piedra, o minas de hierro, levanta el plano de la ciudad, le da nombre
y vuelve a las poblaciones a anunciar por los mil ecos del diarismo, el
descubrimiento que ha hecho del local de una ciudad famosa en el
porvenir (Sarmiento, 1993: 322).
El yankee no funda, sino que descubre una ciudad del porvenir. Y solo se
puede descubrir lo que ya está hecho.
Sin embargo, Sarmiento no solo representa el drama del descubrimiento.
También —no podía ser menos— lo interpreta:
Ahora, busque usted en el mapa de los Estados Unidos un punto a
propósito para esta secreción interna [la industria nacional],
reuniendo además las condiciones de viabilidad y abundancia de
elementos de fabricación, hierro, maderas, carbón, etc. Si usted no
lo encuentra tan pronto, yo se lo indicaré. Hacia el interior de la
Pensilvania los ríos Ohio, Alleghany y Monontgahella se reúnen para
dirigirse al Mississipi, la grande arteria que distribuye y concreta
como hemos visto el movimiento interior (Sarmiento, 1993: 294).
Sarmiento, como un buen yankee, señala dos puntos en el mapa:
Pittsburg primero, Buffalo después. Con el primero acierta; con el
segundo erra, pero por poco. Frente a Buffalo, en la orilla opuesta del
Erie, décadas después, se desarrollarán Cleveland y Detroit.
El mapa le permite a Sarmiento mirar desde lo alto. Es el instrumento de
lo que Viñas (1998) llama su “mirada olímpica” (18): una forma de aplanar
el espacio y el tiempo en una única superficie interpretable. La
clarividencia aparece cuando lee la cifra del mapa, y encuentra ahí un
futuro ya dado.
La campaña de Urquiza contra Rosas, en 1852, es un punto de inflexión
en la obra de Sarmiento. Por un lado, implica la derrota de su gran
enemigo, tema y protagonista de casi todos sus libros. Por el otro, su
servicio como soldado lo lleva a recorrer esa tierra desconocida a la que
le había dedicado tantas páginas: la Pampa, el Río de la Plata, Buenos