La teoría de los “cuatro niveles de interpretación” es casi lo único que la teoría literaria suele recordar de la edad media cristiana. Lo hicieron Roland Barthes, Northrop Frye y Fredric Jameson, y seguramente varios otros. Este último, en The Political Unconscious (traducido al español como Documentos de cultura, documentos de barbarie, por algún motivo) hace un uso particularmente sugestivo de esta forma de exégesis al concentrarse en el último de los niveles: el llamado “anagógico”. Repasemos: el primer nivel es el literal, o sea la comprensión de los sucesos narrados; el segundo es el alegórico, que consiste en convertir ese relato en metáfora o símbolo de otra cosa; el tercero es el tropológico o moral, que es básicamente extraer la “moraleja” del relato en términos individuales; el sentido anagógico consiste en insertar el relato que se busca interpretar en la Historia Total de la Caída y Redención del hombre, el Apocalipsis, etcétera. Jameson, que publica este libro en 1981, busca retomar este sentido anagógico en un sentido propiamente marxista: la Historia ahora es la de los modos de producción y su lógica es la dialéctica materialista.
Más allá del marxismo, el mérito de Jameson es haber recuperado este método exégetico para pensar en los relatos (y sobre todo en los ficcionales) en diálogo con un sentido general de la historia, incluso si este sentido general ya no es inmediatamente cognoscible como lo era en el esquema cristiano más dogmático. Ese sentido histórico está en construcción, pero no por eso se convierte en un relato más. Podemos sumar, también, un nivel hermenéutico adicional: el horizonte anagógico de una narración puede ser comprendido en un sentido historicista (aquello que podemos especular que quiso decir en su contexto sobre el sentido total de la historia) y en un sentido total, que necesariamente nos abarca como sujetos históricos y que nos obliga a nosotros a participar de la especulación sobre el Gran Relato.
Más allá de las resonancias medievales, jamesonianas y gadamerianas, esto que estoy describiendo no es una práctica inusual. Los debates alrededor del significado de Terminator que surgieron a partir de la asociación que planteó Javier Milei con este personaje lo pusieron en escena, aunque es cierto que el asunto está facilitado ahí porque las películas mismas plantean un relato histórico total (que además es, como se ha dicho mil veces, muy cristiano). Pero también encontramos frecuentemente análisis de novelas o series en los que aparece planteado el horizonte de la subjetividad en el devenir del neoliberalismo y cosas por el estilo que, mutatis mutandis, podrían entrar en este sentido de lo anagógico como cúspide de cualquier interpretación lo suficientemente ambiciosa.
El contexto argentino, de hecho, lo favorece. Tenemos buenos motivos para sentir que nuestro país es hoy en día un experimento cuyos resultados podrían tener una repercusión simbólica y política muy fuerte. Nadie sabe de verdad qué está pasando, y los que dicen que lo saben son los que menos idea tienen. Las ruinas humeantes y radioactivas del campo popular son un testimonio elocuente. Pero está claro que, más allá de ritornelos y ecos del pasado, son tiempos interesantes, y la historia se imagina mejor cuando se mueve bajo nuestros pies.
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Por cuestiones bastante aleatorias reví recientemente las películas El día de la marmota, Truman Show y la serie alemana Dark. Las coincidencias y simetrías entre estas tres ficciones son abundantes y podría escribir bastante al respecto. Muy rápidamente: tenemos personajes que descubren estar atrapados en un circuito cerrado cuyo sentido resulta extremadamente complejo de entender a primera vista, y que tienen que elegir entre la comodidad más bien tétrica de permanecer en ese circuito o buscar desesperadamente una salida. Hay escenas de escape desesperado, intentos de suicidio, momentos de resignación y varios de los puntos canónicos del “camino del héroe”.
