Revista Luthor, nro. 61 (agosto 2025) ISSN: 18573-3272
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La reescritura en la literatura
argentina
Del canon occidental a la tradición local
Mariano Carreras
La literatura argentina del siglo XXI se caracteriza por un uso recurrente de la
reescritura, no como gesto nostálgico sino como reapertura crítica de los textos
fundacionales de la tradición local. En diálogo con las nociones de hipertextualidad e
intertextualidad, la reescritura amplía su alcance al revisar tanto textos como
formaciones discursivas más amplias. Obras de Kohan, Katchadjian, Cabezón Cámara o
Fariña reactivan y tensionan los clásicos decimonónicos, desplazando la reescritura del
canon occidental hacia la deconstrucción de la tradición argentina.
* * *
Vivimos en la época de las remakes. Esto que es una idea bastante
extendida respecto de las producciones audiovisuales actuales, que
pareciera formar parte de un sentido común de época, es en realidad el
reciclaje de una discusión que empezó hace bastante tiempo y que,
según parece, todavía sigue abierta. Me refiero a uno de los puntos más
sobresalientes de la discusión sobre la posmodernidad en tanto que
paradigma cultural, sostenida en el terreno de la teoría literaria durante
la década del 80. Quisiera entonces primero revisar algunas categorías
teóricas, después recoger el guante de la hipótesis contemporánea de la
época de las remakes y repasar algunos planteos del debate suscitado en
torno de la posmodernidad, particularmente para pensar la noción de
reescritura en el campo de la literatura argentina del siglo XXI. Solemos
hablar de reescritura como si estuviéramos siempre de acuerdo sobre los
alcances del concepto, cuando acaso convendría revisarlos, con el
propósito de conferirle mayor poder descriptivo y explicativo.
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Todo texto literario es en alguna medida un ejercicio de reescritura.
Gerard Genette (1989) sugiere algo semejante cuando plantea que la
noción de hipertexto, si no se establece algún recurso metodológico
capaz de restringir el alcance del concepto, podría incluir un repertorio
tan amplio como la literatura universal. Genette sostiene que si se
considera la hipertextualidad como un fenómeno que atañe a toda la
literatura, se convierte en un fenómeno imposible de estudiar. Toma
entonces cartas en el asunto y articula dos argumentos: 1) hay textos que
son más hipertextuales que otros: la hipertextualidad no es una categoría
discreta sino gradual; y 2) cuanto menos “masiva” y “declarada” sea la
dimensión hipertextual de un texto, tanto más dependerá su dimensión
hipertextual de la interpretación del lector. De manera que la
hipertextualidad es consustancial a la literatura, pero el recurso
metodológico que permitiría delimitar el universo “estudiable” de la
hipertextualidad consiste en establecer estas dos condiciones necesarias:
“lo masivo” y “lo declarado” del hipertexto.
Cuando habla de masividad, Genette se refiere a que todo el texto B (el
hipertexto) funciona como reescritura de todo el texto A (el hipotexto):
en la parte estudiable de la hipertextualidad, no caben los fenómenos
parciales, que serán incluidos dentro de los diferentes casos de
intertextualidad (la cita, la alusión, el plagio). Por otro lado, cuando
Genette puntualiza como condición el carácter declarado del hipertexto,
no está del todo claro si se refiere a la puesta en evidencia ostensible de
la relación hipertextual en el texto y en el paratexto, o si se refiere a una
“declaración” de intenciones del autor, o, en última instancia, a una
combinación de ambas cosas. Me inclino por esta última opción, a lo que
cabe sumar algo más: lo declarado del hipertexto tiene una dimensión
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semántica, otra pragmática y otra hermenéutica: es la intención del autor
de construir un hipertexto, materializada en el texto y el paratexto e
interpretada por el lector.
Por otro lado, no es seguro que la noción de hipertextualidad sea
homologable a la noción de reescritura tal como se la suele usar en el
contexto de la crítica literaria argentina, aunque, sin duda, ambas
comparten un segmento importante de su alcance referencial. Digamos
por lo pronto que ambas refieren a la idea de literatura en segundo grado.
Antes de avanzar en el terreno de la reescritura, conviene repasar
entonces de qué hablamos cuando hablamos de hipertexto. Para
Genette, hipertexto es todo texto derivado en su totalidad de otro
anterior en virtud de un proceso de transformación o de imitación, aunque
creo que ambos procesos se dan siempre de manera concomitante y
también quedan sujetos a una lógica gradual: todo hipertexto imita y
transforma en alguna medida algunos aspectos de un texto anterior,
pero mientras algunos se inclinan más por la transformación, en otros
prevalecen las estrategias imitativas.
