Revista Luthor, nro. 61 (agosto 2025) ISSN: 18573-3272
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El formalismo ha muerto
Usos argentinos del formalismo ruso
Pablo Bardauil
Hoy nadie parecería poner en duda la importancia histórica que tuvieron en la teoría
literaria los formalismos nacidos a comienzos del siglo XX en Europa y Estados Unidos,
en especial, el formalismo ruso. Sí, en cambio, se ha puesto en tela de juicio la
supervivencia de su legado. ¿En qué sentido el interés por lo “propio” de la literatura y
los aspectos formales y constructivos de la obra literaria podría ser relevante para los
estudios literarios actuales colonizados por los llamados estudios culturales y sus
numerosas ramificaciones? ¿Han muerto los formalismos, como solemnemente se ha
proclamado, o sobreviven, e incluso es deseable que así sea, en los abordajes
contemporáneos de la literatura y el arte? A partir de estas y otras preguntas se propone
una reflexión acerca de cuál podría ser la vigencia del legado formalista, con especial
atención a los estudios literarios en nuestro país.
* * *
1. El juego de atribuciones y denegaciones.
“Formalismo”, “formalista”, “análisis formal” constituyen rminos
acechados por numerosos malentendidos. Son denominaciones que casi
ninguna escuela ni crítico se atribuye a mismo, sino que suelen ser
achacadas por otros, los adversarios teóricos, a modo de acusación y de
manera peyorativa. Es el caso de Boris Eichenbaum, quien en “En torno
a la cuestión de los ‘formalistas’” (1924), luego de entrecomillar cada uno
de esos términos, escribe: “No hay […] ningún ‘método formal’. Es difícil
determinar quién inventó esa denominación; lo cierto es que no es muy
acertada que digamos (Volek 1992, p. 48). Para inmediatamente
desligarse de ellos y aclarar: “Nosotros no somos ‘formalistas’ sino, si se
quiere, ‘especificadores’” (pp. 48-49). O el de Vladimir Propp, quien varias
décadas después en “Estructura e historia en el estudio de los cuentos
(1964) sostiene, respondiendo a las críticas de Lévi-Strauss, que su
Morfología del cuento no puede de ninguna manera ser definida como
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formalista” (Lévi-Strauss 1982, p. 102) y que “no todos los estudios de las
formas son formalistas” (p. 102). O, en nuestro país, el de Ana María
Barrenechea, quien, refiriéndose a su tarea docente en la Universidad de
Buenos Aires en los años sesenta, responde en una encuesta realizada
por la revista Capítulo: “En esa época, clasificada como puramente
‘formalista’ por un grupo de mis colegas de la Facultad, me encargaron
que expusiera esas corrientes en los Cursos Internacionales de
Temporada organizados por la Universidad en las vacaciones de
invierno (1982, p. 47). O el de Josefina Ludmer, quien en “La crítica como
autobiografía” (2009) recuerda que en la época de la publicación de su
primer libro fue acusada de formalista” (2020, p. 308), si bien cuarenta
años después admite, ya a la distancia, que en aquella época
efectivamente fue “formalista y psicoanalítica” (p. 307) y “seguía con
fervor a los formalistas rusos” (p. 308).
En ese juego de atribuciones y denegaciones los argumentos suelen ser
muy similares. Los detractores acusan a los inculpados de desnaturalizar
la literatura al reducirla a la materialidad de la palabra, desatender los
contenidos y considerarla un mero conglomerado de cnicas o
procedimiento formales. Es lo que sostiene Lev Trotski en el capítulo
dedicado a los formalistas en Literatura y revolución (1924) cuando
escribe: Al haber declarado que la esencia de la poesía era la forma, esta
escuela reduce su tarea a analizar (de modo esencialmente descriptivo y
casi estadístico) la etimología y la sintaxis de las obras poéticas, a contar
las vocales, consonantes, sílabas y adjetivos que se repiten (1984, p. 113).
O Pavel Medvedev en El método formal en los estudios literarios (1928)
cuando afirma: “Para los formalistas la palabra es tan solo la palabra:
más que nada, la materialidad empírica y concreta del sonido” (1994, p.
