lecturas, interpretaciones y representaciones a las
que tengamos acceso, incluidas las del propio Shakespeare.
Carecemos también, por otra parte, de una teoría de la lectura literaria,
esto es, no ya una teoría de la recepción, que nos explique el modo en
que los lectores completan o no el texto, sino una teoría que comprenda
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como es el propio autor, en definitiva, el primero en rendir culto a una
determinada forma de lectura que para nada puede entenderse en
términos de un contrato que nunca nadie ha firmado. El texto no solo se
produce a mismo, como texto literario; también produce a su autor, a
sus lectores, a sus precursores, a la crítica que lo ha de destruir o
canonizar. Pero esta producción nunca es plenamente consciente ni
alcanza jamás con propiedad sus objetivos. Las teorías de la recepción al
uso suelen obviar un poco esta circunstancia al proponer modelos de
lectura en los que se negocia, se pacta, se consuma, metáforas todas que
parecen sugerir una acción consciente de los individuos implicados. Pero
además, estas teorías ponen el foco en el receptor. Una teoría de la
lectura empieza por entender que la lectura literaria es una clase de
dispositivo con el que el texto intenta lidiar desde el momento mismo de
la producción.
Nos falta, finalmente, terminar de entender que la literatura no está de
ningún modo hecha solo de palabras (y en este punto tampoco la
lingüística, a grandes rasgos, termina de asimilarlo) porque además,
entre otras cosas, las lenguas no son nunca sistemas semióticos puros.
La tipografía, el tamaño de las letras, el diseño sobre la página, la calidad
de la edición importan tanto como el significado de una frase, que por
otro lado tampoco puede entenderse sin prestar atención a la tipografía,
el tamaño de las letras, el diseño sobre la página. Así en la perspectiva de
análisis multimodal, de desarrollo relativamente reciente, se ha puesto
en el centro de la cuestión la idea de que todo discurso es multimodal, es
decir, que lo que significa en una expresión determinada de cualquier
discurso, llega a nosotros por múltiples vías:
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Adoptar la estrategia de análisis multimodal implica considerar la comunicación
como un paisaje semiótico complejo, en el cual el lenguaje tiene diferentes status
en diferentes contextos. Lo que antes era llamado extra-lingüístico y se
consideraba por lo tanto un residuo en el análisis puede ahora ser considerado de
una importancia semejante o quizás mayor a la del sistema lingüístico, según cuál
sea el contexto (Kress y Van Leeuwen, 2001).
Esto es menos interesante, sin embargo, que la noción de affordance,
entendida como el posible potencial significativo que posee cada
modalidad semiótica. Aquello que es posible decir con palabras, sonidos,
imágenes, movimientos, formas. Las investigaciones dentro de la
perspectiva multimodal indican que los potenciales de cada modalidad
semiótica son incomparables entre sí. Pese a lo cual, como sabemos, todo
el tiempo estamos intentando describir olores o traducir una música en
determinados movimientos corporales. Lo que importa, en todo caso, es
interrogar cuáles son los posibles mites de la literatura. Parafraseando
a Kant: ¿qué es lo que podemos en verdad llegar a narrar o poetizar? ¿No
se encontrará justo aquí el quid de la función poética? Esto es, en la
posibilidad que nos ofrece este revolverse del sentido sobre sí mismo, de
traspasar los límites de cada modalidad semiótica, el intento siempre
absurdo de querer decir lo indecible ¿Y no es esta, justamente, la noción
de arte y literatura que el siglo, en su devenir histórico y cultural pareció
destinado a combatir o cuando menos problematizar?
Sucede que a menudo nuestros críticos y analistas literarios, los del
campo cultural argentino, producen textos y análisis que dan por
presupuestas algunas de las cuestiones que hemos intentado analizar
aquí. No se sabe si su sistematización mejoraría esos textos o si, al revés,
al ceñirlos a una disciplina específica, a un determinado marco teórico
(otro de esos términos que, en palabras de Culioli, utilizamos sin
cuestionar su pertinencia, como si fueran neutrales o transparentes), al
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apelar a la lingüística o el análisis del discurso como puntos de partida o
cuadros de referencia, no acallaríamos su potencial crítico. No lo creo. Al
revés, pienso que la apertura a un entendimiento más completo de la
semiosis puede ayudarnos a separar la paja del trigo.
También las ciencias, todas las ciencias, tratan de hacerles decir a las
palabras más de lo que pueden ¿Qué otra cosa es sino la axiomática? ¿Y
qué son esas cosas llamadas lingüística y literatura? El título evoca un
poco paródicamente el libro de Alan Chalmers ¿Qué es esa cosa llamada
ciencia? (Chalmers 2000). Allí donde tras poco más de doscientas páginas
este admite que no tiene mucha idea de cómo llegar a responder a esa
pregunta. Pero que aún así vale la pena seguir intentándolo. Como
hemos sugerido antes, en nota al pie, determinar de qué hablamos
cuando hablamos de algo en las ciencias, en todas las ciencias, es
fundamental a la hora de establecer parámetros de falsabilidad, esto es,
establecer unos criterios mínimos por los cuales poder demostrar que
una determinada tesis es correcta o está equivocada. En este momento
político y social de la Argentina, del capitalismo y del mundo, ello parece
ser determinante a la hora de legitimar nuestras prácticas, casi un acto
básico de resistencia. Pese a ello no suele ser el caso que las nociones
centrales a una disciplina, nociones como “discurso”, “sentido”, “sujeto”,
“lingüística” o “literatura” se permitan ser definidas de una vez y para
siempre. Con suerte, habremos llegado a alguna conclusión al final del
camino. Estudiar las novelas de Harry Potter o de la saga Millennium no
implica renunciar a la defensa de aquella cierta noción de arte o literatura
a la que nos hemos referido más arriba, sino discutirla, pensarla, volver a
ponerla en el centro de la escena, ponderar sus alcances o discutir sus
debilidades. Lo mismo puede decirse de la lingüística y sus frecuentes
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circunvoluciones respecto de cuál es realmente su objeto de estudio.
Probablemente habremos de admitir, al final del camino, que no
tengamos mucha idea de mo responder a la pregunta, a la vez tan
simple y tan compleja, que corona estas páginas. Pero habrá valido la
pena intentarlo.
Referencias bibliográficas
Benveniste, E. (1997). Problemas de Lingüística General I. México: Siglo XXI.
Chalmers, A. (2000). ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Buenos Aires: Siglo
XXI.
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. (1968). La formalisation en linguistique”. En Cahiers pour l’analyse,
9, verano de 1968. [Versión online en:
http://cahiers.kingston.ac.uk/vol09/cpa9.7.culioli.html]
Hobsbawm, E. (1998). Historia del siglo XX. Buenos Aires: Siglo XXI.
Jakobson, R. (1981). Ensayos de lingüística general. Barcelona: Seix Barral.
Kress, G. y Van Leeuwen, T. (2001). Multimodal discourse. The modes and
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Myers, D.G. (2006). The Elephants Teach: Creative Writing Since 1880.
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Pêcheux, M. (1978). Hacia el análisis automático del discurso. Madrid:
Gredos.
. (1984). La lengua de nunca acabar. México: Fondo de Cultura
Económica.
Verón, E. (2013). La semiosis social, 2: ideas, momentos, interpretantes.
Buenos Aires: Paidós.
Verón, E. (2004). Fragmentos de un tejido. Barcelona: Gedisa.