En términos estrictos, la definición de hipertextualidad que propone
Genette excluye los textos literarios que funcionan como reescritura no
de un texto anterior sino de configuraciones discursivas más generales.
En este punto se puede establecer quizás una clave para establecer la
diferencia entre los alcances referenciales de los conceptos de reescritura
e hipertextualidad. Las relaciones hipertextuales van de un texto fuente
a un texto meta, mientras que las reescrituras pueden ser ejercicios de
reelaboración no solo de un texto, sino también de formaciones
discursivas más amplias, incluso extraliterarias. En este sentido, la noción
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de reescritura implicaría un universo de casos mayor que el que
representa la noción de hipertextualidad según la definición de Genette.
La reescritura incluye los casos de hipertextualidad; todo hipertexto es
un tipo de reescritura, pero no toda reescritura es un tipo de
hipertextualidad. Por lo demás, no son pocos los textos literarios que
Genette comenta como casos de hipertextualidad que en realidad
exceden los límites de su definición de hipertexto. No hay restricciones,
en cambio, para leer esos casos como formas de reescritura.
Genette habla por ejemplo de Sot-Weed Factor de John Barth, una novela
cuya “escritura es un pastiche de época [en el que] el célebre diario del
capitán Smith (…) es sometido por diversas vías a una reescritura
refutadora y bastante destructiva” (1989, p. 260). Pero ese “diario es
mencionado en este pasaje no a título de caso particular, sino en tanto
que diario, literatura colonial estadounidense o narrativa de fundación
nacional. Con todo, el texto de Barth funciona como pastiche no de un
texto anterior sino de “varios tipos estilísticos”, y para Genette es un claro
ejemplo de hipertextualidad. El teórico francés observa además que para
el propio Barth su literatura forma parte de “lo que él llama, no sin
reservas, ficción posmoderna” (pp. 260-261), una categoría que en su
argumentación es equivalente a la expresión “literatura
contemporánea”, sobre la que, recuperando los planteos de Barth,
sostiene “que no se reduce a la práctica hipertextual, pero (…) recurre a
ella con predilección, [aunque en términos más generales] se define por
su rechazo de las normas y de los tipos heredados del siglo XIX
romántico-realista” (p. 261). La hipertextualidad queda subsumida
dentro de una ficción posmoderna que tiene predilección por la
reactivación de tipos estilísticos “de los siglos XVI, XVII y XVIII” (p. 261),
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pero que en términos más generales se define por su rechazo de las
normas de la literatura de la época inmediatamente anterior: la literatura
romántico-realista.
Como la ficción posmoderna europea y norteamericana, la literatura
argentina del siglo XXI se caracteriza por el uso recurrente de la
reescritura. Pero, ¿qué tipos estilísticos recupera y qué otros rechaza esta
literatura? En el contexto de una tradición dentro de la que la literatura
romántico-realista no tuvo ni el desarrollo ni la centralidad que tuvo en
otras tradiciones, ¿cómo se expresa esta dialéctica de la recuperación y
del rechazo que plantea Genette en relación con la ficción posmoderna?
¿Con qué se “reabastecen” y qué deniegan las reescrituras argentinas del
siglo XXI? Veamos un ejemplo. En Los cautivos, Martín Kohan recupera el
tipo estilístico de El matadero de Esteban Echeverría, uno de los dos textos
del romanticismo que fundan la ficción narrativa argentina (Piglia, 1984;
Viñas, 2017). Kohan produce una reescritura que, lejos de rechazar,
recupera uno de los textos más relevantes del romanticismo, aunque de
manera “refutadora y bastante destructiva”: propone una reversión
paródica de la voz del narrador del texto de Echeverría, que a su vez es la
plasmación literaria del discurso de un ilustrado del 37 (Vineli, 2005), con
el propósito de refutar su núcleo ideológico, cifrado en la dicotomía
civilización-barbarie (El Jaber, 2006). Si las ficciones posmodernas
europeas y norteamericanas rechazan el centro de gravitación de la
literatura del siglo XIX, la novela de Kohan convierte uno de los clásicos
de la literatura argentina decimonónica en objeto de su reescritura.