115). O Iuri Lotman, décadas después, en Lecciones de poética estructural
(1964) cuando sostiene que [e]l vicio fundamental del llamado ‘método
formal’ consiste en que a menudo conducía a los investigadores a
concebir la literatura como una suma de procedimientos, como un
conglomerado mecánico (2004, p. 9). O también Claude Lévi-Strauss en
“La estructura y la forma. Reflexiones sobre una obra de V. J. Propp
(1960) cuando afirma que “Propp descompone en dos partes la literatura
oral: una forma, que constituye su aspecto esencial en tanto que se
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presta al estudio morfológico, y un contenido arbitrario, al cual,
justamente por ese motivo, concede una importancia solo accesoria”
(1982, p. 71).
Los acusados, a su vez, se defienden alegando que ellos no se
desinteresan en absoluto por los contenidos, sino que buscan llamar la
atención sobre un aspecto fundamental del arte, el más importante de
todos, que la crítica ha soslayado o considerado ornamental o accesorio.
En “La teoría del ‘método formal’” (1925) Eichenbaum subraya que en el
concepto amplio de forma que tienen los formalistas los contenidos
también están involucrados: “El concepto de forma adquirió un nuevo
significado: cesó de ser la envoltura para pasar a ser una entidad
completa, concreta y dinámica, que tiene un contenido en sí misma […]”
(Volek 1992, p. 83). Propp, por su parte, se defiende de las críticas de Lévi-
Strauss diciendo que para él forma y contenido son inseparables: en la
literatura “el argumento no puede subsistir fuera de la composición ni la
composición fuera del argumento” (1982, p. 112). Para luego
preguntarse: “[…] ¿en qué consiste mi crimen cuando analizo el
argumento (contenido) y la composición (forma) en su indisoluble
unidad?” (p. 112).
Para sumar ambigüedad al debate unos y otros coinciden en la necesidad
de una superación de la oposición fondo/ forma sostenida por la estética
tradicional a la que consideran caduca, si bien cada quien plantea sus
propios criterios para efectuarla. Los formalistas rusos proponen
reemplazarla por una nueva oposición, material/ procedimiento,
advirtiendo, como hace Tinianov en El problema de la lengua poética
(1924), que el primero no existe en la obra sino por intermediación del
segundo: “El concepto de material no sale de los límites de la forma, es
también formal; confundirlo con momentos ajenos a la construcción es
erróneo” (2010, p. 10). Levi Strauss, por su parte, enarbola como
verdadera superadora de la oposición a la noción de “estructura”: “Para
el estructuralismo […] [f]orma y contenido tienen la misma naturaleza, y
son incumbencia del mismo análisis. El contenido deriva su realidad de la
estructura y lo que se define como forma es la ‘puesta en estructura’ de
las estructuras locales en que consiste el contenido” (1982, p.71). En La
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estructura de Rayuela’, de Julio Cortázar (1968) Barrenechea se ampara
en la misma noción para adentrarse en el análisis de la novela:
[Cortázar] sabe que la tradicional distinción entre fondo y forma queda
superada en la obra de arte, que ambos se implican […] Por eso parece
[…] importante el análisis de la estructura de Rayuela” (pp. 195-196).
2. Sobre la actualidad del formalismo.
¿Pero entonces qué debe entenderse por formalismo? ¿Qué elementos
caracterizan a esta tendencia que a comienzos del siglo XX encarnaron
no solo el formalismo ruso, sino también la llamada estética alemana y la
lectura de textos francesa en Europa Occidental y el new criticism en
Estados Unidos? En este trabajo nos referiremos sobre todo al primero
de ellos, que es el que llevó las reflexiones al grado más alto de
sofisticación y el que dio lugar a la mayor cantidad de usos y
apropiaciones en nuestro país.
