Del realismo analógico y sus gestualidades, por Manuel Fernández

Hay en dos películas realistas recientes, Fallen Leaves y Perfect Days, una sensación reconfortante: se puede todavía ver una película ambientada en el presente en la que no haya una sola red social a la vista. En Perfect Days, Hirayama le pregunta a su sobrina “¿dónde queda Spotify?”; en Fallen Leaves, la radio abre como telón de fondo de los desencuentros entre los protagonistas los pormenores de la invasión rusa a Ucrania. El tono intencionalmente extemporáneo de la película se hiperboliza cuando el conflicto central se vuelve la pérdida de un número de teléfono escrito a mano que retarda la unión amorosa. Podría pensarse que este enredo casi analógico, o en Perfect Days, el registro del paso a paso de la limpieza más meticulosa posible de un baño público ―nunca interrumpida por un celular―, constituirían en verdad una imagen más anti-realista que fiel a la contemporaneidad. Y resulta en cierta medida paradójico, porque el descarte del mundo virtual, que indudablemente marca el presente de las sociedades retratadas en las películas, imprime una “crudeza” chocante, pero que no parece socavar el efecto mimético (¡al contrario, se siente como un alivio!). Quiero sugerir que ambas películas construyen un recorte del mundo que en sus trazos generales se revela ominoso, pero que en sus detalles ofrece  contrapuntos sobre la representación realista, el capital y el trabajo, la vida recta y la esperanza.

 

 

En Fallen Leaves, como en buena parte del catálogo de Kaurismäki, el trabajo es una carga que apenas satisface las necesidades de los personajes y cuya dudosa estabilidad es una constante amenaza. Ansa es repositora en un supermercado hasta que es despedida por robar comida vencida; Holappa lucha por mantener a raya su adicción al alcohol de modo que no interfiera con sus trabajos. La monotonía de la rutinaria vida de ambos resuena en la falta de expresividad de sus rostros y en la parquedad de los diálogos, elementos también característicos de la semántica kaurismäkiana. Si, en ese sentido, la película reitera sin demasiadas novedades el tono y las temáticas de obras anteriores, tal vez lo singular de Fallen Leaves sea precisamente decir lo mismo en un mundo tan distinto; a la manera de Pierre Menard, la sucesión de imágenes que encadenan sistemáticamente trabajo – ocio – casa parecen surrealistas sin la interferencia de una app o mensaje instantáneo. Las máquinas en Kaurismäki no son celulares ni dispositivos de realidad virtual, sino grúas, remolques, camiones de basura. Shadows in Paradise, de 1986, abre con una puerta metálica que se corre para dejar ver precisamente un Scania en primer plano; The Match Factory Girl, de 1990, con máquinas para la producción de fósforos; Fallen Leaves, de 2023, con la cinta y la caja registradora de un supermercado. En el mundo de Kaurismäki no hay CMs. Pero la sensación no es la de una incapacidad de retratar la dinámica del capitalismo actual, sino la de una seguridad absoluta sobre la continuación de una lógica subterránea que se mantiene. Los mismos rostros y las mismas máquinas siguen llamando la atención, con más fuerza ahora por la extrañeza de la dislocación temporal, sobre el trabajo como explotación.

La lógica es, por supuesto, distinta en Perfect Days. Para empezar, la inexpresividad infaltable de los personajes de Kaurismäki se convierte en una media sonrisa permanente en el rostro de Hirayama. Esta sonrisa es lo más parecido a un conflicto que hay en la trama, y el punto clave de la disputa interpretativa que suscitó la película: ¿qué significa la aparente paz con el mundo de este hombre, que divide su tiempo en rutinarias sesiones de lectura, música y limpieza de baños públicos? ¿Por qué hay que imaginar a un Hirayama dichoso? La situación es distinta a la de Ansa y Hoppala aun en otro sentido: conforme avanza la película, nos enteramos de que la hermana de Hirayama pertenece a una clase social elevada, y que la vida de su hermano parece más el resultado de una elección que la aceptación resignada de un destino inevitable. El escenario en el que los personajes de Kaurismäki luchan por mantenerse a flote, a la espera de alguna grieta de esperanza, es el terreno ideal para un Hirayama que se mantiene intencionalmente al margen del consumo, de la virtualidad, de las mieles del capitalismo tardío. Y es este rechazo el que en un nuevo acto paradójico ha llevado a parte de la crítica a ver en el personaje una conexión más real con el mundo y con el arte, no mediada por las vanidades superfluas. Este pensamiento es ciertamente cómodo, pero comporta como presupuesto ideológico una aceptación de Hirayama como un sujeto deseable, modelo, y deja de costado las condiciones objetivas de su trabajo ―que la película también se ocupa en registrar con mucha rigurosidad―. Es que la casi sonrisa de Hirayama, su rechazo al mundo virtual, no tienen por qué ser reivindicaciones de una forma de vida más “simple”, sino que, como en Fallen Leaves, enrarecen el ambiente hasta volver a hacer atractiva una reflexión sobre qué significa trabajar ―realizar un trabajo de verdad― en el presente. 

Así se entiende el plano final de la película, una escena muy bien dirigida y mejor actuada. Hirayama comienza su rutina y se dirige, en su auto, hacia el trabajo; de fondo suena “Feeling Good”. En el rostro de Hirayama se asienta de a poco la perpetua sonrisa, pero ahora se desdibuja y da lugar a un gesto mucho más difícil de descifrar. Durante los dos minutos finales la sonrisa se transforma en una emoción vaga, vuelve a ser sonrisa, muta a ¿tristeza? La lectura más ideológicamente tranquilizadora querría salvaguardar la felicidad ascética del personaje: se trata de una emoción profunda que solo una persona en paz con el mundo como Hirayama puede sentir. Pero la escena es intencionalmente ambigua; Hirayama ha elegido su destino, ¿pero es la vida recta que transita realmente deseable? ¿Es el rechazo y el despojo el camino para todo trabajador, o es una muestra del costo que implica trabajar y no participar de la superficialidad? El amor, el escape, la conexión intermitente con el otro son algunas de las breves esperanzas que irrumpen en las películas de Kaurismäki, y que ocasionalmente quiebran la inexpresividad de los personajes. La aparición de un gesto, por mínimo que sea, manifiesta un humanismo oculto, perdido en el tono de decadencia general de las películas. Tal vez en Perfect Days suceda lo contrario: cuando la sonrisa tambalea, se produce una esperanza negativa; tal vez haya algo más que limpiar baños y leer libros. En todo caso, las dos películas logran algo extremadamente difícil para las narrativas contemporáneas: producir dos formas de realismo levemente dislocado que pueden, de forma genuina y sin patetismo, volver a hablar de la realidad, del trabajo y de los efectos que genera sobre las personas.