Los materiales con los que Kohan construye su novela remiten a
referencias culturales ligadas a la literatura romántica argentina
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(Joraszuk, 2011). Así, la primera parte de la novela, donde un grupo de
“paisanos” habita en las inmediaciones del casco de una estancia (“Los
Talas”) y acecha la presencia del escritor que circunstancialmente la
habita (Echeverría), mientras acaso escribe su texto más emblemático, se
puede leer como “reflejo deformado” (Joraszuk, 2011, pp. 41-42) de las
oposiciones binarias (individuo-masa, culto-bruto, civilizado-bárbaro)
que estructuran precisamente ese texto: El matadero. Así también, en la
segunda parte, donde adquiere protagonismo la figura de la Luciana, una
joven paisana que se convierte en amante de Echeverría y que viaja
incansablemente en su búsqueda poco después de que el poeta
emprendiera su derrotero hacia el exilio, funciona como un “eco
deformado” (p. 42) de La cautiva. Bárbara Jaroszuk detecta otras dos
referencias literarias pertenecientes al romanticismo argentino: Amalia
de José Mármol, a través de la figura de Daniel Bello, que en la novela de
Kohan ayuda a la Luciana a cruzar el Río de la Plata de Buenos Aires a
Colonia; y el Facundo de Sarmiento, estructurado a partir de la misma
oposición ideológica entre civilización y barbarie que sostiene el narrador
de Los cautivos, donde además algunos de los paisanos personifican, en
versión grotesca, los cuatro tipos de gaucho que describe Sarmiento (p.
51). La autora sostiene que la deformación grotesca en el uso de estos
materiales permite pensar el texto de Kohan como un ejercicio de
revisionismo histórico, hipótesis que conecta la novela con la serie
histórica, no simplemente como novedad literaria, sino como discurso
crítico.
El narrador describe a los paisanos de manera “obsesivamente negativa”
(p. 49) y esto genera “efectos cómicos” (p. 49). Pero tanto esa negatividad
como sus efectos corresponden al sistema discursivo con el que Kohan
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polemiza a través de la reescritura. La insistencia y la exageración
empeñadas en la construcción del carácter grotesco de los paisanos
ponen al descubierto los procedimientos del narrador, su carácter
ideológico y su fuerza pragmática, y en última instancia esto convierte lo
cómico en agresivo. De manera que si el lector se ríe se convierte en
cómplice de un “poder que está puesto en el uso simbólico del lenguaje”
(Piglia 1993, p. 9). Quizás es de alguna manera en esto en lo que piensa
Elsa Drucaroff (2011) cuando, en el contexto de un comentario sobre Dos
veces junio, sostiene que “Kohan es uno de los humoristas más serios,
dolorosos y refinados de la democracia de la derrota” (p. 445). En el caso
de Los cautivos, el humor, que depende de una estructuración seria y
refinada, habilita una reflexión dolorosa sobre la historia de las
contradicciones de clase en la Argentina; es un efecto que opera en el
espacio de la diégesis, pero es puesto en discusión mediante la
construcción paródica del texto. Subordinado a la dimensión polémica de
la ficción, lo cómico no está ahí para hacer reír, o en todo está para que
el lector que ríe asuma la responsabilidad de su gesto. Kohan reescribe
en Los cautivos el uso simbólico del lenguaje del poder, o la forma en que
la clase dominante ejerce el poder simbólico a través del lenguaje.
Refuncionaliza los procedimientos (la hipérbole, el grotesco, los efectos
cómicos) que se articulan en ese lenguaje cuando se usa para
menoscabar a las clases subalternas, en el espacio de una parodia que
polemiza con los contenidos semánticos que se despliegan en el texto.
La novela de Kohan es parte de un conjunto de propuestas literarias del
siglo XXI que se encargan de revisitar el siglo XIX argentino. Por
mencionar algunos ejemplos, El Martín Fierro ordenado alfabéticamente de
Pablo Katchadjian, Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón
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Cámara y El guacho Martín Fierro de Oscar Fariña, son reescrituras en las
que el Martín Fierro de Hernández, el texto más emblemático de la
literatura gauchesca, consagrado durante el Centenario como poema
épico nacional, fue sometido, respectivamente, a un reordenamiento de
sus versos que rescata el ritmo pero descompone el mensaje (Aira, 2009),
al desarrollo novelesco de la voz de una mujer negada como personaje
en el poema original (Contreras [Ortale, 2022]), y a una traducción de la
voz del gaucho en la lengua de un “guacho” que remite al discurso de la
cumbia villera (Páez-Leyes, 2020). En los tres casos el texto canónico es
revisitado y desvirtuado, reconocido y contestado. Son reescrituras que
actualizan la vigencia del hipotexto pero que a la vez “desafían” y
“corroen” los valores que expresa (Dalmaroni [Ortale, 2022]). Las
reescrituras argentinas del siglo XXI encuentran en las escrituras del XIX
un conjunto de articulaciones literarias “fundacionales” a las que
efectivamente se vuelve para producir experiencias literarias nuevas.