Pese a lo que podría parecer, El día de la marmota es el más pesimista y oscuro de los tres relatos. Hay dos motivos: el primero es que no hay ninguna explicación de por qué el personaje de Bill Murray (Phil) cae en un loop temporal, y el segundo es el final. Se recordará que la película termina cuando, tras lograr enamorar y encamarse con Andy McDowell (Rita), Phil decide que quiere mudarse al deprimente pueblito que tanto le desagradaba al principio de la película, y en el que vio su vida reducida a un infierno de suicidios frustrados y tareas caritativas cronometradas. Hay solo una interpretación verosímil: el pueblito (Punxsutawney) está maldito, Phil cayó bajo su maldición y solo puede salir del loop temporal destruyendo su personalidad (que admitamos no era gran cosa, pero era suya) en pos de vivir un sueño nostálgico americano cincuentoso heterosexual. Más que sacrificio heroico, hay resignación, un American way of life totalmente privado de densidad y de futuro, bien posmoderno.
Truman Show y Dark son, en comparación, relatos heroicos muy esperanzadores. En ambos hay solución, hay un afuera bien concreto, que además tiene el mérito de ser verosímil por lo imperfecto. El mundo al que Truman sale es un mundo lleno de horror (el nuestro), y el mundo de la escena final de Dark (el “mundo origen”) no es presentado tampoco como un cuento de hadas. Pero no por eso dejan de ser, a todas luces, mundos mejores, mundos abiertos. Hay algo profundamente conmovedor en Truman rebotando contra las paredes psicológicas y materiales del pueblo de cartulina hasta encontrar la salida, y mucho de fascinante en tratar de rastrear como Claudia Tiedemann logra encontrar el hilo del laberinto temporal que permite desanudar el loop del horror salvando gente y no aniquilándola aparatosamente.
La última diferencia que hay que tener en cuenta respecto de El día de la marmota es la reflexión sobre el destino. Truman y los protagonistas de Dark son continuamente confrontados frente a la idea de que tienen un destino. La principal villana de Dark es “Eva” (la Martha envejecida), la que se atribuye la misión de sostener la existencia del “nudo” que ata el circuito temporal de los dos mundos oscuros, llenos de tragedias irredentas, pero tanto ella como su par “Adam” (el Jonas envejecido y chamuscado) replican continuamente la misma estrategia: decirle a todo el mundo que tienen que hacer lo que tienen que hacer porque es la única forma posible, porque no hay alternativa, etc. Este es su mecanismo más efectivo de manipulación, que utilizan incluso contra ellos mismos. En el caso de Truman Show la cosa es más simple y explícita: es Ed Harris (Christof), el creador y director del programa, quien le asigna a su protagonista los destinos que considera adecuados.
¿A qué vamos con todo esto? Una interpretación anagógica que atienda a nuestro presente podría empezar por señalar esta tensión entre la imagen proyectada de un “destino” nacional como una sombra terrible que solo sirve a un propósito: repetir el loop, el circuito cerrado del que no se ve ninguna escapatoria posible. No importa tanto si ese loop es la consecuencia de la peligrosidad y toxicidad de los vínculos familiares (uno de los grandes temas en Dark) o de las necesidades explícitas del capitalismo global (Truman Show y la cultura del espectáculo): la salida aparece cuando la proyección ideológica del destino se transforma en una apariencia que los héroes logran atravesar.
Ahora, y para terminar, ¿cuál sería entonces, en una línea, una interpretación anagógica de estas historias que resuene con el “gran relato” nacional (que es también global)? ¿En qué narrativa histórico-teleológica nos encontramos o desencontramos? Las aventuras de Truman y de los héroes de Dark por un lado y la tragedia de Phil por otro ilustran algo más que la disyuntiva entre valor y resignación. El verdadero ingenio histórico en las primeras dos historias consiste en ver la ideología tras la apariencia y conveniencia del destino, en encontrar lo que no cierra del relato a partir de pistas e intuiciones sueltas y arriesgar todo por ese otro relato que de hecho, todavía no existe. La “particularidad” argentina y del tétrico espiral de decadencia en el que nos sentimos atrapados no se combate con ningún destino de grandeza. Hay que encontrar una tangente que permita romper esa ilusión sin que el costo sea la destrucción total.