Formalismo supone, ante todo, un rescate de la forma entendida en
sentido amplio como elemento constitutivo del arte. Formalista es aquel
que centra su atención en un hecho al que juzga soslayado por la crítica
y que es aquello que de artístico tiene un objeto o un discurso
determinado, aquello que hace que estos sean considerados arte. Ese
“algo”, eso “propio” puede ser, dependiendo de los casos y el momento,
exclusivo, compartido con otros objetos y discursos o incluso modificarse
con el tiempo. Pero debe existir. O mejor, debe poder ser percibido como
tal. Porque de lo contrario se correría el riesgo de entrar en un campo de
indeterminación intolerable. ¿Cualquier agrupación de sonidos puede
ser llamada música? ¿Cualquier trazo o mancha sobre un lienzo puede
ser considerado pintura? ¿Cualquier combinación de palabras tiene el
derecho a llamarse literatura? Lo que distingue a los formalistas, y por
qué no, su mérito, es su insistencia en que hay algo en la constitución, en
la forma del objeto que no puede ser pasado por alto.
Pero en la insistencia en ese “algo reside no solo la importancia
histórica, sino también actual de los formalismos. ¿Por qué ese interés
resultaría importante hoy? Si comparamos el panorama actual de los
estudios literarios con aquel sobre cuyo horizonte se recortaron las
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reflexiones formalistas a comienzos del siglo pasado, surgen curiosas
coincidencias. En Sobre el realismo artístico(1921) Jakobson se quejaba
de que “hasta no hace mucho tiempo, la historia del arte, y en particular
la historia de la literatura, era una causerie y seguía todas las leyes de
esta. Se pasaba alegremente de un tema a otro; el flujo lírico de palabras
sobre la elegancia de la forma dejaba su lugar a las anécdotas tomadas
de la vida del artista; los truismos psicológicos alternaban con problemas
relativos al fondo filosófico de la obra y a los del medio social en cuestión”
(Todorov 1970, p. 71). Resulta significativo que cien años después César
Aira cite en Ideas diversas (2024) este mismo pasaje, al que le había dado
toda la razón a sus veinte años, para defender lo contrario, para
reivindicar aquella causerie que encuentra “mucho más atractiva que los
áridos análisis formalistas […], una buena ilustración del continuo en el
que siempre quise ver lo mejor de la literatura” (pp. 51-52). Cabría
preguntarse si los estudios literarios actuales, convertidos en una suerte
de subproducto de los estudios culturales cuyos intereses se diversifican
en los temas más disímiles (género, feminismo, minorías sexuales,
globalización, ideología, poscolonialismo, nuevas tecnologías, etc.) y
apelan a un conglomerado de disciplinas diversas para abordarlos, no
están hoy cerca de esa causerie que Jakobson repudiaba y Aira celebra.
Si es inobjetable que los estudios literarios tienen todo el derecho a
orientar su atención a donde les plazca, lo que los formalismos nos
advierten -y creo que Aira estaría de acuerdo- es que la pregunta por la
artisticidad de la literatura y el arte no está caduca, que cualquier aspecto
que se quiera leer en ellos debe pasar necesariamente por la forma y la
construcción. Que, tal como anticiparon Voloshinov y Bajtin y sostienen
hoy entre muchos otros Butler o Rancière, cualquier lectura que se quiera
hacer de la ideología, la política o de cualquier otra cuestión no puede
dirigirse directamente a los contenidos, sino que debe interrogar la
forma y la construcción porque aquellos no son mera representación o
reproducción de algo que está por fuera o en un exterior, sino un tipo de
configuración particular mediante aquello que a la literatura y el arte le
es propio.
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Si los estudios literarios no son hoy meros análisis de contenidos es
gracias a los formalismos -y esa es su importancia histórica. Los
formalismos pueden considerarse un recordatorio contra las posibles
desviaciones contenidistas de los estudios literarios -y esa es su
relevancia en la actualidad.