Pero entonces, ¿cuál es la literatura excluida del espacio de las
reescrituras argentinas? Se me ocurren dos casos: Eugenio Cambaceres
y Elías Castelnuovo, el realismo en sus vertientes naturalista y
comprometida, aunque, sin duda, tiene que haber muchos más.
A la vez, este conjunto de propuestas literarias que recurren a la
reescritura para volver al pasado se proyectan en un campo literario
atravesado por un proceso de renovación de la novela histórica en curso
desde la década del 80. Según Magdalena Perkowska (2008), dicha
renovación es un fenómeno que tuvo lugar en toda América Latina en el
contexto de un período de democratización política y de crisis social. Las
dificultades económicas y la fragmentación de las sociedades
latinoamericanas suscitadas por la aplicación de políticas neoliberales
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redundaron en una serie de reflexiones acerca del presente y el pasado
entre los que se cuentan, en el campo de la literatura, los textos que
forman parte de la denominada “nueva novela histórica”. Perkowska
plantea que la novela en general, además de representar una forma de
expresión estética, funciona como un dispositivo de producción de
conocimiento. En este sentido, la nueva novela histórica sostuvo una
serie de reflexiones acerca de la historia y del discurso histórico, puso en
discusión las pretensiones de verdad de los relatos oficiales e interrogó
sus lugares de enunciación, trabajó sobre las construcciones
referenciales y sobre las determinaciones del presente como instancia de
articulación de los conocimientos históricos.
La nueva novela histórica se configura como un espacio de articulación
de “historias híbridas”, una categoría en la que Perkowska recupera los
planteos de Néstor García Canclini (1990), para quien el posmodernismo
constituye una perspectiva teórica que permite dar cuenta del carácter
híbrido de las formaciones sociales latinoamericanas. García Canclini
concibe América Latina como articulación de un conjunto de “tradiciones
y modernidades” (p. 23) heterogéneas, “con múltiples formas de
desarrollo” (p. 23), formas que desde el punto de vista de la categoría de
modernidad muchas veces resultan ininteligibles, y por lo tanto
descalificadas como fenómenos culturales carentes de sentido histórico.
“Para repensar esta heterogeneidad es útil la reflexión antievolucionista
del posmodernismo, más radical que cualquier otra anterior” (p. 23). Para
García Canclini, el posmodernismo no es una etapa histórica posterior a
la modernidad sino una perspectiva teórica más productiva, con mayor
poder heurístico que las concepciones históricas “omnicomprensivas”
características de la modernidad. Por su parte, en el contexto
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norteamericano, para Fredric Jameson (2012), quien pensó el problema
del posmodernismo precisamente desde de una concepción histórica
modernista totalizadora, el posmodernismo es una “pauta cultural” que
incluye diversos estilos, pero esos estilos no son el resultado de la
experimentación formal, sino que se incorporan a través del pastiche, es
decir de un regreso al pasado que en verdad no es más que un regreso a
los estilos y en definitiva a la imagen del pasado. Jameson piensa en estos
términos la emergencia del “cine nostálgico” y el fenómeno de la remake,
dentro del que incluye las versiones de películas viejas tanto como las
adaptaciones de textos literarios al cine. Todas estas formas de
representación cinematográfica producen una “colonización insensible
del presente mediante el modo nostálgico” (Jameson, 2012, p. 57) y
ponen la “historia de la estética” en el lugar que debería ocupar “la
historia real” (p. 58).
La idea de un desplazamiento de “la historia real” está relacionada con
uno de los rasgos constitutivos del posmodernismo: la crisis de la
historicidad. Incluso las novelas históricas posmodernas funcionan
dentro del plano de una textualidad que no permitiría establecer
conexiones críticas con la serie histórica. Por ejemplo, en Ragtime de E. L.