3. Muerte del formalismo y postautonomía.
Un argumento muy esgrimido en nuestro país para proclamar la
“muerte” del formalismo es el del fin de la autonomía de la literatura y el
arte tal como esta se constituyó a fines del siglo XVIII/ comienzos del siglo
XIX con el nacimiento de la organización burguesa de la sociedad y la
emergencia del mercado. En “¿Cómo salir de Borges?” (2000) Ludmer
propone una correspondencia directa entre la literatura producida en el
siglo XX, momento de auge de la autonomía, y el formalismo y la tradición
teórica que este inaugura: “[Borges] [r]epresentaba en la Argentina de
esos años la literatura pura, la pura función literaria de los formalistas
rusos. Su estética era la del asombro: ponía todo en ostranenie,
desfamiliarizaba y extrañaba el mundo” (2020b [2000], p. 263). Y luego:
“[Borges] es un miniaturista que pide [...] una posición de lectura precisa
fundada en una teoría literaria, la de la autonomía de la literatura en el
siglo XX: la de los formalistas rusos, los estructuralistas y también la
lectura adorniana o frankfurtiana y postestructuralista, intertextual” (p.
264). Con la globalización, sostiene Ludmer, el arte y la literatura, cada
vez más brutalmente tensionados por el mercado y las multinacionales
del libro, habrían ingresado en una nueva etapa: la de la postautonomía.
Estaríamos asistiendo al fin de la época de una literatura regida por su
lógica interna, proclive a la autorreferencialidad. Hoy las fronteras entre
las artes se vuelven cada vez más tenues; en las escrituras actuales ya no
es posible distinguir entre ficción y realidad. Carece, pues, de sentido
preguntarse por la especificidad de la literatura porque ya no hay nada
que le sea propio, empezando por su carácter ficcional. “Para poder
entender este nuevo mundo -escribe Ludmer en Aquí América Latina-
necesitamos un aparato diferente del que usábamos antes. Otras palabras
y nociones(2020a [2010], p. 29).
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La hipótesis del fin de la autonomía de la literatura y el arte y de la
tradición teórica que la acompañó ha dado lugar a numerosos debates
que apenas es posible resumir aquí. En “¿A dónde va la literatura? La
contemporaneidad de una institución anacrónica” (2017) Alberto
Giordano se pregunta si es cierto que la globalización ha dado lugar a un
cambio tan fundamental en el funcionamiento del arte. ¿Acaso no ha sido
propio de la literatura desde siempre ampliar constantemente sus
fronteras y muy especialmente hacia territorios no ficcionales, porque de
eso ha dependido su renovación y su supervivencia? ¿Y no fue el mismo
Tinianov, agregamos nosotros, quien lo adelantó en “El hecho literario”
(1925) cuando señaló de qué manera en determinadas épocas el sistema
literario se alimentaba de las cartas, un hecho de la vida social, para
renovarse? En “Sobre la postautonomía” (2013) Martín Kohan encuentra,
por su parte, en la literatura que se vuelve sobre una resistencia a la
dependencia de un mercado tiranizado por la globalización y la fusión de
las grandes editoriales. Tal como sostiene Valéry “en evidente sintonía
con los formalistas rusos” (2013, p. 313), el lenguaje poético que
encuentra su fin en mismo, que no sirve para otra cosa más que para
sí mismo, es el que mejor expresa en su “inutilidad” el rechazo al estado
de cosas actual. ¿Cuál sería la ventaja de igualar, como hace Ludmer en
nombre de la indiferenciación que supone la postautonomía, a la
literatura que comporta un esforzado trabajo con el lenguaje con los
meros best sellers diseñados para ser inmediatamente consumidos por el
público? ¿No implica ello complicidad con un estado de cosas del cual no
hay nada nada que festejar?
4. El formalismo: ¿de interés para especialistas?
Podría argüirse que el interés por las técnicas y la configuración de la
obra de arte hoy solo incumbe a artistas, escritores o aspirantes a
escritores en talleres de escritura creativa que precisan conocer,
reflexionar y disponer de las herramientas con que trabajan. Es decir, de
interés solo para especialistas. En el caso de la literatura, especialistas en
el lenguaje. No es casual que Shklovski y Tinianov escribieran ficciones,
sobre todo después de haber sido obligados a abjurar de su
“formalismo” por el gobierno soviético. Y que Ricardo Piglia, también
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crítico y narrador de ficciones, quien en sus diarios escribía que como
crítico buscaba “transmitir la lectura del escritor” (2017, p. 87), haya sido
uno de los más entusiastas admiradores de los formalistas rusos en
nuestro país.
Pero si esto fuera así, se trataría, en rigor, de una razón más -y no menos-
para rescatar a los formalistas de su lecho de muerte. A menos que se
plantee que, junto con el fin de la autonomía, estamos también en la
época del fin de la especialización. Que finalmente se ha consumado la
utopía planteada por Benjamin en “La obra de arte en la era de su
reproducción técnica” (1939) del fin de la diferencia entre escritores y
lectores, entre consumidores y críticos. ¿Será que con los avances
tecnológicos se concretó en la era de los imperios aquella aspiración que
el marxismo no logró? ¿Será que con los blogs, las autorías colectivas en
Wikipedia y el boom de las redes sociales en donde todos somos a la vez
productores y consumidores se alcanzó aquella democratización de los
roles tan esperada? Algunos pensarán que es broma, pero no. En “Lo que
viene después” (2012) el argumento de los avances tecnológicos es uno
de los más fuertes esgrimidos por Ludmer para defender la
postautonomía: “El cambio central, que parece producir los otros, es el
cambio en la tecnología de la escritura (el pasaje de la escritura en
máquina de escribir a la escritura en computadora). Las tabletas y libros
electrónicos implican otros modos de distribución y circulación de la
literatura. Y otra tecnología y soportes de la escritura cambian no solo la
producción del libro y la lectura sino la cultura misma” (p. 3).
5. ¿Nuevas perspectivas en el análisis formal?
Hoy casi nadie practica el close reading, aquella lectura inmanente que
supone que una obra literaria puede ser extraída sin más de su contexto.
Tal vez por ello no hayan surgido nuevos modos de leer la forma” en los
textos literarios luego de la época de esplendor de los formalismos y su
reedición, treinta años después, en los modelos narratológicos del
estructuralismo francés hoy desdeñados o en algunas de sus lecturas
más emblemáticas como el análisis de “‘Los gatos’, de Charles
Baudelaire(1962) en donde Jakobson y Lévi-Strauss, tal como sostiene
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Ana Porrúa en Caligrafía tonal: ensayos sobre poesía (2011), geometrizaron
las propuestas formalistas llevándolas a un desierto: “Si uno toma un
trabajo ejemplar del estructuralismo como “‘Los gatos’ de Charles
Baudelaire” (1962) verá que allí Roman Jakobson y Lévi-Strauss aíslan el
poema y hacen una descripción en la que se pierde toda la complejidad
[…] y se geometriza el análisis” (p. 53). Hoy nadie parece objetar que el
análisis de las formas requiere ser puesto en correlación con los
contextos de la obra, como sostuvieron Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo
en Literatura/ sociedad (1983) cuando incluyeron al formalismo, y
especialmente a Tinianov, entre los saberes de los que debía servirse una
sociología de la literatura que, al abordar las relaciones entre literatura y
sociedad, no desatendiera lo propio de los textos literarios. Al igual que
Piglia quien en “Parodia y propiedad” (1980) consideró que las ideas de
Tinianov sobre las relaciones entre la serie literaria y la serie social “hacen
posible el desarrollo de las tendencias más productivas en la crítica
moderna” (1990 [1980], p. 124) y por ello lo colocó “entre los fundadores
de la tradición materialista de la crítica y la teoría que tiene en la obra de
Brecht su primera gran síntesis” (p. 125).