Doctorow, una novela que Jameson lee como ficcionalización de la
derrota de la izquierda en el siglo XX, dicho contenido político “se ofrece
y retira perpetuamente” (p. 62), de manera que resulta “imposible
alcanzar y tematizar esa ‘materia’ oficial que flota en el texto” (p. 62).
Ragtime produce por medio de una serie de procedimientos la
desaparición del referente histórico. Así funciona, por ejemplo, el uso de
los nombres: algunos personajes son designados mediante nombres
históricos (Teddy Roosevelt, Emma Goldman, Henry Ford, etc.) y otros
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mediante roles familiares (Padre, Madre, Hermano Mayor, etc.) que en
conjunto producen un efecto de cosificación, “impidiendo que recibamos
su presentación sin que medie la intercepción de un conocimiento o una
opinión ya establecida (p. 63). Conviene advertir que Jameson no
propone una lectura de Ragtime en términos de pastiche, y que apenas
menciona un detalle intertextual, rasgos que sin embargo considera
consustanciales del posmodernismo. Quizá se deba a que no es la novela
de Doctorow más “masiva” ni “declaradamente” hipertextual. En este
sentido, Genette diría que depende demasiado del lector establecer que
se trata, por ejemplo, de un pastiche del discurso periodístico de la época
a la que se remonta. De todas maneras, la lectura que propone Jameson
sobre Ragtime da cuenta de cómo concibe la relación entre la serie
literaria y la serie histórica en el contexto de la posmodernidad. La novela
posmoderna no rechaza tal o cual tipo estilístico ni tal o cual zona de la
historia literaria, más bien pone en juego un repertorio de
procedimientos que rechazan o “cortocircuitan” la historia ctica. Los
lectores somos parte de una trama histórica con la que no nos podemos
relacionar a través de la lectura porque toda forma de representación
posmoderna nos conecta solo con otras formas de representación.
Para Linda Hutcheon (2014), en cambio, el posmodernismo es una
poética que produce significaciones excéntricas y provisionales; y si de
alguna manera constituye una “pauta cultural”, lo hace de manera
paradójica, en el sentido en que se trata de una poética que despliega
diferentes formas de rechazo de cualquier programa de estabilización de
toda pauta cultural. La cultura posmoderna es fundamentalmente
contradictoria: invoca las representaciones de “lo que generalmente
definimos como nuestra cultura dominante, liberal y humanista” (p. 44),
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para cuestionarlas o desafiarlas, sostiene la vigencia de una tradición
histórico-literaria para reescribir y descentrar sus articulaciones
constitutivas, admite su pertenencia a dicha tradición pero desde una
distancia que le permite criticarla. La poética del posmodernismo
encarna “autoconscientemente la contradicción metalingüística de estar
dentro y fuera, de ser cómplice y de distanciarse, de inscribir y refutar sus
propias formulaciones provisorias” (p. 67). En el contexto de la
posmodernidad, la reescritura funciona como la recuperación de un
pasado histórico y literario que debe ser revisitado no como un ejercicio
retroactivo nostálgico y fetichista sino para reabrir debates que pudieron
parecer cerrados.
Las estrategias discursivas que caracterizan a la poética del
posmodernismo son la parodia, la metaficción historiográfica y otras
formas de intertextualidad. El uso de la parodia es paradigmático
respecto del carácter contradictorio del posmodernismo porque implica
por un lado la actualización de tipos estilísticos o formaciones discursivas
del pasado y por otro lado la postulación de una distancia irónica desde
la que se cuestiona el objeto parodiado. Por otro lado, la metaficción
historiográfica es una respuesta al formalismo hermético y ahistórico y
al esteticismo que caracterizó gran parte del arte y de la teoría del así
llamado período modernista” (p. 170), y produce dos movimiento
concomitantes: “Reinstala los contextos históricos como significantes e
incluso determinantes, pero al hacerlo problematiza toda noción de
conocimiento histórico(p. 172). Esto no representa una negación de la
“historia real” sino una negación del carácter absoluto de los enunciados
historiográficos. La reactualización intertextual de configuraciones
históricas y literarias en el contexto de la ficción posmodernista pone de
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relieve que los materiales históricos y literarios están histórica pero no
definitivamente determinados.
Recapitulemos. Para Genette, las reescrituras posmodernistas se
inscriben en una historia dialéctica de la literatura, gobernada por las
fuerzas del rechazo y la recuperación de los géneros o de los tipos
estilísticos del pasado. Jameson, por su parte, piensa estas reescrituras,
en el mejor de los casos, como evocaciones nostálgicas, y en el peor,
como déjà vu y retorno de lo reprimido. Por último, Hutcheon afirma la
distancia crítica y enfatiza el carácter manifiesto de la intertextualidad de
la ficción posmoderna. Estudiar el posmodernismo desde una posición
consustancial a la lógica posmoderna le permite a Hutcheon leer la
incorporación de personajes históricos en Ragtime no como un
procedimiento nominalista que los cosifica ni como la representación
“genuina” de personajes pertenecientes a la historia empírica sino como
interrogación de elementos textuales previos, como “intertextos de la
historia” (p. Hutcheon, p. 242), como entidades discursivas sujetas a las
manipulaciones de la lógica intertextual. En este sentido, por medio de la
parodia o de la ironía, la metaficción historiográfica es sustancialmente
intertextual. Pero la intertextualidad no es lo mismo que la reescritura.
Ragtime, una novela plagada de relaciones intertextuales, no funciona
como reescritura porque no recupera masiva ni declaradamente ningún
tipo estilístico ni formación discursiva previos; Los cautivos, que recupera
paródicamente la voz del narrador de El matadero, aunque esta
propuesta hipertextual no se extienda en toda la novela, constituye un
caso evidente de reescritura. La metaficción historiográfica de Doctorow
no funciona como pastiche de ninguna formación discursiva previa; en
cambio, Kohan reescribe en su novela, desde una distancia irónica, una
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formación discursiva reconocible, cuya plasmación como tipo estilístico
es el texto fundacional de la ficción literaria argentina.
Siguiendo a Barthes y Kristeva, Hutcheon (2014) plantea que la noción de
intertextualidad operó un desplazamiento del sentido de la relación del
autor con su texto hacia la relación del texto con el lector. Cuando
Genette propone las condiciones de lo masivo y lo declarado en su
definición de hipertextualidad, se opone a las prerrogativas de la
hermenéutica y resitúa una vez más el problema del sentido en el punto
de articulación del texto con el autor. Ahora bien, pensar el sentido en las
reescrituras requiere quizás articular una trama de relaciones más
amplia. Es cierto, como sugiere Hutcheon, que en definitiva es el lector
quien produce el sentido del texto y por lo tanto quien decide sobre la
naturaleza intertextual, hipertextual o irónica de la metaficción
historiográfica. Pero también es cierto que, cuando hablamos de
reescritura, nos situamos en la perspectiva del autor que reescribe en
tanto que lector de un texto previo. Somos nosotros como lectores
quienes decidimos en qué clave interpretar los textos que leemos; pero,
frente a los textos que interpretamos en términos de reescritura, lo
hacemos siempre en función de las claves significantes distribuidas en el
texto por un autor-lector. Reconocemos una reescritura porque
recuperamos la dimensión pragmática del texto: incorporamos en
nuestra interpretación los signos intencionales, de naturaleza
hipertextual, más o menos masivos, más o menos declarados, que
descubrimos en el texto. Por supuesto que, como la hipertextualidad no
es una categoría discreta, como es una cuestión de grado, siempre
subsiste en nuestras decisiones un resto de arbitrariedad.
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En lo que va del siglo XXI, la literatura argentina es pródiga en
reescrituras, y no parece que se trate de un gesto nostálgico en relación
con los estilos o las imágenes del pasado. Más bien, se trata de una
recuperación distanciada y crítica, de una reapertura de los textos
canónicos de la tradición, para producir interrogaciones respecto de
aspectos formales e ideológicos relacionadas con las preocupaciones del
presente. En el contexto de una disertación sobre la cultura
antropofágica, se pensó alguna vez la literatura latinoamericana en
términos de reescritura del canon occidental, como un mecanismo de
obediencia y desobediencia, de reconocimiento y de transformación
(Santiago, 2012). Esas definiciones podrían corresponder a muchas de las
metaficciones historiográficas mencionadas y comentadas más arriba.
Ahora bien, las reescrituras de la literatura argentina del siglo XXI
parecen desplazar el programa de reescritura del cielo de la tradición
occidental hacia la reescritura en el terreno de la tradición local. No se
trata ya de apropiarse para reformular el canon “universal”, sino de
recuperar para su deconstrucción los textos de la tradición literaria
argentina.
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