Lo que encontramos todavía son nuevos usos de algunas de sus
nociones, reutilizaciones en donde a veces incluso el “origen” formalista
se pierde y los conceptos se transforman en otra cosa. Así, por ejemplo,
la noción de “serie” con la que Tinianov, perforando la estricta
inmanencia textual de los primeros formalistas, pensó las relaciones
entre las distintas obras-sistema y entre estas, el sistema literario, las que
llamó las “series vecinas” y la vida social en su conjunto. Podría
plantearse que El cuerpo del delito. Un manual (1999), de Ludmer, está
organizado alrededor de estas series en las que a partir de una escena o
un “cuento” determinado -de mujeres que matan, de judíos, de
educación y matrimonio, de exámenes de física, de entrega del primer
manuscrito al maestro, etc.- engarza distintos tipos de textualidades:
novelas, cuentos, películas, obras teatrales, textos periodísticos,
historietas, poemas. Ludmer las llama “series genealógicas”, “cadenas”
o “redes” sin nombrar a Tinianov porque su libro, subtitulado “un
manual”, busca apartarse de las formulaciones de la “teoría”; y porque
dilata la noción de tal manera que la convierte en otra cosa, que hace
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desaparecer su filiación formalista al conectarlas no solamente con otras
cadenas textuales (para Tinianov el lenguaje era el único modo a través
del cual las series podían vincularse) sino muchas veces “de manera
directa” con determinadas coyunturas de la realidad política (por
ejemplo, las mujeres que matan en literatura con las sucesivas conquistas
que estas fueron obteniendo en el mundo de la ciencia y del trabajo), algo
que Tinianov hubiera rechazado de plano -y quizás nosotros también con
él.
En Caligrafía tonal: ensayos sobre poesía (2011) y en “Montaje crítico
(2022) Ana Porrúa recupera la misma noción, esta vez remitiéndola a
Tinianov, y la conecta con la idea de la crítica como montaje que Didi
Huberman formula a partir de Aby Warburg y el Libro de los pasajes, de
Benjamin. E incluso encuentra un antecedente de esa práctica de
montaje en el Maiakovski (1940), de Shklovski, probablemente inspirada
en Eisenstein. Armar series, explicar un texto con otro, pero al mismo
tiempo mostrar el armado, exhibir el montaje dejando que las costuras
se noten; reunir elementos heterogéneos, distantes e incluso
aparentemente incompatibles entre como hicieron los surrealistas
inspirados en la famosa frase de Lautréamont: algo que no se encuentra
en las postulaciones formalistas, regidas por una idea de sistematicidad
y cientificidad, pero en su práctica de lectura. Así, por ejemplo, en
“Pushkin”, un trabajo poco leído de Tinianov compilado en Avanguardia e
tradizione (1968 [1929]) que Porrúa expone casi como un modelo de
lectura: “Los materiales que lee Tinianov “[…] son de una diversidad que
tal vez fue desatendida por los lectores del formalismo (y sobre todo por
los estructuralistas, décadas después) y plantean una complejidad que
nos deja hoy perplejos” (2011, p. 47). Recuperar lo vivo del formalismo,
vincularlo con la teoría contemporánea armando constelaciones nuevas:
esas son las operaciones que propone Porrúa y que hablan de la vigencia
que muchas de las nociones formalistas tienen todavía en la actualidad.
¿El formalismo ha muerto? La insistencia en la necesidad de atender a lo
propio del arte frente a la mera charla en donde la inteligencia -o el
narcisismo- del crítico parecieran importar más que el objeto mismo; el
énfasis en la inseparabilidad forma/ contenido frente a las desviaciones
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contenidistas que olvidan que en el arte no hay nada por fuera de la
construcción -pero también las desviaciones formalistas que lo
abordan como si fuera un conglomerado de recursos estilísticos; la
creencia en la autonomía -relativa- de la literatura a pesar de los cambios
en su funcionamiento en este mundo globalizado; el valor que algunas
de sus nociones pueden tener para los escritores en el conocimiento de
su trabajo; y la vitalidad que mantienen ciertas ideas y conceptos
formalistas incluso si, puestos en diálogo con teorías más recientes, se
han transformado en otra cosa, indican que tal vez el formalismo no esté
tan muerto como se ha anunciado; que, aunque los intereses y los
enfoques cambien, sus postulaciones siguen siendo útiles e incluso
necesarias para abordar y comprender la literatura y el arte en la
actualidad.
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